Recuerdos de la infancia.
Publicado en Nov 05, 2009
Prólogo:
Nací al comienzo del segundo cuarto del siglo XX, en el año 1926 y, aunque nunca me lo propuse seriamente, he llegado al siglo XXI. Nací en Buenos Aires, en el barrio de Flores, donde transcurrió mi infancia, adolescencia y juventud. Ahí cursé la escuela primaria, la secundaria y la universidad. En las reuniones familiares suelo contar algunas cosas que recuerdo. Cuando comienzo mis relatos mi familia generalmente me dice - ¡Ya lo contaste! - , pero a veces, ya sea porque es algo nuevo o porque se olvidaron de la otra vez, me escuchan y se rien porque casi siempre es algo gracioso. Mi esposa me dió la idea de que escriba esos recuerdos, y me convenció, no porque crea que son importantes sino porque tengo una computadora, procesador de textos y tiemplo libre de sobra. Soy jubilado. Avisado está el lector del verdadero motivo de este trabajo, si desea continuar leyendo, es su decisión. La carbonería: Pasé mi niñez en la calle Directorio, entre Varela y Pedernera.. En la cuadra había una carbonería. El dueño era italiano y vivía, al fondo del negocio, con su esposa y dos hijos, Tito y Toto. Eran mis amigos, siempre jugabamos juntos y, por supuesto, lo haciamos en el mejor lugar que se puede pensar para juegos infantiles, la carbonería. Jugabamos a los cowboys, en las enormes pilas de bolsas de carbón que eran las montañas por las que trepábamos y saltábamos. Cuando volvía a casa mi madre creía que era Al Jolson, más negro no podía ser. Un reto y mi promesa, que no iba a cumplir, de tener más cuidado la próxima vez En la misma cuadra, el dueño de la carbonería tenía un terreno que utilizaba como depósito de carbón y leña. Al frente estaba cerrado por una pared con un portón siempre cerrado con candado. Como ya conociamos demasiado las negras montañas del negocio de mis amigos, un dia decidimos investigar en el depósito. Como el portón estaba un poco desvencijado, con un poco de esfuerzo lo desvencijamos mas, torcimos una de las hojas y pudimos entrar. Eso era mucho mejor que la carbonería. Estaba al aire libre. Había montañas más grandes de carbón y leña, y tenía una enorme ventaja que superaba a todas las demás ¡En ese lugar no había ninguna persona mayor! Ni el padre, ni la madre de mis amigos. Solamente estabamos los tres y todo ese mundo maravilloso a nuesta disposición. Con la leña, que había sido cuidadosamente apilada, construiamos ranchos, chozas y cuevas, para lo cual por supuesto, previamente teniamos que desapilarla, también cuidadosamente. Como nadie entraba en ese lugar, por lo menos eso es lo que nosotros creíamos, dejabamos nuestras construcciones en forma permanente. Todos los dias volviamos y las encontrabamos tal como las habíamos dejado. Era nuestro territorio. Algo realmente extraordinario. En un momento de nuestras aventuras en esos valles rodeados por montañas negras y marrones, comenzó a hacer frio, más imaginario que real, pero frio. Y ¿Qué se puede hacer cuando hace frio? Solamente hay una respuesta: fuego. Rápidamente hicimos un montoncito de leña y Tito, el mayor, trajo fósforos y papel de su casa y lo encendimos. Nos sentamos alrededor de la fogata sintiéndonos verdaderos vaqueros acampados junto al ganado que estaban arriando. Hasta sentiamos los mugidos de las vacas. Esto lo repetimos varios dias, cuando nos ibamos a casa apagabamos el fuego y cuando volviamos lo encendiamos. Por lo visto el viento y las chispas se compadecieron de nosotros y no nos jugaron una mala pasada ya que no hubo ningún incendio. El que no se compadeció de nosotros fue el padre de Tito y Toto, cuando nos descubrió en pleno campamento. Ver a sus dos hijos de seis y cinco años, con su amiguito de seis, junto a una fogata en medio de toneladas y toneladas de carbón y leña no le gustó nada. Se puso furioso. Nos comenzó a retar a los gritos. Nos llamaba inconscientes y otras cosas mas que no entendí porque las decia en italiano. Casi le pedí a Tito que me tradujera lo que decía su papá, pero lo ví tan asustado que decidí no pedirle nada. Por supuesto que a mi madre le contaron lo que había hecho y recibí otro reto, y esta vez lo entendí todo porque fué en español. Y lo peor fue, no hace falta que lo