Los náufragos.
Publicado en Nov 14, 2009
Las olas los empujaban hacia la playa. Se mantenían aferrados a una caja de madera que por suerte flotaba. Cuando pudieron hacer pie comenzaron a caminar empujando la caja hacia la orilla. Entre Iván y Jorge tuvieron que sostenerlo a Fernando. Salieron del agua, caminaron unos cuantos metros y se tiraron en la arena. Estaban agotados. Después de un rato, ya un poco recuperados, se reincorporaron y se sentaron. Fernando permaneció acostado pero se veía que ya estaba bien.
- Por lo menos, estamos vivos - dijo Iván -, pasándose las manos por la cara, como si quisiera borrar de su mente lo que había sucedido. - Ya me parecía que no iba a ser tan fácil cruzar el Océano Atlántico - agregó Fernando. Iván lo miró serio y murmuró. - Y menos mal que recuperamos esa caja, la que usamos como salvavidas, porque es la que contiene las provisiones. Jorge siguió callado, estaba asustado. Que iban a hacer. El velero que habían comprado entre los tres por iniciativa de Iván, se había hundido. La tormenta que los sorprendió después de veinticinco dias de navegación por el océano, primero los desvió de la ruta y después los hizo naufragar. Iván era el que había planeado todo. El era el más optimista, el que siempre sabía todo. El que tenía más empuje. Pero ahora estaba muy serio. Seguramente se sentía responsable de la situación, aunque la culpa no era solo de él, pues Fernando y Jorge habían aceptado sin pensarlo mucho su propuesta de hacer ese viaje. Había sido una locura. Esa noche durmieron directamente sobre la arena. A la mañana siguiente se despertaron temparano y después de comer algo de lo que habían salvado del naufragio, salieron a recorrer la isla para ver como era. No era más que un islote rocoso tendría uno quinientos metros de largo por doscientos de ancho. Estaba cubierta por unos matorrales rústicos con muchas espinas. Con tristeza comprobaron que allí no iban a encontrar ningún fruto comestible. Había en la isla dos o tres bocas como "geisers" de los que brotaba un agua caliente y sulfurosa. Al caminar por la playa se dieron cuenta que esos "geisers" también debían estar bajo el mar rodendo la isla. Seguro que no había ningún pez cerca. Y un pez, convertido en pescado, es comida. - Juntemos ramas y hagamos una hoquera, para que alguien la vea y nos vengan a rescatar - indicó Jorge. - Buena idea dijo Iván - pensando en cambio que con la tormenta se había alejado mucho de las rutas maítimas y aéreas. Pero no dijo nada para no asustarlos. Y pinchándose con las espinas de los arbustos cortaron como pudieron unas ramas y encendieron una hoguera. Después volvieron a tomar otros alimentos de la caja. Comían en silencio, seguramente pensando que iban a hacer cuando la caja quedara vacía. Al dia siguiente, buscaron más ramas para el fuego, Iván se quedó encendiéndolo y los otros dos se pusieron a revisar el contenido de la caja. Llegaron a la conclusión que tenían provisiones para una semana. Le dijeron eso a Iván y los tres quedaron callados. Al dia siguiente volvieron a poner ramas en el fuego y volvieron a recorrer la isla, el interior y la playa. Deseaban encontrar algo distinto a lo que habían visto el dia anterior, pero todo era igual. Igual de malo. El dia siguiente fué igual, ningún cambio. Al anochecer se sentaron junto al fuego. - Tenemos que pensar en algo, no podemos perder más tiempo - dijo Iván mirando a sus amigos. - Estoy pensando desde que llegamos aquí y francamente no se me ocurre nada - murmró Jorge. Fernando quedo callado. Su rostro permitía adivinar negros pensamientos. Mejor que se quedó en silencio. Ya hace una semana que estoy leyendo y releyendo lo que escribí. Me metí en un callejón sin salida ¿Como continúo en forma ingeniosa? ¿Como los saco de la isla? No se me ocurre nada. Me parece que tiene razón mi mujer cuando dice que no tengo imaginación ni para hacer la lista del supermercado. Tendría que dejar de intentar hacer lo que no puedo, dedicarme a otra cosa ¡No hay caso! ¡Me voy a pique! ¡Se hunde el barco! Se hunde el barco... Se hunde el barco... Pero... cuando se hunde un barco el capitán tiene que hundirse con él. Y yo soy el capitán de este cuento ¡Es lo que tengo que hacer! ¡No se como va a resultar, pero no tengo otra alternativa! Y así es que me pongo de pié frente a mi PC, me subo al sillón parándome sobre él, miro a ese teclado negro con esas letritas blancas que parecen reirse de mi, y me juego. Me arrojo sobre él de cabeza, es una zambullida, golpeo el teclado con la cabeza y lo atravieso sin sentir ningún dolor ni ningún ruido, creí que me iba a doler y que iba a sonar a plástico roto pero nada, nada de nada. Caigo, caigo y caigo hasta chocar con la arena de la playa. Iván, Fernando y Jorge me ayudan a levantarme. Preguntan - ¡Y vos quien sos? ¿De donde caíste? Y cuando se enteran de que soy el autor del cuento se ponen a llorar. No es para menos, si el único que los podía haber salvado era yo.
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Gabriel F. Degraaff