Genoma y feromonas: Antes de la ruta
Publicado en Dec 21, 2009
Con el siberiano desmayado y el dashound empedernido en olfatear a un Marianito que viajaba entre algodones y encantado con ese mismo y viejo nuevo amigo, logramos, sin percances, hacer la última parada antes de salir a la ruta.
Consulté a Isabel qué nos hacía falta y luego de revisar agua y aceite, mientras un hombrecito de extrañas facciones y cortas extremidades llenaba el tanque de la furgoneta con diesel, me dirigí al drugstore de la estación de servicio. En caja estaba abonándole la compra (yerba, golosinas, mis cigarrillos Lucky Strike) a una muchacha de rostro decididamente imbécil cuando percibí el revuelo armado en torno a la furgoneta; vi que Isabel, con Marianito siempre en sus brazos, dejaba escapar al Fernet por su puerta abierta. El viejo dashound, luego de usar el asiento del acompañante como trampolín, salió despedido en una carrera frenética con sus patitas mochas por aquella playa de asfalto señalizada con flechas y moteada por manchas de aceite. La cajera, que ya me había preguntado, por segunda vez y con un bufido, si acaso no podía pagar con un billete de menor valor, estaba decidida a hacerme notar su infeliz vida amorosa; contaba y volvía a recontar, con evidente malhumor, los billetes, eternizando así el simple menester de darme el vuelto de la compra; apurado, resolví, muy diestro, premiarla enrostrándole ese mismo epíteto con el que íntimamente ya hube calificado su semblante; pero luego, tan siniestro, decidí indemnizarla por ello con una inmerecida propina: los veintiocho con setenta y cinco del vuelto. Entre exclamaciones y bocinazos, el viejo Fernet bailoteaba, describía círculos a la carrera y gambeteaba, divertidamente, entre los brazos del chico que lo quería atrapar. Aquel maldito dashound que jugueteaba galopando entre los surtidores de la estación de servicio, parecía haber rejuvenecido milagrosamente, quizás contagiado, vía olfato, por el cachorro Marianito. -¿aquel perrito salchicha es tuyo?- me preguntó, sonriente, uno de los playeros. Pedí al niño que hiciera el favor de intentar atajar al Fernet, y cuando el dashound se detuvo a olfatear las manos encarameladas y para ser acariciado por la hermanita de aquel mismo chico, lo sorprendí alzándolo del pellejo; quizás intuyéndose acreedor de una soberana paliza, aplastó sus orejas contra el cráneo y luego, cuando vio venir la palma de una mano diestra que iría a darle de lleno en el morro, apretó sus ojitos con los párpados. El perro chilló y una señora entrada en carnes, al volante de una combi japonesa, me gritó: -¡animal! ¿Por qué le pegás así, si sólo estaba jugando con esos chicos? Decidí omitir esa afrenta y, además, toda la andanada de abucheos; ahora incluso los histéricos bocinazos me eran dedicados, para horror de un lado diestro que detesta tales papelones. Cuando llegué a la furgoneta, el mismo playero que había hecho la carga de diesel terminaba de enjabonar una mancha de vómito en el piso del compartimiento de carga moviendo muy enérgicamente sus bracitos cortos. Con toda seguridad, Isabel habría hecho un despliegue de invencible encanto para conseguir que aquel hombrecito tuviese tal atención para con Ella. No tuve tiempo siquiera de enojarme diestramente por sus coqueterías de consentida, sino que raudamente debí atar al aún excitado Fernet. -¡flaco! ¡A ver si apurás el trámite!- oí gritarme, entre las otras calumnias proferidas desde vehículos varios, a un presumido montado en una cupé, cuyos ademanes yo captaba con el rabillo de un ojo diestro tembloroso, tan nerviosamente abierto y redondo como un plato. El Fernet me dio un justo tarascón; pequeñísimas y eléctricas amebas me bailotearon en los ojos. Señalando al desplomado Ivan, nuestro playero opinó: -este perro está por morir, tratá de llevarlo a un veterinario-. Dándole razón, seca y raudamente agradecí su cortesía obsequiándole el vuelto del pago por la carga de gasoil, ésta vez una propina enormemente inferior a la que se había ganado, muy injustamente, aquella inoperante cajera. El playero sólo me miró sin sonreír. Puse en marcha la Fiorino, que intentó no querer arrancar y así ajustar un torniquete en mis sienes; pero al fin salimos de ahí, navegando por aquella playa de asfalto, asediados por bocinazos e insultos.
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inocencio rex
inocencio rex
Roberto Langella de Reyes Pea
anais
inocencio rex
me alegro mucho que via roberto hayas caído en estos textos.. y más aún que te haya gustado.. bienvenido a feromonas.. espero que puedas seguir la serie.. saludos
Jos Antonio
Leyendo a Roberto me encontré con una mención sobre tu texto y no tuve más remedio que leerte. ¡Qué viaje, hermano! ¡Qué viaje!
Me encantó la parte en que el protagonista, casi resignado, ve a su adorada Isabel hacer un despliegue de su increible encanto...
inocencio rex
Roberto Langella de Reyes Pea
inocencio rex