diga, que arreglaron el desvencijado portón del depósito y nunca mas entramos en él para seguir soñando. El lechero: Otra cosa que recuerdo de cuando vivía en Flores, en la calle Directorio, en el año 1932 aproximadamente, es a los lecheros. El reparto de leche se hacía de tres maneras: la que proveía a mi familia era la clásica. Un carrito típico, con su correspondiente caballo, conducido por su propietario, que generalmente era vasco, y que traía la leche a granel. Con su clásico grito ¡lechero...! llamaba a la dueña de casa, quien salía a la puerta con una jarra en la que el lechero le vertía la leche medida con un jarro de aluminio que traír el proveedor. Otra forma era otro carrito parecido, pero la leche la traían embotellada, en un envase de vidrio tapado con una tapita de cartón. Era leche pasteurizado, pero nosotros no la comprábamos porque era mas cara que la anterior. La tercer manera era espectacular, y no me refiero a las condiciones de calidad en que llegaba el producto, sino a lo fascinante y maravilloso que era el envae. La leche llegaba a la puerta de cada casa directamente en la vaca. El lechero avanzaba por la calle Directorio que, ya en aquella época circulaban por ella tranvias colectivos y automóviles, arreando varias vacas acompañadas por algunos terneros. Los ternero llevaban un bozal, para impedir que a alguno de ellos se les ocurriera ir a tomar el desayuno al pié de su mamá. El lechero y arriero detenía el rebaño frente a la casa de cada cliente, y ahí nomás ordenaba a la vaca, jarro de medida y luego a la jarra del cliente. Primero Inferior: Yo fui a la Escuela Gobernación Tierra del Fuego, que quedaba en la calle La Fuente. En esa época no había jardín de infantes, de manera que el primer contacto con la escuela era en primer grado inferior. El comienzo de clases era trágico para los pricipiantes. Muchos llegaban arrastrados por sus madres y después de largas conversaciones y discusiones se quedaban en la escuela, casi siempre llorando. Yo no estaba entre esos muchos. Yo iba caminando junto a mi tia que me acompañaba todos los dias. Iba muy serio y aparentemente tranquilo, pero en realidad estaba muy angustiado. Quedarme en un lugar extraño, con una señorita extraña, entre compañeros extraños, era insoportable. Pero tenía que hacerlo. En casa me habían dicho que tenia que ir a la escuela para llegar a ser un hombre de bien. Yo no quería ser un hombre de bien. Yo quería quedarme en mi casa. Pero no hubo caso. Tuve que ir. A la fuerza pero con dignidad. No me arrastraron ni lloré. Los primeros dias fueron terribles. Lo peor eran los recreos. Salia al patio y me quedaba parado junto a la pared, debajo de la campana. No hacia nada, solamente esperaba que terminara el recreo para volver al aula a continuar sufriendo. Después me acostumbré y me portaba normalmente como los demás chicos. Al principio del año la señorita, que se llamaba María Juana, nos dijo que no compraramos libro de lectura porque nos lo iba a regalar la cooperadora. Mientras tanto ella iba a llevar el libro de un gigante. Esto me impresionó muchísimo ¿Como seria el libro de un gigante? Varios dias después lo trajo. Era un grupo de hojas de papel madera grandes, sujetas con unos broches de metal. Había recortado letras de colores de las revistas y las había pegado en las hojas. Con eso nos enseñaba. La verdad es que auque yo esperaba algo mas espectacular, no me defraudó demasado. Una vez escuché una conversación entre varios de mis compañeros que contaban como se divertian en la Cantina Escolar. Me sorprendí al enterarme de que al salir de la escuela concurrian a un comedor para almorzar. Contaban lo que hacían, además de comer, como se divertían y jugaban. Cuando volví a casa le pregunté a mi madre que era esa cantina y porqué yo no iba a ella. Me explicó que era para los chicos pobres y que yo no tenía que ir ahí porque podía almorzar en casa. Me quedé conforme con la explicación pero, en mi interior, les tuve un poco de envidia porque esa cantina me pareció algo fantástico. Pero había unos dias especiales que eran los mas felices de nuestras vidas escolares. A veces, cuando ibamos llegando al colegio, veiamos que los chicos que habían llegado primero se volvían para