Viaje a Lisboa
Publicado en Mar 07, 2010
Viaje a Lisboa de Manuel López Rey (Mal momento , Mil Libros Narrativa, 2009) Carecía de lo necesario para darse cuenta de lo que ocurría en aquel autobús, donde parece que no estaba dispuesta a callarse en todo el viaje, al menos hasta que divisara el puente viejo de Lisboa. Entonces cambiaría de conversación. Recordaría otras visitas a Portugal y pasarían de nuevo por su mente todas las postales y fotografías que conservaba y que había traído con ella para recrearse, y que ahora sacaba para continuar requiriendo, casi obscenamente, la atención de aquel hombre maduro que viajaba sentado a su lado. Tenía que haberse callado a tiempo. Y lo hubiera hecho de saber lo que pasaba en el asiento de atrás. No conseguía acomodar su cuerpo a pesar de ocupar las dos plazas de este lado del autobús y de arroparse con la cazadora que se quitó en un principio. Ni cerrando los ojos consiguió acallar la voz aguda y exasperante de aquella mujer que viajaba sentada justo delante de él y de la que solo veía una parte de la cabeza que no paraba de moverse y por la que paseaba continuamente la mano, entrometiendo las uñas largas y rojas de sus dedos entre el pelo rubio, teñido hace tiempo, y que algunas veces —ahora sí. Ahora no— quedaba sobre el cabecero del respaldo, pegado a la eléctrica tela de la tapicería, o suelto y descolocado, como un mechón arrancado que le apuntaba justo delante de los ojos, tan cerca, que no pudo acostumbrarse a sus cambiantes apariciones. Ciudad Rodrigo ¿Conoce Ciudad Rodrigo? Es un pueblo maravilloso, a mí me encanta. ¿Y el ambiente que tiene? No me dirá que no es una maravilla recorrer los baritos tomándose vinos ¿Y qué me dice de esos pinchos estupendos que ponen? ¡Buenísimos! Hay que ver la cantidad de gente joven que tiene este pueblo. Yo ya he estado aquí en dos ocasiones. Y sin mi marido. Es cuando mejor me lo paso. Una carcajada subida de tono acompañó ahora a las dos manos en su recorrido por el pelo. Abrió los ojos y eran ahora diez uñas rojas las que casi arañaban su mirada, y aquel mechón muerto que luchaba por acomodarse. Le recorrió todo el cuerpo un sudor molesto, como el de quien despierta justo cuando comienza a dormirse. Esos escalofríos no eran buenos. Él sabía que así había empezado otras veces. Luego una extraña ansiedad le ocupaba la mente y todo su cuerpo se tensaba, como estaba ocurriendo ahora. Si se callara. Pero eso no iba a pasar, no sabía siquiera que aquel hombre de mediana edad sentado a su lado estuvo a punto de marearse. Pero aquel hombre sí tenía recursos y comenzó a ponerlos en práctica, ahora casi no la oía, estaba concentrado, meditando, y solo de vez en cuando chillaba una gaviota a lo lejos en el horizonte clarísimo de su mente. ¡Ay, qué toritos! ¿Los ha visto? Son preciosos, yo la verdad, como decía mi madre, no sé cómo son capaces de hacerles de sufrir de esa manera, con lo bonitos que se ven aquí en el campo, y no es que yo no entienda de toros, ¡vaya que si entiendo! Mi padre no se perdía una corrida en Las Ventas, ni por televisión. Pues no he visto yo toros en mi vida. Él también trató de relajarse imitando al acompañante de aquella insoportable mujer pero no lo consiguió. No llega a los cuarenta, pensó, o quizá tenga cuarenta y pocos y debe de ser horrible. Seguro que lleva los labios pintados de rojo, como si no fuera suficiente con los alaridos que lanza por su boca. Y seguro que está gorda y viste apretada, como la mayoría de esas mujeres que también le ponen nervioso en el supermercado. A primera hora. No dejan a uno ni vestirse la bata tranquilo. Ni desperezarse siquiera. Si al menos a esa primera hora no llegara ninguna gritando a lo mejor era capaz de concentrarse, de colocar su mente a salvo. Pero no. Estaban allí tempranísimo, gritando. Se aburren en casa, no quieren hacer nada. Se pintan las uñas y los labios de rojo, se ensortijan como putas y a la calle. A gritar todo el día, y a reírse. Si al menos no se rieran de esa forma. Como pájaros. Y venga a hablar y hablar. Y siempre cuentan lo mismo. Las mismas historias día tras día, contadas como si fuera la primera vez, con el mismo ímpetu, con el mismo tono agudo de siempre, con el mismo esfuerzo. Y entre gritos y risas. Siempre esas risas falsas que utilizan para enseñar los dientes, como si les diera gusto notar cómo se estira el rojo pegajoso de sus labios. Y así todas las mañanas de su vida. Ahora incluso los domingos. Pues lo que faltaba. Por eso aquella tarde no pudo resistirlo. Hizo bien. Aquello no era el supermercado donde tenía que aguantarlas hasta que le estallaba la cabeza como una hemorragia. Aquello