De misántropos y filántropos fuera de serie
Publicado en Feb 05, 2010
Por Roberto Gutiérrez Alcalá
I Resulta normal que, cuando de misántropos hablamos, acudan a nuestra mente, con una rapidez lumínica, personajes tipo tales como Mr. Scrooge o Mr. Hyde, en cuyos rostros imaginamos siempre un gesto agrio y desdeñoso, y una actitud de asco y rechazo absoluto frente a todo aquello que "huela" a humano. Sin embargo, por raro que parezca, hay otra clase de "grandes odiadores de la humanidad" que, a diferencia de aquéllos, poseen una apariencia bondadosa, amable y receptiva, y en presencia de sus semejantes se comportan y actúan con una complacencia amorosa, francamente fraternal. En efecto, estos misántropos fuera de serie dedican su vida, su tiempo, sus afanes, a planear y ejecutar -con una minuciosidad obsesiva y delirante- actos "altruistas" de la más variopinta naturaleza: campañas de vacunación gratuitas, colectas para instituciones de beneficencia, acopios de alimentos y ropa para ancianos y niños de la calle, peticiones de liberación de presos políticos, manifestaciones o huelgas de hambre para apoyar el cese al fuego en alguna zona del planeta..., sin olvidar, ni un solo instante, su verdadero fin: contribuir eficazmente al exterminio de quien identifican como el enemigo a vencer: el género humano. Pero, a veces, las cosas no salen como ellos lo desean y sus aviesas intenciones son descubiertas. Entonces quedamos boquiabiertos y horrorizados de que el apuesto y carismático multimillonario que aparece fotografiado en la primera plana de todos los diarios no buscara, como él mismo difundía a los cuatro vientos, librar a los niños de su país de la hepatitis o de la meningitis mediante la aplicación de cientos de miles de dosis de la vacuna correspondiente, sino todo lo contrario, esto es: inocularles cantidades monstruosas de los microorganismos causantes de tan terribles enfermedades...; o de que la ancianita de mirada dulce con la que solíamos toparnos en la calle, y de quien sabíamos que gastaba buena parte de su pensión en la alimentación de un grupo de menesterosos, fuera realmente la culpable de que, de tanto en tanto, uno de aquéllos muriera envenenado...; o de que el incorruptible abogado de indígenas, negros y gente pobre en general, y de cuya sorprendente personalidad ahora mismo se ocupan los noticieros de la televisión, hiciera todo lo necesario para que al menos tres de sus defendidos terminaran cada año sentados en la silla eléctrica o con una soga al cuello. A estos misántropos encubiertos, no obstante, poco les importa que les quiten repentinamente la máscara de beatitud con que navegan por el mundo, pues incluso en la fría y desnuda soledad de su celda, una vez que un juez los ha condenado a treinta, cuarenta, cincuenta años de encierro -o, en su defecto, a la pena capital-, aún tienen la oportunidad de seguir siendo fieles a su más viva y loca pasión, y, de hecho, nunca la desaprovechan... Es así como, en un estado de éxtasis casi religioso, acechan pacientemente a la única víctima que les queda a su alcance: ellos mismos, y, cuando así lo consideran conveniente, la suprimen definitivamente con una rotunda puñalada en el corazón, con un despiadado tajo en la garganta... II La primera impresión que dejan en quienes los acaban de conocer es que se trata de seres bastante retorcidos tanto en lo físico como en lo moral. De aspecto hosco y huraño, pareciera que siempre están escabulléndose hacia alguna salida, la que sea, como ratas en permanente fuga. De más está decir que prefieren la penumbra, incluso la oscuridad total, en lugar de la luz; así como la soledad en vez de la muchedumbre y el gentío. Cuando no les queda de otra y se ven obligados a sostener algún tipo de intercambio verbal con alguien, utilizan, por lo general, frases cortas, tajantes, cuando no huidizos monosílabos y uno que otro gruñido intimidatorio. De ellos, por supuesto, corren las más variadas y truculentas historias: que intentaron (y lograron) arrojar a la esposa por la ventana; que emascularon al marido por sospechar (y comprobar) que les era infiel; que operan una red de pornografía infantil; que ejercen, con mucho éxito, la brujería y la magia negra; que seducen, violan y asesinan, los fines de semana, a jovencitas incautas; que pertenecen a un grupo terrorista... En ocasiones, estas habladurías crecen y se solidifican tanto en el inconsciente colectivo, que al cabo de una o dos generaciones ya son recordadas como hechos verídicos y comprobables... Sin embargo, la verdad sobre estos seres antipáticos y odiosos nada tiene que ver con las atrocidades que se les achacan. Recluidos en una lujosa suite de un rascacielos de la Quinta Avenida, en un lúgubre y desolado rincón oficinesco, en un sucio y sofocante cuartucho de vecindad, ellos más bien están a la caza de la circunstancia propicia para hacer algo en beneficio de los demás, sin importar cómo ni cuándo. Unas veces, los resultados de su tenaz y callada labor filantrópica son grandiosos y espectaculares: la construcción de una nueva casa-hogar para huérfanos, la milagrosa recuperación de un enfermo terminal gracias a la donación de uno de sus riñones...; otras, en cambio, son más bien modestos, opacos: la reconciliación -vía su mediación oportuna- de dos amigos coléricos, una deuda ajena saldada de manera incondicional y anónima... Otra cosa hermana a estos filántropos fuera de serie: su ilimitado amor por la música de Brahms. De El corrector de estilo
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