sus casas. Los que volvían nos avisaban a los gritos la feliz noticia ¡Desinfectan! ¡Desinfectan! Esa era la palabra mágica que transformaba un dia de clase, como todos, en un feriado inesperado. Fui a ese colegio hasta cuarto grado. A mitad del año nos mudamos al la calle Pedernera, entre Juan Butista Alberdi y José Bonifacio. Como la escuela me quedaba un poco mas lejos me cambiaron a la Escuela Leandro N. Alem, que está en la calle Fray Cayetano, frente a la plaza de Flores. Ahí transcurrió otra etapa de mi vida. La escuela Leandro N. Alem: Esta nueva escuela me impresionó mucho. Era más importante que la anterior. Tenía planta baja y primer piso. Como cuarto, quinto y sexto estaban en el piso de arriba a mi me tocó ahí. Tenía un patio y al costado estaba la casa del director, el Sr. Harrington. En sexto grado teniamos que hacer trabajos manuales. Nuestro maestro, el Sr. Curuchaga nos hizo hacer un mapa de plastilina. Hace poco uno de mis yernos me discutió que en esa época no había plastilina, a lo mejor era de masilla,pero no importa, para mi era de plastilina. También hicimos un jaulón para los pájaros que tenía el Director, y encuadernamos los cuadernos de clase. Del mapa no tengo nada que contar. Del jaulón recuerdo que lo construiamos en el patio. Después de pintarlo teniamos que limpiar la pintura que había manchado el alambrado hexagonal. Los mas livianos eramos dos. Nos metiamos dentro del jaulón y con un trapo sosteniamos el alambrado desde adentro para que no se deformara. Desde afuera los otros rasqueteaban el alambrado para sacar la pintura. Cuando el maestro no era el último en volver al aula, siempre había algún gracioso que cerraba la puerta por la que habiamos entrado al jaulón y nos quedabamos encerrados, hasta que el maestro se daba cuenta que no habiamos regresado al aula y mandaba a alguno a liberarnos. Los cuadernos merecen una mención especial. Al principio del año el Sr. Curuchaga nos dijo que los ibamos a encuadernar. Teniamos que dejar un marjen libre de un centímetro del lado derecho de las hojas. A fin de año, les sacamos las tapas e hicimos dos tomos. Con una guillotina emparejamos todos los costados, lo que pudimos hacer por el marjen que habiamos dejado con ese fin. El maestro nos dijo que ese trabajo era el mas importante, porque estaba seguro de que esos cuadernos iban a ser los únicos que ibamos a conservar siempre. Hoy, después de sesenta y tres años, en un estante de mi biblioteca, están los dos tomos formados por mis cuadernos de sexto grado. Sr. Curuchaga, se cumplió lo que usted dijo. La hermana de Anguita: Durante el transcurso de sexto grado, no recuerdo por que motivo, el colegio organizó una gran función. Se iba a realizar en el Cine Flores, que estaba en la Calle Rivadavia. Se iban a preparar algunas danzas folclóricas. A mi, junto con otros tres o cuatro me elijieron para bailar el Cuando. Mi madre me alquiló, en la famosa Casa Martínez, un traje de gaucho. Era bárbaro, tenia un chiripá bordado impresionante y un chalequito haciendo juego. Tenia unos calzones largos con puntillas que no me gustaron para nada, pero en casa me convencieron que los gauchos usaban eso. Me pareció raro, tan machotes y usando puntillitas, pero lo acepté. También tenía un lindo sombrero. Lo único que no me alquilaron, porque era muy caro, fueron las botas y el facón. En resúmen quedé convertido en un gaucho bastante pasable. La ausencia del facón no se notaba mucho y mis zapatos y las medias tres cuartos tampoco se veian demasiado. El problema fue que para bailar el Cuando, además de los gauchos, hacen falta las chinas, y la nuestra era una escuela de varones. La Vicedirectora, la Señora de Behovide, que se había hecho cargo de la organización de la fiesta, solucionó el problema. Pidió a los que teniamos alguna hermana o prima que transmitieramos a nuestras madres la invitación de la escuela, para que las chicas participaran en el baile. Las madres colaboraron ampliamente y, se completó la parte femenina del elenco. Pero la tranquilidad no iba a durar mucho. El dia de la primer práctica, se produjo la conmoción. Iban apareciendo en el escenario, una a una, las chicas. Había de todos tamaños y colores. Todos mirabamos con curiosidad y con bastante timidez. “Hasta que...”