Genoma y feromonas: Nadie muere mocho
Publicado en Jan 20, 2010
Prev
Next
Image
Celia y Fernanda se habían declarado enemigas mías al instante en que mandé al anfitrión a cortar sus venas azules, fueron ellas quienes fogonearon a Javier para que aceptara la invitación de uno de sus antiguos compañeros de facultad al happening realizaba, en su quinta, un bronceado buscapleitos jugador de rugby y vernáculo campeón de la náutica.
La propuesta recibió la (inmediata) anuencia de Mirto, que pronto se entusiasmó con la posibilidad de sumar amistades convenientes a su portafolio; "el mundo es así" (se dijo y continuó con el siguiente discurso mas con otras palabras:) y está regido por el bendito dios dólar, por el bronce de las orgásmicas y efímeras glorias para el que todo tiene su precio, y suele llamarse a sí mismo desde los mismos lugares, siempre.
Subieron los bolsos que Isabel había bajado con la intención de que la llevaran a la terminal de ómnibus para volverse a casa en soledad, y así terminaron de convencerla a que se quedara.
Las chicas estallaron en grititos de alegría y luego del persignarse de Celia, hubieron beneméritas sonrisas y caricias solidarias, hubo el murmullo con el que Mirto no dijo nada y hubo un revanchista Javier que, atando los cabos de una serie de suposiciones, develó el misterioso cómo de la entrada del perrito a una habitación cerrada, que justamente lo estaba para evitar la entrada de los perros; y allí mismo, los vítores despertaron al cachorro marianito que roncaba, enroscado sobre la cama, en una fresca almohada de la habitación de los anfitriones. Ante el inmediato abrazo de Isabel, el perrito sólo supo ser feliz y ante el aún risueño auditorio, el ausente Inocencio fue declarado culpable de ingresar a la habitación prohibida. Isabel, que estrechaba con fuerza a marianito hasta casi exprimirlo, negó con la testa, se mordió el labio inferior y, aunque todos los presentes creyeran que ese tan típico gesto era de desaprobación hacia el reo que brillaba en ausencia, su expresión de total desprecio le fue dedicada a la infamia del contador Uriel, quien, ensañado quizá por haber olvidado su dosis de ansiolíticos, omitió aquella mirada para, a continuación, sugerir posibles móviles de aquella conducta criminal que había llevado a la intrusión en la sacra habitación de una sagrada familia.
 

Entre cotilleos ante las vistas al óleo de los retratos de una gallinácea dama y de un engominado mafioso vestido de frac, Isabel fue informada acerca de la discusión por la que se estuvo a punto de llegar a las manos (Javier había querido levantarse y pegarle una trompada a Inocencio quien, apenas terminó de insultar a los anfitriones, dijo algo acerca de una fiesta que organizaba Dean), mientras era maquillada a cuatro manos frente al añejo espejo desde el que también se reflejaba un aledaño marianito retozante sobre una almohada.
Celia ofreció a Isabel lo excelso de su guardarropa: prendas carísimas e italianas se fueron posando sobre la fina colcha de hilo que cubría la cama para volver a encender en Isabel la chispa, que todo su llanto había apagado, en esos ojos de color almendra que ahora saltaban con el asombro mismo de una cenicienta y con el entusiasmo propio de una nena, de vestido a vestido, de charolados a gasas. Se desnudó hasta quedar en bombacha y mientras con un revoque se disimulaban las secuelas de las metrallas de la Luftwaffe invertebrada, Isabel se decidió por una camisola color champán que la hizo brillar en oro. La pernilarga Fernanda sugirió que llevara las piernas tersas y desnudas al aire y la regordeta Celia la animó a que usase la camisola a modo de vestido, así, sin más accesorio que un enorme y carísimo cinto que ajustó en la cintura de Isabel, diciéndole que combinaría a la perfección con estas sendas sandalias milanesas.    
 

El campeón de náutica, el cadete Augusto Vallejo en liceo naval de diez años atrás, con una flamante licenciatura en administración ahora apilaba plusvalías a su cuenta mientras dirigía una empresa dedicada al transporte y logística de productos lácteos, así solventaba, de taquito, un Alfa Romeo, las dos lanchas, una pick up 4x4, dos motos e incluso aquel Chivas que bebía para sazonar las dosis del mismo buen talquito que en ese momento tomaba el tonto de Inocencio frente al espejo de un baño, en una fiesta en otro lugar. Sabía que el diluvio no era universal y que el domingo sería ideal para la navegación, por eso, el campeón de náutica recibió de muy buen modo a la entera comitiva que apenas se había salvado de que el diluvio la sorprendiera por el camino, aunque llegara de la mano del completo pelmazo de Javier. Se comportó como un excelente anfitrión.
Mirando a Isabel con una ceja levantada, el campeón se dijo que la fortuna nunca se cansaba de obrar en su favor e informó que una vez terminada aquella tan "romántica" tormenta, como haría muy buen tiempo, saldría a navegar; luego, y con la celeridad de toda la confianza en sí mismo que pueda llegar a tener un verdadero campeón de la náutica, con la misma voz monocorde de dandy y sin hacer mucha alharaca, la invitó a que asoleara sus bellas (pero un tanto pálidas) piernas a bordo de su nave. Isabel, quien sólo quería evitar que la fuerza de la coincidencia se tornara irresistible cada vez que devolvía garrafales SI, entornó sus ojos de almendra para ocultar las centellas y solemne respondió al convite con un farsante "no"; hizo presente al ausente Inocencio como si fuese una sincera disculpa, admitiéndolo, quizá, como un karmático peso; y así supo que lo que sentía, en aquel momento en el que la bronca ya había desaparecido, era mucha más compasión que amor, y que esa compasión no la haría feliz, supo que toda la fealdad que había sentido en carne y alma propias, sólo un rato antes, era obnubilada por la belleza de aquel momento, una belleza de la que se apropió cuando volvió a sentirse tan preciosa como antes, como siempre, allí, en ese mismo momento en el que Isabel hubiese podido abandonar los bolsos y toda la carga angustiante del pasado reciente, hasta supo que quería desnudarse, ahí mismo, para liberarse frente a un campeón de náutica que la comprendió, hizo una breve reverencia y no insistió sino que, extendiendo la invitación a la entera comitiva (en la que incluyó al ausente novio aquel), se aseguró la presencia del rubio y entronado despelote, del detonador de esternones isabelino a bordo.
Trueno.
Corte de energía.
El brillo felino que atravesó la mirada de Isabel en una serie de refucilos, electrificó la penumbra; el alimento de un beso de rapiña que provocó suspiros, electrificó el silencio hasta que volvió la luz.
Página 1 / 1
Foto del autor inocencio rex
Textos Publicados: 220
Miembro desde: Jul 22, 2009
4 Comentarios 360 Lecturas Favorito 0 veces
Descripción

Palabras Clave: corte de luz

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Relatos


Creditos: inocencio rex

Derechos de Autor: inocencio rex


Comentarios (4)add comment
menos espacio | mas espacio

inocencio rex

gracias, roberto... aquí se explica la sonrisa de isabel en el capítulo anterior... se entendió??
Responder
January 20, 2010
 

Roberto Langella de Reyes Pea

Estoica, abnegada y bella, Isabel. Pero, claro, no hay situaciones que se estiren cien años. Vibrante relato, amigo (como siempre lo es, bah). Nos vemos en la próxima entrega!.
Responder
January 20, 2010
 

inocencio rex

afirma nadie
Responder
January 20, 2010
 

inocencio rex

nadie muere mocho
Responder
January 20, 2010
 

Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.

busy