La poza de los lobos
Publicado en May 18, 2009
LA POZA DE LOS LOBOS. -Poliades, ¿qué es lo que es mentira ?…. -Quizá todo lo que no se sueña, príncipe. ALVARO CUNQUEIRO, « Las mocedades de Ulises », capítulo IV, Segunda parte, Los días y las fábulas. CAPITULO I LA VERDADERA HISTORIA DE AUGUSTO NEGROPONTE. Así reza el título del primer fichero. Pongo en marcha la impresora y dejo que se vaya calentando. Mientras tanto, releo las frases iniciales. Lo cierro enseguida y voy al final de la novela. De todos modos, lo que tengo delante es materia modelable. Acaso algún día las novelas se vendan así, tal como ésta se encuentra ahora, enmarcada en un soporte electrónico, con objeto de que el lector pueda modificarla a su antojo, escribirla de nuevo en función de sus gustos y sensibilidad. Esa sería la mejor de las lecturas posibles, efectuada por un receptor activo, a su vez convertido en emisor. Tras dudar un instante, desecho la idea de asentar la data al pie de la última página. Cierro el fichero correspondiente al capítulo postrero, introduzco en el cargador las hojas perforadas y empiezo la impresión de la obra en su conjunto, la cual no será sino una materialización provisional, atribuible únicamente a mi gusto por la lectura silenciosa, sobre papel, rémora de otros tiempos. Que la fecha de hoy venga a caer hacia mediados de febrero, en el curso de un año preciso, que esta noche pasada haya nevado copiosamente en Madrid, si bien, en este preciso instante, al amanecer, el cielo esté despejado y terso como una tela de la que se tira con fuerza desde todos sus extremos, que haga un frío de pelar, mucho me temo que sea una información carente de toda relevancia para el lector, uno de esos detalles que el receptor activo podrá eliminar sin el menor escrúpulo. Abandono el despacho, dejando a la máquina la responsabilidad de sacar del ordenador toda esa pasta de renglones negros que, apilados página tras página, tal vez tengan algún sentido y me dirijo a la cocina para prepararme un buen desayuno. Desde la ventana contemplo un instante la vasta gusanera que comienza a activarse. Nos levantamos todos como si fuéramos uno solo, nos ponemos de mal talante frente al espejo del baño y comenzamos nuestro aseo matutino, preguntándonos si la vida de ese tipo desaliñado, que se afana torpemente ante nosotros por borrar de su rostro la modorra del sueño profundo y sus secuelas, tiene algún sentido; si la historia misma, con sus rizos y su pasamanería, tiene sentido. He aquí una ciudad, Madrid, que se despierta y rebulle a ojos vistas, dispara sus autobuses, sus taxis, sus trenes desde las grandes estaciones, sus millones de coches por todas sus arterias, apaga las luces de las viviendas y enciende las de oficinas, fábricas, contadurías y registros, tesorerías, almacenes y tiendas, con aluvión de gentes por las calles fisgándolo todo, dando su aprobación tácita, manifestando tan sólo sus opiniones sobre cuestiones adyacentes. Todo ello tal vez con el único objetivo de que alcancemos al mediodía, como ratio mínima, el privilegio de gustar nuestro plato de garbanzos y el filete empanado al anochecer. Algunos escribimos novelas, o las leemos, para creer rendirnos ante la evidencia de que hemos domesticado el universo dentro de una probeta. Por las mañanas, sin embargo, somos todos uno, afeitando a ese desconocido, que no quisiera otra cosa sino que le permitieran volverse a la cama para dormir todavía un buen trote. Claro que el arte nos deja, a veces, la impresión de que alcanzamos a rozar algo concreto con las yemas de los dedos, de que podemos coger el agua a puñados, lo cual no es poco, dadas las circunstancias, y haríamos mal en despreciarlo. Mientras fluyan las palabras, se nos ocultará el rumor de la vida. Y no se negará por otra parte que las palabras tienen, a veces, un sugestivo encanto, un hechizo elato digno de la más alta consideración. En fin, habrá que recoger las pocas piezas de vajilla que han quedado sobre la mesa como despojos de una batalla naval y ponerse manos a la obra. Desde la ventana de mi despacho se ven los álamos del parque, no podría escribir sin ellos. Me recuerdan que, a pesar de todo, de las luces multicolores y del asfalto, nos encontramos todavía sobre el solar castellano, donde se hicieron las más adustas páginas de historia que en el mundo han sido, relaciones extensas a propósito de la piedra derruida, del polvo y la sangre que la cubren; batallas cruentas por un puñado de casas aportilladas y un horizonte de estepa fría y reseca. Me gusta Castilla, con todas sus peleas por bien poca cosa, me gusta la soledad infinita de Castilla y sus interminables rastrojeras para cazar en ellas la perdiz indefinidamente. Me dan ganas de dejarlo todo plantado e irme a cualquier rincón apartado, donde se pueda pisar aún la austera tierra de Castilla, para siempre. Reanudar con la infancia como si nada hubiera sucedido en el ínterin y no conformarse ya con otra cosa, pero la soledad es un lujo que sólo se paga con dinero o con valor. El silencio de la pieza me indica que la impresora ha culminado su trabajo. Giro sobre mis talones y me hago gracia a mí mismo. Un abultado rimero de hojas reposa sobre el cargador. Lo extraigo no sin cierta aprensión. Me entrego gozosamente a la labor de golpearlo por sus cuatro costados contra la mesa. Pongo las tapas. Alcanzo el gusanillo y doy comienzo a la fastidiosa labor de insertar correctamente todos y cada uno de sus anillos. No soy muy hábil con mis manos, debo reconocerlo, mas consigo rematar satisfactoriamente la somera encuadernación de la obra. Me levanto, doy media vuelta y regreso con los dos pesados volúmenes del María Moliner, los coloco a ambos flancos de la mesa. Así pertrechado, puedo proceder a la lectura y corrección del texto. Tal vez añada algún comentario en los márgenes. Para construir un discurso, nos basta con una gramática generativa; la vida, por el contrario, es un argumento inmutable. Durante un año largo me he visto en la imposibilidad de escribir el relato al que ahora doy comienzo con estas líneas, a causa de un imperativo moral. Desgraciadamente, dicho escrúpulo acaba de desvanecerse con la desaparición del escritor Julio Fontenla, a cuyo entierro me impuse la obligación de asistir, pese a la distancia, en flaco agradecimiento a los numerosos artículos referentes a su obra que últimamente he tenido la oportunidad de publicar. Todavía se halla, rezagado sobre mi mesa de trabajo, plegado en dos y recogiendo el sol claro de la primavera madrileña, el billete de ida y vuelta a Sajará. Es cierto, aún debe andar por aquí a pesar de los años, lo utilicé durante mucho tiempo como marca páginas. A ver…debajo de estos folios… Sí, ahí está. Sin embargo, bastaría con tocarlo para que sonaran de nuevo las campanadas solemnes, espaciadas, de la iglesia y el pulvis eris de las palabras sacerdotales que, ayer mismo, esparció el viento a lo lejos, en memoria suya. La primera vez que llegué a esa ciudad mediterránea con nombre africano fue una mañana esplendente del mes de diciembre, aunque gélida ; uno de esos tres o cuatro días al año, a lo sumo, durante los cuales hace realmente frío en la huerta levantina. Un conocido periódico de tirada nacional me había encomendado unos artículos con respecto a la narrativa corta de Julio Fontenla y me tenía concertada una entrevista con el escritor. Cuando dio el tren muestras de querer aminorar la velocidad, dejé a un lado, sobre el asiento, la novela que había estado leyendo para contemplar un paisaje inundado, generoso de azul y de luz. Luego quedaron atrás algunas escombreras, orilladas de casas cuyos muros, sin lucir, mostraban impúdicamente adobes y argamasa, nada más que la sempiterna decepción que suelen provocar los arrabales de toda ciudad, en cualquier país. Pero antes de que el tren se detuviera por completo en la estación, Sajará se me mostró bajo un aspecto distinto. A mi izquierda, como recortando caprichosamente la inmensa bóveda de lapislázuli, se encontraba la vasta mole de una edificación que tenía algo de castillo y mucho de prisión solemne o de manicomio. Más tarde supe que se trataba del asilo de ancianos. A mi derecha, un parque bien arbolado, en cuya tierra amarilla picoteaban gorriones y colipavas, provisto de un palomar monumental tanto en proporciones como en su esbeltez, sujeto por altas y gráciles columnas, conteniendo en su parte baja el correspondiente escenario para las verbenas. Me dirigí hacia el extremo sur del parque, donde debía encontrarse mi hotel, según la descripción que me dieron por teléfono. Allí, confortablemente instalado en un comedor terminado en solana, tomé varios aperitivos, comida de mediodía, café, licores, acabé de leer la novela que traía entre manos… en fin, dejé transcurrir suavemente las horas arrullado por el monótono piar de los gorriones, el zureo de las colipavas y algún que otro aullido de pavo real, mientras el sol tejía con sus rayos el alto cañamazo de los pinos. Hacia la caída de la tarde, me acicalé un poco, deslicé la pluma y el cuaderno de notas en el bolsillo interior del abrigo y ligero de equipaje me eché a la calle. ¡Ah!… una paráfrasis demasiado fácil de Machado, la tacho sin contemplaciones. Atravesé esta vez el parque de punta a punta, siguiendo una acera delimitada por una larga hilera de plátanos de sombra copudos, costeando durante un buen rato la verja de hierro forjado de una escuela que semejaba un templo griego. Finalmente desemboqué en una avenida espaciosa que me condujo hasta el centro de la ciudad. Junto a la puerta del Ayuntamiento hallé, montando la guardia, a un municipal estirado y hético como una garrocha, luciendo un bigotito recortado con intransigencia, casi con maldad, y ostentando, en suma, todo el empaque y las ínfulas de un gran chambelán. Decidí consultarle y me respondió amablemente, con voz magnífica de bajo ruso. -Si se pierde pregunte a cualquiera –dijo aún, cuando ya me alejaba.- Aquí todo el mundo conoce la dirección que busca. No me perdí, sino que me encontré pronto ante una casa solariega en cuyo portalón inmenso lucía, como si fuera de oro, una potente aldaba. La levanté y la dejé caer una sola vez. Al cabo se abrió el postigo dejándose ver bajo el umbral un hombre de mediana edad, tez blanquecina bien que pelo y ojos de color negro tapetado. En aquel vestíbulo, silencioso y oscuro, tenía algo de sacristán. Le dije mi nombre y me saludó con sobria cortesía, haciéndose a un lado. Luego, mientras me conducía a través de una media luz en la que se entreveían muebles añejos y caros, probablemente al servicio ya de varias generaciones de una familia con peculio, confirmó que al señor Fontenla no se le había olvidado mi llegada y me aguardaba en la biblioteca junto con otros dos amigos. Lo seguí a lo largo de una amplia escalera de mármol blanco con barandaje de hierro apuradamente maznado hasta la primera planta, donde enfilamos un corredor que se abría a la derecha, el cual estaba sumido en una penumbra lindante con la oscuridad. Al cabo se detuvo ante una puerta con dos batientes a la que llamó quedamente, casi de protocolo, antes de abrir motu proprio. En efecto, al entrar reconocí en medio de la amplia sala a Julio Fontenla, con quien había coincidido un par de veces en Madrid. Éste procedió a las presentaciones. Primero, Marcos Montseny, un tipo atlético, sobre la cuarentena. Me tendió una mano robusta con la que hubiera podido pulverizar la mía. Enseguida, Francisco José de Arenosa, alto, con gafas, hablando siempre muy bajo, si bien compensando la falta de volumen con una dicción excelente. Se trataba de dos escritores locales cuyos nombres empezaban a sonar en el mundillo literario, discretamente apadrinados, es cierto, por Julio Fontenla. Nos acomodamos alrededor de una mesa baja, la cual nuestro anfitrión había mandado disponer junto a la ventana que daba a la calle, bien provista de copas y botellas, aunque unánimemente nos inclinamos de inmediato por un whisky irlandés de dieciséis años. A continuación ofreció el contenido de una caja de madera fina y olorosa en cuya tapa pude leer furtivamente « Colorado maduro. Cuba », que por desgracia tuve que rechazar, puesto que no fumo. Lo que quedaba de la tarde transcurrió en amable conversación, durante la cual surgieron reflexiones interesantes a propósito del arte de la escritura y también de la lectura de calidad, entreveradas de anécdotas con punta de sal mediterránea, pero sin mencionar en ningún momento el objeto de mi visita. Hasta que el groom acabó por presentarse en la puerta con objeto de anunciarnos que la cena estaba servida. Bajamos, en consecuencia, precedidos del doméstico quien nos abrió la puerta cristalera por la que se accedía a un comedor de techo alto, sujeto con vigas, y dimensiones considerables, donde flameaba un bien nutrido fuego en una chimenea espaciosa de hogar abierto. Concluido el ágape, digno del más exigente “gourmet”, el groom dispuso los licores y el café frente a los rescoldos, que alimentó de nuevo. El propio Julio Fontenla colocó una lámpara con pantalla tenue, color de hueso, sobre un velador, junto a un sillón de cuero en el que me invitó a acomodarme. Marcos Montseny y Francisco José de Arenosa se instalaron en un sofá a mi izquierda, mientras que el escritor hizo lo propio justo enfrente de mí, en otro sillón gemelo al que yo ocupaba. Entonces, mediante un gesto efectuado con ambas manos puestas en paralelo, como queriendo mostrarme, me indicó tácitamente que podía proceder a la entrevista. Así lo hice, poniendo a contribución el lenguaje técnico que, en calidad de universitarios, poseíamos todos los allí presentes y de una manera concisa pasamos revista a los relatos más significativos de la obra de nuestro autor. No es éste ciertamente el lugar apropiado para extenderme en el contenido de la totalidad de la plática, el lector curioso no tendrá dificultad ninguna en acceder a sus pormenores, pues tanto la entrevista, publicada integralmente, como los artículos referentes, recibieron amplia difusión. Baste decir que, mientras tomaba nota confortablemente arrellanado en el sillón, no lejos del fuego que proseguía su danza leve y uniforme de derviche, bien iluminado el bloc en tanto que los demás recibían una luz como de crepúsculo, no podía sino sentirme a gusto, en confianza, indecorosamente diré que inspirado, con el café y la copa de calvados al alcance de la mano. Cuando ya estaba por dar el punto y final, se me ocurrió formular la siguiente pregunta : -Entre todos sus relatos, ¿cuál es el que considera como más representativo de las mencionadas tendencias que reflejan la condición fabulosa del mundo, lo fantástico sin salir de lo cotidiano, esa influencia de lo onírico en la vela o esa capacidad de la palabra para crear mundo, en suma, de ese realismo mágico o real maravilloso, como se prefiera, que en la literatura hispánica hay que ir a buscarlo sobre todo en los grandes maestros americanos ? Por aquel entonces, poseía un discurso un tanto ampuloso, al que permitía una generosa afluencia de la jerga profesional. Achaques más bien de juventud, no de adscripción a un gremio particular. Bien es verdad que no esperaba una respuesta inmediata. Julio Fontenla se quedó pensativo durante un buen rato. Al cabo, ya no parecía reflexionar sino dudar y un silencio tal comenzó a revelarse un tanto inconfortable. Con el fin de paliar la incomodidad, alargué la mano hacia el calvados para dar un largo sorbo. Marcos Montseny y Francisco José de Arenosa, intercambiando miradas, hicieron lo propio, obedeciendo sin duda a las mismas razones. Finalmente el escritor alcanzó a decidirse: -“El enigma del pintor despavesado”-obtuvo el veredicto, para alivio de todos los presentes.- La elección, sin embargo, no dejó de sorprenderme, pues consideraba este trabajo de los primeros tiempos como una obra de circunstancias, confeccionada con muy buen estilo por supuesto, pero con pocas innovaciones, por no decir ninguna, y sobre todo sin el menor rastro de las tendencias aludidas. Por lo que se refiere a la trama, sólo la recordaba muy vagamente…. Así se lo dije. -Es absolutamente cierto. Debo admitir que mi editor puso algo de presión en ello, estableciendo un plazo no muy largo para que le mandara un nuevo relato. No fue fácil componerlo, si he de ser sincero, al menos al principio, cuando aún no había asido bien la idea. En aquel tiempo todavía conservaba mi residencia de Normandía, donde me ganaba la vida como profesor de español, redondeando los fines de mes con algún que otro trabajo literario. Disponía de los quince días de vacaciones que, en un Estado laico, se corresponden más o menos con las vacaciones de Pascua de aquí, aunque me veía abrumado por las correcciones y la preparación de clases. La inspiración, por otra parte, daba la impresión de estar averiada…. Reconozco que dicho relato, en su actual factura, no es sino un tributo más al género negro que podría firmar cualquier escritor anglosajón de principios del pasado siglo o incluso del anterior. No obstante, con unas cuantas modificaciones en las que, inexplicablemente, no había pensado hasta ahora, adquirirá una apariencia totalmente distinta…. Ignoro si constituirá un ejemplo de la capacidad de la palabra para crear mundo o viceversa, en todo caso es seguro que podrá ingresar en la corriente del realismo mágico o bien en la de lo fantástico sin salir de lo cotidiano, entre las cuales lo único que cambia es lo que va de Cortázar a García Márquez. Hizo una pausa para dar un prolongado trago de calvados y prosiguió : -Ignoraba, pues, el modo en que debía confeccionar el relato que con tanta urgencia se me demandaba. No obstante, desde la primera vez que vi una de esas residencias señoriales normandas denominadas « manoirs », albergaba el proyecto, que se hallaba únicamente en el estado de simple deseo, de escribir una narración corta que estuviera ambientada en alguna de ellas, y tal vez ahora, me dije, se presentaba la ocasión. Disponía de un libro ilustrado con planos y fotografías, tanto de exterior como de interior, en el que figuraban las más características de estas construcciones y se consignaban datos complementarios de especial interés para diseñar una trama con suficientes visos de autenticidad, aunque emplazando al lector para que, en caso de que le viniere el prurito de contemplarlas directamente, insertadas en su contexto natural, lo hiciera con la mayor discreción posible y mantenía, por supuesto, el anonimato de los actuales propietarios ; tenía por título : « Châteaux et manoirs du pays de Caux ». Tan sensata prevención constituyó para mí una sugerencia útil, pues no resulta infrecuente que una atmósfera, un contexto particular y genuino, inspire un argumento. Escogí tras alguna vacilación el « Château de la Mare aux Loups », situado a menos de un centenar de kilómetros de donde vivía. Con este vago propósito, una mañana espléndida de abril tomé la vara de avellano que suelo utilizar para mis paseos, la puse en el maletero y conduje hasta el pueblecito más próximo a la propiedad que deseaba visitar. Dejé el coche aparcado en la plaza y enfilé por un sendero que me permitiría, según los planos consultados, bordear el tapial mismo de la residencia y lanzar alguna que otra mirada furtiva al interior. Por poco que viera, el desplazamiento habría valido la pena a causa del paisaje, así como del ejercicio físico al aire libre, del que ya andaba necesitado. Cuando llegué a destino sufrí una leve decepción, pues el muro que delimitaba el parque así como el portalón no permitían ver sino el tejado y una parte del piso superior. Con todo y con eso, medio ocultos ambos por las ramas de un espeso bosque de robles que abrazaba una buena porción del edificio. Sin embargo, antes de que pudiera evaluar la amplitud del fracaso, tuve que desviar discretamente la mirada de la mansión para apoyarla justo enfrente, sobre los recovecos del camino, ya que acababa de oír el crujido de un portillo practicado en el muro. Con el rabillo del ojo lo vi abrirse definitivamente y exhalar el reflejo dorado de un cuerpo femenino, que sabía bello sin querer procurarme todavía la certeza absoluta. Tras la mujer, salió un hombre que parecía encontrarse sobre la treintena pero sin decadencia, con la tez levemente pálida y tanto ojos como pelo muy negros. Un rápido vistazo me permitió deducir que todavía no se habían apercibido de mi presencia y decidí aprovechar esos segundos de libertad. Ella era en efecto una mujer de gran belleza, encaramada a un cuerpo esbelto que le daba una gran prestancia. Se hallaba en la sazón justa, quemando todos sus fuegos con la máxima potencia lumínica y abrasiva. Bueno, entre nosotros, una real hembra. Nada, suprimo esta frase por excesivamente banal, aunque saliera realmente de la boca de Julio Fontela en aquella ocasión, si bien en una reunión de pequeño comité que justificaba en cierto modo cierta familiaridad… Pero en fin, ¿no debe ser la novela un reflejo de la realidad? No, espera, reflejo tal vez, pero reflejo artístico y arte implica selección. Él salió detrás y, tras cerrar con llave el portillo, la ciñó toda con una mirada lúbrica, cargada con el indomable rijo de un celibato más o menos reciente. Detalle también en esta ocasión un tanto ordinario, demasiado explotado por el naturalismo, pero lo cierto es que no lo puedo suprimir porque sirve al argumento. Debo andarme con tiento y cuidarme igualmente de las ultracorrecciones. Bajé los ojos por pudor y al levantarlos de nuevo ya se habían percatado ambos de mi llegada. Saludé y pasé de largo. Un escritor adquiere cierta disciplina por lo que se refiere a la necesaria y fructífera ciencia de la interpretación de los gestos ajenos. Según cuanto de ella conocía, aquel San Agustín de la mirada africana y ardiente que, con toda evidencia, hundía sus pies en las quemantes arenas del deseo, o no era el marido de la insólita rubia, o bien había alcanzado el título muy recientemente. Hubiera puesto mi mano en el fuego. Ni siquiera me volví una sola vez, sino que empecé a tejer mis elucubraciones, no ya por lo que se refiere a la vida de la pareja que quedaba atrás, sino a la trama de mi relato. Al fin y al cabo, a eso había venido. Mientras conducía de regreso a casa, sin proponérmelo, la estaba poniendo a punto. A partir de aquella mirada empezaba a surgir, digamos por generación espontánea, una historia, un mundo que iba ganando en concreción a medida que transcurrían los minutos. Cuando, excitado, entré en mi despacho, tenía en mente lo esencial del argumento. Me puse a escribir enseguida. Pero antes verifiqué, para total seguridad, un dato que casi daba por seguro, a saber, que el « Château de la Mare aux Loups » poseía una tahona en buen estado. Prácticamente la totalidad de este tipo de construcciones campestres la poseían, pues era menester cocer una gran cantidad de pan no sólo para los propietarios sino también para la numerosa servidumbre que vivía con ellos. De todos modos, aunque no la hubiera poseído en la realidad, la hubiera puesto igualmente en mi relato, al fin y al cabo en mi relato hago lo que quiero. Después hubo que atribuirle un nombre a cada uno de los personajes principales. Para la dama y el pintor, su primer marido, elegí típicos nombres normandos: Suzanne y Chistophe, con un único apellido para ambos, como manda la tradición francesa, el cual sería Chapelle. Por lo que se refiere al amante habría de llamarse sin remedio Negroponte, pues atendiendo a su apariencia física decidí asignarle un origen italiano, más precisamente napolitano, en fin, de un lugar situado lo más al sur posible. Traté de encontrar otros apellidos consultando varios libros que poseía en lengua italiana, pero me di cuenta de que lo hacía únicamente por el hecho de que éste se me había ocurrido demasiado pronto y ya ningún otro logró convencerme. Luego probé con el nombre y encontré Augusto. Sería Augusto Negroponte y no había más que hablar. A partir de ahí no tuve sino que dejarme arrastrar por la corriente. Toda la noche me la pasé escribiendo y tomando café bien cargado. La anécdota progresaba de esta manera : el pintor quedó encallado en su propio arte ; todo lo demás, incluida su esposa, pasó a un segundo plano. Gajes del oficio. Y eso que tal esposa no es de las que se olvidan fácilmente. No obstante, de un modo apenas perceptible, la separación del matrimonio se fue consumando. Suzanne terminó por no encontrarle ningún aliciente a todo aquel bucolismo lujoso en soledad, a aquella residencia en la que pasaba las horas muertas haciendo costura o leyendo en alguna habitación apartada. Un comienzo que, era plenamente consciente, se estaba revelando demasiado flaubertiano, pero ello no logró desalentarme. Por otro lado, para Christophe, el apartamento de París constituía una pérdida de tiempo lamentable, pues con todos los alicientes de la gran ciudad no lograba concentrarse en su trabajo, ni alcanzaba a realizar las lecturas imprescindibles para su progreso. De modo que cada uno acabó haciendo sus cuarteles de invierno, que a la postre fueron también los del verano, en lugar distinto. Ninguno de los dos habló de divorcio, pero Christophe le pasaba regularmente, o le permitía extraer por contrato tácito, lo que podría llamarse una pensión alimentaria bastante generosa. Sólo que una mujer todavía joven y atractiva, de buena posición, sola en París, no podía pasar por mucho tiempo desapercibida. No lo pasó, en todo caso, para Augusto Negroponte, simple empleado de una compañía de seguros, son legión los personajes principales de relato corto cuyo oficio es empleado en una compañía de seguros, el cual tuvo la dicha de establecer con ella una relación que cabría calificar de estable sin llegar a ser oficial. No me explico cómo pudo tener tanta suerte…. Durante algunos años, el afortunado amante gozó de la intimidad y la confianza de Suzanne, conservando por otro lado un margen de maniobra bastante