Pasan los hombres en su desapego
debajo de un sol inclemente.
Las horas los calcinan y deshonra.
El día los trata sin preferencia.
El sol no es clientelar y les arroja sopor.
Brilla sobre sus melenas o calvicies
y lentamente los va cansando.
El día vuelve al cuerpo un residuo:
Le quita su frescura sin concesiones.
Con las horas el hombre se ve despegado
y busca el refugio de una teja o una encina.
Pasa el calor con sus orejeras
aplastando y diluyendo la tersura de la carne.
La calma llegará cuando venga la luna
y traiga el sueño húmedo y recostituyente.
Día a día se repite la rutina
que es a la vez un ciclo eterno.
El hombre, crecido en sí mismo
amanece en frescura y duerme agotado.