. Siempre hay un “Hasta que...”. Hasta que apareció la hermana de nuestro compañero Anguita. ¡La hermana de Anguita! Era una rubia que iluminó el escenario con su presencia. Era un sol. Una diosa. Era...¡La hermana de Anguita! Hasta ese momento todos habiamos tenido cierta curiosidad por saber quien nos iba a tocar como compañera de baile, pero a partir de ese instante nos invadió una inmensa angustia al saber que existía la posibilidad de que no fuera la hermana de Anguita. Aunque en esa práctica no estabamos disfrazados, tenía la esperanza de que la Vicedirectora recordara mi traje de gaucho y me asignara una compañera a tono con él. No se si en la decisión influyó mi carencia de botas, o fue porque ese morochito pedante del otro sexto sabía zapatear, la cuestión es que no me tocó la hermana de Anguita. El dia de la función, bailé el Cuando con una chica, no recuerdo como era, ni como se llamaba, pero lo que siempre recordaré es a la hermana de Anguita, aunque debo reconocer, tampoco se como se llamaba. La trepanación del cráneo: Estabamos en cuarto grado. No se a quién, pero a alguno de mis compañeros, se le ocurrió preguntar como era la operación quirúrgica de trepanación del cráneo. El maestro, el Sr. Verna, prontamente procedió a explicar. Explicó como primero las enfermeras afeitaban la cabeza del paciente. Luego como lo anestesiaban, y después como el cirujano con una sierra a motor cortaba la parte superior de la cabeza, o de acuerdo a mis conocimientos científicos de ese momento, lo que se llamaba “la tapa de los sesos”. Mientras la explicación transcurría yo me imaginaba el ruido que debía hacer la sierra, igual que la sierra del carnicero del barrio. Todos los chicos estaban congelados en sus bancos, atendiendo impresionados el relato. Aunque nadie se dio cuenta yo estaba mas impresionado y congelado que los demás. Sudaba copiosamente, pero no tenía calor; al contrario, tenía un frio bárbaro. En un momento, el señor Verna comenzó a ponerse borroso, inclusive el sonido de su voz se iba apagando y tuve la sensación de que me depegaba del banco y comezaba a flotar en el aire. De pronto desperté ¿Me había quedado dormido? Estaba sentado en el siillón del maestro. Me rodeaba el director, algunos maestros de otros grados, el portero y mis compañeros. En la puerta del aula se amontonaban los chicos de otros grados. ¡Me había desmayado! Después me contaron lo que había pasado. En un momento de la explicación yo me caí sobre mi compañero de banco. El maestro primero comezó a retarme creyendo que era una broma, pero enseguida se dio cuenta de los que me pasaba y me levantó y me sentó en su sillón. Enseguida le pidió a un chico que fuera a llamar al director. Medio grado corrió hacia la dirección. Iban todos corriendo y bajaban las escaleras gritando. -¡Se murió!¡Se murió!- y seguian corriendo hacia la dirección. El director, se puso a la cabeza del grupo y todos corrieron nuevamente de regreso al aula. El director llegó primero. Yo ya me había recuperado. Me dieron, del botiquín de la escuela un licor o poción de no se qué, que era muy rico y me reanimó. Luego el portero me acompañó y, en un taxi, me llevó a mi casa. Al dia siguiente el director llamó a mi madre. Le comentó lo que había pasado y le dijo que había observado que yo estaba muy pálido. Demasiado. Prontamente me llevaron a nuestro médico, el Dr. Serra, quien después de revisarme le dijo a mi madre que estaba perfectamente bien y, que si me había desmayado era por ser muy impresionable. Pero no se detuvo ahí. Si el director objetaba que yo estaba demasiado pálido, el iba a solucionar el problema. El director no me iba a ver pálido nunca más. Me recetó quince aplicaciones de rayos ulltravioleta. Iba, dos dias por semana a su consultorio. Me acompañaba mi tia. Detrás de un biombo, me desnudaba y me acostaba en una camilla. Me ponía unos anteojitos ahumados que parecían de aviador, y me quedaba panza arriba debajo de una lampara de rayos ultravioleta que había encendido el médico. Después de quince minutos, mi tia me avisaba y me daba vuelta para recibir los rayos en mi espalda. Después le avisábamos al médico para que apagara la lámpara, me vestía y nos volvíamos