amplio, el cual le permitía, si así lo deseaba, ausentarse durante quince días mediante una excusa leve. Y fue de esta manera como procedió. Las confidencias de Suzanne le proporcionaron una lucidez extraordinaria que, combinada con los mismos planos y fotografías de que yo disponía, le hubieran permitido desplazarse con los ojos cerrados a través de la mansión y las dependencias, ayudándole a afinar su plan. Una noche de invierno saltó la tapia y, provisto de un doble de la llave que abría una puerta secundaria, penetró con toda facilidad en la casa. Sabía perfectamente que encontraría a Christophe trabajando hasta muy tarde en su taller. Ese es un peligro con poca prensa para los maridos cuyas esposas tienen amantes. A pesar de no correr ningún riesgo de ser sorprendido por un testigo inoportuno, esperó a que su víctima saliera de la habitación iluminada. Mas en cuanto puso el pie en el pasillo del corredor, le abrió el cráneo con un tubo de plomo que los fontaneros habían dejado olvidado en su propio apartamento, tras la última reparación. Augusto no era hombre de alambicada imaginativa. Seguidamente depositó el cadáver en la bañera, limpió la poca sangre que había quedado en el suelo y, exhausto, se acostó a dormir en la misma cama del muerto. A la mañana siguiente, cuando le despertó el sol entrando a raudales por dos amplias ventanas con los postigos sin cerrar, amaneció en una habitación espaciosa y confortable. Le costó recordar que la noche anterior había matado a un hombre, mas no tuvo remordimientos todavía pues, en cierto modo, aún lo estaba matando. Se levantó y salió por la puerta trasera, la única que iba a utilizar durante los próximos días, al jardín helado. Nadie, desde ningún ángulo, tenía la menor posibilidad de espiar sus movimientos. Buscó el antiguo horno, comprobó que cabía perfectamente el cadáver de un hombre, tomó la carretilla y trajo una primera carga de leña. La dejó preparada. Subió al cuarto de baño para lastrar sus espaldas con el peso del cadáver procurando no mancharse de sangre, aunque eso no tenía la menor importancia. Lo llevó hasta la tahona y lo depositó sin miramientos en el interior. Regresó a la casa. Pasó al salón. Escogió dos de los mejores cuadros del pintor, él sabía muy bien cuáles. Los lanzó al interior del horno, prendió la leña y cerró la trampilla. Se cambió de ropa y echó la usada en el interior, clausurando por última vez aquel improvisado sarcófago. Parsimoniosamente dedicó algún tiempo a borrar las primeras huellas del crimen, las restantes lo haría sobre la marcha. Tenía por delante todo el tiempo necesario para hacerlo a conciencia. Tras ello, deshizo la bolsa en la cual había previsto unas cuantas mudas más, las colgó en las perchas, puso las prendas interiores en el cajón de una mesilla, escogió un sillón en un rincón soleado del salón y comenzó la lectura de algunas novelas del género negro que había traído con objeto de pasar el tiempo. De cuando en cuando iba a vigilar el fuego, hasta que afinó tanto que supo calcular cuánto tardaba en quemar una carga de leña y a partir de ese momento sólo hizo los viajes precisos. Al cabo de unos días, del pintor sólo quedaba un montón de cenizas y unos huesos calcinados. Claro que la mayor parte de su obra permanecía indemne. Por cuanto se refiere a estos últimos, los huesos, resultó más difícil reducirlos a polvo, pero al final cedieron. Augusto Negroponte no tuvo entonces más que recoger la ceniza en un saco de plástico y esparcirla a puñados a lo largo del inmenso bosque de robles que constituía el fondo profundo del parque de la casa. Las primeras lluvias se encargarían de concluir el trabajo. Acto seguido limpió cuidadosamente el horno. Todavía permaneció unos cuantos días más en el « Château de la Mare aux Loups », borrando la menor huella de su paso. Y disfrutando, cómo no, de lo que los franceses llaman la vie de château. Una noche, cuando al fin quedó satisfecho, se fue por donde vino. El difunto Christophe Chapelle, como todo pintor que se precie y desee ganar dinero con su arte, tenía fama de hombre extravagante. Había colocado, junto a un buzón que semejaba la tumba de un filisteo, un cartel en el cual se exorcizaba la publicidad de cualquier género que fuese, amenazando con emplazar en la cancha de la justicia a la empresa anunciadora. Las instrucciones dadas en Correos eran terminantes. Todo eso, Augusto lo sabía a través de Suzanne, quien no podía evitar hacer frecuentes comentarios a propósito de su marido. Ello, así como el carácter solitario y arisco del pintor, condujo a que nadie, ni siquiera el cartero, reparara en la ausencia de aquél. Y cuando este último trató de introducir sin éxito la última carta del banco, ya los árboles estaban en flor. Malgastándose aún varias semanas en desconfianzas y vacilaciones, alimentadas por el temperamento estrafalario del sujeto en cuestión, notemos con ello que lo que hace la fortuna y felicidad de unos puede ser causa de pérdida para otros, sin olvidar la mera posibilidad de que hubiera decidido al fin regresar a París con su mujer, que no estaba nada mal, razonaban los operarios. Con todo, la policía intervino al cabo, poniendo las cosas en claro. El pintor Christophe Chapelle había desaparecido sin dejar rastro. Los inspectores privilegiaron de inmediato la tesis del asesinato, comprobando el hecho de que dos de sus más célebres cuadros habían sido escamoteados. No por ello se abstuvieron de designar a Augusto Negroponte como sospechoso principal, eso era de cajón, puesto que el truco de simular un robo era ya en aquel entonces más viejo que los pantalones de campana, el propio Augusto Negroponte contaba con ello. Sin embargo, se estrellaban contra un obstáculo insalvable: la ausencia de cadáver. No es que no pueda haber proceso sin cadáver, pero es preciso reconocer que ese detalle les sumía en una circunstancia embarazosa. Pensaron evidentemente en la tahona, la policía piensa en todo, es su oficio, sin por supuesto sentirse en la obligación de comunicárselo a Negroponte. Mas lo cierto es que era demasiado tarde, siquiera para determinar en tiempos de cuál de los últimos propietarios se había encendido el horno por la postrera ocasión. El caso fue cerrado por falta de pruebas. Augusto benefició del principio de la duda razonable. Suzanne no albergó jamás la menor sospecha contra el eterno adolescente que era para ella Augusto Negroponte, de modo que no dejaron transcurrir mucho tiempo antes de casarse, instalándose en el suntuoso « Château de la Mare aux Loups », porque para eso estaba y era suyo. Al llegar aquí, puse malévolamente el punto y final a mi relato, dejando por una vez que tuviera el crimen la última palabra. No sé si acabé deseando demasiado ponerme en el lugar de mi personaje y por esa razón le dejé gozar con toda impunidad de la soberbia esposa que se había procurado, así como de su fortuna, aunque lo hubiera hecho con medios tan detestables. La primera regla que debe respetar todo escritor es la de no juzgar, aunque después en su obra las cosas suceden según su real gana y ello ya constituye una modalidad de juicio, pero en aquella ocasión me desentendí por completo de toda preocupación ética. Hay veces, sobre todo cuando uno se siente solo o desgraciado, en que se cae en la amoralidad con una facilidad ciertamente culpable, pero más como venganza que por auténtica convicción personal. Son esos momentos en los cuales nos sorprendemos a nosotros mismos diciendo : al diablo con el mundo entero y con cuantos moran en él, por añadidura. Tendré que releer yo mismo el cuento pues ahora no sé si esa idea quedaba reflejada de algún modo en el texto. Envié, sin más, el trabajo a mi editor y a los pocos días ya lo había olvidado, puesto que no esperaba la gloria por aquella parte. No obstante, un par de semanas más tarde recibí carta de aquél felicitándome por mi entrega en el plazo señalado y anunciándome que no solamente se había publicado con éxito en el periódico al cual estaba destinado, sino que, además, iba a ser incluido en una antología del cuento que sería en breve lanzada a gran tirada. Lo cual parece constituir una prueba más de que lo importante no es lo que se cuenta sino cómo se cuenta. Tuve una de esas alegrías de naturaleza puramente financiera. En eso llegó el verano y con él las últimas clases y los últimos paquetes de exámenes para la corrección. Lo que puede haberle robado el profesor al escritor y viceversa, pero esto último poco importa, y lo que pueden haberse detestado ambos, eso sólo lo saben ellos. Un día recibí de nuevo carta de mi editor; en ella se me comunicaba con algo de retraso, es cierto, que una selección de mis relatos cortos, en la cual figuraba « El enigma del pintor despavesado », había hecho su aparición, traducida al francés, la semana pasada y que, con objeto de mejor lanzarla en el mercado galo, un conocido crítico iba a publicar un artículo en la sección literaria del periódico « Le Monde ». Dicha sección literaria aparece una vez por semana y era justamente la edición del día, así es que la tenía al alcance de la mano. Vaya por Dios. La abrí, pasé rápidamente las páginas, y encontré en efecto el mencionado artículo. Estaba redactado según el estilo habitual, en el que solían desarrollarse someramente argumentos, salpimentados por frases características o deslumbrantes. Por cuanto se refiere al cuento que nos ocupa, figuraban datos suficientes como para comprender la trama de manera global, e incluso se mencionaban los nombres de los personajes principales, así como el lugar exacto en el que supuestamente habían ocurrido los hechos. Me disgustó que figurara el nombre de la mansión, pero ya no tenía remedio. Por la mañana recibí una llamada de la policía. Un inspector de la Brigada Criminal, nada menos, solicitaba una entrevista conmigo. Se excusaba por no poder llegar sino hasta bien entrada la noche, pues debía tomar el tren desde París y no podría hacerlo antes de media tarde. Le repuse que no tenía la menor importancia pues en aquellos días solía trabajar hasta la madrugada. Me hice la ilusión, sabiendo que se trataba sólo de una ilusión, como alguien podría disfrutar imaginándose por ejemplo ser el único descendiente de los Romanov y que su adscripción a dicha familia había sido guardada en el más absoluto secreto hasta para él mismo, aunque ya se estaba produciendo la anagnórisis, pero todo ello como quien se cuenta una película que no conoce, de que la policía, encontrándose en un callejón sin salida con respecto a un asunto de la mayor importancia, venía a recabar consejo en la persona de un escritor conocido por su prolífica fantasía y por su dominio de la metodología criminal, sólo que yo no era conocido en Francia, salvo a través del artículo que acababa de ser publicado. En fin, pelillos a la mar…. Hacía un calor insólito para un país en que la humedad es muy capaz de alcanzar el mismo corazón del verano, y quedarse allí a sus anchas. Con objeto de refrescar la casa, en cuanto cayó el sol, dejé todas las ventanas abiertas, instalándome en el jardín con el firme propósito de trabajar al menos hasta la llegada del inspector. ¿Qué diablos querrá de mí un inspector de la Brigada Criminal? Recuerdo que me sentía incómodo, con la ingrata sensación de estar siendo observado desde algún punto situado detrás de la espalda, faltó poco para que acabara retirándome a la casa pero me contuve, achacándolo todo a aprensiones sin fundamento, como era lógico que lo hiciera. Y seguí apilando uno tras otro los exámenes que iba corrigiendo. Serían las diez y media cuando tuve la necesidad de un café. Ni siquiera traté de encender la luz del interior de la casa, pues sabía por experiencia que la proveniente de la lámpara situada sobre la mesa del jardín, penetrando a través de las puertas cristaleras, sería suficiente para orientarme hasta la cocina. Fue así como, al entrar en el salón, me encontré de manos a boca con la figura de un hombre recortada contra la ventana del fondo, la cual, por efecto de la claridad procedente del alumbrado público, hacía una función semejante a la de una pantalla. El caso es que pude percibir su silueta con una nitidez percuciente. Viendo que me había percatado de su presencia, el individuo avanzó en silencio hacia mí. Su mano derecha empuñaba un objeto alargado, seguramente un tubo. En la penumbra no llegaba a distinguir bien sus rasgos. Sin embargo, lo poco que conseguía vislumbrar no me resultaba del todo desconocido. -¿Quién es usted?-acerté a decir.- Mis palabras lograron detenerle, como si hubiera formulado un conjuro. Hubo, no obstante, un silencio prolongado. -Me llamo Augusto Negroponte –respondió al fin.- Y usted me conoce muy bien. -Para mí, Augusto Negroponte no es más que el personaje de uno de mis cuentos. -No –replicó vivamente.- Augusto Negroponte es mucho más que eso…. Luego, más apaciguado, añadió: -Augusto Negroponte es un asesino. Pero eso sólo lo sabemos usted y yo. Por ello he venido a matarle. He dudado bastante, ¿sabe usted? Matándole, mi situación alcanza un estado crítico. Sin embargo, dejarle vivir es mucho peor, porque usted conoce todo, hasta el menor detalle, igual que si me hubiera estado viendo durante todo el tiempo que permanecí en la casa. Tiene noticia hasta del género de novelas que leía para que la espera no se me hiciera tan larga. La policía, presumo, no tardará en interrogarle o acaso usted tenga otros planes….. En cualquier caso mi seguridad se encuentra en peligro estando usted con vida. Frente a tal suma de conocimientos, no es posible concebir defensa alguna. Me gustaría saber cómo lo averiguó todo, ¿dónde estaba escondido? Si quiere que le diga la verdad, creo que estoy aquí sólo por eso, o más que nada por eso. Cuanto sé decir es que usted merodea la casa desde hace algún tiempo. Lo he estado observando toda la tarde con ayuda de unos prismáticos. Y he reconocido, en efecto, en usted al individuo que me sorprendió hace unos meses mirándole las grupas a mi mujer, nada más salir por la portilla de mi finca. Debe explicarme cuál es su juego. Cuál es su secreto. -¿Qué ganaría con ello? Pareció dudar. -Poca cosa, es cierto…. Un poco de tiempo, tal vez. -Puedo decirle la verdad, si quiere. Pero no es seguro que usted vaya a creerla. -Probemos a ver…. -Todo el argumento del cuento es una historia inventada, creada de la nada. Bueno….a partir de una mirada, precisamente la que usted acaba de mencionar…. « Por una mirada un mundo…. ». Pero usted no conoce estos versos, ni tiene cara de poeta. -¿A quién le importan unos versos? Cuando, por detrás del hombro de Augusto Negroponte, vi aparecer la silueta de un hombre que lucía un elegante sombrero pajizo y una chaqueta de verano, desabrochada, empuñando una pistola, supe que el tiempo, a veces, lo es todo. -Un solo movimiento y es hombre muerto –dijo el recién llegado, sin demasiada originalidad, lo que yo le perdonaba incondicionalmente.- Otro hombre armado surgió a mis espaldas y un tercero encendió la luz al tiempo que entraba en el salón. Augusto Negroponte soltó el tubo de plomo, con el cual provocó un ruido siniestro y profundo al caer en el suelo, dejándose poner las esposas sin oponer resistencia. Se lo llevaron. Salieron todos tras él excepto el policía que había entrado en primer lugar. -Mi nombre es Fabien Longuet –me dijo tendiéndome la mano.- El inspector con quien ha hablado usted esta mañana. -Encantado. -Hay policías que sólo se dedican a leer los periódicos, ¿sabe usted? Todos los periódicos. Y hoy ha sido publicado un artículo que ha atraído poderosamente nuestra atención. -Lo sé. -Inmediatamente envié a unos detectives con objeto de tener bien vigilado a Augusto Negroponte y encontraron que no se hallaba en la casa. El inspector Longuet echó una ojeada a su alrededor. -¿Podemos sentarnos? -Por supuesto. Le indiqué con un gesto el sillón y me acomodé en el sofá. -¿Le molesta que fume? -En absoluto. Me levanté un momento y puse un cenicero sobre la mesa baja, pero él ya había encendido su pipa y exhalaba una densa bocanada de humo gris, generosamente perfumado. -Con lo que le hemos oído decir, unido a lo que acaba de hacer, hay material más que suficiente para procesarle. Sin embargo, « El enigma del pintor despavesado » no está completamente resuelto. -Soy consciente de ello. El inspector Fabien Longuet fumó en silencio durante unos segundos que se me hicieron largos. -Por lo que se refiere al apellido del matrimonio originario, se equivocó usted ; los nombres son sin embargo correctos. En cuanto al nombre y apellidos del agente de seguros son ambos exactos, pero según deduzco de su reciente conversación con el inculpado los obtuvo seguramente echando un vistazo al buzón, cuando la nueva pareja se hallaba ya instalada en « La Mare aux Loups ». Conociendo el carácter reservado de nuestros archivos, el resto es un misterio y la pregunta de Augusto Negroponte es perfectamente legítima : ¿cómo diablos averiguó usted todo eso ? -La respuesta sigue siendo la misma. La única que conozco. Todo surgió de una sola mirada. Ni siquiera leí los nombres y el apellido en el buzón, como usted supone. El inspector me echó una vista profunda pero al mismo tiempo distraída, como si sus ojos estuvieran escrutando hacia adentro, envuelta en una nube de humo gris. -Bien. Entonces no me queda sino darle las gracias por todo –se levantó.- -Gracias a usted. Esta es pues la verdadera historia de Augusto Negroponte. Por desgracia, Julio Fontenla no tuvo tiempo de escribirla, le sorprendió la enfermedad cuando menos lo esperaba y prefirió dedicar las pocas energías que le restaban a terminar su última novela, la cual será por cierto publicada póstumamente con una introducción mía. Después del entierro, Francisco José de Arenosa y Marcos Montseny, me aseguraron que entre los papeles del difunto no se encontraba ninguna historia de Augusto Negroponte remodelada. Por cuya razón, y con objeto de evitar dejar inédita esta versión concebida después de todo por el autor, de común acuerdo, decidimos que la escribiera yo, seguros de que quien realmente hubiera debido contarla en su forma definitiva no habría visto ningún inconveniente en ello. El antiguo groom del escritor también se encontraba presente y no opuso ninguna objeción. A pesar de la unanimidad, un escrúpulo me hizo prometer que la iba a escribir de modo que rindiera justicia, me pareció demasiado ampuloso o peor, pretencioso, añadir homenaje, a su auténtico inspirador y protagonista, contando sencillamente lo que ocurrió aquella tarde de invierno en casa de Julio Fontenla. Y con todo y con esto llegamos al fin del primer capítulo, por lo cual tal vez no fuera descabellado marcar una pequeña pausa. Es pronto para tomar el primer café, pero veamos qué panorama se nos presenta ahora desde la ventana. El alba comienza a afirmarse por su costado, todo va bien. Una madrugada glacial se va derrumbando por las calles, sobre el parque, donde, espesa, la capa de nieve permanece incólume antes del paso de los niños camino de la escuela, nada de eso resultaba imprevisible tras la escucha del parte meteorológico. Únicamente algún que otro transeúnte, con el cuello del abrigo subido, ataja por allí y va dejando tras de sí huellas de su naturaleza tangible, lo cual también era de esperar. Si tan sólo se volviera a mirar atrás podría decirse : no me he soñado durante la noche, existo verdaderamente ; mi manera de ser, con todo lo que me pasa, forma parte de la realidad del mundo, concretamente de esta ciudad, durante este tiempo. Y cualquiera que fuera el presupuesto que le ha caído en suerte, no tendría más remedio que asumirse. Pero se van como sombras, como espectros en la madrugada, retirándose de la luz, con la cabeza erguida, mirando al frente. CAPITULO II EL ARGUMENTO AUMENTATIVO. Mediante dos puntos de apoyo no se alcanza un equilibrio estable, pero con tres sí. Otorga ese trinomio a tu conciencia, tres indicios que apunten en una misma dirección, desembrida, afronta el riesgo de contraer la locura y verás con tus propios ojos la verdad. Todo está unido por arriba o por abajo, no a través de la tierra de en medio, donde sólo se dan concentraciones aisladas de certeza, mas la conciencia segrega sin pausa su entelequia, vuela como una abeja abnegada e incansable de flor en flor, excava galerías y comprende. Madrid, qué formidable industria de la realidad en plena producción todos los días. Una maraña inextricable de destinos individuales flota como humo entre el cielo y la tierra. En cuanto se presta un poco de atención a sus volutas, surge una fauna de quimeras, para aprovechamiento de todos. Pero quimeras al fin y al cabo, si bien no menos reales que el plato de lentejas y el rebujo de pan que nos aguardan a mediodía. El hombre es, en efecto, un ser social, aunque en una sociedad quimérica, poblada de quimeras. Y puesto que de quimeras se trata, reanudemos mejor la lectura, que es la sombra de una quimera. Pero volviendo a aquella velada de mi primera noche en Sajará, durante el transcurso de la cena que el escritor ofreció como preludio de aquella entrevista que tantas repercusiones iba a tener durante los meses que siguieron, el también escritor Francisco José de Arenosa propuso que nos sumáramos al día siguiente a una comida informal que había concertado con algunos amigos en su casa de campo. -Por cierto, será la ocasión para usted de gustar un plato típico de la región de Sajará que sin duda desconoce. Acepté encantado. Lo mismo hizo Julio Fontenla. Marcos Montseny, sin embargo, declinó la oferta pues el día siguiente había sido fijado por el comprador para efectuar la recolección de la naranja en su huerto. La tradición exige que el dueño esté presente en el teatro de operaciones y asista, sobre todo, a la pesada de la mercancía con objeto de evitar litigios a posteriori. Me levanté pues temprano y bajé al comedor. Inevitablemente mi pensamiento se ocupaba en moler la idea contenida en la narración, verídica esta vez, completa en todo caso, que Julio Fontenla nos había referido durante la velada, sin sospechar que un día me sería dado escribir la versión íntegra. El relato era ciertamente turbador por la exactitud con que se verificaron las sospechas y las deducciones del escritor, así como por el punto de partida de las mismas, cercano al cero absoluto, una mirada, eso fue ni más ni menos, una mirada que, si bien en poesía puede equipararse a un mundo, por cuanto se refiere a la realidad es más discutible, aparte de que ni siquiera tenían vocación de tales, obviamente Julio Fontenla no pensó que aquel hombre pudiera ser realmente un asesino, le bastaba con haber encontrado un argumento verosímil. Esa es toda la obligación de la literatura, aunque sea deliberadamente falaz; más aún, debe ser falaz, o presentado como tal, para que entre en la categoría de literatura, al menos en lo que se refiere a la narrativa. El primer sorprendido fue él, y de qué manera, cuando el propio Augusto Negroponte acudió a su casa para hacerle ver que sus conjeturas se habían revelado de una certitud absoluta. Pero se trataba de algo más que de conjeturas, lo que el escritor hizo así, por las buenas, fue recrear la realidad sin conocerla previamente. Bastante prodigio es que, estando inmersos en las circunstancias, disponiendo de buena parte de la información si no de toda, lleguemos a colegir la verdad, pues la experiencia muestra que el destino es muy capaz de tejer innumerables combinaciones, en las que suelen intervenir elementos insospechados, que desvían trayectorias y modifican el resultado de los acontecimientos para gran consternación del razonador. Mas en este caso la ficción parecía haberse desplegado en un plano estrictamente paralelo al de la realidad, con una correlación rigurosa, punto por punto, entre uno y otro, hasta el extremo de sacar de quicio al propio protagonista, quien se vio obligado a dar ese paso en falso que lo perdió. Y esa coincidencia no es ni mucho menos inocua. Fue entonces cuando comencé a comprender las repercusiones que sin duda tuvo este incidente en la obra de Julio Fontenla, lo cual, dicho sea de paso, me colocaba en una posición de ventaja con respecto a otros críticos y no estaba dispuesto a desaprovecharla, con lo que empecé a tejer los primeros lazos, a vislumbrar las primeras correspondencias, a dar, en suma, una factura distinta, una dirección inesperada a mi trabajo. Estaba, por consiguiente, ante un caso de trayectoria encauzada no por una presión libresca, o no solamente por ella, como tenía hasta entonces el convencimiento, sino por una vivencia personal de ésas que transforman una existencia, un trastorno vital, no cultural. Y por el momento era yo el único estudioso de Julio Fontenla en hallarme al corriente. Tomé algunas notas a propósito de todo ello antes de que me trajeran el desayuno ; el cual consumí no obstante leyendo el periódico, satisfecho de antemano y tranquilo por lo que se refiere al resultado de la labor todavía no iniciada, aunque sí concebida en sus líneas generales. Si no fuera porque toda la tirada anterior me ha costado tanto de escribir, la suprimía entera. Más me hubiera valido limitarme a decir esto y esto ocurrió, ya sabemos que poco importa que alguien lo crea, ahora bien, el que lo quiera encontrar verosímil y digno de figurar en una novela pues miel sobre hojuelas y el que no, no tiene más que cerrarla de una vez por todas y empezar otra como en esos juegos de cartas en que uno detiene la partida cuando la sabe perdida con objeto de empezar lo antes posible una nueva que tal vez pueda ganar. Acaso me haya dejado llevar por la moda que está incitando a la novela a arrogarse la tarea y la responsabilidad de la filosofía, interpretando la realidad o justificando sus hipótesis sobre ella con un aparato conceptual, la mayor parte de las veces, de andar por casa y en lugar de novelas, más semejan ensayos. Así, perdemos a la legión de lectores que sólo quieren saber si al final