Genoma y fermonas: Bon voyage
Publicado en Dec 21, 2009
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La opacidad del cielo ganaba sus batallas al brillo de una mañana que había comenzado feliz, nuestro humor ya se mimetizaba con un horizonte de plomo con el que nos esperaba el destino; el enorme desierto verde en el que se desenrollaba el asfalto de la ruta 12 era tachonado por dispersas Brangus que pastaban inertes, y mechones de lejanos eucaliptos desfilaban con lentitud mientras nosotros, montados en el tiempo, los enviábamos al pasado. 
Una silente gravedad, casi marcial, la misma con que traspasamos los límites de la provincia, fue mancillada recién con el histérico -¡qué!- con el que respondí, exasperado, a ese gesto de Isabel consistente en morderse el labio inferior y mover negativamente la cabeza, como renegando, aún, el haber hecho caso omiso a la recomendación del playero y así no haber llevado al siberiano a un veterinario. Isabel no me contestó, cosa que me hizo enfurecer todavía más.

Kilómetros después, atacado por uno de esos impulsos irracionales y autodestructivos en los que, sin saber si estoy queriendo castigar o ser castigado, cometo verdaderas locuras, hube intentado un negligente sobrepaso a un camión vaquero con el que a punto estuve de provocar una tragedia digna de amarillentos noticiosos; el siberiano, a quien el haber vomitado la hipnótica albóndiga parecía haberle sentado muy bien, ya se había despertado y, empedernido, se debatía por levantarse cuando el sacudón de la mordida de banquina lo volvió a dejar fuera de combate. Isabel tampoco dijo nada en esa ocasión aunque sí tuviese motivos para indignarse, sino que volvió a hacerme el mismo gesto, mirándome a los ojos como con pena, cuando volví a exclamar un: -¡qué!- sin interrogación alguna. La desconocí, y por ello me retorcía de odio hacia Ella; no toleraba el hecho de que tuviese razón, ni que yo hubiese perdido completamente el control de mis actos haciéndonos correr aquel peligro absurdo; pero, sobre todo, lo que yo no soportaba era que tanta de mi furia no me fuese correspondida sino con aquel gesto exasperante.
Pasaron ángeles por algo así como una decena de minutos cuando al fin sonó la chicharra del teléfono celular de Isabel; leyó el mensaje y volvió a guardar el aparato en su bolso sin decirme nada.
-¿Quién era?- le pregunté con un esperable y muy mal talante.
-ya llegaron. Dicen que les avisemos cuando entramos al pueblo porque van a estar en la playa-. Contestó con naturalidad, sin hacerse cargo de mi rabia.
Otra decena de minutos más tarde, las primeras y titubeantes gotas comenzaron a estallar pesadamente en el parabrisas; muy de a poco, el cielo gris se empezaba a tirar sobre el techo de la furgoneta mientras el gordo Fernet daba unos ladridos esporádicos con los que pedía que lo soltaran, Iván ya había logrado levantarse sobre sus temblorosas patas delanteras y Marianito lloriqueaba porque tenía una sola idea en su básica mente: pasarse al compartimiento de carga para olfatear a los de su especie.
Isabel hizo un esfuerzo por prolongar nuestra frágil tregua, ofreciendo la otra mejilla a mi mano diestra:
-es un chaparrón pasajero. Si ellos están en la playa es porque allá hay buen tiempo-. Dijo con un aire hogareño.
-humm... ajá-. Contesté mientras manipulaba la perilla del limpiaparabrisas e Isabel se tomó unos pocos segundos antes continuar:
-vamos a intentar pasarla bien, ¿si?... tomémonoslo como algo que nos merecemos: un cambio de aire que tanto necesitábamos. Intentemos no pelearnos, yo quiero ser feliz y así quiero hacerte feliz, ¿sabés?
-humm... si.- contesté atento a sonar completamente incrédulo a la propuesta de Isabel, quien acusó recibo.
-¿vos no?
-¿yo qué?
-¿vos no querés hacerme feliz?
-¿Por qué me preguntas semejante taradez? ¡Es obvio que sí!.
-¿y entonces?... ¿por qué me contestás tan mal?
-uy, Isabel, ¡por favor!, ¡estoy manejando! Sabés que no me gusta discutir cuando manejo. ¡Y más en la ruta, me pongo muy nervioso!.
-si, se nota.
Un rayo trepó formando una centelleante nervadura frente a nosotros, su trueno se oyó instantáneamente; todos, perros y humanos, nos asustamos dando un respingo. Fernet ladró como para hacer frente a la ira de Dios y, pronto, el limpiaparabrisas ya no daba abasto en su mecánica negativa para quitar las andanadas arrojadas por la misma tormenta que nos hundió en una miopía que apenas nos permitía distinguir el asfalto, que ahí estaba, ya como un mero espejismo a sólo unos pocos metros por delante del hocico de la Fiorino; sorprendido por las luces de los vehículos que, por la mano contraria, se aproximaban atravesando una nada lechosa y que yo sólo alcanzaba a vislumbrar un instante antes de que cruzaran, sentí el pavor de haber vuelto a perder el control, ésta vez, manejando a ciegas. Si acaso eran gigantescos semirremolques los que cruzaban en dirección contraria, rumbo al norte, yo sólo los notaba por el grave rugido con el que hacían temblar mi ventanilla y, luego, por el azote con el que nos sacudía la pared de agua que formaba su estela.
Quizás lo que me hizo entrar en razón fue el pavor que me produjo esa camioneta al deslizarse fuera de control, flotando sobre unas huellas en el asfalto tan anegadas como arroyuelos gemelos; no, es seguro que fue ese miedo lo que me hizo pedirle perdón a Isabel mientras el pinito despedía sus fragancias hediondas colgando del retrovisor, Iván soltaba un primer aullido que fue imitado por el viejo Fernet, Marianito lloraba en brazos de una Isabel que no lo soltaba siquiera para poder persignarse, porque, en Misiones, el aullido de los perros es considerado de muy mal agüero, y yo, que apoyaba mi mano en el muslo de Isabel para darle el apretón con el que pedía, en riguroso silencio, que disculpara tanta estupidez de mi parte, veía cómo aquella vieja F100 nos esquivaba a duras penas.