a casa. Después de las quince aplicaciones ya estaba algo bronceado. Eso era lo que me decian en casa, pero yo me veía mas bien rosado. Me explicaron que ese era el primer efecto, pero que después de unos dias, me vería realmente bronceado. El Dr. Serra consideró que mi bronceado no era suficiente y recomendó otras quince aplicaciones mas. Volví a repetir toda la serie de aplicaciones y finalmente el médico me dio de alta. Mi bronceado se había convertido en un rojo intenso. Se destacaban en mi cara dos circulos blancos alrededor de mis ojos, donde habían estado los anteojitos de aviador. Tuve que aguantar ese aspecto durante un mes o algo así. Se me fué pasando poco a poco hasta que recurperé mi color normal. El blanco. Las placas para el mástil: En la plaza de Flores, que en realidad se llama Plaza Pueyrredón, hay un mástil. En ese tiempo el pedestal no tenía ninguna placa ni leyenda. Un dia en la escuela nos dijeron que un escultor iba a modelar unas placas de bronce, para ser colocadas en los costados de la base del mástil. Las autoridades municipales, habían solicitado la colaboración de los ciudadanos para que proveyeran elementos de bronce en desuso, para construir las placas, por lo que en el colegio nos pidieron que colaboráramos con algo, y yo llevé una canilla. Una vez fundidas las placas, estuvieron en exibición en las vidrieras de un negocio en la calle Rivadavia, frente a la plaza. Y después las colocaron en su lugar definitivo. Después de tantos años, cada vez que paso por la plaza, o tan solo cuando pienso en ella, pienso que ahí está mi canilla, y me siento horgulloso de ello. La visita de Getulio Bargas: Durante la presidencia de Juan B. Justo, el presidente del Brasil, Getulio Bargas, visitó la Argentina. Se organizó una gran recepción. Durante uno de los actos programados, el presidente del Brasil junto con nuestro presidente debían ir desde la Casa de Gobierno hasta el Congreso. El recorrido era por la Avenida de Mayo, y se decidió que a lo largo de la misma en sus dos lados, estuvieran formadas sendas hileras de alumnos de las escuelas primarias con su guardapolvos blancos. Entre los colegios elegidos estuvo el Alem. Nos llevaron, desde Flores hasta la avendia de Mayo, en tranvía. Aunque este medio lo usabamos muy frecuentemente en nuestras salidas con nuestras familias, era una novedad hacer ese viaje como integrantes del grado y acompañados por nuestros maestros. Ya nos habían dicho que cuando llegáramos, nos iban a entregar banderitas para que las agitáramos, como saludo, cuando pasaran los presidentes. Nos formamos al costado de la Avenida de Mayo y llegaron unos señores repartiendo las banderitas. Ahí recibimos la sorpresa, en forma alternada entregaban una banderita argentina y otra brasileña. Esto era una novedad. Ninguno de nosotros había tenido nunca en sus manos una banderita brasileña. Comenzaron las discusiones y protestas. Todos queriamos la banderita del Brasil. Quizá algún compañero, con espíritu nacionalista, buscó nuestra insignia; pero la mayoría, encandilados por los novedosos colores queríamos la otra. Finalmente llegó el momento esperado, pasó el automóvil con los dos presidentes escoltado por los granaderos a caballo y todos saludamos agitando las banderitas, tanto la argentina como la brasileña con igual entusiasmo. La escuela secundaria: Mi paso por la escuela secundaria fue un poco agitado. Yo cursé el bachillerato. Normalmente se hacía en cinco años, pero yo lo hice en seis, porque repetí cuarto año. Empecé mis estudios en el Colegio Nacional Justo José de Urquiza. Ingresé aprobando un exámen de ingreso. De acuerdo a los resultados, por orden de puntaje decreciente se hacia una lista de los aspirantes. Hasta cierto nivel, entraban en ese colegio. Debajo de ese nivel y hasta otro, entraban en otro colegio, para el cual no había tantos aspirantes. Y desde ese nivel para abajo, quedaban afuera. Yo estuve en el primer grupo y entré en el colegio “Justo José de Urquiza”. Aparentemente todo prometía un buen resultado, pero no fue así. Cuando comencé las clases de primer año, descubrí que entendía perfectamente las matemáticas, y también descubrí que era incapaz de recordar las lecciones de historia. Tuve también un