se la tira o no y dejar de lado las sutilezas. ¿O acaso pretendemos privar a toda esa gente de novela? Únicamente cuando cesé en mis cavilaciones, percibí la trifulca tremenda que estaban armando los gorriones en la arboleda del parque, especialmente sobre el pino frontero, descomunal, donde los había a millares, de modo que no pude concentrarme mucho en la lectura del periódico. El día amanecía soleado y frío, como el anterior. No bien hube concluido la colación, apareció Francisco José de Arenosa. Había venido dando un saludable paseo matinal pues su casa, me explicó, no quedaba muy lejos. Le ofrecí sentarse a tomar algo, aunque suponía que, siendo ese día el anfitrión, desearía partir cuanto antes, no fueran a llegar los invitados encontrándose las puertas cerradas. -Muchas gracias, pero acabo de desayunar. A pesar de ello se sentó para no resultar apremiante. -También yo he terminado. Podemos partir cuando guste. Mientras bajábamos la escalera me preguntó: -¿Ha descansado bien? -No muy bien, a decir verdad. Irremediablemente no pude dejar de pensar en la narración oral que nos hizo anoche Julio Fontenla. A fuerza de darle vueltas al asunto, acabé viéndome sumido en un estado que semejaba un poco al delirio. Ni siquiera sé en qué momento el razonamiento cedió el testigo a la pesadilla. -Lo comprendo perfectamente. Atravesamos el parque luminoso, en el que el blanco plumaje de las colipavas, picoteando sobre la arena amarilla, revoloteando por todas partes, acentuaba la claridad. El cielo parecía estar confeccionado con un azul sintético químicamente puro. Aquella eclosión de sol invernal disipó enseguida los retazos de angustia nocturna que todavía volteaban en mi mente, como las últimas pacas de niebla que siguen al banco principal. Al llegar a la avenida que conduce en línea recta hacia el centro de la ciudad, ocurrió un curioso incidente. Nos topamos con un mendigo, es decir, tenía el aspecto de tal, aunque lo que hizo no fue precisamente pedir limosna. Se comportó de un modo extraño, enseguida vi que su estado mental no era satisfactorio. Avanzaba hacia nosotros con la cabeza agachada, como si anduviera contando los pasos. Mas en cuanto alzó los ojos se quedó repentinamente parado, se diría que era él quien había visto una aparición, tenía el aspecto de un espantapájaros, sólo que en su mirada relampagueaba un rencor absoluto, blindado. En esa actitud aguardó a que pasáramos por su lado sin quitarnos el ojo de encima. Observé que Francisco José de Arenosa lo ignoró deliberadamente. No quise volverme, pero durante un buen rato sentí en la espalda como la punta de un cuchillo dispuesta a hundirse en cualquier momento y tras ella la correspondiente lámina hasta la empuñadura. Cuando nos encontramos a una distancia prudencial, pregunté: -¿Quién diablos es ese tío? Francisco José de Arenosa repuso sin mirar atrás: -Ahora lo llaman « el Rilo » y los muchachos le siguen, a veces hasta le tiran piedras. Antaño fue uno de los cerebros mejor dotados de Sajará. Oyendo lo cual sospeché enseguida que su locura no obedecía a causas, digamos, comunes sino al uso particular que hizo de sus excepcionales facultades intelectuales. Mi interlocutor, al ver que no hacía comentarios, prosiguió: - Sin embargo, dada la distancia que actualmente existe entre el que es y el que fue, bien podría aplicársele el argumento aumentativo, el mismo que, según cuenta Plutarco, le fue aplicado al barco de Teseo, conservado con celo por incontables generaciones de atenienses, reemplazando la madera que se iba pudriendo por madera nueva, de modo que, utilizando dicho argumento, unos probaban que se trataba del mismo barco mientras que otros probaban exactamente lo contrario. Entendí que lo mismo podría predicarse de cada uno de nosotros, pues constantemente cambiamos el agua y las células de nuestro cuerpo, incidiendo además en nuestro comportamiento y modo de ser las ideas y experiencias nuevas, así como el producto de nuestro razonamiento que no se detiene jamás. Cambio es el concepto que explica el mecanismo del universo entero. No obstante, comprobé con cierta alarma que cada vez que había reparado en esa noción de cambio continuo, incesante, que yo encauzaba rápidamente sobre los raíles de la experiencia y su beneficiosa carga, la había interpretado de modo positivo, sin recalar en el concepto de degeneración, puesto que el envejecimiento no lo entendía como tal sino como un proceso equiparable a la destilación, por lo menos en cuanto se refiere a la parte espiritual del hombre, que termina vertiendo en la cubeta del alambique la esencia de una vida. El sujeto con el que acababa de cruzarme era la prueba de la existencia de ese cáncer de la mente. No era tan ingenuo como para no haber caído nunca en la cuenta de que la gente, a veces, se vuelve loca, pero un cerebro fuerte y lozano, bien nutrido de ciencia y filosofía, sin sufrir presión alguna del entorno, habiendo experimentado un cambio tan radical en pocos años, planteaba una serie de cuestiones. La primera era si esa aventura de la idea en la que algunos están embarcados no podía conducir también al desastre. Quiero decir por ella misma, por sus características inherentes. Si ello era así, la segunda era cómo orientarse para elegir en las encrucijadas la dirección correcta, qué maniobras permitirían evitar los escollos de ese mar manifiestamente peligroso. La tercera, si hay algo en un individuo dado que le predispone para uno de los dos sentidos. Ya me estoy enredando de nuevo. La parrafada anterior sí la voy a poner entre paréntesis para ver si la puedo suprimir sin daño. -¿Cómo se volvió loco « el Rilo »? ¿Hubo alguna desgracia que descuadernara su vida? -Nada de particular, como no fuera el desengaño. Se dice que quiso ser escritor, pero le faltaban cualidades y no lo consiguió. Él era sobre todo un buen matemático, digamos que poseía un cerebro excepcionalmente dotado para las ciencias en general. De ahí parece provenir ese odio ciego que profesa, según cuentan algunos, a los escritores más o menos consagrados. Esta tarde tendré tiempo de referirle una anécdota que, aunque la he utilizado para la composición de uno de mis relatos, todavía me es grato contarla pues las historias están hechas para eso, para repetirlas muchas veces, si no se mueren, necesitan evolucionar, como nosotros. También esta intervención de Francisco José de Arenosa se va a la porra porque, aunque bien es cierto que la hizo, aproximadamente en ese tenor, más le hubiera valido decir pues no tengo ni la menor idea de cómo se volvió loco el Rilo de marras. Salimos de Sajará en dirección a las montañas del interior, que ya se veían, azuladas, desde las últimas casas. A ambos lados se extendían los huertos de naranjos hasta el puente de hierro que cruzaba el Júcar, verde, desde cuya altura se avistaba la carretera rectilínea que nos disponíamos a enfilar cortando los arrozales anegados, hasta el pie mismo del monte. -Antiguamente me gustaba utilizar esta carretera, a pesar de que los coches de entonces retemblaban sin cesar al rodar sobre unos adoquines que databan de la dictadura de Primo de Rivera, sobre todo porque estaba toda ella plantada de plátanos de sombra, lo cual constituía un universo vegetal poblado por infinidad de pájaros de múltiples especies y cuyo follaje, en primavera, les brindaba el medio ideal para construir sus nidos. Uno tenía la impresión de entrar en un inmenso túnel verde. A pie, o en bicicleta, se percibía una vida intensa en las alturas. -Sí, esas carreteras, desde el punto de vista práctico eran excelentes para los carros, ya los antiguos egipcios las hacían así. Podemos imaginar cómo agradecerían los usuarios de ese medio de transporte una sombra espesa y fresca a lo largo de todo su lento desplazamiento. Pero luego fueron fatales para los coches. -Eso equivale a lo que suele hacerse en las casas donde hay niños pequeños que todavía no andan y con objeto de evitar los golpes se ponen cojines para cubrir todas las aristas duras. Según ello, donde haya un bosque al lado de una carretera hay que talarlo, donde haya un lago o un mar drenarlo, una montaña desplazarla, únicamente porque a un par de atolondrados, después de haberse tomado unas cuantas copas de más, se les haya ocurrido romperse la crisma contra un tronco. Personalmente pienso que el hombre, o aprende a vivir como tal, o más vale que se muera. Traté de imaginar aquel paisaje con toda la carretera plantada de plátanos de sombra copudos y comprendí la irritación de Francisco José de Arenosa. Pero también pensé en el número sin duda elevado de personas que todavía está con vida gracias a la desaparición de las apretadas hileras de troncos, compactos como rocas. Por otra parte, probablemente lo que esté en juego sea la supervivencia del planeta, en cuyo caso, por duro que sea reconocerlo, tal vez se imponga sacrificar unos cuantos soldados, como pueden llegar a hacer los generales en las batallas que deciden el destino de un pueblo. El escritor, como el militar, suele ser con harta frecuencia un individuo duro, paradójico. Los mejores de entre ellos ofrecen a menudo una curiosa mezcla de ternura y de inflexibilidad hacia sus congéneres que nunca deja de ser desconcertante. A veces se la ha denominado misantropía, pero quizás sea el verdadero humanismo. ¿Es esa su función ? En todo caso pienso que su palabra debe ser moral o inmoral, pues la inmoralidad no es otra cosa que la moralidad vista desde la perspectiva opuesta, o desde una perspectiva distinta, y sirve de todos modos para fines morales, pero lo que no puede de ninguna manera es estar vacía, ni siquiera como pretexto de modernidad, después de todo la modernidad no será sino lo caduco de los tiempos futuros. Por cierto que a nuestra modernidad le están saliendo ya las canas y posiblemente haya llegado el momento de ir pensando en otra cosa. Este argumento contra el vacío de todo discurso, ya sea en novela o en ensayo, lo dejo, porque ya estoy más allá de las narices de los textos que, bajo pretexto de dificultad, oscuridad, son opacos y, peor aún, vacíos, aunque si son opacos, tanto da si están vacíos como si no, puesto que no vamos a ser lo bastante como para romperlos para ver si hay algo dentro, por mucho que lo merezcan todos ellos. La labor del ensayista, a mi modo de ver, es explicar la complejidad del mundo, o de su mundo, con la mayor claridad posible, y la del novelista presentarla según idéntico procedimiento, lo cual ya es bastante difícil y, por mucho que se aplique, raras veces dejará de ser, en mayor o menor medida, oscuro, pero jamás opaco. Antes al contrario, hacer sencillo lo que es, por naturaleza, complicado y abrupto, constituye el privilegio del genio en los contados momentos en que eclosionan las más potentes fulguraciones de su lucidez. Por su parte, la penuria intelectual se oculta muy bien con unos cuantos ejercicios, no demasiado laboriosos y desde luego no inaccesibles a cualquiera que los aborde con un mínimo de esfuerzo y buena voluntad, de distorsión del lenguaje. Ello puede que sea bueno, soplando en ese sentido el viento de la moda, para las carreras literarias de los menos dotados, pero constituye un callejón sin salida para la humanidad. En cambio, la alusión a la modernidad la elimino por superflua. -Mudando de razones. Mire usted aquella montaña, enfrente, dígame qué es lo que ve. Enrisqué los ojos. -Nada de especial. Una montaña como otra cualquiera. -¿Nada más? No sabía a qué se refería Francisco José de Arenosa. -No. Únicamente un magnífico estribo azulado –bromeé- que se hinca en tierra labrantía, justo antes de alcanzar el mar, por lo que acaso le quede siempre ese deseo insatisfecho. El estilo altisonante estaba destinado a indicarle a Francisco José de Arenosa que, a pesar de no conseguir ver nada en el lugar señalado, tampoco es que estuviera completamente idiota. El escritor sonrió ante el subterfugio utilizado para salir del apuro. -Se equivoca. Antiguamente el mar lamía sus escarpas y farallones –de nuevo sonrisa, aquí.- Pero es cierto, por mucho que se esforzara, y ello no por falta de perspicacia, nunca conseguiría ver sino una mole de piedra, un risco azulado por la distancia según su afortunada expresión, uno de los últimos ramales del Sistema Ibérico, en fin, como quiera usted llamarlo…. Pero si yo le digo : trate de ver si la forma de esa montaña le recuerda a usted algo. Elevé de nuevo los ojos y, de pronto, cayó el velo. -Estoy viendo la silueta de un caballo, con anteojeras y todo. -Justamente. Aprobó satisfecho. -Lo llaman el « cavall de Bernat », o si lo prefiere el « caballo de Bernardo ». Entre las gentes de Sajará corre la leyenda de que sólo galopa de noche, para llevarse las almas de los que se van y traer las de los que regresan. -¿Se refiere a las almas de los muertos? -Probablemente. El caballo estaba a la vez tan manifiesto y tan escondido como la famosa carta robada de Allan Poe. Pensé que el hombre del siglo XX no hubiera llegado jamás a hacer un descubrimiento semejante, porque hace falta estar desocupado, tener tiempo libre para ello, mientras que éste va demasiado rápido de acá para allá, excesivamente acuciado por la necesidad, como ningún otro lo ha estado en cualquier otra civilización, tiene demasiadas cosas en la cabeza como para echar una mirada atenta a su alrededor, excepto para lo que puede serle útil. El Becerro de Oro de nuestros días se llama Necesidad y exige un sacrificio terrible : el tiempo, todo el tiempo a cambio de la vida. Pero una vida sin tiempo no es nada. Por el contrario, ese otro hombre, Bernat tal vez, de quién sabe qué siglo, cansado de trabajar en el huerto, un día de los días se sentó a la sombra de una higuera, porque eso podía permitírselo de cuando en cuando, alzó los ojos y por entre las amplias hojas de zapa contempló un cielo de malaquita azul, luego los dejó caer sobre la lejana montaña de lapislázuli con la mente vacía, siguió la línea que recortaba ambas tonalidades vecinas y se durmió soñando con poderosos caballos de tiro, abriendo besanas, arrastrando planchas sobre el agua, con corceles y caballos de guerra encabritándose, piafando y sacudiendo sus marciales arreos. Cuando se despertó, ahí estaba, el caballo, en la montaña. -Antiguamente entraba uno en el túnel verde, hecho de ramas, y al salir se creía de repente entre las patas del animal. Bordeamos las grupas y a partir de ahí la carretera comenzó a ascender hacia los montes del interior por entre los naranjales. De vez en cuando atravesábamos alguna que otra urbanización, hasta alcanzar finalmente una quinta de construcción cuadrada y sólida, con muros color terroso y proporciones de monasterio, con una gran parra sobre la puerta principal ; todavía estaba cercada por huertos de naranjos aunque no lejos ya del límite con el matorral. Tres higueras descomunales, que en verano y primavera debían dar una sombra de selva, rodeaban una vasta mesa construida con cemento, flanqueada por bancos de lo mismo, forrado todo con azulejos en los que predominaba el añil, el jalde y el blanco. El ámbito aparecía dotado de una transparencia impoluta y al fondo se destacaba un mediterráneo de carbonato de cobre. Casi detrás de nosotros subía otro coche. -El cocinero. Francisco José de Arenosa fue a abrirle la puerta de la cocina que daba directamente sobre la explanada, así como los postigos de las ventanas. Luego hizo lo propio con los del salón, liberando raudales de luz sobre un mobiliario añejo que nos recibía somnoliento. Terminada la tarea, salimos de nuevo a la cancha donde el resto de los invitados aparcaba los coches o bien aguardaba ya ante la mesa campestre. Excepto Julio Fontenla y su groom, los demás requerían presentación : Rogelio Roig, alcalde de Sajará, Enrique Segura, primer teniente de alcalde, Juan Cabello Pérez, jefe de policía, Álvaro Orozco, detective, Ernesto Cárdenas, concejal, Jorge Arándano, poeta, ya había oído hablar de él, se le suele incluir en el catálogo de los novísimos, Mateo Carpetano, abogado. -No es la política, como sin duda tendrá ocasión de comprobar –resumió el anfitrión,- ni la literatura, lo que da cohesión a este cónclave, o debería decir cenáculo…. , sino una cierta afición a la buena mesa, compartiendo, eso sí, un cuerpo de criterios básicos. -Podrías decir pináculo –intervino Jorge Arándano- porque tienes aquí un elenco de los más refinados gastrónomos de Sajará, todo bocas de cardenal. -Una escuela dentro del País Valenciano –completó don Ernesto Cárdenas.- -Por ejemplo –esta vez fue don Juan Cabello Pérez quien tomó la palabra- aquí somos todos partidarios de la sangre con cebolla. Enrique Segura no dejó pasar la oportunidad : -Se pueden tolerar algunas divergencias o veleidades personales, pero nada de revisionismos. Como muy bien decía Francisco José de Arenosa hay unos parámetros fijos a los que nadie puede dejar de adherir. -Ya estamos con las alusiones políticas –protestó Rogelio Roig.- -No hombre, no. Quería decir –añadió malévolamente- que en lo esencial comulgamos todos. -Comulgar, comulgarás tú, que eres de derechas y de misa diaria. Don Ernesto Cárdenas y yo preferimos el verbo compartir, suena más de izquierdas. -Será en el terreno de las ideas, porque otra cosa no he visto yo jamás compartir a don Ernesto Cárdenas. -Ya estamos con las alusiones personales –replicó el interpelado.- Esto no es un pleno. -Aunque no sea un pleno, no veo por qué deberíamos renunciar a los placeres de la política…. -Bueno, basta de palabrería –intercedió Julio Fontenla.- Venga esa sangre con cebolla. -Oír es obedecer –repuso el anfitrión con reverencia incluida.- A poco regresó ayudado del cocinero, aportando esos platos tan cargados para mí de incertidumbre. -No obstante –me dijo,- usted no está obligado a adherir en todo. Debo confesar que esa frase tuvo la propiedad de liberarme el espíritu, por lo menos de aflojar un tanto las ligaduras que lo ceñían fuerte desde que oí aquello de la sangre con cebolla. -Empezaré por probar un poco –concedí valientemente,- como siempre hago con los manjares desconocidos. No soy amigo de los apriorismos en materia culinaria. Acto seguido puse por obra mis palabras y no quedé en absoluto decepcionado. -Señores –declaré en tono solemne,- he aquí a un nuevo catecúmeno de la sangre con cebolla. Aplausos entusiastas de todos. Mateo Carpetano, abogado del diablo, levantó la mano derecha para pedir calma, cual si estuviera en el foro. -Moderación, caballeros. Todavía falta la prueba final del all i pebre. Instintivamente todos se volvieron a contemplar el fuego que crepitaba sobre las piedras del lar y cuyas llamas se magnificaban agolpándose unas sobre otras, danzando con una cadencia moderada aunque inflexible, devorando la leña seca que el cocinero les ofrecía como pasto. Sobre ellas cayeron las trébedes y encima de éstas el caldero. -Comienza la ceremonia sagrada de la regeneración del universo –salmodió Julio Fontenla,- la carne servirá de alimento a la carne mediante la intercesión del fuego. Plazca a los dioses inspirar la correcta culminación de la obra. -Amén –respondieron todos a una.- El cocinero sonreía condescendiente: -Si quieren les dejo solos con los dioses. Lo mismo pueden inspirarles a ustedes que a mí. -Los dioses –le instruyó Fontenla- suelen optar por la mediación de los hombres para intervenir en los asuntos del mundo. Con ese objeto eligen siempre a los más apropiados. Entretanto, admití en mi fuero interno que los lomos oscuros de las anguilas, troceados y expuestos sobre un lebrillo, me impresionaban bastante menos que la sangre con cebolla, mas me abstuve de mencionarlo para no quitarle mérito a la próxima prueba a la que iba a ser sometido, la cual estaba ya prácticamente seguro de poder pasar con suficiencia. El sol, unido a las libaciones, acabó por poner la temperatura ideal a pesar de la estación en que nos encontrábamos. Dejé que mi mirada, un tanto alumbrada ya, se paseara por la austera al tiempo que soberbia fachada de ese caserón señorial. Francisco José de Arenosa poseía visiblemente esa cualidad adyacente que, sin ser absolutamente necesaria ni mucho menos suficiente, tanto ayuda al escritor, quien debe pasar muchas horas encerrado en su despacho o paseando sin rumbo por las calles, o en las bibliotecas y archivos, una hacienda. También Julio Fontenla la posee en la actualidad, aunque cuando vivía en Francia tuvo que subvenir a la ofrenda cotidiana debida a ese dios exigente llamado Necesidad, ignaro en las disciplinas artísticas. Marcos Montseny, por su parte, se libera de tal tiranía gracias a su frugalidad. El crepitar del fuego reclamó de nuevo mi atención. Sobre los trébedes, una caldera grande cual debía ser la de Pedro Botero sufría el asalto de unas llamas espesas. Salvador, el cocinero, removía de vez en cuando su contenido con una cuchara de palo, lo probaba de sal, saboreaba una copa de oporto, la dejaba sobre el rastel de la barbacoa donde era alcanzada por el fulgor de la lumbre cuyos rayos dorados se disolvían en el líquido rojo tornasolado, más oscuro e intenso en el centro, algo más claro y luminoso cerca de los bordes de cristal, como pepitas de oro, luego cogía su tenedor y venía a pinchar en el plato de la sangre con cebolla, para volver enseguida a trasegar sus aguas de Egipto convertidas en sangre y con las mismas remover otra vez el condumio, gustarlo de sal, chascar la lengua, asentir para sí, satisfecho. -Canela en rama –concluyó don Juan Cabello Pérez, que a pesar de su primer apellido estaba calvo como una rodilla, volviendo al tema de la sangre con cebolla.- -Ambrosía y néctar rojo –corrigió don Ernesto.- Luego añadió, dirigiéndose hacia mí, que debía disculparles semejante exceso de entusiasmo ante una simple comida, porque para ellos se trataba de una ceremonia que rebasaba la mera necesidad de sustento para incidir en la pura magia simpática. Sonreía, por supuesto, mientras hablaba. Tras ello sostuvo, además, la peregrina teoría de que, si se quiere gozar de los placeres que ofrece la gastronomía más allá de las posibilidades alcanzadas por la propia sensualidad, conviene procurarse la compañía de alguien que sea capaz de disfrutar de modo semejante ante la mesa. Según pude colegir en ese instante, muchos serían los llamados al banquete y pocos los escogidos. Don Evaristo prosiguió: -Los placeres de la mesa son equiparables en ese sentido a los de la cama, en cuanto que las almas y los cuerpos de los comensales, al igual que las de los amantes, se convierten en espejos que reflejan el placer del otro y lo devuelven aumentado a su remitente, quien a su vez lo reflejará de nuevo y así sucesivamente, produciéndose el conocido efecto de los espejos paralelos. -Lo que los franceses llaman mise en abîme –intervino Jorge Arándano.- -Exacto. Delirio que sólo puede concluir con el orgasmo de los unos o con el último habano digestivo de los otros. -Todo lo demás no es sino vanidad, « vanidad de vanidades » -insistió don Juan Cabello con la perentoriedad de aquél que no necesita ser convencido.- El hombre debe disfrutar de las buenas cosas que, a este propósito, es decir para su regalo y sustento, le han puesto sobre la tierra, lo contrario sería pecar contra la misericordia de Dios: « El que agradece los beneficios se prepara otros nuevos. » -Don Juan es modesto y ello le impide mencionar la fuente en que bebió el precioso aforismo : Eclesiástico, capítulo tercero, versículo treinta y cuatro. -Hay que ver –se divirtió Enrique Segura,- una cita del Eclesiástico. Si yo siempre lo he dicho, don Juan no tiene un cabello de tonto. Pero don Evaristo prosiguió, haciendo caso omiso del chiste: -Y hablando de la Iglesia les contaré cómo me gané el reconocimiento y la simpatía de don Ramón Sotil, cura de San Pedro. -Con la iglesia hemos topado –interrumpió Mateo Carpetano.- Mal acabará la cosa…. -Eso, dejemos a la Iglesia en paz –terció Enrique Segura, fingiendo seriedad- que de los fieles saco yo mis votos. -Aquí se arma la de Dios es Cristo –susurró en mi oído, regocijado, Julio Fontenla.- -Coincidimos en un banquete patrocinado por el Ayuntamiento –continuó a pesar de todo don Ernesto Cárdenas, imperturbable- y don Ramón, dando rienda suelta a ese amariconado buen humor post-conciliar… -Sin faltar. -…. que permite e incluso propicia la condescendencia con los rojos, tan alarifes como siempre del pecado y la concupiscencia, además del comunismo atroz, eso no ha cambiado para nada, me confesó, en una suerte de coqueteo casquivano, aparentemente fruto de la improvisación, que para un goloso como él constituía una « gozada » contemplar la fruición con que yo mismo consumía aquellos manjares y que gustosamente me invitaría a cenar, es decir, si no tenía inconveniente, sólo para concederse el placer de verme comer y también para que yo viera como come un cura español que se precie. ¿Cómo ? le dije, ¿invitaría usted a un librepensador a cenar en la casa parroquial ? Al diablo invitaría, repuso, si fuera un comensal tan agradecido como lo es usted. Acepté enternecido y dado que en aquel preciso instante me hallaba en el trance de descorchar un viejo burdeos, le recité de memoria, para que viera que por lo menos tenemos en nosotros la semilla de la buena palabra, sirviéndole al mismo tiempo una buena rasadura: « No hay para el hombre cosa mejor que comer y beber y gozar de su trabajo, y vi que esto era don de Dios. » Seguidamente me serví a mí mismo según idéntica proporción, pronunciando con voz engolada, que debió sonar majestuosa ante el silencio pasmado de los circundantes, la referencia: Eclesiastés, capítulo segundo, versículo veinticuatro. -Desde entonces –confesó don Juan Cabello Pérez- comencé a empollarme la Biblia, para ver si me invitaba a mí también. Sólo rió él. -El ágape tuvo lugar, en efecto, a la semana siguiente con toda hermandad, si bien rodeados de velas, catafalcos, crucifijos, así como estampitas y cuadros representando a todo el santoral, menos mal que se abstuvo de bendiciones y zarandajas o de cualquier otra manifestación de clerecía, pero claro, yo era consciente de que no iba a cambiar la decoración de la casa tan sólo por una cena. Desde entonces nos profesamos un bien cimentado respeto, similar al que une a veces a dos viejos generales, antaño enemigos, pero que supieron estar en su día a la misma altura en lo tocante a táctica, valor, astucia y dotes de mando, en una guerra que fue de caballeros. -Después de todo –aventuré- los curas son especialistas en convertir el pan y el vino en un misterio. Es seguro que la cena valdría la pena. -Así es, en efecto, valió la pena. La gastronomía no es sino una especialización dentro de la alquimia y la Iglesia es una muy antigua institución. El fuego permite la fusión de principios activos de los más variados elementos, según un álgebra que resulta más complicada cuanto más refinada y añeja es una cultura. Siempre la misma historia, la misma aventura a través de todas las civilizaciones, la evolución desde el caos primigenio hasta el cosmos por medio de los secretos y proporciones de la armonía, para acabar transformando el universo pero también el alma de quien la conoce y utiliza. Con ello resulta que al final el pan ya no es pan y el vino ya no es vino, como el plomo se transmuta en oro y el hombre en dios, o en parte de él. Don Juan Cabello soltó una gran bocanada de humo blanquísimo y se quedó pensando con la entera extensión de su cráneo sin ensenadas, todo mar o todo playa. -Hay que ver –dijo al cabo- lo que ha cambiado este país, un concejal de izquierdas que cita la Biblia mejor que un cura ; un cura que cuenta chistes anticlericales y se junta con malas compañías…. -No somos nada –abundó Mateo Carpetano.