Nubes malvas se ruborizaban con el reflejo del mediodía, vapores atmosféricos se elevaban formando un arco iris que culminaba en nuestro destino; pero a la altura de la entrada a la represa, un puesto de policía caminera nos detuvo, entre conos anaranjados, exigiendo la completa documentación de la furgoneta; al no encontrar infracciones imputables, ocurrió que sí se había se transgredido una disposición, según la cual, los perros debían viajar por rutas nacionales, obligatoriamente, en jaulas individuales; fue entonces que debí sobornar con una suma que, incorporada a las propinas que ya había dejado en la estación de servicio, hizo demacrar aún más la enflaquecida reserva de dinero para un fin de semana que recién empezaba; impostando una imbécil sonrisa a aquellos bigotudos oficiales ataviados a manera de impertérritas balizas humanas, me comporté con una bonhomía que Isabel fácilmente pudo consignar como una pusilanimidad propia de lados siniestros.  
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Palabras Clave: viaje tormenta asfalto aullidos

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


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Derechos de Autor: inocencio rex


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inocencio rex

al gran guillermo capece:
gracias por tus palabras de aliento, son algo invalorable..
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December 24, 2009
 

inocencio rex

roberto, amigo y sobrino de frank:
realmente me alegro de que funcionen estos párrafos y que te lleven a reflexiones tan agudas, la verdad que eso es demasiado pedir para estas bestialidades que escribo.. te agradezco mucho los comentarios..
ando por buenos aires desde ayer, pero con problemas de conectividad que no me esperaba.. si podes mandame un telefono por mensaje privado y organizamos para tomarnos una fresca el finde, eh??
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December 24, 2009
 

Guillermo Capece

Inocencio:
es una delicia el leerte, Aqui hay literatura!!!!
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December 23, 2009
 

Roberto Langella de Reyes Pea

No encuentro crítica que hacer, está perfecta. Y te agradezco la "dosificación" del capítulo, porque realmente leer en pantalla es desgastante, pero bueno, tampoco nos quejemos.
No hay críticas, sí reflexiones. Me quedo pensando en la cantidad de parejas que conozco, en situaciones parecidas a la que narrás. En la convivencia, la suma de estas pequeñas "peleítas", ¿verdad?, que se apelotonan y crecen como bolas de nieve, hasta el hartazgo, hasta la crisis. Parejas que terminan odiándose, en principio, por boludeces. Se me ocurre pensar ahora que cuando se aprobó la ley de divorcio (no hace tanto en nuestro país) se estableció un nuevo negocio, ¿no?; hay gente que puede llegar a vivir de que no te lleves bien con tu mujer.
El estrés, el dichoso estrés.
Amigo, si no critico es porque no encuentro nada criticable y solo estoy disfrutando de la lectura. Supongo que cuando termines de escribir la novela te haré una especie de comentario "corolario" (un comentario de réquiem, ja!); por lo demás, sabés que te admiro. Abrazotes.
(¿y te venís para los bs as, nomás?).
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December 23, 2009
 

inocencio rex

si, lo que piensan en buenos aires es una mera idealizacion, luego del balance entre pros y contras, el porteño se vuelve volando a darse una dosis de plaza miserere.. jaja.. mas allá de todo, las discusiones de pareja serán eternas y similares.. este relato está basado en vivencias, si, pero sobre todo en el videoclp de "diggin´in the dirt" de peter gabriel.
este viaje que estoy subiendo a textale por partes, es en realidad un capítulo único.. si lo subo por partes es para no obligarte a la tediosa lectura de 20 de estas paginitas de un saque.. gracias por seguirlo y por comentarmelo... y espero tu crítica ya que esta es una parte nueva que no tenía escrita.
gracias, roberto
Responder
December 23, 2009
 

Roberto Langella de Reyes Pea

Y para colmo llueve. Pensar que muchos de Buenos Aires creemos que un día podremos irnos a vivir a cualquier provincia, a escapar del estrés, que pensamos que es nada más que nuestro.
Este tipo de situaciones, que yo sepa, se repite como con fotocopia en todas partes del mundo; desde todos los tiempos. Recuerdo de chico ir en auto con mis padres, y casi matarnos por una situación entre mis padres, parecida. Será por eso que no manejo. Lo bueno con estas situaciones es que o madurás o te matás en el próximo banquinazo... Buá, ahora me deprimí.
Excelente relato, Rex, mantenés el nivel. Bravo.
Responder
December 23, 2009
 

inocencio rex

(corregido)
Responder
December 23, 2009
 

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