Escape
Publicado en Apr 30, 2009
Estaba yo sentado, sin el más mínimo sentimiento de culpa y con mi frente mojada por el sudor. En mi mano derecha sostenía un pañuelo empapado y en la izquierda aún tenía el cuchillo de mango negro. No quise ensuciar el pañuelo limpiando aquél con éste, pues en ese caso no hubiera tenido con que enjugarme el agua salada de mi rostro, aunque repito, sin ánimo de ser redundante, que de todas formas, el pañuelo, lejos ya de ser aquél perfectamente planchado, era un trapo mojado y oloroso. No podía pararme, mi pierna aún estaba con la herida abierta; las horas transcurridas no habían cicatrizado en absoluto el tajo de mi muslo derecho. No sabía cuándo estaría repuesto de mi lesión sanguinolenta pero, definitivamente, debía partir pronto o me encontrarían, débil e imposibilitado para resistirme.
¿Cuánto tiempo tardarían en llegar? Seguramente estaban utilizando los perros que olfatean; encima en un acto de torpeza dejé caer en el camino, sin pensar en las consecuencias, el otro pañuelo que tenía en mi bolsillo. Los perros ya estarían cerca, mi rastro sería para ellos como un sendero inconfundible hasta donde me encontraba sentado, dolorido e inmóvil. Seguramente, eran más de veinte los que vendrían tras de mí...Sí, más de veinte seguro. Me arrepentí de no haber planeado mejor mi huída, tal vez, si lo hubiera hecho ni siquiera me hubiera lastimado la pierna, pero en ese momento, el placer fue tal que ninguna regla de ningún plan, por perfecto que fuera, podría haber sido acatada...no, definitivamente, el instinto me hubiera guiado de igual manera, habría sido inútil planear algo. La pierna me dolía demasiado, y el sudor de mi cuerpo ya había traspasado la ropa empapándola, y mi cabeza era un torbellino de pensamientos confusos. Trémulo y pensante, intentaba dilucidar la idea que me sacara de allí sin mucho esfuerzo y siendo inadvertido por el gentío ignorante de mí, pero que me delatase si viera la sangre en mi pantalón. Intenté aclarar mi cabeza dándome un fuerte golpe en la sien con mi mano derecha, sin soltar el pañuelo; tenía la vista nublada, el efecto de haber perdido tanta sangre me estaba venciendo, y mis pensamientos eran cada vez menos coherentes. La impotencia de sentirme estúpido, pero conciente de ello, se mezclaba con la desesperación de no hallar la forma de escapar. No sabía cuánto tiempo me quedaba, y peor aún, ya no sabía cuánto tiempo hacía que estaba allí sentado. En un impulso rabioso atiné a ponerme de pié, con la esperanza de que mi herida no fuera tan grave, pero ni bien lo intenté caí redondo en el suelo. Me encontraba caído, junto a la silla en la que me había reposado durante vaya a saber cuanto tiempo, y sin las fuerzas para sentarme; pero sin soltar ni el cuchillo ni el pañuelo -no quería dejar otra pista más para esos malditos perros que no descansarían hasta vencerme. Mis ojos ya no me servían para nada, todo era negro, y los sonidos que antes escuchaba que provenían desde la calle, ahora los sentía como alfileres cayendo a kilómetros de distancia. Sordo y ciego, me resistía a quedarme quieto en el duro piso de cerámica azul. Retorciéndome, tratando de imitar el indescifrable movimiento de las serpientes, traté de avanzar. Me sentí libre, casi reí a carcajadas cuando dominé ese zigzagueo que me llevaría a la calle, luego al aeropuerto y luego a mi hogar en las lejanías del viejo continente. Durante un tiempo realicé los movimientos mágicos de mi nuevo arte, pero cuando hube agotado mis energías por completo (no sé si fueron horas, minutos o segundos), rendido al cansancio, abandoné mi idea de zigzaguear hasta las afueras de ese lugar, que quién sabe qué era, o dónde estaba. Mi mente me estaba encerrando en un mundo que no era real, me hundía en ficciones crueles de escapes geniales que se fraguaban en la práctica. Luego de haber estado tirado en el suelo varios meses, o semanas, o días, u horas, o minutos, acepté que me habían vencido. Temí estar tan bien escondido que no pudieran encontrarme, pero luego recordé que, seguramente, traían consigo a esos perros, verdaderamente heroicos, que me sacarían de ese suplicio, de ese sufrimiento por el fracaso, y me quitarían el miedo a ese encuentro con mis enemigos al verlos, convirtiéndolo en furia, bronca, deseo de venganza eterna por haberme hallado mientras yo trataba de escapar.
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soledad