- -Y un Jefe de Policía –intervino Enrique Segura - que acabará haciendo multimillonario a Fidel Castro de tanto fumar los puros que él fabrica…. con lo cual se irá a vivir a Miami con Julio Iglesias y nos quedaremos sin líder máximo. -Mucho ojo. Que no es él quien los fabrica –replicó Rogelio Roig.- -Yo digo como el reverendo don Ramón Sotil: al diablo haría yo multimillonario si fabricara habanos. Al diablo o a su viuda, pero si algún día bloquean de verdad la isla para todo, a mí me amargan la vida. ¿Te imaginas al Jefe de Policía colgado todo el día de un celtas largo como « Pepet el de los entierros »? -El séptimo sello de Sajará –exclamó Mateo Carpetano, dirigiéndose hacia mí- « Pepet el de los entierros », manda cojones, ni lee, ni escribe, ni habla siquiera, gruñe ; la única frase digna de ese nombre que se le conoce es « un cigarro ». Pero el tío se entera del día y de la hora, así como de la casa desde la que partirá el cortejo fúnebre. No es que vaya a la iglesia, no, va a la casa del difunto y desde allí lo acompaña hasta la misma sepultura, como un auténtico acólito de la muerte, fumando sin parar, con unas caladas que deben llegarle hasta los talones y entonando una extraña letanía hecha toda de gruñidos. ¿Quién sabe si no serán esas oraciones y no las del cura las que están llevando a media Sajará al paraíso, o cuanto menos al purgatorio en el caso de que se presente la cosa muy mal? Si alguna vez no aparece es porque hay otro entierro a la misma hora, de lo que inferimos que el don de la ubicuidad aparentemente no lo tiene. Pero, ¿de dónde saca la información, si no es capaz de entender una esquela? -Se dice que algunos animales tienen la facultad de presentir la muerte –habló por primera vez Álvaro Orozco. -Podría ser… Pero él, aunque calce pocos puntos, es una persona. -Si persona o demonio –confesó el Jefe de Policía- yo, cuando le doy un cigarro, que es siempre que me lo pide, procuro no rozarlo y por nada del mundo dejaría de dárselo. Para mí que Sajará es un pueblo peculiar, como tal vez no lo haya en todo el orbe, un pueblo, o ciudad, en que la muerte ha puesto un ujier…. ¿Y dónde vive el interfecto? Yo, que soy el Jefe de Policía, lo ignoro. -Por lo menos –se consoló Julio Fontenla- tenemos la seguridad de que alguien asistirá a nuestro propio entierro. -A no ser que haya otro a la misma hora. -Sí, claro. -No, si la cosa tiene su tomate –aseguró don Ernesto, que no estaba dispuesto a renunciar a sus inclinaciones culinarias ni siquiera hablando de la muerte.- Sajará, sobre todo en verano, se parece mucho a Comala. Los que vais a veranear a la playa os perdéis eso. -Pero, ¿a dónde vamos a parar –tronó Enrique Segura- si un concejal de izquierdas ya no es capaz de poner un poco de objetividad en nuestros asuntos cotidianos? Don Ernesto Cárdenas se encogió de hombros. Además del detective Álvaro Orozco que por cierto, según me explicó Francisco José de Arenosa en el camino de vuelta, había venido a Sajará con objeto de investigar un truculento caso de asesinato múltiple sin que hasta la fecha hubiera conseguido resolverlo, de modo que, de grado o de fuerza, había tenido que quedarse en la ciudad, por eso se dice que anda algo amargado, otro personaje que resultó bastante taciturno fue el groom de Julio Fontenla, bueno éste era una tumba, sólo hablaba cuando no tenía más remedio. Supuse que vendría de algún pueblo del interior del País Valenciano, o de Cataluña, pues su acento era ligeramente distinto al de los demás. En ese preciso instante llegó el plato más esperado. La plata acerada de las anguilas reposaba en resignados pedazos flotando sobre un caldo color ocre, flanqueada por las humildes patatas. Don Ernesto lo recibió con las manos alzadas a la altura del rostro mostrando las palmas morenas con surcos profundos, y a guisa de invocación goliardesca exclamó: -La quintaesencia de Sajará. La carne y la sangre de los sajaranos están hechas de esta materia y de la paella con pato. Así ha penetrado la naturaleza del entorno en su cuerpo y en su alma : la albufera, los arrozales, la tierra de huerta, el mar y el río, el fuego de olivo y de naranjo y el aire que junta el aroma del tomillo montaraz con el perfume de las arenas de África, transubstanciados en cuerpo de hombre. Mire usted –se dirigió a mí- el espíritu del lugar existe y se alimenta de nuestras palabras, pensamientos y emociones, los antiguos egipcios así lo creían ya y tal es el origen de su compleja mitología. Existe y penetra en nosotros a través de nuestros sentidos, especialmente a través del condumio. Después nos conforma por dentro, nos va educando, nos enseña a querer la tierra, a cuidarla, a defenderla, en medio de la bruma de nuestra mente nos susurra que estamos hechos de ella, que somos ella y volveremos a ella, que todo es uno. Si quiere comprender bien a un sajarano, hágase antes sajarano usted mismo con este all i pebre, ya que sólo lo semejante puede comprender a lo semejante. Recuerde esto bien: « sólo lo semejante puede contemplar a lo semejante. » -Señor Evaristo Cárdenas, lo vamos a hacer a usted antipapa de Sajará –clamó Mateo Carpetano.- -Pero antes tendrá que dimitir de su cargo en el Ayuntamiento –lo atajó Enrique Segura- pues la acumulación de los mismos está prohibida por la ley. -A mí no me saca nadie del Ayuntamiento, como no sea a golpes de Estado. La conversación prosiguió en este tenor hasta que con el postre y los licores se alcanzó la media tarde. Rápidamente el sol se deslizó hasta el segmento final de su carrera, con lo que el frío comenzó a dejarse sentir de mala manera. Había llegado el momento de batirse en retirada, más vale prevenir que curar catarros. Los invitados se fueron levantando y despidiéndose entre ellos así como del anfitrión. Cuando el último coche desapareció tras la curva del fondo, dejando una tolvanera blanca ascendiendo ante el cielo añil, Francisco José de Arenosa se llevó la mano a la frente: -Olvidé contar delante de todos la historia que le prometí. No importa, ellos la conocen de sobra, aunque siempre es interesante escuchar sus comentarios. Venga conmigo, le daré un ejemplar de la colección de relatos en que va incluida. Subimos al despacho, abrió un armario repleto de ejemplares de sus obras para ofrecer. Tuvo que rebuscar un poco en él, apartando los títulos más recientes. -Estoy seguro de que me queda alguno…. Sí aquí está. Y me tendió el libro. Apenas llegué a mi habitación eché mano de él. No sé si es un procedimiento legítimo, en todo caso lo hago con el consentimiento del autor, pero a continuación procedo a consignar el relato que leí aquella noche. Ahora sí toca una pausa café. La ciudad aparece tranquila, ha posicionado sus piezas y se ha iniciado un combate sordo, esencial aparentemente para que ese ser complejo, quizá en exceso sofisticado, que es el hombre pueda llevar una existencia normal. Los autobuses pasan de largo, no hay nadie en las paradas. El marqués no renuncia a su periódico; la fortuna se pierde, pero no las maneras, ni la elegancia en los gestos insignificantes. Pues bien puede decirse de esta novela, considerando, una vez completada, la estructura que ella misma se ha impuesto, yo me he limitado a referir lo que he visto, oído e incluso, como se va a ver, leído, que el discurso incide en la historia; un texto, el de Julio Fontenla, genera argumento, el cual a su vez genera el discurso que me hallo leyendo y modificando. Cabe igualmente preguntarse, atendiendo a esa misma lógica, qué inferencia tendrá este último en la realidad que todavía no se ha conformado. También merece la pena observar que el texto es el guardagujas que lanza el tren en las diferentes vías temporales. Para empezar, el narrador de la novela, es decir, yo mismo, o un alter ego muy próximo, se lanza a contar los acontecimientos que presenció en pretérito. Desde ahí, otro personaje, con objeto de recuperar otro texto, se ve obligado a bucear más profundamente en el pasado. Ese mismo texto todavía nos hará descender un peldaño más, hasta ese misterioso lugar en que historia, la de dentro y la de fuera del texto, las cuales en esta ocasión constituyen una sola, y discurso van a iniciar una ascensión paralela y simultánea, que tal vez no se detenga en el momento presente sino que continúe su indefinida carrera hacia el futuro. Es más, este capítulo nos ha hecho topar con otro relato que, en el siguiente, nos forzará a trazar otra línea, describiendo un ángulo distinto en el plano del pasado y, sobre todo, en el interior de otra conciencia. No hay sino dejarse llevar por ello. Sólo se para el esquife cuando se alcanza la orilla opuesta del Leteo. CAPITULO III AURORA. Ya se ha instalado el marqués con su batín, su café en una tacita que se adivina de porcelana fina y su periódico junto a la ventana. Algo debe haberle quedado de la antigua fortuna familiar que le permite seguir viviendo como un marqués, aunque sea en un apartamento de setenta metros cuadrados. El ABC le informa a propósito de cuanto ocurre en la ciudad y en el mundo, si bien presumo que al marqués poco le importa la marcha de la gran bola giratoria, ¿qué le va a importar, si dentro de pocos años ya está en la Almudena? El marqués lee sin duda el ABC para alimentar su pensamiento de conservadurismo, sustento imprescindible para que no se desmorone la estructura intelectual que lo mantiene en pie. En el fondo es una existencia admirable la suya. Saber que uno es algo concreto, tener la certeza de que se es marqués, conservador, con los pequeños gestos esenciales de la rutina diaria asegurados hasta el fin de los tiempos, de que dentro de pocos años uno estará reposando junto a sus antepasados al sol y a la paz de cierto rincón elegante, con relación a un patrón de gusto rancio en materia de arquitectura funeraria, del inmenso y silencioso cementerio de la Almudena, no es baladí. Bueno, el siguiente relato, aunque va incluido en mi novela, no tengo derecho a modificarlo, ni siquiera a comentarlo, pues, como queda dicho, no me pertenece, así que paso a copiarlo tal cual es, respetando los puntos y las comas. El lector medio pensará sin duda que utilizo procedimiento tan poco ortodoxo por pereza, para no gastar más tiempo completando el carácter de uno de mis personajes puesto que ya lo ha hecho otro escritor, pero no estará en lo cierto, ya que se trata tan sólo de un guiño útil que le hago a de Arenosa con su propio consentimiento y debe leerlo como un paréntesis en la obra o como una nota a pie de página. Marcos Montseny empezó a componer muy joven su monumental historia de Sajará. Un trabajo documentado y serio en cuanto a sus fuentes, aunque salpicado aquí y allá por anécdotas salidas impúdicamente de su propio magín, bien que no carentes por otra parte de cierta verosimilitud ; orientado todo él, o las más de las veces, hacia conclusiones que pasaban por extravagantes en aquella época. La verdad es que, durante mucho tiempo, ni siquiera él mismo pensó en su publicación.¿A quién puede interesarle –decía- la historia de una ciudad que parece estar sumida de continuo en su laboriosa digestión cara al sol ? No era fácil dejar de darle la razón porque entonces Sajará, o cualquier otra ciudad, en eso había pocas diferencias, no sólo no se interesaba por su historia, sino que no parecía hacerlo por nada, ni de este mundo, ni del otro. Así vivimos durante largos años. Recuerdo que trabajábamos o estudiábamos haciendo caso omiso del sol o de la lluvia que tamborileaba en los cristales. Los domingos nos poníamos de punta en blanco y salíamos a darle vueltas al parque de la estación, como el asno a su noria, interesándonos sobre todo por las chicas, o tal vez por una de ellas en particular, aprovechando para vernos las caras con el rabillo del ojo, dejándonos morder enseguida por la culpa, igual que si hubiéramos pecado. Por la tarde nos íbamos al cine, procurando rezagarnos con cualquier excusa en cualquier parte, para eludir el NODO ; comprábamos en el bar las empanadillas y la limonada y avanzábamos a tientas hacia nuestra cita hebdomadaria con los « western » filmados en Almería, o las películas de romanos en cuyo cielo prístino aparecía, con nitidez palmaria, la raya caliza de los aviones a reacción. Así es como empezó nuestra juventud, y claro, no podía acabar bien. Yo lo conocí por aquellas calendas, o algo más tarde; quiero decir cuando ya no íbamos al cine en pandilla, pero antes de que el contexto cambiara sustancialmente. Y debo confesar que me pareció un tipo extraño, no extravagante sino raro, emboscado en sí mismo y bastante torpe en sus gestos. Eso que no sabía nada aún de su historia ni del empeño titánico en el que, a fin de cuentas, no creía. Vivía solo, frugalmente, en un pequeño apartamento cedido por sus padres, donde había residido la familia durante casi toda su infancia. Alguna vez fuimos a buscarle. Si era por la tarde, lo encontrábamos siempre en una habitación algo exigua aunque sin llegar a producir agobio, las paredes forradas de libros hasta el techo, los cuales reposaban sin embargo sobre anaqueles sobrios, hechos de madera de pino al igual que la mesa sobre la cual yacían, encabalgándose, multitud de volúmenes abiertos. Se trataba de una pieza bien orientada, con muy buena luz y, dado que Sajará goza de un excelente clima, a menudo reverberante de sol, donde era grato demorarse. Especialmente durante las horas vespertinas de invierno en que aquella claridad caliente nos envolvía por completo. Sentados allí, mirando la campiña con las montañas de Corbera al fondo, daban ganas de alargar la mano para probar, en medio de esa paz eleusina, los frutos maduros de la ciencia del bien y del mal. Pero sus propias cuartillas las escamoteaba con un arte de prestidigitador. Lo conocí por medio de un amigo común, Paco Villacampa. Un viernes por la tarde, cansado de darle vueltas a las diversas influencias de la yod derivativa, decidí salir de casa algo más temprano que de costumbre. Me encaminé hacia el local donde solíamos darnos cita los amigotes antes de enristrarnos en cualquier otra dirección, aún a sabiendas de que a tales horas no iba a encontrarme con ninguno de ellos; por lo tanto, a medida que avanzaba por las calles desiertas, notaba como emergía poco a poco un cierto disgusto, ya que no me halagaba la imagen que muy pronto iba a ofrecer, sentado solo en la barra frente a un martini seco con cubitos y un platito de almendras saladas. Proverbialmente, al llegar a la entrada, me encontré con el tal Paco Villacampa, que venía con Marcos Montseny, de quien ya había oído hablar. Saludé a mi antiguo camarada de colegio y éste me presentó enseguida a su acompañante. Entramos juntos. El « pub » estaba poco concurrido a esa hora prematura de la tarde, una iluminación discreta mostraba sin demasiada insistencia las mesas colocadas a lo largo de las paredes, había poco humo aún y una música no demasiado estridente terminaba de amueblar el local. Con una rápida ojeada, Paco comprobó que todos sus clientes estaban ya allí, aguardándole. Parsimoniosamente se dirigió a la barra, pidió tres cervezas y algo de picar. Miró de reojo a Marcos, quien se hizo el desentendido. Marcos no era de los moralistas, de los encaramados a la escalerilla de mano de la virtud, pero se le notaba que asistía al entreacto menos atractivo para él por lo poco aleccionador. Cuando llegó el pedido fuimos a sentarnos ante una mesa. Todavía no habíamos acabado de instalarnos, cuando se acercó el primero de los parroquianos, para mí otro viejo conocido, Eugenio Montés, ultrarradical de izquierdas y, sin duda alguna, el alumno más díscolo que jamás haya pasado por el viejo instituto. Ahora llevaba una perilla a lo Vladimir Illich y una perenne e irónica sonrisa a lo « carpe diem ». Paco le anunció enseguida que tenía algo especial para él. Lo de siempre, más algo especial. La sonrisa se transformó en risita convulsiva y acabó diciendo: -¿Lo has conseguido, eh? Bien. Bien…….¿Dónde la tienes? -En el maletero. -¿Funciona ?¿La has probado? -Pues claro que funciona. Ahora mismo vamos y te enseño a manejarla. -¿A mí? A buenas horas…. No, mañana la probamos. -Como quieras. Te he traído esto. Es lo tuyo. Ahora voy a por los otros. -Bien, bien. Ve…. Paco se levantó y se fue directo al rincón del fondo donde le aguardaba una pareja, los dos muy jóvenes, cogidos de la mano. El local ya no estaba tan vacío, la mayoría de las mesas aparecían ahora ocupadas y un ligero murmullo comenzaba a disputarle el protagonismo a la música. Eugenio se puso a contemplar, divertido, a Marcos. -He leído tu último artículo en el boletín –le anunció. El aludido no pareció inmutarse. -¿Sí? -Sí. -¿Y bien? -Una bazofia. -No hay duda de que eres muy amable. Realmente no hacía falta tanta delicadeza. Eugenio aceptó este punto de vista como si de verdad se tratara de un cumplido. -Eso sí, muy bien escrito en la lengua de la ocupación. -Cualquier lengua es buena, si se tiene algo que decir –contemporizó Marcos, mientras veía a Paco guardarse unos billetes en el bolsillo de la cazadora. Eugenio disimuló mal la contrariedad que le supuso el fracaso de su provocación. -¿Decir ?-añadió irritado-. ¿Acaso has dicho tú algo, alguna vez? A ti lo que te importa es que te lean, pero por lo que se refiere a la realidad……. -La realidad me importa un comino a estas alturas. -¡Bien! ¡Muy bien! ¡Así quería yo verte! De modo que la realidad…. -Me importa una nuez foradada, ¡sí señor! -Así quería yo verte….., ¡muy bien! Flamenco...... -Pues sí, ya ves. La realidad es para los que les gusta ver el partido de los domingos. Los demás, si quieren realidad, tienen que apechugar y fabricársela. Como tú. -¿Yo? ¿Estaré yo loco acaso? -Como un cencerro. Llegado a este punto, en que le pagaban con la misma moneda, la irritación de Eugenio fue mayor pero duró poco, pasó como un destello fugaz, apenas perceptible, por sus ojos, resolviéndose casi de inmediato en una sonrisa que parecía deportiva sin serlo, obedecía sólo a que había sentido el repentino y tentador acicate de la inspiración. Dio un largo trago de cerveza, sin apercibirse siquiera que ese vaso no era el suyo, sino el de Paco, quien seguía revoloteando más allá, entre las mesas, ajeno al expolio. -¿Por qué? ¿Porque estoy en el PSAN y creo que la revolución la harán los auténticos revolucionarios y no las hermanitas del Sagrado Corazón de Jesús? -En efecto. Por eso mismo y porque además lo sabes, y te inquieta, te saca de quicio cada vez que lo piensas….De ahí la opípara merienda de chocolate y coca que acabas de procurarte. La realidad tú te la meriendas, lo mismo que yo, salvo que a mí me cuesta mucho más barato. Unas cuantas cuartillas, un bolígrafo de vez en cuando….. -Si así fuera, al menos yo no mentiría a nadie. -Excepto a ti mismo. Tampoco yo miento en mis artículos, me limito a decir lo que en modo alguno puede ser, no lo que cabe esperar, que es nada. Además, se acabaron los artículos. -Lo que suponía –risitas, y nuevo trago de cerveza-. Completamente pervertido, acabado. Estás con un pie aquí y el otro allá. Artista, en fin; y los artistas lo único que sabéis es adoptar una pose antes de morir. Con esta última frase era evidente que sólo conseguía salvar los muebles, pero él parecía muy satisfecho de sí mismo. O lo fingía…. Afortunadamente, aún no había terminado de hablar cuando se vio rodeado por cuatro señoritas, todas risueñas como él pero guapas y vestidas a la moda, al tiempo que Paco regresaba a la mesa. -Las he invitado a tomar unas copas en Cullera. También nos fumaremos algunos canutillos…-dijo Eugenio Montés, mirando alternativamente a las recién llegadas y a Paco.- -No sabía que tuvieras coche –repuso Paco, algo picado por lo de la cerveza, mirando alternativamente a Eugenio Montés y a las recién llegadas.- -Pues claro que tengo coche: el tuyo. Paco sonrió largamente mientras se encendía un cigarrillo. También yo contemplaba la escena regocijado, aunque no se me pasaron por alto las deprimentes ideas de Marcos Montseny, a pesar de que las hubo expresado con cierta distanciada y orgullosa frialdad. -No cabremos todos en mi coche –dijo al fin Paco, tras exhalar una espesa bocanada de humo, y añadió dirigiéndose a Marcos.-Tendremos que pasar a por el tuyo. -Bien. Vamos. Una niebla húmeda y fría empañaba las luces y los cristales. Paco condujo en silencio hasta la calle en que vivía Marcos. Así es, reconocí, también yo prefiero la niebla por lo que tiene de excitante de la facultad intelectual sin reservas, de la curiosidad libre pero sin trampas, sin falsas salidas, como intuía que lo hacía Marcos Montseny: doble salto mortal, sin red. En la playa de Cullera, Eugenio nos dirigió hacia un local que se llamaba « El salado río », cuyo dueño aseguraba conocer muy bien. Había poca iluminación, sólo unas tenues luces amarillentas tras la barra. Nada más entrar, nuestro guía de los infiernos se fue directamente a saludar al propietario y, en efecto, éste le correspondió con evidentes muestras de agrado. Después de un prolongado intercambio de risitas y palmadas en el hombro, pidió, rumboso, dos botellas de champagne. -De buena marca –añadió-, puesto que de todos modos paga la casa. Sorprendentemente el patrón accedió. Si bien es verdad que sin mucho entusiasmo, tampoco interpuso demasiados remilgos. Juntamos, pues, dos de aquellas macizas mesas bajas y nos acomodamos. Eugenio mismo hizo el servicio. Trajo las copas, luego las dos botellas. Las abrió, enviando sendos cañonazos a las tinieblas inciertas del fondo, aparentemente sin evaluar la posibilidad de que estuvieran habitadas, e « invitó » al dueño a sentarse con nosotros. Es preciso reconocer que el champagne era de buena calidad. Ello nos puso a todos de un excelente humor. Aquellas chicas constituyeron para mí un descubrimiento semejante al que debió maravillar al hombre de Neanderthal la primera vez que se encontró con el « homo sapiens ». Tendrían fácilmente entre seis y ocho años menos que nosotros y no eran las mojigatas a las que estábamos acostumbrados. Lo estábamos, por cierto, sin darnos cuenta, porque nosotros lo éramos tanto o más que ellas. Estas eran poco más que unas adolescentes y se desenvolvían admirablemente entre hombres, con una naturalidad que liberaba de un nerviosismo que parecía ancestral. Sin embargo, cuando recordé por qué estaban allí, intuí que este intento, como todos los primeros intentos, corría el riesgo de abortarse. Debimos invertir en ese lugar un tiempo considerable, que transcurrió de un modo engañoso a causa de la extraña euforia que nos embargó y que no parecía razonable atribuir exclusivamente a la sola presencia del champagne en nuestras arterias. No obstante, Eugenio decidió que el momento de ir a merodear por la playa había llegado. Nos levantábamos ya cuando se acercó el patrón con el rostro compungido. Se quejó ante Eugenio de que éste había cogido, por equivocación, por un lamentable malentendido entre ellos, dos botellas de champagne francés de colección, que valían un Potosí. Eugenio supo consolarle de su destino trágico, pero en ningún momento propuso indemnizarle, ni siquiera de un modo simbólico, por su cuantiosa pérdida. Salimos al fin, y casi sin esperar a doblar la esquina, estallamos en una risa cruel, cuyo sochantre fue, cómo no, el propio Eugenio, quien se desternillaba de risa hasta querer partirse en dos. A punto estuvo de asfixiarse, el animal. Eso en lugar de compadecerse, como debía, por la aciaga suerte de su supuesto « amigo ». Llegados al paseo marítimo, nos sentamos en el pretil. Nuestro hierofante sacó el papel de fumar y se aplicó metódicamente a la tarea de liar el primer porro. Paco lo secundó de inmediato. A las chicas entonces les faltó poco para sentarse en sus rodillas. Excepto una de ellas, que parecía albergar una cierta curiosidad por Marcos. Se llamaba Elena. Pronto empezó a circular el primero de los canutos. Cuando le llegó el turno a Marcos, rechazó cortésmente. Reconfortado por esta actitud, yo hice otro tanto. Al cabo de tres o cuatro rondas, de las que Marcos y yo mismo nos abstuvimos empecinadamente, volvieron las risas, esta vez sin ton ni son. Miré de reojo a Marcos y vi que se aburría. Afortunadamente para él Elena lo advirtió y le dio conversación. Yo apuré mi tedio hasta mascar los posos. La noche raras veces decide exaudir el óbolo amargo que le consagramos. Aquella lo hizo sólo al final, permitiendo que se dejara descubrir la perla rara que nos seduce con sus brillos y compensa nuestro afán, concediendo un don que llegó, inesperadamente, bajo la forma de un relato. Una de esas historias que, empleando una fórmula consignada en algún pasaje de « Las mil y una noches », merecen ser escritas en el blanco del ojo. Serían más de las doce cuando nos dividimos en dos grupos, los que querían irse a dormir y los que aceptaron seguir a Paco en la búsqueda de un antro perdido en la otra orilla del río. Yo, sin saber muy bien por qué, me incluí entre los últimos, quizás porque temí que al volver a casa me asaltaran los remordimientos y me viera obligado a sacrificarle aún unas cuantas horas al enjuto tomo de Menéndez Pidal. Marcos, Elena y Clara regresaron a Sajará. En efecto, durante los dos o tres meses que siguieron, Marcos y Elena sostuvieron, digamos, algún tipo de relación. Sin embargo, cuando aquello pasó, como quiera que Eugenio insistiera en arrancarle algún comentario al respecto, lo único que le hizo decir es que « estuvo muy bien, pero no podía durar ». Siempre me he preguntado cómo alcanzaría a compensar Marcos ese despego por las cosas. Cuando pienso en ello, resuenan en mi mente los versos solemnes de Manrique como un oficio de difuntos y, con ellos, me vienen a la memoria todos los tópicos medievales del « contemptu mundi », « vanitas vanitatum », etc.