NO ME MERECES
Publicado en Feb 05, 2010
La ingratitud proviene, tal vez, de la imposibilidad de pagar.
Honoré de Balzac Siempre pensé que quien me miraba desde arriba, como si de algún complejo de superioridad sufriera, no merecía ni mi enojo ni mi atención. Era el caso de ella. Pero que yo juzgara que no los merecía a actuar en consecuencia, eran figuras distintas, como distintos éramos ella de mí y yo de ella. Que las semanas recientes estuviera siempre hablándole (o intentando hacerlo) y que permaneciera impávida, sin siquiera hacerme un gesto de displicente diplomacia, me enervaba. Que le demostrara mi cariño incondicional, que estuviera siempre presto para hacerle compañía, que cumpliera sus encargos, sin excepción, por más cansado u ocupado que anduviera, sin más que unas frases hechas y repetitivas, carentes de gracia y de auténtica gratitud, me confirmaba que el mundo (por lo menos, el mío) era controlado por las manos equivocadas. Aquella noche sentí que no tenía ya cuerpo para aguantar y decidí abandonarla. Cuando me aprestaba a fugar por la puerta trasera, unos pasos nerviosos seguidos de una luz potente y cruel en mitad de mis ojos y una patada seca en el estómago, me detuvieron. Desperté en una helada celda, en medio de una bulla interminable y de una pestilencia que me recordaba el día que encontramos al abuelo Víctor, luego de dos días de muerto en su cama. La vi aparecer con un mueca rancia que combinaba angustia con alivio. No se atrevió a demostrarme cariño ni interés alguno. Hasta que le dijeron que ya era hora. Entonces abrieron la celda. Ella dio tres pasos hacia mí. Se inclinó con reverencia. Me largó una fría sonrisa. Me dio las gracias por aquellos once años juntos, pero dijo que yo sabía que esto debía hacerse. Nunca me perdonó haberle arrancado la vida a su nieto de seis años. Nunca le interesó entender que lo hice pues no soportaba sus constantes y feroces golpes de palo en mi cabeza, ni que me lanzara zapatos mientras comía, y menos que hubiera derramado sobre mí su sopa caliente una tarde de parrilla. Pero la frialdad, la insoportable distancia que me mostraba después de todos esos años y su increíble falta de misericordia, me hicieron ver cuál era la realidad de nuestra relación. Cuando la hipodérmica del veterinario invadió mi carne y estalló el sopor, fue mi turno de pasar de la angustia al alivio.
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