CANJE
Publicado en May 05, 2009
Canjeábamos figuritas o juguetes y remábamos, sin saberlo, hacia un universo de despojos y de restos no degradables. Nos hundíamos ignorantes en un mar de zozobras y derroches.
Y nos quedábamos mirando un horizonte que se alejaba sin consuelo. Canjeábamos, ingenuos, las joyas más preciadas que teníamos. Hacíamos el regalo sin preguntarnos lo que entregábamos. A cambio tenemos un cacho de angustia que nos muele a palos diariamente y no replicamos con lo nuestro. Aquellas mariposas, toda aquella inmensidad de mariposas, cabalgando por las calles, construyendo olas calientes, en aquellos veranos de Rojas. Cruzar la calle, a la hora de la siesta, imponía proteger la cara con las manos, oler los aleteos y sentir el viento ondulando nuestro cuerpo. Teníamos un rojo, un naranja furioso, un amarillo de sol, un blanco, un azul cielo persiguiéndonos la sonrisa, que no podíamos evitar. Chapoteábamos en ese fango alado que perfumaba las tardes como un ramillete interminable de flores que volaban, como pétalos multicolores que desaparecían para volver al otro día. ¿Quien no se acuerda de aquellas multitudes navegando a un metro del pavimento, regalando su color con un mensaje… entonces incomprensible?. Las mariposas que impedían ver la vereda de enfrente se fueron en pocos años de insecticidas y defoliantes, derramando su muerte silenciosa y su fatuo destino de plástico. No hablo de la adolescencia sino de la niñez, de aquellas mañanas de fútbol que terminaban intuitivamente a la hora de comer, como por mágica precisión de nuestros relojes interiores. Con los años me di cuenta de aquella extraña sensación. Me di cuenta del silencio, del abrupto corte de actividades, de la vuelta a casa de los autos y bicicletas y de los silbidos de la gente regresando. Diez minutos antes de las doce todo comenzaba a metamorfosearse en el pueblo, hasta los gorriones se anidaban distinto. Tal vez hayan sido las campanas de la iglesia que marcaban el tiempo improrrogable de la siesta. O el tractor volviendo a la sombra. O el fuego sin clemencia de un sol que me parecía más sol que el de hoy, con tan sólo un pantalón corto y las zapatillas colgando del cuello. Todo se acallaba sin remedio y volver a casa para el almuerzo era una imposición que se anticipaba a cualquier otra consideración y de inapelable fundamento. Éramos muchos más los de niños entonces que los niños de hoy en mi pueblo viejo. Por cuadra se contaban no menos de siete de pantalones cortos y todos formábamos una barra que sólo descansaba con la lluvia o las penitencias sin salir por algún palurdo que hacía tronar el escarmiento. Los peces del río tenían el sabor del agua fresca y recuerdo haberlos pescado con un alambre doblado, con talento y necesidad, como un anzuelo. El arroyo era como una caricia que refrescaba el alma. Y el misterio de sus “pozos” que siempre alimentaron la imaginación, aplacaba bravuras innecesarias y nos permitían gozar con cuidado del remanso de las “Cinco esquinas”, alargando las tardes en horas interminables. Pescábamos lo que nuestras madres nos cocinarían por la noche, como un trofeo. La bicicleta no tenía guardabarros ni frenos, porque molestaban el andar y la maniobrabilidad, en situaciones inesperadas. Era como una extensión de nuestros brazos y el propio cuerpo, sin ella, debía aprender a caminar cuando la dejábamos en el patio hasta el día siguiente. Los caramelos no se contaban de a uno en el kiosco, sino que se abrían grandes las manos y una catarata de dulces placeres se acomodaban en el regazo de nuestras palmas, extendidas hasta la eternidad. En las heladerías se veían entrar por las tardes los cajones de frutas frescas, no los bidones de saborizantes que entran ahora por las noches, muy tarde, mientras dormimos. Los olores eran otros que este monóxido de carbono que ennegrece nuestros pulmones de a poco. El olor del sudor de los caballos y de su bosta formaba parte del paisaje. El sonido de cascos, protegidos por herraduras que se colocaban a una cuadra de casa, en pleno centro del pueblo, formaba parte del sonido cotidiano. Recuerdo que pasaba las horas viendo como devastaban esos cascos sucios y crecidos, limando con cuidado. Probando y clavando con aquellos clavos especiales: “de herradura”. Se fueron aquellas cosas, pero para siempre. No se repiten hoy ni en postales, y apenas fue anteayer, ni tanto ni tan poco. ¿Adónde se fueron, en que se transformaron, porque vivencias las canjeamos y que nos dieron a cambio?. Los fideos sueltos, en esos cajones con frente de vidrio, para elegir a gusto. El modo de anudar el paquete de los viejos almaceneros, con las dos orejas que se formaban haciéndolos girar como si fuera un juego. El lechero en su típico carro de un eje lleno de “tarros de leche”. Aquella leche que mi madre siempre decía que tenía “algo de agua” y que era espesa como gelatina y tenía el color de la leche, el olor a leche y sabía a leche. ¿Dónde se fue el lechero, porque lo canjeamos?. Y las plazas llenas de gente por las noches, donde jugar entre infinitas piernas, era como correr en un monte de árboles vivos que reían y esquivaban. “La vuelta del perro” en las plazas de los pueblos se terminó. Hoy la gente se refugia en sus casas. La TV y el monitor nos traen el club y las plazas a nuestro living. En algún momento sellamos el pacto sin noción de lo que perdíamos. Debe de haber sido una época en que estábamos distraídos o cansados… o dormidos. Ese canje yo no lo sostengo. No lo avalo con mis ganas ni lo confirmo con mis tripas. Yo lo reniego y pido: “pido”. Quiero conversarlo de nuevo, que lo tratemos con más atención, que lo cuidemos y reveamos todo lo que a cambio nos proveyó el negocio y lo que perdimos, por cierto. Yo sé que todos hicimos el canje, que nadie fue ciego, que la ingenuidad que tuvimos algún día, hoy nos ofrece un pedazo de consuelo. Pero quiero renegociar por este río sulfuroso sin peces, por esta leche “conservada” y estos envases que seguirán aquí cuando no estemos. Quiero negar la validez del canje. Quiero regresar las mariposas… pactar un nuevo juego. Guillermo Fischnaller (Un día lluvioso, Enero 1995)
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Cristian Omar Alejandro Graf
Saludos Cordiales. Cristian.-