…., no obstante para aquellos hombres austeros existía al menos una consolación y una meta. La verdadera vida. Pero….¿cuál es la verdadera vida para Marcos Montseny ? Volvamos, empero, a aquella noche. Conseguimos al fin, no sin dificultad, llegar a un chiquero situado en medio de la ciénaga, donde menudearon los porros y la ginebra. Tal vez fuera el cansancio incipiente lo que hizo disminuir la estulta hilaridad característica del cannabis, permitiendo que empezara a tejerse un esbozo de conversación por el que aparenté interesarme. Fue sólo al final de la velada cuando a alguien se le debió ocurrir hablar de Marcos Montseny. Evidentemente a las dos chicas que quedaban les pareció un carácter arisco y algo raro, aunque después de todo no tanto como les habían asegurado. -Lo que se dice raro-abundó Paco-, lo es un rato largo. Entonces nos propuso contarnos una historia a propósito de Marcos, pero antes pidió una ginebra doble, con mucho hielo. Los demás le imitamos a pesar del elevado grado de intoxicación etílica que padecíamos, a lo mejor porque tuvimos el presentimiento de que algo insólito nos iba a ser revelado. O porque estábamos completamente borrachos y habíamos perdido todo control. En cualquier caso, durante el transcurso del relato, hasta el réprobo Eugenio Montés permaneció serio y en silencio. Yo lo escribí a mi manera al llegar a casa, rasgando como pude los vapores del alcohol. Lo escribí con rabia. Más tarde, cuando adquirí algo de confianza con Marcos Montseny, recabé su versión y corregí algunos detalles, muy pocos. Le puse por título AURORA, una de las escenas contenidas en él me impulsó a ello, eso es todo, porque lo cierto es que, en aquella época, a pesar de los cambios políticos que se estaban operando, no veíamos ningún resquicio por el que pudiera llegarnos el menor atisbo de esperanza. He aquí el texto que redacté aquella misma noche: Idéntica certeza cruzaba la mente de Marcos Montseny a la misma hora, al mismo minuto casi, de la madrugada: -« Ya no es el tiempo del sueño –se decía ». Y a tientas se ponía la ropa sucia del trabajo que, tiesa, le aguardaba colgada del barrote de una silla. Tras el desayuno que consistía en un gran vaso de agua y un mendrugo de pan, dejaba su apartamento con una formidable azada colgada al hombro. Ajeno a la angustiosa y fría soledad de la calle, Marcos cruzó a la otra acera mientras la glauca, miserable luz del alumbrado público proyectaba sobre la parte baja de los muros de las fachadas, que rezumaba meados de perro, su negra sombra mineral de titán oscuro, de carguero recién aparecido a través de la densa niebla que circundara el puerto, las grandes fauces, humeantes y babeantes, que abriera a las tinieblas una maldita ciudad norteña. Tomó la primera calle a la derecha y después de caminar durante unos minutos alcanzó los postreros bloques de la ciudad. Allí la iluminación era muy deficiente. En las escotaduras de dichos edificios la oscuridad se remansaba, adensándose. Llegado al último de aquellos entrantes, un escalofrío lo recorrió de pies a cabeza, como todos los días, sin que el hábito fuera lo bastante para atajarlo, paliarlo al menos. Al pasar junto a él, sintió casi su aliento tibio sobre el cuello y tuvo como el presentimiento del blanco de sus ojos desplazándose unos centímetros en su seguimiento, acompasándose a la velocidad con que su cuerpo atravesaba aquella abertura. Sin dejar de caminar esperó a que el acidulado brillo de un cuchillo mangorrero rasgara sus músculos y sus tendones, punzara sobre sus huesos. Continuó avanzando sin que nada ocurriera, tampoco esta vez se había atrevido. Quizá más adelante, cuando ambos estén en pleno campo; morir, matar en la fría calígine del campo abierto, de modo que el cadáver sea descubierto con mayor dilación. Esto lo pensaba todos los días a la misma hora, al mismo minuto casi, al sentir la vaharada sobre su cuello, al adivinar el blanco de sus ojos. A partir de ese punto terminaba la acera, así que se bajó al borde de la calle y prosiguió la marcha. Se trataba en realidad del lugar preciso en que la calle se convertía en carretera, la ciudad en campo, pero no todavía el punto en el que Marcos Montseny dejaba la humanidad tras de sí. A mano derecha surgía una lamentable hilera de unas quince o veinte casas muy modestas, con una simple bombilla con caperuza de latón, a modo de sombrero chino, en cada una de ellas, por toda iluminación. Y por todo ornamento un olivo frente a cada casa. Un olivo para tamizar la amarillenta luz de cada bombilla. Una luz que parecía estar hecha de huesos antiguos. A mano izquierda había sólo unos desportillados almacenes dilatando su oquedad en la penumbra y al fondo, frente al último olivo, un viejo secadero de arroz. Marcos caminaba junto a la larga fila de olivos percibiendo con toda nitidez los pasos del otro, muy cerca ya de los suyos. A veces andaban casi a la par. Ello fue, naturalmente, el resultado de un proceso; un lento crescendo en la osadía. Un hábito adquirido con los días. Tras la última casa y el último olivo, se adentraron en una oscuridad completa, una oscuridad de pegote de asfalto; sólo quienes habían recorrido este trecho miles de veces podrían transitar por aquellos parajes en semejantes condiciones. Toda la cúpula celeste del hemisferio norte de aquella hora se hizo patente en lo alto con un brillo de níquel que sin embargo no lograba caer hasta el suelo. Apretó entonces el paso y pronto escuchó como respuesta el resuello de su perseguidor quien, no obstante, no perdía terreno. Un rumor como de olas le indicó que la pequeña carretera por donde avanzaban pronto alcanzaría el cruce desde el cual continuaría, hacia la izquierda, jalonada esta vez por espesos plátanos de sombra que, desde allí, sólo podían percibirse con la entrada solemne de la brisa en su follaje. Por esa dirección se iba al cementerio. Su imaginación incontrolable echó a volar hacia aquella parte, trayendo consigo a su regreso el alto fragor de los eucaliptos y una instantánea del depósito de cadáveres tal como lo había visto en su infancia innumerables veces, durante sus solitarias correrías nocturnas, iluminado por esa deslavazada luz de hueso de muerto, esa misma luz inteligente y pobre, clorótica luz de después de una guerra, que había perdurado como recuerdo crónico de la desolación y que ahora dejaba atrás, lejos, donde ya se habían enfriado sus pasos. Hacia la derecha, a unos quinientos metros, se llegaba hasta la intersección con la nacional, situada justo en el arranque de la subida del puente. Pero casi en la línea recta delante de Marcos había un pequeño camino de tierra, bordado de hierba, por el que se adentraron silenciosos como dos peces de aguas profundas. Ahora caminaban entre huertos de naranjos y la quietud era ya insondable. Sólo algunos mirlos, guarecidos demasiado cerca del camino, lanzaban repentinos gritos de terror que rasgaban el velo negro del templo que es todo hombre, antes de lanzarse en el corazón sin límites de la noche. De pronto Marcos Montseny se detuvo, sentándose al borde del camino. Muy cerca de él oyó cómo un suspiro aplastó la hierba. Después de ello el silencio de nuevo, el silencio de las estrellas y los planetas y los agujeros negros; el silencio elevado a la séptima potencia en el logaritmo de la tiniebla. Un silencio que aturde y vacía la mente como el sueño. Aquí el temple y la serenidad de los hombres, aquí todo su valor y todo el desprecio hacia sí mismos, para no llenar con un grito el inmenso vacío del alma y del universo. Lentamente el cielo recorrió todos los matices desde el negro hasta el azul y las estrellas comenzaron a perder su brillo. También la presencia a su lado pasaba a convertirse en silueta, más tarde distinguió de nuevo el blanco de sus ojos, seguidamente fueron apareciendo las facciones, el pelo lacio y grasiento, la barba hirsuta de muchos días y al final el desleído e indefinible color de sus vestidos. Por último recordó el odio brutal que debía albergar aquel cuerpo denso de huesos y músculos, cubierto por una piel chamuscada y sucia por la vida al aire libre. Un odio antiguo que debió entrar por descuido, o por miseria, en la autopista de la locura. Marcos miró al suelo y esperó. El otro hizo lo propio. El rosicler de la aurora fue adquiriendo consistencia hacia la parte izquierda, y cuando el primer rayo de sol traspasó el cielo de punta a punta, Marcos Montseny tomó el cabo de la azada que yacía a su lado y, tras escupirse las manos, comenzó a trabajar la tierra con delirio, como cuando se lucha por la vida, levantando el hierro lo más alto que podía, dejándolo caer de inmediato con todas sus fuerzas, cortando la tierra con una furia insana, inmoderada. Dándole la espalda al otro, cavaba metódicamente, sin dejar un solo palmo de tierra por remover. Cavaba mientras le quedaba un poco de fuelle en los pulmones, sin hacer caso del Rilo, quien se paseaba por delante de él, por detrás, teniendo buen cuidado de evitar la espesa lámina de acero que subía y bajaba como un juguete de Dios, con toda la potencia de la naturaleza salvaje. Entonces el Rilo apretaba sus dientes amarillos de vagabundo y abría un enorme cuchillo cuya hoja relucía al sol como el vidrio sobre el azogue. Cuando Marcos Montseny caía extenuado sobre la tierra mullida, cerraba los ojos. Y al abrirlos, lo primero que veía era el cuchillo plateado y relumbrante del Rilo, entre los brillos y las transparencias deformadoras del sudor. Al instante se levantaba y la emprendía de nuevo con la tierra hasta caer exhausto otra vez. Así transcurría la mañana hasta que el sol llegaba a lo más alto. De esto vivía Marcos Montseny, de trabajar un huerto de proporciones medianas. Una vez todo él estaba cavado, sin pensarlo dos veces volvía al comienzo y, aunque no había crecido ni una sola brizna de mala hierba, reanudaba la labor con la misma furia de siempre. Sajará, 22 de enero de 1985. Con razón posee esa espalda hercúlea y esos muslos que parece le vayan a desgarrar los vaqueros que suele llevar. Ah, ya se dispone don Antón a tomar su café con leche y sus tostadas con esa prosopopeya digna de un almirante de la mar océana, lástima que un mechón rebelde se le encrespa muy a menudo por las mañanas cerca de la coronilla, dándole un aire de papagayo indiscutiblemente dueño de su percha, acentuado por un apéndice nasal de cierto bulto y ligeramente curvado. Ya le peinará más tarde con esmero y con laca su mujer, ahora se limita a servirle el desayuno a la antigua porque él se considera un señor. Don Antón hace ya unos meses que es nonagenario, vino una tropa de hijos y nietos y demás parentela a celebrar su cumpleaños en el pequeño apartamento, sin embargo, cuando se pone en pie, está rígido todavía como un tablón. Tú no te puedes figurar lo bien parecido que era yo cuando tenía tu edad, me dice con frecuencia cuando nos encontramos en el patio o en el parque y acto seguido procede a contar la anécdota, siempre la misma tras el mencionado preámbulo, aunque esté delante su mujer haciéndose cruces, ni se da cuenta, de cuando en tiempos de la república se fue al campo con unas putas. ¿No te he contado yo lo que hicimos con unas putillas que nos llevamos a Navacerrada? No, don Antón, nunca. Pues paramos el coche en medio del campo y ¡venga, en cueros todas, como vuestra madre os trajo al mundo! Luego, cogidas de la mano, las mostrábamos a los raros coches que circulaban por aquellos tiempos. ¡Qué jodidas, lo bien que nos lo pasamos ese día con ellas! Seguidamente toca la otra de aquella vez que me llevé un burro a la terraza que hay en Sol, eso fue durante los primeros años del Caudillo, y le dije al camarero un café para mí y para el burro lo que quiera. Tras ello, si su mujer, excedida y sofocada, no se lo lleva a rastras, ¡pero Antón, por Dios, cuántas veces le vas a soltar el mismo rollo!, viene aquello de cuando llegó por primera vez a Madrid, reinando Alfonso XIII, me puse a vivir en casa de mi cuñado y tocó mudarnos….fui a la tienda de la esquina, encargué una cena opípara, prometiendo pagar la factura a la semana siguiente que estaríamos a final de mes. Es que es para celebrar el santo de mi cuñado…. Comimos los tres como curas y ellos venga preguntarme ¿de dónde has sacado el dinero? Al día siguiente, a las seis de la mañana, vino el carro a por los muebles y adiós, Madrid, que te quedas sin gente….nos instalamos a la otra punta de la ciudad. Hoy no saldrá, con este tiempo irá Carmencita, su mujer, con quien casó de segundas nupcias y veinte años más joven que él, a comprarle su consabido ABC. El cual leerá instalado en su sillón, junto al ventanal. A veces Carmencita le da el canario, mientras limpia la jaula, y él lo sujeta, como si fuera un barquillo, sin dejar de leer. Más tarde, si se siente con ánimo, entrará en su despacho a proseguir su novela en verso titulada “Satanás en la Tierra.” CAPITULO IV EL ENIGMA DEL PINTOR DESPAVESADO. Una vez concluida la redacción del relato que titulé « La verdadera historia de Augusto Negroponte », cierta inquietud que no había previsto me quedó como lote y como rémora. Sin embargo era lógico que así fuera, puesto que el desenlace no aclaraba el misterio aflorado en la trama sino que lo acrecentaba. Para el lector, ello no supuso el menor problema. Muchos de mis colegas me felicitaron sinceramente, lo que es de agradecer por los tiempos que corren, manifestando su sorpresa, ante todo, por el hecho de que alguien como yo, conocido exclusivamente por mis enjutos artículos de crítica literaria y algún que otro ensayo, haya surgido de repente con un relato desbordante de imaginación, apoyado sobre una idea tan « novelesca ». Yo aceptaba estos cumplidos con modestia, naturalmente; pero sabía muy bien que la imaginación, si es que en verdad la poseía, era la cualidad que menos había intervenido en la composición de dicho relato. En todo caso, si imaginación había intervenido, no era ciertamente la mía. Lo digo y me arrepiento enseguida, pues tampoco tengo por qué desconfiar de la honradez de Julio Fontenla. Todo escritor posee, por supuesto, la práctica de la fábula y del engaño, pero él, fuera de la literatura, era hombre fiable, sin ningún género de duda. Además, el modo en que reaccionó ante mi pregunta durante la entrevista de Sajará, ese silencio prolongado en el que estaba surgiendo en su mente la idea de casar una segunda vez la realidad con la ficción narrativa, eso es algo que no se puede simular con facilidad. Personalmente, siempre he tenido la certeza de que la invención literaria contenida en « El enigma del pintor despavesado » se convirtió, de pronto, en una realidad percuciente y su autor, Julio Fontenla, a punto estuvo de pagar por ello con su propia vida. Y si yo estaba corroído por el óxido de tal misterio con sólo haber oído y escrito la versión definitiva de esa historia, ¿qué sería de quienes tomaron parte en ella directamente? De todos, quizá sea Julio Fontenla el único que, a estas alturas, tal vez tenga un conocimiento exacto de los hechos, pues ahora descansa ya en paz, disponiendo de la omnisciencia de las almas tras la muerte. Bromas aparte, verdaderamente cabe preguntarse respecto a los otros protagonistas cómo habrán asimilado los desacostumbrados acontecimientos de semejante drama, cómo habrán vivido todos estos años con tal vacío rondando la seguridad de sus ideas y de su mundo. Casi me hubiera gustado que el propio Julio Fontenla hubiese escrito « La verdadera historia de Augusto Negroponte ». Durante los meses que siguieron pensé mucho en Suzanne, ¿cómo sería realmente Suzanne?, en el mismo inspector Fabien Longuet, pero sobre todo pensé en Augusto Negroponte. Ese agente de seguros que posiblemente esté todavía encerrado en su celda, dándole vueltas al asunto, haciendo elucubraciones que, una tras otra, irían a estrellarse en la dura roca de la realidad, que no cedería nunca. ¿Por qué, desde hacía tantos años, no se encontraba él en libertad? El caso estaba sobreseído….¿cómo llegó aquel maldito escritor hasta donde la policía, con toda su ciencia y su praxis acumulada, no pudo ? Y ello con tanta precisión…. Todas esas preguntas, y otras, ha debido hacerse Augusto Negroponte durante el transcurso de toda una condena por homicidio voluntario, con premeditación, que no es moco de pavo. Tuve que admitir que mi interés por ese caso había cobrado una intensidad realmente inesperada. Me estaba revelando cada vez menos centrado en mi trabajo, y perdí mucho tiempo libre buscando en las hemerotecas, a través de Internet, cuantos artículos publicó la prensa francesa de la época respecto al drama. También, puesto que el pintor Christophe Laumier, ése era su verdadero nombre, había adquirido cierta notoriedad, me procuré todas las biografías suyas que hasta la fecha habían salido a la luz. En vano, el conjunto de ese material mencionaba sin detalle las circunstancias del crimen, pero cuidando siempre de no desvelar el modo en que la policía consiguió identificar y confundir al asesino. Preciso será añadir que, como suele suceder con harta frecuencia, la fama de que hoy goza el pintor le fue concedida « post-mortem », y que sus biógrafos hacían sobre todo referencia al aspecto artístico de su paso por este acelerado preludio de valle de Josafat pero nada o apenas de lo ocurrido en el congosto, orientándose más bien hacia una cronología e interpretación de sus obras. Por lo que a mí se refiere, era preciso poner un poco de orden en mis proyectos y prioridades. Siempre que tenía que reflexionar, acababa situándome junto a la ventana, o en el propio balcón, para contemplar la ciudad a vista de pájaro, dispersándome como un gas en la atmósfera, flotando en un pensamiento que parecía mucho más vasto que el mío. Las luces de Madrid se extendían a mis pies y así devanaba la madeja de mi soledad, mis aspiraciones y quimeras, las cuales debían entretejerse con las divagaciones de la urbe entera, confeccionando un paño de ilusión colectiva por el que se retuercen nuestras cavilaciones y las de los otros. Recortar un parche de esa tela sería escribir una buena novela, supongo. Aunque para ello haría falta disponer de unas tijeras mágicas y una visión mistagógica para saber dónde demonios se encuentra dicha tela. Bueno, algunos escritores sí han imaginado que lo podían hacer, llegando hasta donde el arte, que es selección, permite. Preciso fue admitirlo, el desasosiego que me estaba trabajando desde hacía algún tiempo obedecía a ese proyecto de novela que, sin pretenderlo, se estaba alzando ante mí envuelto todavía en jirones de niebla, como si de la aparición de un buque fantasma se tratara, primero es sólo una sospecha de voces, unas cuerdas que crujen, luego una intuición de velamen, una cofa, y finalmente vemos desfilar el puente poblado de esqueletos. Así fue tomando forma esa novela, casi contra mi anuencia. No era posible, sin embargo, posponer la cuestión indefinidamente. Pero tampoco cabía precipitarse sin reflexión tras lo que tenía el aspecto de ser sólo una corazonada… « pero antes quiero mirar bien lo que Sempronio ha temido deste mi camino. Porque aquellas cosas que bien no son pensadas, aunque algunas veces hayan buen fin, comúnmente crían desvariados efectos. » Razón lleva la madre Celestina, dije entre mí, prudentes palabras son las suyas y dignas de emulación, sobre todo cuando hay tantas cosas en juego: « la mucha especulación nunca carece de buen fruto. » Que por qué pongo aquí esta cita de Rojas, pues porque hoy en día nadie dice “la mucha especulación nunca carece de buen fruto” y me produce un cosquilleo de hilaridad imaginarme diciendo “la mucha especulación nunca carece de buen fruto”. Es sólo eso. Bien, sigamos. Aunque el relato había sido bien acogido por mis compañeros los señores críticos literarios, tal vez considerándolo como una travesura pasajera y sin consecuencias, preciso era reconocer, llevando probablemente agua a su molino, que una golondrina no hace primavera. Tanto más cuanto que la idea del mismo no era mía. En consecuencia no se trataba realmente de un verdadero principio. Mi trabajo, mi formación y mis proyectos eran otros, los cuales se hallaban, por cierto, en una fase acuciante. Como ya dije, vine de Sajará con nuevos argumentos que era preciso madurar y desarrollar enseguida, el hierro hay que forjarlo mientras está caliente. « No me vaya a ocurrir –proseguí- como al galgo Lucas, que estuvo toda la mañana tras la liebre y cuando ya casi la tenía se paró a mear. » Este entrecomillado, por el contrario, aunque a propósito, peca un tanto de soez. Lo quito. Por otra parte, la idea, poco importaba que fuera mía o no, no era del todo insulsa, y seguía ofreciendo posibilidades. « El caso es determinar si yo mismo tengo posibilidades de llevarla a cabo. » Fui a la estantería, busqué el libro de Adorno (renuncio al juego de palabras fácil), « Notas sobre literatura. » Volví junto a la ventana. « El ensayo como forma », ahí estaba, señalé la frase con el dedo antes de comenzar a releerla: “El joven escritor que quiere aprender en las universidades lo que es una obra de arte, la forma del lenguaje, la cualidad estética, incluso la técnica estética, no oirá sino hablar vagamente de ella la mayor parte del tiempo ; recibirá, a lo sumo, algunas informaciones extraídas tal cual de la filosofía que circula a la sazón e insertadas más o menos arbitrariamente en el contenido de las obras en cuestión. » Cerré el libro. « Por desgracia –no pude sino concluir- es todo cuanto poseo, la técnica y las herramientas de la filosofía que a la sazón circula. Pero, ¿qué es la obra de arte? ¿Qué es la cualidad estética? » Si el aprendizaje de la técnica estética no se realiza en las universidades, entonces tal vez se consiga únicamente tras una experiencia personal profunda, una búsqueda tenaz, reiterada, un incesante remover la tierra en busca de los propios logros. Como hace, por ejemplo, Marcos Montseny con su huerto. El huerto de Marcos Montseny bien podía funcionar como una metáfora de la literatura. Se le debe trabajar sistemáticamente pase lo que pase, más aún, ignorando por completo cuanto lo rodea, a pesar de las condiciones materiales, de la necesidad, de la sofocación del ambiente cultural durante el franquismo, del desinterés general por la literatura, de la falta de oportunidades, del vacío que reemplaza la esperanza. Peor, a pesar de la asechanza permanente de la muerte. Trabajar por el trabajo mismo, con la oscura convicción de que no sirve para nada tomar precauciones contra la fatalidad. Si el destino quiere que sean alcanzados los objetivos que uno se ha fijado, la de la guadaña no puede impedirlo; si no lo quiere, cualquier cosa que se haga será inútil. El hado encontrará su camino. Él se limita a cavar metódicamente, sin descanso, haya hierba o no en el huerto. Por las tardes hace lo mismo con la literatura. Ambas actividades corren paralelas y se produce un transvase de vigor entre ellas. Este trabajo asiduo puede ser la única solución y casi con toda seguridad la única recompensa, pues el hombre está sujeto a un cambio permanente, imparable, como el agua de un río (demasiado trillada la comparación, para evitarla quizá sea conveniente volver a abundar en el argumento aumentativo, con el ejemplo ya mencionado del barco de Teseo). El cual no carece de peligro, puede conducirle a cualquier parte, hacia la realización plena de todas sus cualidades o hacia la degeneración absoluta, hacia arriba o hacia abajo. Se trata por añadidura de un proceso que sólo controla parcialmente, una rienda la tiene él, la otra un desconocido. Por lo tanto la lucha entre ambos resulta inevitable, como también lo es la necesidad de un compromiso cuando éste es posible, pues el otro se halla investido de fuerzas que nos pueden ser útiles si se consigue aunar criterios, pero para ello es necesario saber conectar con él, hablarle. Tal cambio no cesa nunca, al menos mientras haya vida, y es preciso estar siempre alerta, no hay que bajar la guardia jamás. Acaso la actitud correcta, la única solución al argumento aumentativo (vaya, demasiado redundante la alusión al argumento aumentativo, debo renunciar pues a la comparación anterior), y por lo tanto nuestra única tabla de salvación, sea una humildad permanente movida por la constancia. Con semejante actitud, la empresa se me aparecía menos cargada de peligro. « Entretanto –tuve el valor de confesarme al fin-, quiero escribir otra