Revelo, con bestial rencor, un íntimo secreto: nos encantaba afeitarnos. Primero, con suma delicadeza, mientras el vapor embriagaba y el corazón me saltaba por los aires para repiquetear entre azulejos, Ella se encargaba, ensimismada en una tarea en la que solía bizquear los ojos, extremando su delicadeza y con sumo cariño, de hacerme desaparecer la barba del mentón.  Después de su prolija tarea culminada con la loción, procedía yo a untarla con espuma y a hacer maliciosas cosquillitas con la brocha. Si aquel preliminar de caricias frías y jabonosas no terminaba en el esperable cunnilingus, procedía a desmalezar su monte de Venus aunque las carcajadas de sus risueños estremecimientos y sus divertidísimas pataletas fuesen, francamente, enloquecedoras. Con los labios y muslos entreabiertos, con las mejillas sonrojadas y los pezones radiactivos apuntando a mis pupilas, con el cabello revuelto y mal atado en un caótico rodete, Isabel me observaba dibujarle la pelvis con esas mismas cuchillas frías que la estremecían y, tan sólo a veces, solía quejarse musicalmente con un: "nooo... no seas malo" en el que estiraba la "o" un poco obscenamente para que sus labios formasen un corazoncito voraz. Pero al final, corregía siniestramente mis diestros dibujitos en su pubis para dejarle sólo un bigotito, fino y feliz como el de Chaplín.
Nueva digresión de fantasma hambriento: no quiero que usted, lector mirón que llegó hasta estos párrafos, vaya a creer que Isabel era una roñosa. No. Nada de eso. Isabel era una de esas rubias solemnes de joyas austeras y caniches blancos, toda una diosa diáfana que sólo unas pocas veces me permitió rasurar por completo todo vestigio de su animalidad.
Aquel era un ritual íntimo en la vaporosa atmósfera del blanco toilette con el que nos demostrábamos lo veraz de una complicidad que terminaba en orgasmos a la hora de la ducha.   
¿Y que pasó, entonces, para llegar al cóctel de vodka y clonazepán?