tercer descubrimiento. Era poseedor de un gran sentido del humor. Tenía unas ocurrencias geniales que arrancaban la risa de todos mis compañeros. Y además, también era un buen compañero. Hacía toda clase de bromas. Llegué a ser un experto en bancos, no porque tuviera facilidad para las finanzas, sino porque podía arrancar de mi pupitre toda clase de sonidos y vibraciones. Era tan genial que enloquecía a los profesores y celadores y, cuando llegaba la pregunta y amenaza de -¿Quién fué? ¡Si no se presenta el culpable recibirán una amonestación colectiva!. Valientemente, para salvar a mis compañeros, yo asumía la responsabilidad que me correspnndía. Esto me hizo ganar el respeto de mis compañeros, y también muchas amontestaciones. Solamente voy a mencionar aquí que mi tránsito por la escuela secundaria fue a través de tres colegios: 1º el Nacional Urquiza, 2º El Instituto Amadeo Jaques y 3º el Colegio San Francisco de Sales. No voy a dar detalles de los hechos que provocaron esos cambios, porque esa tarea escaparía al alcance de esta obra. Más adelante, según como sea recibido este trabajo por los lectores, quizá produzca un “Recuerdos II”. Por el momento deberán conformarse con esta anécdota y con la siguiente. Hay que ser de los menos, no de los más: Hice cuarto bis y quinto año en el Colegio San Francisco de Sales. Es; porque todavía existe, un colegio católico. Cada curso tenía un encargado, que era un sacerdote. El encargado del nuestro era el Padre Capilla. Siempre nos enseñaba que no debíamos correr encandilados tras lo que está de moda. Insistía que debíamos tener nuestra propia personalidad. Tenía una frase que la repetía siempre: “Hay que ser de los menos, no de los más”. Esa frase quedó grabada a fuego en mi forma de pensar. Cuando una gran cantidad de personas apoya a algo o a alguien, yo recibo desde lo más profundo de mi corazón y mi cerebro, un sentimiento de oposición. En la mayoría de los casos, después de un análisis mas calmado, confirmo mi opinión inicial. En muy pocos casos la rectifico. Pero el Padre Capilla hacía una excepción a lo que postulaba, y era cuando se refería a mi corte del cabello. Yo siempre me corté el cabello muy corto, lo que se llama “media americana”. Lo hago aún hoy, con la zona de mi cabeza que aún queda bajo mi control. El Padre Capilla siempre se paraba junto a mi banco, y criticaba la actitud de los que se rapaban la cabeza para “parecer norteamericanos”. Esas eran sus palabras y las decía mientras miraba fijamente mi cráneo. Yo siempre le respondía que al cortarme el cabello de esa manera no pretendía aparentar nada sino que solo lo hacía porque me gustaba. En todo caso, si el único del curso que usaba ese corte era yo, estaba cumpliendo lo de que “hay que ser de los menos, no de los más”. El Padre Capilla, no respondía nada, y continuaba con su clase. Epílogo: En el año 1944 cursé quinto año y, como recuerdo final de este período de mi vida, contaré como fue mi salida de la escuela secundaria. Quería estudiar Ingeniería y, obviamente para entrar en la Facultad tenía primero que recibirme de Bachiller, y yo debía la materia Historia Argentina que era de cuarto año. Para colmo la tenía que rendir en Marzo y en ese mismo mes era el examen de ingreso en la Facultad. Felizmente el Ministerío de Educación, había tenido consideración con los laumnos como yo, y para los que estabamos en esa situación se adelantaba el exámen de Marzo a Febrero. Fué así que fines de 1944 me encontré estudiando Historia Argentina y además las materiás del ingreso a ingeniería. Tenía que aprobar historia si o si. Si me aplazaban no podía rendir el otro exámen. Nunca en mi vida estudié tanta historia como en Febrero del 45. En una fecha que no recuerdo rendí el exámen y cuando terminé el profesor me preguntó - ¿Y usted que carrera piensa seguir? – Cuando le contesté que era Ingeniería dijo – Y bueno..., entonces está bién. Aprobado. Obviamente mi exámen no había sido muy bueno pero lo consideró suficiente para alguien que no iba a tener que ver mucho con esa materia. Y así terminó lo que creo es la etapa más feliz de todo el que tuvo la suerte de haber cursado estudios. La escuela secundaria.
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