novela más modesta, si bien animada, después de todo, por un principio semejante al del parche recortado en una supuesta elocución colectiva, cuanto menos múltiple. Probablemente menos tupida, con pocos personajes para empezar. Una novela corta tal vez, la continuación del relato de Fontenla « El enigma del pintor despavesado » por supuesto; el cual se está convirtiendo - cada vez lo veía con mayor claridad-, en una obsesión para mí, de la que sólo podré librarme escribiéndolo », pues en la forma en que se hallaba después de mi remodelación no acababa de satisfacerme, le faltaba justamente su parte más humana, la asimilación de los accidentes por las conciencias. Pero para ello necesitaba entrevistarme con los protagonistas, pensando todavía que lo importante era la verdad y no la verosimilitud. Tomar una decisión puede resultar, a veces, agotador, sobre todo cuando la necesidad de hacerlo ha estado consumiendo durante demasiado tiempo una parte de nuestra energía, sin apenas darnos cuenta. De repente nos encontramos más libres. Felices, pero fatigados. En primer lugar, lo que procedía era librarme del trabajo pendiente, con la mayor urgencia posible. No obstante, consideré que merecía una breve pausa, antes de pasar al ataque. Ya se ha instalado Ágata negra, cruzada cuan larga es sobre su sillón, a leer, estirándose y desperezándose y dentro de poco también retorciéndose, fumando muy a menudo Ágata negra. Que yo sepa, ningún vecino ha hablado con ella más allá de las cortesías de rigor y, por supuesto, nadie que no posea la omnisciencia de las almas finadas conoce su nombre. Yo la he bautizado Ágata negra por mi cuenta y riesgo. Unas veces está en casa y otras no, pero ello es cuando le da la gana. Cuando está, lee. Y fuma. Fuma sosteniendo el cigarrillo como si fuera una batuta con la que, de un momento a otro, se dispusiera a ordenar a una inmensa orquesta, invisible para mí, que atacara una sinfonía solemnísima. Su rostro aparece grave, tenso, contrastando con una postura fácil, abandonada, muy poco sólida; quiero decir, una postura carente de la firmeza adecuada para efectuar una lectura esmerada. No obstante, a juzgar por su semblante, está haciendo trizas al autor que ha tenido la desgracia de caer entre sus manos. Debe ser una soberbia iconoclasta esta Ágata negra. Y lo que es fumar, fuma como un carretero y el café lo toma a pasto y, cuando le da por ahí, desaparece y está semanas sin regresar. Una mujer difícil de cerner, Ágata negra. Si alguna vez alzo los prismáticos, para conocer el título de la obra que está leyendo, y veo que es “La poza de los lobos”, me da un patatús enseguida. Sigamos con la corrección, no vaya a ser que el texto definitivo caiga en manos de ella. Elegí un CD en el que yo mismo había grabado una selección de jazz. Apagué las luces de nuevo y volví a mi atalaya de la ventana. El silencio debió ser penetrado con la mayor levedad en algún punto de su costura, luego, casi imperceptiblemente, empezaron a surgir de la sombra las notas espaciadas y largas de trompeta y piano que iban conformando ese hechizo de Miles Davis que lleva por título « When I Fall In Love », para ir extendiéndose progresivamente sobre el paisaje de la ciudad iluminada, hasta recubrirlo todo con una magia suave y secreta. De hecho, este párrafo tan acaramelado tal vez no sea del gusto de Ágata negra. Para mí, en aquella época, esta pieza venía con el rótulo cambiado, en mi fuero interno la nombraba: « The Desolation of Smaug », porque en cuanto principiaba la audición, veía enseguida al dragón batiendo pausadamente las alas, con el sosiego de quien se sabe el amo absoluto de cuanto alcanzan sus ojos. La moda de Tolkien me hizo concebir el deseo de releerlo en versión original, así que cargué en el ordenador un diccionario electrónico y comencé « The Lord of the Rings » por el principio, es decir por : « The Hobbit ». Desde el primer momento adquirí el hábito de contrarrestar el ligero zumbido del motor con ésta y otras piezas de jazz, principalmente de Miles Davis, solo o en colaboración con John Coltrane, de modo que sus acordes quedaron asociados a la imagen de un dragón volando perezosamente sobre unas montañas inhóspitas y desiertas, con un crepúsculo anaranjado al fondo. Y en cuanto dejaba de leer, conservando aquella música como fondo, lo veía dominando otro paisaje, aunque no demasiado distinto, el de Castilla, llegando incluso a asomarse alguna que otra vez sobre el cielo de Madrid. Sin embargo, en un lugar indefinido, bajo la oscuridad que se había abatido ya sobre la falda de la montaña, se hallaba disimulada la entrada de una caverna en cuyos entresijos debía encontrarse un maravilloso tesoro escondido. Pero para poder cobrarlo había que abrirse camino entre los peligros de la noche, a través de un tupido bosque, de una llanura calcinada, durante un largo, muy largo viaje. Otras composiciones habían surgido entretanto desde el fondo del apartamento, para derramarse por toda la ciudad : « Take Five », « Kind of Blue”, “Round Midnight”, “Live In New York”, todas me recordaban lo mismo, hasta que de repente otra trompeta distinta, la de Louis Armstrong en “Bassin Street” me hacía sentirme diferente, eufórico, su ritmo endiablado me decía que ese tesoro podía ser descubierto, ganarlo no era una empresa imposible, y entonces veía al propio Bilbo Baggins descendiendo por una ladera con un grueso diamante en el bolsillo, bailando casi, como el rey David. Bueno, en ese momento es cierto que no bailaba, tenía un hambre de comerse, también él, los panes de la consagración y temía una aparición repentina de Smaug. No obstante, aunque él lo ignoraba todavía, a esas alturas Smaug ya no vivía, se hallaba muerto en el fondo del lago. “Sí –me dije, acordándome otra vez de la vieja Celestina.- Ir quiero.” Cuando a la primavera siguiente me enteré de que estaba teniendo lugar en París una exposición de la obra de Christophe Laumier, junto con un ciclo de conferencias y coloquios, no pude resistir por más tiempo el prurito y reservé un billete de avión, sólo de ida, para el día después. Durante el resto de la jornada no tuve un momento de sosiego. Mi cabeza bullía con los diferentes aspectos del proyecto crepitando en su interior. Me pregunté si el paso a la estructura de la novela no requería un cambio de punto de vista, de tono, de textura lingüística. Entremezcladas con estas cuestiones formales, surgían las de fondo, ¿qué actitud tomará el narrador ante los hechos, cómo los interpretará, qué mensaje remitirá el texto? Aún consciente de lo precipitado y precario de las consultas, me volví con avidez hacia los anaqueles de mi biblioteca en busca de los volúmenes ajados y muy subrayados de mis filósofos preferidos. Tenía que salir con un juicio previo, cuidando, eso sí, de que no se convirtiera en un prejuicio. Y sobre todo, debía dominar a la perfección la sucesión de los acontecimientos antes de enfrentarme a los protagonistas de carne y hueso, antes de insertarme en el escenario real. Un riguroso conocimiento de los hechos podría sugerirme pistas de investigación, guiarme eficazmente en las entrevistas, ver lo esencial, ir al grano. Además, la novela tiene un fluir más remansado, que se apoya más en el detalle, en la amplificación, en el contraste de opiniones. Era inútil releer los relatos, los conocía de memoria. Repasé mentalmente las conversaciones con Julio Fontenla, telefoneé incluso a su antiguo groom, pues supuse que ambos, sumergidos en la profunda soledad del caserón, habrían hablado largo y tendido sobre todo esto. Acerté, me aclaró algunas circunstancias, me recordó algunos puntos no carentes de importancia, me confirmó la obsesión de Julio Fontenla por tales sucesos. Comprendió que también a mí se me había contagiado y adivinó que pretendía seguir escribiendo sobre ello. Le confesé que albergaba el proyecto de escribir una novela y que para ello me iba a desplazar de inmediato a París con objeto de investigarlo todo sobre el terreno. Me deseó suerte. Ya mejor armado, más confortado también, tomé el avión. Tras instalarme en el hotel, consumí lo que restaba de mi jornada parisina en visitar los locales de la exposición. Las figuras que allí se exhibían aparentaban situarse en un lugar intermedio entre la realidad y la quimera - me dije,- sin conseguir dar mayor precisión a aquel aserto, pues la pintura no era mi especialidad. Tenía, eso sí, la impresión de estar rodeado de fantasmas. Pero fantasmas que se habían aparecido de verdad. Luego fui a comer a un restaurante y, tras demorarme un poco leyendo el periódico, asistí a la conferencia. Hacia la media tarde me encontraba ya deambulando sin rumbo por las calles de París, con la cabeza repleta de términos pictóricos y diapositivas de cuadros. Traté sin embargo de alejarme de los lugares emblemáticos, siempre frecuentados por nubes de turistas, pues necesitaba meditar tranquilamente a propósito de los pasos que me convenía dar durante los días siguientes. Trasegando cavilaciones, me hallé de pronto en un barrio poco concurrido, un tanto laberíntico, con multitud de angostos pasadizos que se entretejían. Llegado a un antuzano, descubrí en él una iglesia de estilo gótico, juzgando al punto que bien podía merecer una visita. Sentado a la sombra, tal vez se me ocurriría alguna idea. Una vez dentro, acordé no obstante dar primero la vuelta completa al edificio siguiendo las naves laterales, observando las capillas y las arcadas. En ello estaba cuando repentinamente una voz como de ángel anatematizador resonó igual que una racha de granizo, alzándose hasta la bóveda, extendiéndose por las crujías, hasta conquistar todo el ámbito cerrado: « Je sais qu’après mon départ il s’introduira parmi vous des loups tyranniques qui ne traiteront pas le troupeau avec tendresse. » Sentí que aquel grito inhumano había hecho de mí una estatua más. Miré aterrado a mi alrededor cual si me hallara en una cantera tras una explosión imprevista y no vi a nadie. Salí al transepto, que me venía a mano izquierda, con objeto de inspeccionar desde allí la totalidad del edificio, enrisqué los ojos y entonces alcancé a distinguirlo en el coro. Se trataba de un hombre que cubría su rostro con las solapas de un abrigo negro, sujetándolas con la mano. Inmediatamente se dio la vuelta y desapareció. Pensé que me debía una explicación, pues siendo el único visitante que a la sazón se hallaba en la iglesia, forzosamente aquella probable imprecación se refería a mí, a menos que se tratara de alguien que hubiera perdido o se le hubiera complicado la razón. Volví con paso largo a la nave lateral para desde allí arrancar a correr sin ser visto desde arriba, coligiendo que no lejos de la entrada encontraría una escalera. Así fue, al final de aquel ambulacro percibí una portezuela negra que cedió sin ruido, ascendí a oscuras por un tiro helicoidal para irrumpir en un coro totalmente vacío. Me asomé a la balaustrada para alcanzar a ver el bajo de un abrigo negro, casi rozando el suelo, mientras desaparecía por la puerta lateral. Venía del extremo opuesto de la iglesia. Comprendí que había utilizado el triforio para descender a la altura de la girola o poco antes y huir por donde menos lo esperaba. Corrí en dirección a esa puerta, desde donde conseguí avistarle a lo lejos, justo antes de que doblara una esquina, no sin lanzar previamente una mirada subrepticia en pos de sí para comprobar que era en efecto seguido. Me lancé sin disimulo en su persecución, mas al llegar a la esquina no encontré ni rastro de él. La mirada extrañada de los transeúntes me disuadió de continuar el acoso. Cabizbajo, paseando muy despacio, encaminé mis pasos hacia el hotel tratando de acomodar mi pensamiento a la idea de que se trataba simplemente de un perturbado o de un loco de Dios que, a pesar de todo, no quería dar explicaciones. Maquinalmente me cambié de ropa y salí a elegir un restaurante. Opté por un local selecto pues necesitaba una compensación. Ni los refinados platos, ni los meritorios y alquitarados caldos, consiguieron hacerme olvidar el incidente. Tras un breve paseo digestivo, regresé al hotel. Apenas entré en el vestíbulo, el recepcionista clavó sus ojos en mí : -¿Señor Santamaría? -Sí, yo soy. -Ahora mismo acaba de salir un caballero que preguntaba por usted. Le ha dejado un mensaje. Evidentemente quedé muy sorprendido, pues a nadie había comunicado mi presencia en París. Me alargó un sobre que fui abriendo mientras me dirigía al ascensor. Leí su contenido bajo los candeleros del pasillo: (Actes des Apôtres, 20 :29) « Va voir les loups. » Volví de inmediato a recepción. -¿Tiene usted una Biblia a mano? -¿Una qué…? -Biblia. Una Biblia. El hombre se quedó perplejo pero contestó afirmativamente. Desapareció tras una pesada cortina roja y a poco regresó con un ejemplar que me tendió. Busqué la referencia ante la mirada atónita del recepcionista y comprobé que, en efecto, se correspondía con lo que esperaba hallar. -¿Cómo era ese caballero? -Parecía algo mayor. Alrededor de los sesenta o sesenta y cinco años. Muy pálido. -Presumo que no le dejó su nombre. -No. La noche la dormí mal, encadenando pesadillas. Muchos de aquellos entes de delirio que había visto en la exposición me hablaron en sueños, algunos chillaban, otros susurraban, y los más hacían resonar sus voces profundas que no parecían provenir de ninguna parte. Hablaron de Christophe Laumier y de Suzanne, pero pronto olvidé lo que dijeron, creo que menudearon los insultos y las groserías. A la mañana siguiente me propuse pasar a la acción sin más contemplaciones y, ni corto ni perezoso, me dirigí a la sede del Ministerio del Interior. Enseguida me encaré con el conserje, o con quien quiera que fuera el individuo que en aquel momento se pavoneaba en recepción. Le dije llanamente que me gustaría encontrar el modo de hablar con el inspector Fabien Longuet. Fui obsequiado con una mirada neutra que duró algo más de lo preciso, mas al fin el sujeto anotó algo en un papel y me lo pasó. Llegué a preguntarme si es que estaba mudo. Pero no lo estaba : -Es un número interior. Márquelo usted y le dirán lo que debe hacer. Así lo hice y cuando alguien descolgó el auricular, le espeté lo mismo, palabra por palabra, que ya le había dicho antes al conserje, pues mi francés, y más por teléfono, no estaba para filigranas. Sobre todo hablando una lengua extranjera, es útil la frase cervantina: « no te andes con dibujos, muchacho. » -Oficina B-205. Suba y hablamos. Volví a la pecera del recepcionista. -Me han autorizado a subir. -Espere a que reciba confirmación –dijo, mirando hacia una pantalla para mí invisible.- Sí aquí está: oficina B-205. Segundo piso a la derecha. Junto a la placa metálica en que figuraba la identificación de la oficina, se hallaba otra que rezaba: « Llame y entre ». No me hice de rogar. Se trataba de una vasta sala donde pululaban los uniformes. Uno de ellos se levantó para recibirme y me invitó a sentarme ante su mesa de trabajo. -¿Y por qué querría usted hablar con el comisario Fabien Longuet? -Actualmente estoy escribiendo un libro a propósito de un crimen que tuvo lugar aquí en Francia y tengo gran interés en recabar su versión de los hechos. -El comisario Longuet se halla en situación de retiro, hoy en día. No estoy autorizado a darle su número de teléfono personal, pero a cambio puedo probar suerte por usted. -Me parece una excelente idea. Dígale que estoy remodelando “El enigma del pintor despavesado”. Sin más, se puso a marcar el número. -¿Comisario? Sí, así es, yo mismo…. Verá usted, tengo aquí a un escritor…. La mirada que leí en ese momento no indicaba nada bueno. Sin haber llegado a escuchar la respuesta del comisario, creí adivinarla: -Dígale que me he muerto –o algo parecido.- -No obstante, para acabar de tener la conciencia tranquila, desearía añadir un dato con el fin de que usted evalúe su importancia: el escritor en cuestión está remodelando « El enigma del pintor despavesado. » Nueva mirada expresiva, pero esta vez de signo contrario. -Entendido, comisario…… Lo mantengo aquí aunque sea a punta de pistola. En efecto, llevaba una al cinto. Colgó el teléfono y se dirigió a mí, sonriente : -Ha tenido usted suerte. Dentro de menos de media hora estará aquí. A los veinte minutos justos entró un caballero provecto, elegantemente vestido con una americana color crudo que llevaba desabrochada. Por debajo del canotié asomaba el blanco intenso de las canas. No obstante, todo él rezumaba jovialidad e incluso fuerza física, pues conservaba unas proporciones anchas y bien talladas. -¿Un escritor español, supongo? Procedimos a las presentaciones y, a partir de ahí, la conversación se encauzó por los senderos de un castellano perfectamente derecho. -Lo he aprendido en parte leyendo los libros de Julio Fontenla. Luego me apasioné por España. Apenas se le podía detectar un ligero acento que, con frecuencia, desaparecía. -Venga, vamos a dar un paseo. Tenemos mucho de qué hablar. Subimos en su coche y me condujo hasta los jardines de Luxemburgo, donde nos sentamos en un banco, entre niños y nodrizas escrupulosamente proustianos y viejos que daban de comer a las palomas. La mañana era radiante, densa de sol y de sombra fría bajo los copudos árboles. -Los últimos días de Christophe Laumier fueron un delirio permanente. Unos meses antes de su trágica muerte pasó una semana internado en un hospital psiquiátrico. El informe médico hablaba de conversaciones acaloradas con apariciones. El testimonio de su esposa menciona que, mucho tiempo antes, durante el período en que vivieron juntos en el château de la « Mare aux Loups », lo había sorprendido algunas veces hablando con las paredes. Echó mano al bolsillo de la americana y extrajo una pipa. -¿Le molesta que fume? –dijo, distraídamente.- -En absoluto. Entonces se puso a exhalar una larga bocanada de humo blanquecino, agradablemente perfumado. -Imagínese usted, en la soledad inmensa de aquella residencia campestre cuya superficie total supera los veinte mil metros cuadrados de parque, un hombre a quien el arte comenzaba a disminuir, o a exacerbar, quién sabe, sus facultades mentales. Poco a poco fueron cayendo las barreras, los límites. Se dejó arrastrar, ya sin disimulos, por el tema de esas conversaciones, discusiones acaso, con los espectros que luego pintaba. El único acotamiento lo definía, no obstante, la voluntad de no volver nunca más al manicomio. Por lo demás, pintó de un modo frenético; su obra es ingente, pese a su relativa juventud. No recibía visitas, nadie turbó jamás esa paz malsana; ni por un instante se desvaneció el lazo delirante que lo ataba a su arte. Paulatinamente se fueron derrumbando los puentes que lo unían con su esposa. Sin embargo había uno solo que permanecía en pie, indemne, y éste era el económico, si bien ninguno de los dos había pensado siquiera en su existencia. Otro lo hizo en su lugar, Augusto Negroponte, por supuesto, pero usted conoce de sobra esa historia. Para nosotros el caso estaba clarísimo, poseíamos todos los elementos, pero no podíamos probarlos. La ceniza había filtrado en el terreno con las lluvias del invierno y de la primavera. Imposible determinar con precisión cuándo había funcionado por última vez la tahona. Dentro de la casa las huellas habían sido borradas concienzudamente, pues el asesino no tenía ninguna prisa, ya lo sabe usted. La situación a la que nos enfrentábamos era exactamente la descrita por Julio Fontenla en su relato. Tuvimos que ceder y cerrar el caso. Pero entonces surgió nuestro escritor y contó la historia con pelos y señales. Cuando aquella mañana primaveral, muy parecida a la de hoy, entré en mi despacho y leí el informe que alguien había depositado sobre mi mesa, no podía dar crédito a mis ojos. Desgraciadamente no disponía de tiempo para malgastarlo en disquisiciones filosóficas. Mandé a dos de mis hombres hacia el château de « La Mare aux Loups », pero sobre todo dispuse que un auténtico ejército policial tomara, con la mayor discreción, por supuesto, toda la zona alrededor de la casa del escritor. Hubo electricistas que reparaban la red, obreros que efectuaban trabajos públicos en la calle, fontaneros que arreglaban cañerías en casas deshabitadas. En fin, ni siquiera los vecinos sospecharon en lo más mínimo. Por ello, desde el mismo instante en que Augusto Negroponte empezó a merodear por el barrio, ya había sido detectado por mis hombres. Por lo que a mí se refiere, no me precipité sobre el teatro de operaciones. En cuanto había dado las órdenes oportunas, traté de distenderme un poco, descolgué el teléfono y marqué el número de Julio Fontenla. Mientras duró la conversación, ardía en deseos de preguntarle cómo había podido averiguar todo aquello, pero me contuve, preferí que otro lo hiciera en mi lugar y en mi presencia. Se detuvo aquí, no porque sorprendiera a Schahrasad la mañana y pusiera dique a sus desbordadas palabras, sino porque había consumido la totalidad del tabaco que contenía la pipa. Cachazudamente dio unos cuantos golpes con ella boca abajo sobre la madera del banco, la llenó de nuevo y reanudó el discurso al tiempo que la fumarada. -Cuando el asesino decidió pasar a la acción, nosotros le íbamos a la zaga. Hubiéramos entrado igual, por el lugar en que lo hizo aquél o por otro cualquiera, poco importa, pero lo cierto es que el escritor nos lo puso muy fácil, a unos y a otros, pues con el calor había dejado todas las ventanas de la casa abiertas. A Augusto Negroponte se le acordó el tiempo justo de pronunciar cabalmente, no lejos de un micrófono, las palabras que se esperaban de él, después fue a parar directamente al trullo donde se le mantuvo a la sombra por una larga sucesión de días. Lo que yo deseaba en aquel momento, por encima de cualquier otra cosa, era tener una explicación con Julio Fontenla. Y la tuve, mas el resultado no arrojó un balance satisfactorio. ¿Cómo admitir que una historia que sacaba a la plaza pública detalles sólo conocidos de la policía o del propio asesino, pudiera ser el fruto sencillamente de la imaginación de un escritor ? Durante más de veinte años me ha perseguido esta pregunta como perseguían los fantasmas al malogrado pintor, haciendo que se tambalearan algunas de mis más sólidas certitudes. Con todo, no fue éste el único misterio que planeaba sobre el caso. -¿Ah, no? –salté, sin querer.- Tenía entendido que conocían ustedes todos los elementos concernientes, si bien les faltaba la posibilidad de poder contrastarlos de manera fehaciente. -Por lo que se refiere al acto criminal en sí no hay duda. Lo que inquieta en el caso son algunas circunstancias adyacentes, sobre las cuales no hemos podido todavía echar luz de un modo plenamente satisfactorio, a pesar de que el asesino convicto y confeso ya ha cumplido condena. Hay dos, para ser exactos. De ellas hemos hecho mención de la primera. -Esperemos que la segunda no sea tan ardua como la anterior. -Supongo que ha tenido usted la ocasión de visitar la exposición. -Por supuesto. -No obstante, presumo que le convendría realizar una nueva visita. Esta vez en mi compañía…. -¡Ello será con muchísimo gusto! El comisario Fabien Longuet tenía una manera de conducir totalmente distendida, con el codo apoyado en la ventanilla, saludando a diestro y siniestro, increpando festivamente a los personajes más diversos, igual que si en lugar de estar desplazándose por las calles de París, lo estuviera haciendo por la plaza de un pueblo en el que hubiera vivido desde siempre. Quiero suponer que es la jubilación, la que le ha liberado de muchos formalismos. Naturalmente se conocía todos los atajos y llegamos en un santiamén a la exposición. -Hoy es un día ideal para contemplar estos cuadros, con toda la luminosidad que entra por los ventanales. En mi opinión, los lienzos de Christophe Laumier son como el mismo París, la ciudad más deprimente del mundo con mal tiempo, que es el habitual por desgracia, pero con sol París es, como ya lo dijo un poeta, español por cierto, la postal del cielo. Venga a ver esto: es Suzanne Laumier. Una real hembra. En efecto, a juzgar por el cuadro se trataba de una mujer bellísima; sin embargo en la pintura aparecía algo irreal, etérea, como si acabara de atravesar una pared. El comisario Longuet leyó mis pensamientos. -Y eso que aquí el arte nos la muestra estilizada, romántica. Suzanne Laumier tiene más.... digamos.... cuerpo. ¿Cómo fue que lo dijo Julio Fontenla? Que lo dijo tan bien…. ¿Cuál fue el término ? Ella tenía un cuerpo que le daba…. Yo conocía el sustantivo, pero lo dejé buscar. Después de mirar con los brazos cruzados al suelo, al techo, a través de la ventana, al final le salió: -Prestancia. Eso es. Y todavía la tiene... Ya verá usted…. Hay mujeres que no se acaban nunca. Esto último alimentó mi esperanza, aunque no me atreví a decírselo. -Hay retratos mucho más sugerentes. Venga por aquí. Fíjese en esto. Se trataba ya de desnudos a los que no les faltaba cierta dosis de picante. Bueno, eran retratos decididamente eróticos. -Aquí todavía no estaba pintando a su mujer, sino a la buena moza que le habían traído, o se la había traído él, para que posara como modelo y le permitiera plasmar las mil facetas del arte de la seducción. Pero si le he pedido que venga es principalmente para que vea otra cosa. Sígame. Atravesamos varias salas desiertas donde resonaron exageradamente nuestros pasos. Sin detenernos ante ninguna de las obras allí expuestas, llegamos hasta un cuarto pequeño, igualmente bien iluminado, donde sólo había cuatro cuadros, sin ningún mueble. El comisario Fabien Longuet se situó enseguida delante de uno de ellos. -He aquí la última obra del pintor. Observará que no está acabada. Ya he dicho que la pintura no es mi fuerte, si bien en mi opinión le faltarían simplemente unos toques. Esta vez se trataba del retrato de un hombre, de tipo mediterráneo, ojos de un negro de pegote de asfalto (¿dónde he oído antes esta expresión?) y unas guedejas de lo mismo cayéndole sobre la frente. Su rostro manifestaba la tensión del tigre justo antes de saltar sobre su presa, o algo parecido. La composición entera estaba sumida en una tonalidad sombría. -¿Sabe quién es? La pregunta me produjo un escalofrío. Respondí, sin embargo, negativamente, porque quería que fuera él quien lo dijera. -Augusto Negroponte. -¡Coño! -Como se lo digo. -No he dicho cómo. He dicho coño. Pero es igual…. -¡Ah!... Bueno....