Traicin de familia.
Publicado en Nov 04, 2009
Cuando pasa el tiempo, pareciera ser que todo tiene que ver con la formación familiar; vaya cuan importante es lo que nos enseñan nuestros padres desde que somos pequeños, si parece incluso que en la medida que crecemos repetimos sus pasos; a pesar de que mi madre murió, en extrañas circunstancias, cuando apenas me empinaba sobre los diez años, pude crecer sabiendo que caminaría sobre sus pasos.
El motor de mi camioneta apenas se sentía, opacado por la inmensidad del Cementerio Parque, por la voz candente de Amiee Mann en “Phoenix” y porque los modelos del año son así. Parece un contra sentido pero, en relación a las camionetas modernas, a mayor estatus menor bulla. Miré el plano que me habían dado en la administración, junto con haber recibido el cheque del último pago, y aún me faltaban un par de hectáreas por recorrer. Sentí ganas de apretar el acelerador a fondo y cruzar por sobre el césped, esquivando las flores, las lápidas, sentí ganas de hacer rugir el motor; me sentía segura, ahora tendría donde caerme muerta. Mi madre estaría feliz, ella lo hizo así, compró su urna en la primera etapa de este parque, hace años, yo compre en la cuarta, la última, como una forma de estar juntas, al menos en la muerte ya que en vida lo no estuvimos. Pensaba en ello cuando a lo lejos, entre el sonido de “Borrowing time” y el ronroneo del motor, escuche que me había llegado un mensaje a mi celular. Estaba segura que era él. “16:00 horas, puntual”. Mire el reloj y tenía el tiempo justo. Detuve el motor y salté fuera de la camioneta. Camine un par de minutos sobre el pasto hasta encontrar una placa metálica, redonda, con el número 1428. Ese era mi sitio, allí descansaría, en paz, cuando llegase mi hora. Levanté la cabeza y miré a mi derredor… nada, sólo pasto, paz y tranquilidad, respire lo más hondo que pude y volví a trepar al auto, sabía que solo tenía cincuenta minutos. Giré y marche en dirección a casa. Enrique sabía que lo esperaría en el dormitorio de visitas; es que tiene baño privado, esta lejos del dormitorio de los niños, tiene entrada independiente y puedo ver desde la ventana si Juan Carlos aparece entes de tiempo. Algo pasaba con Enrique esa tarde, desde hacia mucho que no lo notaba con tanto ímpetu, lo sentí hirviendo con solo pararse en la puerta, me desnudó con la mirada al acercarse, sentí sus brazos fuertes como nunca, buscó mi boca para hurguetear cada rincón con su lengua, recorrió mi cuerpo como si lo desconociera y me hizo tocar las estrellas tres veces antes de la última vez. Ahora sí sabía, que el mejor regalo para los niños había sido el Nintendo Wii Sport. Sus propios gritos ocultaban los míos. Gemí como nunca antes, mordí mi lengua con fuerza para contrarrestar en parte esa descarga eléctrica que sentí cuando me llevó a tocar el cielo por cuarta vez. Enterré mis unas en sus nalgas una y mil veces esa tarde, por momentos me iba del lugar, perdía los sentidos, me sentí en otro sitio, distante, ajeno a todos, sólo yo y Enrique haciéndome el amor. Fue por eso que no escuché el estruendo de la puerta de entrada al ver Juan Carlos el auto de otro en su lugar. No era sólo el auto lo que estaba ocupando su lugar. Seguramente me escucho antes de entrar al dormitorio, tal vez se acercó en silencio y puso su oreja sobre la puerta, tal vez el Nintendo no sirvió y los niños siempre lo supieron y esta vez se lo contaron. No sé. Tenía las piernas cruzadas sobre la cintura de Enrique cuando la puerta estalló. Su cara estaba desfigurada, era otro. La mandíbula desencajada dejaba entrever sus dientes, el ceño fruncido y la mano derecha delante de sus ojos, rígida, empuñando el arma que yo misma había comprado para protegerme. Escuché el estallido y vi, como de entre una llamarada, salía el proyectil directo a mi entrecejo. Escuché un crujir de una tabla que se rompe, en el instante en que toco mi frente, lo sentí tibio, casi caliente y luego mi cabeza estalló. Ahora estoy sentada aquí, en la cuarta etapa, en mi sitio, aquel que compré para tener donde caerme muerta. Piernas cruzadas con mi cabeza destrozada, la cara hecha jirones, pudriéndose, como todo mi cuerpo aún manchado de sangre. A Enrique no lo vi más, nunca ha venido a verme, tampoco Juan Carlos y no lo culpo. Me duele si, la ausencia de mis hijos; me atormenta más que este ritual inútil donde todas las noches, a la misma hora, por los siglos de los siglos, nos juntamos los infieles muertos por la causa, como en una especie de cofradía estúpida, que busca respondernos si valió la pena o no; que busca respuestas mirando unos a otros nuestros cuerpos, otrora templos de placer, ahora destrozados. Cada uno de nosotros lleva su estigma, su dolor y no es necesario el de otros. A lo lejos veo venir a mi madre; trae un puñal clavado en el cuello y a pesar de que lo desee, ya no se sienta junto a mí.
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Glen E Lizardi F.
Verano Brisas