DE OCASOS Y DE FIESTAS  
 
 
 
 
 
El hombre renueva las tristezas del mismo modo que canjea alegrías, sencillamente porque no sabe hacer otra cosa. Siempre ha sido así, desde que se descubrió hombre entre los hombres.
Ha vivido repitiendo estertores parturientos y ha comenzado cada mañana con la esperanza de continuar con vida en la noche. Así, ha redescubierto al día utilizando el artilugio siempre pronto del olvido.
Sólo al cabo de algunas centenas de miles de años algo cambia en él, que lo hace sentir diferente. Un recuerdo, algo que ha aprendido con el tiempo, pero que no alcanza a reconocer. Como un peldaño hacia cierta forma de resignación y esperanza. Una clase de inquietud que le increpa un ultimátum certero a la tristeza, y la pesadumbre.
El hombre está sólo... y espera. Espera por el sol, espera por ruidos del bosque que se han silenciado, por llamados interiores cuya decodificación ya ha aprendido a detectar.
Espera también por la lluvia que siempre le ha acompañado cuando no hubo nadie junto a él.
Ahora, el hombre lleva en sus párpados el peso de una extraña sabiduría, y del profundo paisaje de su boca hay palabras que esperan por salir... algún día.
Él sabe que estallarán fuera de sí como un barril de pólvora y que sangrará por ello, pero ahora siente que es momento de dormir y de soñar. Ahora es la hora del final de esta jornada. Un descanso que le permitirá renacer de entre sus miedos.
 
Porque siempre hay un ocaso esperando a dar por terminada la luz infinita de una fiesta, y siempre hay, durante el transcurso de un ocaso, la promesa también infinita, de una nueva fiesta.
                              GAF/Primavera/1994