-prosiguió.- Lo cual significa que mientras el asesino estaba aguardando su momento al otro lado del tabique, Christophe Laumier le estaba pintando el rostro en la misma actitud de bestia al acecho que aquél adoptaba muy probablemente en la oscuridad del pasillo. Lo habría empezado unos días antes, por supuesto, en lo que podríamos llamar una premonición de su propia muerte, ¿cree usted en las premoniciones?, luego se afanaría por concluirla, como si hubiera querido dejar constancia de ella antes de la llegada de aquel ángel negro, que venía justamente para dársela. -Entonces…. Lo conocía. Christophe Laumier conocía al amante de su mujer. -No. -¿Cómo pudo, pues, pintarlo? -Ese es, en parte, el segundo gran misterio de este caso. -Pero…. ¿cómo puede usted estar tan seguro de que no lo conocía? En eso entró un grupo de visitantes acompañados por un guía. -Vamos fuera. Le explicaré eso. Atravesamos la calle y nos sentamos en el banco de un jardín, con una iglesia románica al fondo. -Reflexione. ¿Para qué le iba a presentar Suzanne a su amante? Legalmente eran marido y mujer, pero él le había dejado en París una libertad más ancha que Castilla, de hecho, nunca venía a verla. Por otra parte, ella disponía moderadamente de la cuenta bancaria.¿Qué necesidad tenía de poner en peligro aquella situación ideal, para la mujer que quiera tener amantes ? A Suzanne le gustaba tenerlos. Tanto ella como el propio Augusto negaron que éste hubiera conocido personalmente al pintor y yo tengo tendencia a creerles en ese aspecto. Sí, ya sé, lo conoció brevemente antes de matarlo…. Además, yo mismo descubrí el modo en que Christophe Laumier pintó a Augusto Negroponte, sin conocerlo necesariamente. Sabía que era inútil preguntar cuál, así es que me abstuve. Pero el detective debía ser sin duda consciente del suspense que había provocado y pareció querer prolongar malintencionadamente sus efectos, ya que eligió este preciso momento para sacar de nuevo su pipa, cargarla con una fumarada bien cumplida, comprimir bien el tabaco y encenderla con un gesto teatral que dominaba a la perfección. Parecía inglés, a ratos, el comisario éste, con toda su flema. El recuerdo de aquella soleada mañana de París me urge a conocer esta otra mañana gélida, aunque luminosa también, de Madrid, claro que resplandeciente con una luz distinta, porque toda ciudad posee un aura particular y cada estación se manifiesta, en cada una de ellas, con una tonalidad diferente. En fin, en un día como éste uno no puede sino bajar, aunque sólo sea media hora, a gustar el aire frío y sutil de Madrid. Me espabilará más que un café. Es una lástima, porque ahora el sol entra en el despacho a raudales, pero tiempo habrá para gozar de él, garabateando signos sobre el cegador rectángulo de nieve. Primero dejemos que llegue un rato, sin el filtro de los cristales, hasta la misma piel. Eso sí, bufanda, abrigo y boina no, porque no tengo. Serrar, reemplazar, añadir. Esta novela es en verdad el barco de Teseo. Lo importante consiste en que no pierda la forma de barco. No la perderá mientras pueda flotar. ¿Y si no la publicara jamás y me quedara toda la vida escribiéndome, como Montaigne, a través de ella? Publicar una novela es matarla. ¿Qué me importan los demás, si no consigo atenderme a mí mismo? Raras veces se tiene la oportunidad de escuchar un Madrid tan silencioso como el de hoy. El pueblo cercado por la nieve, anegado de azul, hostigado por el frío seco que desciende de las montañas, esgrimiendo un filo con una dureza aprendida en las aristas de las rocas. El tugurio oscuro del carnicero, la matanza de los cabritos, la sangre humeante, el tajo diestro en presencia del cliente entendido y conversador, de los chavales curiosos. El acoso de la perdiz en la estepa sin límites. La percepción de todos los sentidos se va atenuando con la edad, ello hace que el alma vuelque con menos fuerza su crisol afectivo. A veces, sin embargo, vuelve todo como un destello fugaz y nos descubrimos intoxicados por un retazo de sensación antigua, que creíamos hundida en lo más profundo del abismo oscuro de nuestra memoria, únicamente porque el crujir de esta nieve, al ser aplastada por la suela de mis zapatos, suena igual que el de aquella otra nieve de la paramera, la de antaño. Ah, ese que se encuentra tan campante debajo del gorro de pieles parece ser Samuel. Y su sonrisa irónica es aquella de cuando da la impresión de decir ¿ves cómo el mundo ha sabido conservar la capacidad de sorprendernos? o bien cuando pronostica, socarrón, pues están apañados si creen que así van a impresionar a los chinos…. -¿Qué tal avanza tu enésima corrección de “La poza de los lobos”? -Pues regular… Precisa muchos retoques todavía. -A ti lo que te pasa es que no quieres darla a la imprenta, tu novela. Si vivieras de ello, haría un buen puñado de años que te habrías precipitado al despacho de un editor con tu manuscrito bajo el brazo. Eso es lo que ocurre con los que tenéis otra fuente de ingresos, utilizáis la literatura para fines domésticos. Otro tanto me sucede a mí, que desde que me he jubilado siento un placer morboso al recrearme en mi trabajo, con lo cual el tratado de literatura comparada que tengo entre manos lleva camino de durar más que la obra del Escorial. -A medida que avanzo en la lectura, se va confirmando en mí la idea de que debería escribir todo de nuevo, con otra estructura que le diera mayor unidad. -La estructura se la da a la novela el tema, el lenguaje y el punto de vista. -Para empezar, el tema es inverosímil, por cuya razón nunca acabo de sentirme satisfecho y ello me obliga a reincidir una y otra vez en él sin alcanzar a ceñirlo jamás. -Tratándose de una novela, aquél para quien la presencia de un tema inverosímil constituya un argumento disuasivo de su lectura, no tiene más que encastillarse en los tratados filosóficos y científicos. Y atenerse a las consecuencias. -El caso es que yo sé que los acontecimientos ocurrieron tal como se pintan. -Semejante escrúpulo no le incumbe a un escritor de ficción. Extírpalo de tu conciencia y llena el vacío con palabras. Ahora ven, te invito a tomar un café, que hace un frío que pela. Te ayudará a terminar tu corrección, la cual espero sea la última. -Cuando llegamos al château de « La Mare aux Loups », varios meses después de cometido el asesinato, y nos fuimos haciendo una composición de lugar, me llamó la atención el retrato inacabado de Augusto Negroponte, al que reconocí de inmediato. Por cierto, este último, tras abrirle el cráneo a su víctima con un tubo de plomo, debió limitarse a apagar las luces y a cerrar la habitación. De lo contrario este cuadro no existiría ahora. Durante los quince días aproximadamente que permaneció en la mansión, ni una sola vez sintió la curiosidad de subir a echar un vistazo al taller de Christophe. La pintura no debía figurar entre sus centros de interés predilectos. Le haré una breve descripción de aquella sala y de lo que en ella encontramos. Tres grandes ventanales orientados hacia el sur, cuadros colgados por todas partes, también por el suelo, apoyados en la pared. Al fondo un caballete con el retrato de Augusto Negroponte, invisible la cara trabajada del lienzo desde la puerta y desde la mayor parte de los puntos de la habitación, pues estaba orientada de modo que recibiera la mayor cantidad de luz posible desde la ventana, durante el día, y de un foco de luz artificial por la noche. Era menester desplazarse expresamente hasta ese rincón para poder contemplar el cuadro, lo que Negroponte nunca hizo. Enfrente, otros dos focos con pie se hallaban orientados hacia un punto de la pared, muy cerca del ángulo. Presumiblemente el lugar en que debía encontrarse el modelo. Pero mientras Christophe Laumier pintaba no había modelo alguno, no podía haberlo. Quiero decir que en mis elucubraciones no acertaba a comprender cuál podría ser el objeto de esos dos focos, qué podía haber allí. Nada sino un exasperante vacío, frente al cual pasé las horas muertas, sentado en una silla de tijera, fumando mi pipa. ¿Qué estaría utilizando el pintor como modelo? De haber sido el propio retratado, éste hubiera hecho desaparecer el cuadro por razones obvias. Además, la reconstitución de los hechos no cuadra con el asesino en tal posición. De haber sido una fotografía de Augusto Negroponte, no solamente la hubiera echado al fuego sino que el lienzo hubiera seguido el mismo camino porque, qué duda cabe, en tal caso sí se habría tomado la molestia de ir hasta el fondo de la sala, para ver si verdaderamente el cuadro contenía lo que era de suponer y no fue así. Tal vez pintara de memoria, pero ello suponía que previamente había visto alguna vez a Augusto Negroponte y esa hipótesis, como ya le he dicho, me parecía poco verosímil. Por otra pare, si la aceptaba, entonces no podía explicar la presencia de esos dos focos cruzados. Claro que tampoco era posible negarla categóricamente y ello hubiera sido en verdad lo más fácil. Esos dos focos llegaron a constituir, sin embargo, una obsesión para mí. Me acercaba una y otra vez a la pared iluminada y observaba su superficie con una potente lupa, luego hacía lo mismo con una viga de madera que ascendía perpendicularmente para sostener la estructura del tejado, sin conseguir encontrar nada de anormal porque no sabía ver lo que andaba buscando…. Mire usted al cielo, dígame qué es lo que ve. Enrisqué los ojos. -Una nube. -¿Nada más? -No. Únicamente un magnífico cúmulo de verano. Una blanquísima guata de algodón en rama que avanzaba majestuosamente, como una vela inmensa, a través del cielo azul. En ese momento tuve la impresión de haber vivido antes esa escena. -Cierto, y por mucho que se esforzara, nunca conseguiría ver sino una nube blanca, una concentración de vapor, en fin, como usted quiera llamarlo… Pero si yo le digo : trate de ver si la forma de esa nube le recuerda a usted algo. Elevé de nuevo los ojos al cielo y, de pronto, cayó el velo. -Estoy viendo a un ángel que lleva una espada alzada en la diestra. -Justamente. Al lanzar aquella bocanada de humo gris, exhaló asimismo una satisfacción inconmensurable. También yo estaba encantado. -En una situación semejante me encontraba en esa fase de la investigación, pues tenía lo que buscaba delante de las narices sin alcanzar a verlo, porque me faltaba una clave de lectura. Y a todo ello, los focos insistiendo empecinadamente en mostrarme algo. Así estuve hasta que recordé una parte de la deposición de Suzanne Laumier, en la que aseguraba haber sorprendido a su marido, en varias ocasiones, hablando con las paredes. Entonces, como a usted, se me abrieron los ojos. Ya sabía lo que tenía que buscar y por lo tanto no tardé en encontrarlo. Entre los caprichosos dibujos que ofrecía la superficie seccionada de la viga de madera, brotó la cara de un hombre que se parecía mucho a Augusto Negroponte, el resto lo puso el arte de Christophe Laumier. Pero eso es terrible, ¿se da usted cuenta? Y sin embargo, considere que con el relato de Julio Fontenla ocurrió exactamente lo mismo. Ambos artistas, cada uno en su respectiva especialidad, llegaron a reflejar sin proponérselo una realidad que no conocían. Notará usted que las dos versiones de ese mismo prodigio se produjeron en el mismo lugar, « Le Château de la Mare aux Loups » o en sus alrededores. Todo un mundo poblado de seres extraños surgió enseguida ante mis ojos atónitos, como debió surgir ante los del pintor, y descubrí en la casa muchas de las figuras y grupos que aparecen en los cuadros de éste. Jardines, batallas, fiestas, aquelarres, personajes de quimera y de pesadilla que parecían hechos de humo al tiempo que reales. La casa era, de hecho, un inmenso palimpsesto. Una mancha de humedad, un motivo decorativo, una magulladura en un objeto o en una superficie cualquiera adquirían, de pronto, una significación distinta. Estos eran los fantasmas que se le aparecían a Christophe Laumier y que luego plasmaba en sus cuadros. Ya sea a causa de la impresión provocada por el descubrimiento, ya sea por la helada atmósfera de esa mansión deshabitada, sentí un escalofrío que se levantaba detrás de mí como una serpiente surgida de la penumbra. Cierto que, en aquella soledad prolongada e intensa, acabó oyendo voces y dialogando verdaderamente con ellas. También esto explica otro aspecto interesante del caso: no hubo la menor lucha. Imagínese usted la escena: Christophe Laumier, agotado al fin después de una larga jornada, decide concluir la sesión. Antes de apagar las luces del taller, se dirige a la puerta para alumbrar el corredor. En cuanto le dio al interruptor, se encontró cara a cara con un hombre que emergía de las tinieblas del caserón en actitud amenazadora, armado con un tubo de plomo, pero no un hombre cualquiera, sino aquél cuyo rostro estaba pintando desde hacía algunos días, sin haberlo visto jamás en carne y hueso, sin saber que existía fuera de su imaginación y de aquellas caprichosas líneas dibujadas por la naturaleza en la viga de madera de aquella mansión lóbrega, aislada del mundo. El terror y la sorpresa debieron ser tan intensos que no le permitieron defenderse. Ágata negra mantiene ahora una postura complicadísima en el sofá. Don Antón y el marqués siguen con el ABC. Samuel trabaja en su escritorio. Pongamos que “La poza de los lobos” se está publicando por entregas en el ABC y ellos tienen delante el capítulo que acabo de leer. Que Ágata negra la acaba de comprar, íntegra, en una librería y que Samuel la está examinando con todos sus adminículos de crítico experimentado. De repente todo me parece tan vulnerable y frágil como un castillo de naipes. La teoría de Fabien Longuet a propósito de la elaboración del cuadro de Augusto Negroponte, inverosímil, peregrina. Al menos por lo que se refiere a Samuel y Ágata negra, pondría la mano en el fuego y diría que son de esa opinión. Si arguyera que el propio Fabien Longuet me refirió esa historia, replicarían sin duda que el inspector había envejecido y su mente lucubrado con las muelas de su molino melladas y desgastadas. Aparte de que Samuel no dejaría de traer a colación la distinción entre real y verosímil y recordarme que en literatura es lo último lo que cuenta. Poco lograría desviar su juicio replicando con el credo quia absurdum est de Tertuliano. El católico a macha martillo de don Antón, en cambio, apreciaría la referencia a ese ángel de la espada llameante que guarda la entrada del paraíso donde se encuentra, no hay que olvidarlo, el árbol de la ciencia del bien y del mal, así como todo ese misterio, tan genuinamente español, que recorre la nervadura de nuestra literatura desde Tirso, y antes de Tirso, hasta Espronceda y Bécquer. Ese marqués, que es como el marqués de Bradomín, feo católico y sentimental, alto, desgarbado y viejo, quizá no pusiera tampoco reparos por cuanto al contenido se refiere; acaso en lo tocante a la forma echara en falta pétalos y relámpagos y en la casa cortinones de cretona, cordobanes y esmaltadas taraceas de nácar y de marfil. Tal vez haya que prestar mayor atención al léxico. La palabra, al fin y al cabo, es la principal protagonista de una buena novela. CAPITULO V SUZANNE LAUMIER. Comimos juntos pero ya no volvimos a hablar del enigma del pintor despavesado. La conversación giró más bien en torno a mi trabajo como crítico literario, puesto que en tanto que escritor la plática no hubiera dado para mucho. Me preguntó si me consideraba un especialista de la obra de Julio Fontenla. Respondí evasivamente, rehuyendo el concepto de especialista que se me hacía demasiado pomposo para mí. Le dije que últimamente había dedicado, en efecto, mucho tiempo al estudio de la producción del maestro y había conseguido asimismo publicar algunos trabajos a este respecto. No sé si consideró mi respuesta como una garantía o como la culminación de un breve trabajo preparatorio, la cuestión es que entabló un movimiento de aproximación a la obra de nuestro escritor con una serie de preguntas bien meditadas y mejor encadenadas a propósito, sobre todo, de la concepción de la realidad que se vislumbra en sus relatos. Me sorprendió esa ofensiva dialéctica tan bien trabada, pues resultó evidente que el comisario no solamente poseía buenos conocimientos de literatura española, e incluso hispánica, sino que era un excelente conocedor de la labor de Julio Fontenla. Sin mencionarlos, abundó en citas de los más eminentes críticos que habían profundizado en ella y entre las ideas que desarrolló reconocí algunas como propias. Quedó bien claro que, en sus escritos, Fontenla era casi siempre un gran demoledor de la visión euclidiana del mundo, de modo que los conceptos de espacio y tiempo salían, por lo común, bastante mal parados. El ámbito de la realidad que nos presentaba tenía todas las trazas de ser mucho más vasto que el que estamos acostumbrados a reconocer e incluiría por ejemplo lo onírico y lo verosímil. Las reglas que lo rigen tampoco daban la impresión de ser las mismas, la concatenación lógica parece romperse para dar paso a un caos aparente, que intuimos, sin embargo, susceptible de recomposición. Y sobre todo, esa nueva realidad incurre en la sospecha de mantener lazos secretos con la escritura o con la palabra en general. Eso es lo más inquietante. Repuse que ello es así porque la realidad propuesta es la interior, la de nuestra conciencia. Si el realismo y el naturalismo se consagraban a examinar la realidad exterior, e incluso a observar sus leyes con el fin de predecir sus efectos, la novela de nuestros tiempos sigue un movimiento introspectivo y es cierto que en ese viaje hacia el interior ha descubierto un mundo nuevo, repleto de posibilidades inéditas e inauditas. En él el hombre se convierte en el parónimo de los dioses, se imagina a sí mismo inconmensurablemente extensivo, emergiendo fuera del tiempo hasta alcanzar la eternidad ; nada le es imposible, es uno pero contiene todos los opuestos, puede encontrarse en todos los lugares al mismo tiempo, contemplarse en la matriz, en la juventud, en la vejez, e incluso muerto como se dice que hacía Carlos V en el monasterio de Yuste, y hasta en el mundo de más allá de la sepultura, alternativamente o a la vez. Nada se lo impide. Puede tomar todas las formas y tamaños. Ello porque todo coexiste en su mente. -¿Y fuera de ella, cabe la posibilidad de que coexistan diferentes tiempos y diferentes espacios? -Esta sería una pregunta para ser contestada, me parece, no por un crítico literario, sino por un filósofo. Con un resignado gesto de asentimiento manifestó darse por satisfecho con la respuesta, quedando la cuestión aparentemente zanjada. Sin cambiar totalmente de conversación, escogió otra faceta: -Me enteré de su muerte por los periódicos. -¿Se habló en Francia de la muerte de Julio Fontenla? -Quise decir por los periódicos españoles. Tras el café, el comisario pidió una copa de calvados. Aquella palabra provocó en mí reminiscencias muy fuertes de cierta noche en Sajará, al amor de la lumbre. Rememoré el vasto espacio del comedor, en cuyo techo casi podía contar el número de vigas, los muebles antiguos de madera negra, el velador sosteniendo cerca de mí la lámpara cuya pantalla color hueso proyectaba una luz turbia pero suficiente sobre mi bloc de notas, y el rostro de Julio Fontenla considerando con perplejidad las nuevas posibilidades de su antiguo relato. Los otros dos escritores, Marcos Montseny y Francisco José de Arenosa, participando de mi propia expectación. Sumidos todos en aquella caliginosa claridad teñida de rojo por los rescoldos del hogar, como si estuviéramos sentados al anochecer en el lecho de un río, cubiertos por las aguas. El camarero aguardaba para conocer mi decisión. -Yo tomaré otra –me apresuré a decir.- Le expliqué a Fabien Longuet que la última ocasión que se me había presentado de probar ese licor fue precisamente en casa de Julio Fontenla. Y le conté los pormenores de aquella velada. Me escuchó con gran atención mientras saboreaba su copa. Luego encendió su pipa y formuló algunas preguntas referentes únicamente a detalles de la vida del escritor, a la usanza de los policías. Notamos al cabo que éramos los únicos clientes que permanecían todavía en el local, en cuyo caso lo más prudente era dejar que los camareros levantasen al fin los manteles. Durante el lapso de tiempo, no excesivo, que uno de ellos invirtió en traernos la cuenta, me espetó de improviso: -¿Tiene usted corbata? -No –admití un tanto confundido.- -Le sugiero que emplee la tarde eligiéndose una. Hacia la noche pasaré a recogerle al hotel. Vaya, un pasaje farragoso, demasiado teórico. ¿A quién podrían gustarle estos párrafos tan poco atractivos, excepto, claro está, a Samuel, cuyas ideas, tan largamente debatidas y alquitaradas por ambos a fuerza de aplicarlas a escolios de textos, reflejan? Él es uno de los críticos que propugnan la idea de que en la novela cabe todo, hasta el ensayo. Más aún, sostiene que la novela se aproxima a grandes zancadas al ensayo por la necesidad que experimenta de explicarse a sí misma, por la vocación de poner de manifiesto su mecanismo, el procedimiento que elucida su valor, que determina su carácter ineluctable. Pero aparte de Samuel, ¿a quién más? Tal vez a Ágata negra, que, en tanto que universitaria, detesta la facilidad de las anécdotas entretenidas, las cuales, hoy en día, qué duda cabe, las cuenta mejor el cine. La novela, pensará, debe ofrecer los instrumentos que permiten trocear y asimilar las sustancias que se hallan más allá de las historias que el cine sólo puede contar. El marqués y don Antón argumentarán sin duda que el narrador debe limitarse a contar sin digresiones y que la labor de interpretar y concluir le corresponde al lector, por lo que desaprobarán estas líneas. Lo más sensato sería pues suprimirlas, ya que abundan más los lectores cortados por el patrón del marqués y sobre todo por el de don Antón, aunque la democratización de los estudios ha agrandado considerablemente la categoría de los universitarios. Por otra parte sería mezquino escribir tan sólo para vender libros. Además, ¿qué narrador ha sido jamás completamente objetivo? Claro que uno no puede permitirse escribir la gran obra, la obra con mayúsculas, al principio de su carrera y si desea sobrevivir, hacerse un nombre, ganar porciones de tiempo para la escritura, deberá mezclar un poco de agua en su vino. Por el momento dejaré subrayados en rojo estos fragmentos y después decidiré si los suprimo. Sin hacer siquiera escala en mi hospedería, tomé el metro y me dirigí, obviando componendas, a Galerías Lafayette, donde abordé al primer dependiente de la sección de caballeros que me vino a mano: -Desearía una corbata discreta…. con el nudo hecho. Me sonrió con complicidad y yo me encogí de hombros, sonriendo también. Sacó tres. Elegí una. Acto seguido, ante mis ojos incrédulos, sus dedos de prestidigitador hicieron aparecer un nudo corredizo en un santiamén, postergando para mí una vez más el “ modus operandi”. A los diez minutos de haber entrado, ya estaba de nuevo en la calle con la bolsa de plástico en la mano. Hacía calor, el cielo, impoluto, pintado con azul de cobalto, sobrecargaba París de suntuosidad, daba al gris claro de sus edificios sólidos y rectilíneos, imperiales, una luz interior que los acercaba al pastel. Delante del obelisco de la plaza de la Concordia volví a esbozar una sonrisa pensando en la ampulosa frase del comisario referente a la corbata: « Le sugiero que emplee la tarde eligiéndose una ». Enfática o simplemente elegante, el caso es que era excesiva, como acababa de probar. Crucé el puente que ostentaba el mismo filantrópico nombre que la plaza, sin corresponder en lo más mínimo a las salutaciones de los turistas que pasaban por debajo, sentados en la cubierta de un « bateau mouche », y ante la Asamblea Nacional inicié mi paseo por la orilla derecha. Las aguas del Sena fluían densas y oscuras, como si discurriera una pesada aleación de metales fundidos. Albergaba la razonable sospecha de que aquella noche el comisario Fabien Longuet me iba a presentar nada menos que a Suzanne Laumier. En la soledad de mi habitación madrileña me había devanado los sesos tratando de imaginar cómo sería esa mujer. Para escribir el cuento acudí al expediente de utilizar la envoltura exterior de las mujeres más bellas que había conocido, mezclando los rasgos sobresalientes de cada una de ellas. El resultado había sido una rubia dotada de un impacto semejante al de un arma de destrucción masiva. Ahora, el hecho de que el uso de la corbata me fuera exigido insinuaba un prestigio añadido a la leyenda que me había forjado de ella. Supuse un eventual matrimonio con un aristócrata e imaginé una recepción en su mansión del « faubourg Saint Germain », en uno de esos salones verdosos, cargado de retratos familiares, tal vez en compañía del estrecho círculo de íntimos, donde cundiría un diálogo denso, refinado e irónico, a la manera de las réplicas de M. de Charlus o de la duquesa de Guermantes, y en el cual, no pudiendo estar a la altura del mismo, me vería obligado a adoptar la actitud distanciada y modesta que, en la novela de Proust, ofrece casi siempre el joven narrador ante aquella casta de elegidos a la que, por su elegancia exquisita y depurados modales, permanentemente manifiestos en su peculiar arte de vivir, atribuía la prerrogativa de considerarse los príncipes de la tierra. Con este pasaje alcanzaría a tocar, forzosamente, alguna fibra de la sensibilidad del marqués, el cual no podría sino aquiescer frente a ese esbozo de un mundo aristocrático que debió conocer en su niñez y en su juventud, cuyos basamentos y pilares parecían destinados a desafiar a la eternidad. Samuel quedaría satisfecho, presumo, con ese guiño literario, con ese reflejo de otra obra que hace del arte un diálogo entre ellas, una puesta en abismo como la que el propio Proust sugiere con sus famosos espejos enfrentados. Sin embargo, estoy prácticamente convencido de que tanto el marqués como Ágata negra despreciarían a ese personaje protagonista que no sabe hacerse el nudo de la corbata. Mas para lo que no habría palabras lo suficientemente contundentes sería para expresar el desprecio que Ágata negra siente por la aparición de esa imagen de mujer objeto que surge en la mente del narrador, a quien, en adelante, resulta obvio, desdeñará. Y, por supuesto, en el plano lingüístico, considerará un desacierto, si no una manifiesta cursilería, la comparación de la belleza de una mujer a los efectos de un arma de destrucción masiva. Esta alusión hay que quitarla si no quiero prescindir, de golpe, de la fracción lectora femenina tintada de feminismo, por fina que sea la capa, de modo que subrayo en negro la frase entera. Más vale curarse en salud. Durante la cena en uno de esos restaurantes donde no corríamos el riesgo de desentonar con nuestro atuendo suntuoso, el comisario me obsequió con un cumplido referente a mi corbata. Le respondí que, en efecto, la ocasión requería un especial esmero. Lo dije justamente con el malévolo propósito de que dedujera la carencia de sentido contenida en su determinación de prolongar el suspense, e hiciera algún comentario revelador al respecto. Por desgracia, el comisario no consintió en morder el anzuelo, pero dándome a entender, según creo, mediante una sonrisa cómplice, descubridora de mi anhelo íntimo con gran confusión por mi parte, que había visto el reclamo. ¡Vaya por Dios, ya recuerdo esta parte! Habrá que suprimirla enteramente, por las mismas razones que la postrer frase subrayada en negro. Leo de todos modos por ver si puedo salvar algo, pero lo dudo. En eso llegó el camarero con la carta. Eché un rápido vistazo al ejemplar depositado ante mí y lo devolví sobre la mesa. -Usted conoce sin duda mucho mejor que yo los secretos de la cocina francesa. Le cedo con gusto la elección de los platos. El comisario depositó a su vez la carta sobre el mantel y aguardó. En cuanto el camarero estuvo de vuelta le dictó de memoria: -Ostras. Escalope de foie gras al caramelo de jengibre. Róbalo con habas y tomates en adobo. Solomillo de ternera a la charentesa (à point). Bacará a los frutos rojos. Con ello tuve la confirmación de que me hallaba ante un hombre de mucho cuidado. Hizo una pausa para que el camarero pudiera terminar de tomar nota, pero justo en el instante en que éste se disponía a hablar, prosiguió: -En cuanto a los vinos, empezaremos por un Gewurztraminer del 97, seguido de un Burdeos del 93 para el último plato. De manera que es así como se las gasta este antiguo funcionario del cuerpo de policía. -Muy bien –fue todo lo que le permitió decir.