era una sala de cine y al cine no se viene a estar hablando toda la película, y riéndose cada vez que sale ese tío enseñando músculos. Seguro que le gusta. Le contará a la otra las guarradas que se le ocurren. Y venga a reírse. Por eso no pudo soportarlo. Allí no tenía por qué aguantarlas. Ya casi no conseguía ver nítida la pantalla. Ahora se derramaba en el interior de su cabeza un líquido caliente que le abrasaba los ojos y le tensaba el cuerpo. Ya no podía parar. Era imposible detener aquella corriente, por eso cuando salieron del cine la siguió hasta detrás del mercado y esperó a que se despidiera de su amiga. Le temblaron las manos en los bolsillos, se enredaban los dedos con la cuerda. Tenía que encontrar una punta pero aquello se apelotonaba como un ovillo sudado. Notó el nudo de un extremo, Ya la tengo, y sacó de repente la mano del bolsillo seguida de la cuerda. Un latigazo blanco pasó por delante de su cara. Sujetó firme el otro extremo justo antes de envolverla en el cuello maquillado de la chica. Grita ahora, puta, y ríete. Ríete. A que no te ríes. Venga, ríete ahora. No sabía de esa fuerza que tenían sus muñecas. No sabía con qué facilidad podía librarse de la angustia, con la misma que se iba la vida de aquel cuerpo. Con la misma que se apoderaba la muerte de aquellos ojos y parecían de repente más falsas las pestañas, que ya eran solo dos líneas azules rodeando la nada. Lo recordó todo, hasta cómo antes de escapar de allí se abrió la bragueta para sacarla y mear encima del cuerpo de la chica. Esto es lo que querías, ¿eh? Y vio cómo se despintaban los labios manchándole la cara, igual que la oleada roja que rompía su mente. Ahora volvió a invadirle el mismo vaho ácido que derramó entonces sobre aquel cuerpo que ya había comenzado a enfriarse. ¡Ay, por fin! Ya estaba yo preguntándome si este autobús no iba a parar nunca, porque son muchas horas de viaje y una, en fin, ya sabe, necesita estirar las piernas y hacer otras cosas ¿Usted no baja? Sí hombre, que aún queda un buen trecho, bueno haga lo que quiera, yo voy a tomarme un respiro, la verdad que lo necesito, tantas horas aquí sentada sin moverme, a lo mejor le parezco inquieta, pero la verdad es que ya me apetecía a mí tomar el aire ¿No se va a tomar un cafetito? Bueno, usted verá, yo voy a bajar no vaya a ser que no me dé tiempo, en estos sitios se amontona la gente, ¿sabe?, no hay nadie y de repente todo lleno. Entonces le vio la cara tras el cristal empañado en el que se había convertido su mirada y se levantó y bajó del autobús tras ella sin poder evitarlo. Ya no dominaba ninguna de sus acciones, y además por qué habría de hacerlo. Este era el viaje de sus vacaciones. Bien merecidas por cierto. Todo el año aguantándolas casi desde el amanecer, ahora no estaba obligado a aguantar a ninguna. Fue directamente al servicio y trató de aflojar aquella angustia lavándose la cara. El agua la sintió templada, como otra oleada de sudor, y no le sirvió de nada. La esperó en el vestíbulo de la estación, desde allí controlaba todo el espacio. Luego sus piernas se movieron de repente y lo llevaron hasta el servicio de señoras. La puerta de una cabina se abrió y supo que aquella boca comenzaría a gritar, por eso tuvo que golpearla con fuerza. El cuerpo de la mujer rebotó contra los azulejos del fondo dejándole el sitio justo para pasar dentro y cerrar la puerta. Antes de que ella lo viera tenía ya la cuerda en las manos. Rodeó su cuello y tiró con fuerza. Ni un lamento alcanzó a salir de su garganta aunque él sólo oía gritos y risas enrojecidos. Fue dejando caer el cuerpo que ya le pesaba y soltó de una mano la cuerda para sentarlo en la taza. Contempló unos instantes cómo se acomodaba el cadáver reciente y antes de que perdiera del todo su temperatura, casi sin quererlo, abrió la bragueta y comenzó a mearle la cara, luego los pechos, hasta que el vaho de la orina lo aturdió tanto que ya no recuerda cómo salió de allí. Ahora, de nuevo en el autobús, una parte de su cuerpo tiembla de miedo. Se lo merecía. Son mis vacaciones. No tenía derecho a joderme el viaje de esta manera. Ya no estoy en el supermercado ¿Qué se había creído? Por fin el aire. Ya puede respirar y todo vuelve a la normalidad. El hombre que viajaba al lado de la mujer no dice nada. Sigue con los ojos cerrados como hasta ahora, como hasta antes de la parada, sin inmutarse, como si lo supiera todo, además esto no va con él, tendría que estarme agradecido, sí, seguro que me lo agradece. A él le ocurre lo mismo. No aguanta los gritos. © Manuel López Rey, 2001 © Mil Libros Narrativa, Madrid, 2009
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