- Por otra parte, en todo el tiempo que estuvimos sentados ante la mesa, se cuidó de que la conversación girara en torno a lo femenino, bajo diversos aspectos. Aquí comienza de verdad la poda…. Con lo cual, estoy convencido, dio una prueba de perspicacia y penetración sicológica al haber pesado, sin duda alguna, con la exactitud de un orfebre, los elementos que se hallaban a disposición en mi propia mente, con cuya operación desplegó un juego magistral basado en mi ansiedad por conocer a Suzanne Laumier, afianzando, de paso, la importancia de su testimonio, pero sin desvelar nada definitivo a propósito de los acontecimientos previstos para la velada. Galimatías, todo fuera. Sin embargo, Fabien Longuet era uno de los que solían predicar con el ejemplo y no entró en materia mientras no dispuso de una imagen suficientemente expresiva sobre la que apoyar su razonamiento. En verdad esto es intolerable incluso para mi, tijeretazo al canto. Sus ojos menudos y vivaces se agitaban buscando algo que sabía no podía hacerse esperar indefinidamente. En efecto, acabaron por clavarse como dos pequeños dardos hacia el lugar donde se hallaba la puerta de entrada al salón. Esperé un momento porque toda ostentación me es desagradable, y cuando los recién llegados estuvieron a mi alcance, torcí discretamente la mirada. Se trataba de una mujer en verdad muy hermosa, acicalada con gusto refinado, de las que por cierto rebosa París, y si era eso lo que aguardaba el comisario podía hacerlo con toda tranquilidad de espíritu. Fuera, fuera, abominación, sacrilegio. La seguía un acompañante, vestido por supuesto de etiqueta, y ambos iban precedidos por uno de los camareros. En cuanto terminé de recrearme en sus proporciones y en su majestuoso andar, me volví hacia el comisario quien me recibió con una sonrisa aprobatoria, seguro de que mis ojos estaban ahora llenos de la imagen de la mujer. Ya he dicho que era un flemático. Corte que te crío. Nada de esto debe quedar, al limbo de los abortos literarios con todo ello. ¡Y cuán oportunas y rentables se hallan las relecturas! -Para un policía, e imagino que para un literato viene a ser lo mismo, el conocimiento de la delicada naturaleza femenina es una asignatura que reviste una importancia capital. Mejor se lo explico con un ejemplo. -Me encantan sus ejemplos. Alargué la mano hacia la copa y paladeé largamente el líquido carmesí. Cursi hasta hacer enrojecer a un legionario. ¡Tijeras, para qué os quiero! -En alguna parte he leído la anécdota de cierto antropólogo que se propuso estudiar el carácter especialmente agresivo de una tribu amazónica y con este fin vivió una buena temporada entre ellos. El hombre sacaría sus propias conclusiones, pero tuvo también la curiosidad de recabar con toda sencillez la opinión de los encausados y les preguntó sin más si ellos sospechaban las causas de esa violencia. Ellos intercambiaron una mirada que cartesianamente quería decir: « pero… ¿será tonto este tío? ». Como el científico aguardara a pesar de todo respuesta, uno de ellos, un poco por conmiseración y otro poco por salir del paso, acabó por responder con el gesto insípido de quien se ve obligado a perder tiempo y energía expresando algo demasiado evidente: “¡por las mujeres! ¿ por qué iba a ser? » No tuve más remedio que sonreír ante la espontaneidad de los mencionados indígenas. -Una verdad tan palmaria –prosiguió- se nos ha hecho extraña en occidente por simple deformación cultural, aunque no por ello deja de obrar en nuestras relaciones sociales en el mismo sentido con que lo hace sobre las tribus que reflejan modelos más arcaicos. -Más solapadamente, en todo caso. -Cierto, como corresponde a una civilización con un nivel de complejidad bastante mayor que el de las tribus amerindias. Si bien el modelo arcaico de sociedad no es precisamente simple. -A veces se nos olvida tomar en consideración lo antiguo que es el hombre. -Estadísticamente hablando, la mujer es menos dada a tomar riesgos, pero cuando un hombre llega a tomarlos hasta el punto de quebrantar la ley, una mujer suele ser el objetivo último de esa trasgresión. Arquetipos como el de Irene Adler, que causó la admiración de Sherlock Holmes, capaces de tomar riesgos por el varón, se aproximan más a la excepción que a la regla. Las transformaciones sociales operadas en los últimos siglos no han sido lo bastante como para contrarrestar millones de años de memoria genética y en eso el animal humano difiere poco de las otras naturalezas : el macho debe luchar con otros para obtener el derecho de aparearse, la hembra, por el contrario, se limitará a dejarse elegir por su aspecto saludable, que aprenderá a realzar mediante la seducción, elevada con el tiempo al rango de arte y puesta a prueba, así como la fortaleza masculina, en el crisol de la selección natural, por los siglos de los siglos. Hizo una pausa como para dejarme constatar por mí mismo que semejante enunciado no obedecía a un presupuesto basado en consideraciones misóginas sino científicas. Por lo que a mí respecta, quizás a causa de la turbación que suele provocar el vino, a la sazón un Burdeos de excelente calidad, no las tenía todas conmigo, aunque tampoco fui capaz, por la misma razón, de aportar argumentos sólidos susceptibles de rebatir los suyos. La única impresión que retuve en ese momento fue la de un destino igualmente aciago ofrecido a ambas partes, regido por la ley implacable del sexo y la reproducción, siguiendo el interés de la especie y no el del individuo. Ante mi silencio neutral, el comisario prosiguió: -Se habrá fijado en la pareja que acaba de entrar. Ambos solicitaron tácitamente a su llegada la aprobación de los miembros conscriptos del sexo contrario. Sin embargo él se presentaba como el guerrero que ha tenido que luchar denodadamente, y lo seguiría haciendo si fuera menester, para ganar el trofeo que ahora se permite exhibir. Cierto que, una determinada concatenación de circunstancias podría conducir, por los mismos medios, a la adquisición de un número indeterminado de trofeos de valor semejante, puesto que aún le quedan muros en su casa para poder colgarlos holgadamente. Ella, por su parte, acude como el precioso botín y le importa constatar que todavía es capaz de suscitar el interés y la codicia suficientes como para reparar, venido el caso, cualquier accidente que pueda subvenir a su relación actual. Los hombres y las mujeres somos diferentes, basta con observar el metabolismo de ambos. Lo cual es siempre fuente de problemas y de incomprensión. Uno de nuestros errores más frecuentes es atribuir a la mujer la promiscuidad que, por causas fisiológicas, nos es propia. Una mujer puede ser comprensiva, en ambos sentidos de la palabra, con el deseo del hombre, pero no lo experimenta de la misma manera. -Está usted incidiendo en una vieja polémica medieval sin solución, a mi modesto parecer. Me refiero a la polémica cortesana sobre quién disfruta más del amor, el hombre o la mujer. La cual coloco yo en el mismo plano que la polémica sobre el sexo de los ángeles. -En el mío, no creo que existan diferencias sustanciales en cuanto a la intensidad de la percepción del acto en sí. Lo contrario sería injusto. Pero lo cierto es que el hombre lleva el deseo, digamos, más a flor de piel que la mujer y ello no carece de consecuencias por lo que se refiere a la criminología. Colegí que, aunque indirectamente, estábamos ya hablando del caso del pintor despavesado, mas conociendo su intención de esquivar su meollo hasta que se produjera el golpe de efecto que sin duda había preparado, decidí que lo más cortés era permanecer en el ámbito de la abstracción, bien que sabía poco más o menos a lo que se refería y albergaba mis dudas y objeciones. -Oyéndole hablar tiene uno la impresión de que el hombre lleva en su sexo el germen de la criminalidad y la mujer es siempre la « donna angelicatta ». -Usted sabe de sobra que eso es simplificar. Sin embargo, la estadística prueba que el hombre incide en la violencia con bastante más frecuencia que la mujer. Aunque no es eso lo que me interesa poner de relieve en este momento. -Lo sé, usted se refiere a la especie de travestismo psicológico que ha mencionado antes. -Y que puede ser fuente de inquietud, o de decepción, según los casos, y también de celos… -Recuerde que los celos femeninos pueden ser tan radicales como los del hombre. -Son distintos en su origen. Lo que provoca los celos en el hombre es la posibilidad de que su compañera mantenga relaciones sexuales con otro. Llegados a este punto conviene notar que algunas sociedades, incluso modernas, especialmente aquellas que todavía florecen alrededor del mediterráneo, ejercen una presión muy fuerte en tales casos. Lo que los provoca en la mujer, en la mujer neolítica que sin darse cuenta es, en parte, la mujer actual, viene a ser la posibilidad de que el varón invierta en otra los recursos y la ternura que deben serle destinados a ella y a su progenie en exclusiva. Lo cual, teniendo en cuenta cómo es el hombre en general, tendrá usted que admitir que reduce considerablemente el problema. Pero por ahora permítame que dejemos las cosas así, pues ha llegado el momento de orientarnos hacia la siguiente etapa. Cuando la ocasión lo requiera, le expondré mis conclusiones con respecto a la elucidación del móvil que impulsó a Augusto Negroponte. Si bien es cierto que ello no constituye la faceta más interesante de nuestro caso. Sepa sin embargo que los caminos de la hipótesis son anchos; luego se van estrechando en la confrontación con los hechos. A decir verdad, me sentía algo contrariado con tal explicación. El móvil pecuniario parecía tan evidente, a pesar del carácter apasionado de Augusto Negroponte, que no se me había ocurrido considerar cualquier otro. Ese modesto empleado de seguros, que de repente tenía la posibilidad de convertirse en el señor de « La Mare aux Loups », había pesado demasiado en la interpretación de unos acontecimientos que, por cierto, ya había manejado. De todos modos era preciso esperar para ver sobre qué bases aplicaba el comisario el argumento de los celos, ya que por el momento lo único que había intentado era recordar que un hombre mediterráneo y algo primitivo como Augusto Negroponte podía ser presa fácil para los celos. -Por supuesto –repuse, sin prestar demasiada atención a mis palabras.- Se trata tan sólo de puntos de partida. -Lo cual no es inocuo, pero hay que saber formularlas correctamente esas hipótesis. Por ello, un cierto tipo de cultura le es necesario a todo detective que se precie. Alguna modalidad de rencor no demasiado profunda debió dictarme la respuesta: -Lo vemos en la exposición que hace el doctor Watson de los conocimientos y los límites de Sherlock Holmes. -No estoy demasiado de acuerdo –concedió, suspicaz-, con la dosificación que establece Conan Doyle: nada de filosofía, nada de literatura, nada de astronomía….. -Parte del principio contrario al de nuestra sentencia castellana: « el saber no ocupa lugar ». -Cierto. Yo lo justificaría únicamente desde un principio de economía: « ars longa, vita brevis ». Sin embargo en otro pasaje reivindica la intuición, la cual se refuerza notablemente con la experiencia vicaria que representa la literatura. Censurado. Dejamos el restaurante con sus candilejas y su murmullo apagado, discreto, de conversaciones y cubiertos, en busca del coche. Tras la puerta vidriera, nos acogió una atmósfera cálida y animada. Definitivamente París estaba viviendo un verano anticipado, hasta el punto de que circulamos con los cristales de las ventanillas bajados. Pronto me vi flotando en el mar de luces de la Avenida de los Campos Elíseos hacia el Arco del Triunfo. El comisario Fabien Longuet dirigió sin la menor vacilación el vehículo hacia la formidable vorágine que envuelve permanentemente dicho monumento. El tráfico afluía desde todas las direcciones contenidas en la rosa de los vientos. Descendimos por la Avenida Kléber, aproximándonos a la nueva iluminación de la Torre Eiffel. Pasamos el puente, descendimos por el Boulevard de Grenelle, torcimos a la derecha por una calle cuyo nombre no alcancé a leer y a partir de ahí, como intruso en un laberinto extraño, sería incapaz de reconstruir el itinerario. Dejamos el coche aparcado en un angostillo desierto y oscuro, dimos la vuelta a la manzana y nos encontramos de bruces con los neones del « Sitting Bull », el conocido cabaret parisino. No es ciertamente ahí donde vamos, me dije. Pero sí era. Como es de suponer, el comisario Longuet sonrió ante mi desconcierto, mas no ofreció ni una sola palabra como explicación, sino que se dirigió sin más a la entrada, donde unos porteros le reconocieron enseguida y le dejaron pasar de inmediato. Dentro sonaba la característica sintonía del « Sitting Bull » con que solía dar comienzo el espectáculo y sobre el escenario unos cuerpos femeninos que se extendían en ondulaciones, como jornadas enteras de viaje a través del desierto, componían las figuras más sugerentes. El patrón en persona, prevenido sin duda por los de la puerta, vino a darnos la bienvenida acompañado por un camarero, conduciéndonos sin más demora a una mesa situada al lado mismo del proscenio, ante la cual, tras despedir a aquél mediante un signo convenido, nos hizo el honor de sentarse con nosotros. No tardó en llegar el champagne, estirando su cuello áfrico sobre el hielo de la corchera, y mientras lo decapitaban bajo la mirada atenta de nuestro anfitrión, inquirió éste si no era yo acaso un joven oficial de la policía. El comisario, por toda respuesta, procedió a las presentaciones, añadiendo a mi nombre los títulos de escritor y crítico literario. -Cualquiera de mis criaturas –aseguró Silvio de Longuelune, boleando de retruque-, constituiría un personaje femenino de interés inagotable. Obsérvelas –con cuyo modo imperativo se dirigía a mí en particular. Obedecí.- Cada uno de sus movimientos –prosiguió con un susurro incantatorio-, cada uno de sus gestos, despierta una fibra sensible, la cual responde a la llamada desde lo más profundo de nuestro ser. Todo se ofrece escandido, calculado con una precisión maniática. No hay inocencia ninguna sino sabiduría, mucha experiencia y un acendrado conocimiento del alma humana, la del hombre y también la de la mujer, porque lo que interesa es la unión de ambos contrarios cuando forman un todo y lo convocan todo, desde el placer hasta el dolor, reuniendo placer y dolor, que ya no son opuestos, en el mismo semblante. Lo que ellas están tocando es una sinfonía antiquísima, apoyando sobre todas las teclas de nuestra memoria genética, que es también la suya. Aunque ellas solas no hubieran podido redescubrirlo todo sin asistir a esta escuela catedralicia donde yo soy catedrático y oficiante de un misterio sacrosanto, y en la cual se van acumulando los logros de aprendizajes anteriores. Sin embargo, la idea básica, aglutinadora de la realidad sensual que aquí se manifiesta, es mía. Yo soy el creador y ellas las criaturas. Esta última frase me pareció tan abusiva como sin duda a él perentoria, mas la conciencia, siempre alerta, avanzó un escrúpulo, ¿acaso tú no te hallas aquí preferentemente para escribir “La historia del pintor despavesado”, o como quiera que termines llamándola? y manejar con la usual libertad, que no solamente concede sino también necesita la creación literaria, los hilos que moverán en tu ficción a estos seres humanos únicos e irrepetibles, los cuales estás dispuesto a convertir en personajes de novela. La matemática y la física que desarrollaban sus secretas armonías y correspondencias en lo alto del escenario le disputaban la atención a los remordimientos. Vamos a ver, me rehice, dejando la copa de champagne sobre la mesa, se trata evidentemente de una aproximación precipitada, producto de la excitación del alcohol y del ambiente, no conviene caer en la falsa ingenuidad de quienes necesitan publicar un artículo al día siguiente, no resulta tampoco oportuna en este caso la evocación de los personajes nivolescos que por un momento había fulgurado a través del caos de mi conciencia, pues éstos no son sino piezas de un juego intelectual, bastante frío y descarnado por lo demás, de ese vasto pensador que fue Unamuno, porque una vez sobre el papel, con todos los rellenos embutidos, lo que tenemos antes y después de la ilusión es un personaje literario como cualquier otro, al que es lícito dirigir a nuestro antojo ya que no es un ser vivo, al contrario de lo que sucede con las supuestas criaturas de Silvio de Longuelune, sobre las que se otorga derechos de demiurgo. Mal que me pese tuve que oírme decir: « sobre el papel, sobre el escenario ¿qué más da? ». No es posible, protesté, no puede ser lo mismo. Mi mano alcanzó sola la copa de champagne y yo me dije, cediendo, que no tenía importancia puesto que, de todos modos, el hilo de mi pensamiento estaba ya bastante enmarañado. Al día siguiente, en cuanto recuperara la lucidez, tendría harto tiempo para repasar mis sofismas. Silvio de Longuelune había callado del todo, la verdad es que no supe si había hablado poco o mucho, como sugiriendo que, a partir de ahí, cuanto podía añadir mejor lo expresaban sus chicas que sus propias palabras, ¿o eran sus chicas, de algún modo, sus propias palabras? En un momento que sólo de un modo aproximativo soy capaz de situar con respecto a los otros momentos que le precedieron y siguieron, volvió el camarero, vertió una frase breve en su oído que lo puso en pie, musitó brevemente pero sin precipitación una excusa y ambos desaparecieron. Miré de reojo al comisario y observé que seguía con atención lo que ocurría en el escenario. Sin embargo notó que mi copa se vaciaba con cierta rapidez y escanció varias veces el líquido ambarino, cuyas burbujas heladas anestesiaban un poco el pensamiento, haciendo más soportables las visiones que se desplegaban ante mis ojos, acostumbrados sobre todo a la uniformidad e inmovilidad de la letra impresa. Sobrevino en esto una pausa que despobló la escena hasta de luces, permitiendo recuperar protagonismo a las colgantes arañas, candilejas de los muros que hacían destellar de nuevo las molduras doradas y lamparillas discretas de las mesas. Comprobé, no sin cierta alarma, que el contenido de la botella había desaparecido; allí estaba, ebenácea y fría, casi sonriente, en el centro del velador, escoltada por las copas también vacías y empañadas. El comisario Fabien Longuet parecía no haber reparado en ello. Únicamente se volvió hacia mí para anunciarme en tono confidencial: -Ahora es cuando viene el número fuerte. Un foco fue a posar su cerco de luz sobre las purpúreas cortinas, donde se inmovilizó un instante. Luego, con un movimiento brusco, como producido por la onda expansiva de una explosión, volaron por los aires dejando paso a una mujer que más parecía dibujada, tomada de una ilustración en la que el artista había circunscrito toda la obsesión y toda la furia de su libido, reuniendo lo mejor de todos sus fantasmas y consiguiendo un ser cuya perfección y belleza le daba un halo de irrealidad. La explosión había sido la de la música, tal vez, y tras ella saltaron seis bailarines vestidos de etiqueta. La coreografía representaba una adaptación del « Hello Dolly » de Bárbara Streisand y Louis Armstrong. Enseguida observé que se creaba un campo magnético cuyo centro era ella convocando todos nuestros deseos, que asimilaba como si se tratara de una energía vivificante, operándose una suerte de transubstanciación que la regeneraba perceptiblemente. La voz del comisario Fabien Longuet sonó como desde la trastienda del sueño: -No quisiera que concluyera la actuación, sin antes prevenirle que la mujer que se halla en estos momentos en escena es Suzanne Laumier. París, pensé, es una ciudad demasiado bella porque quienes la crearon tenían acceso a la belleza a través de la razón y del sentido de las proporciones, pero carecían de la sensibilidad que les hubiera obligado a detenerse en umbrales anteriores. -Augusto Negroponte acudía al « Sitting Bull » con objeto de no perderse ni una sola de las actuaciones de Suzanne y se abrasaba vivo como un san Antonio en alguna de estas mesas, encontrando sin duda que las gracias de semejante mujer no era conveniente que estuvieran consagradas a un solo hombre, sino que era bueno que entrara con frecuencia en ese espacio compartido que es el escenario. Lo contrario hubiera sido una injusticia y un despilfarro. De este modo, cada uno de los presentes podía imaginar que los gestos e insinuaciones de Suzanne le estaban destinados en exclusivo, culminando la escena en su fuero interno, siempre en otros parajes recónditos de la mente, conscientes del engaño, pero necesitados de su prodigiosa sugestión. El resbaladizo aturdimiento producido por el champagne había desaparecido bruscamente. Eché una ojeada tratando de localizar al camarero, pero nada se movía en aquel paisaje de siluetas envaradas e indistintas. -Sin embargo, lo imposible, aquello que no había osado provocar en sus sueños más eufóricos, se produjo, se desgajó sin tocarlo del cuerpo de la fortuna. Una noche, Suzanne Laumier, todavía con el micrófono en la mano, bajó del escenario para ir a sentarse directamente en su mesa. De nuevo se levantó un revuelo de cortinas y apareció un hombre de color con un gálibo descomunal. Vestía un terno negro que apenas se diferenciaba del tono de su rostro y una camisa blanquísima con alzacuello, broche y gemelos de oro. Caminaba apoyándose en una silla de madera como sobre un bastón. Se sentó en medio de un círculo de luz y se presentó cantando en inglés con una voz cavernosa, tan baja que parecía surgir de las profundidades del averno, como Louis. « Hello, Louis », replicó Suzanne, sentándose en su regazo y entablando con él un dúo meloso, pero con una punta de humor y de simpatía. -Claro que, a medida que se afirmaban sus lazos con Suzanne, también iba evolucionando, paulatinamente, aquella teoría de la injusticia y aquella noción de despilfarro, y cada vez estaba menos dispuesto a compartirla, ni siquiera en el terreno de lo imaginario. Figúreselo aquí, en esta mesa, viendo una y otra noche a la que ya empezaba a considerar como su compañera realizar a la perfección, ante el nutrido público masculino, este ritual sabio y eficaz de convocación del deseo colectivo, sabiendo mejor que nadie que aquello terminaba en una posesión más lancinante y más cierta que la real. No digo que el móvil pecuniario no existiera en absoluto, pero sostengo la teoría que el de los celos precedía, sobre todo considerando el carácter típicamente latino de Augusto Negroponte. Los informes oficiales los redacté en ese sentido. Además, se hallaba en un callejón sin salida, pues si algo había susceptible de hacerle dejar a Suzanne el escenario, ello era obviamente el matrimonio; pero ella, aunque no mantenía la menor relación con su esposo, no quería ni oír hablar de divorcio. Christophe Laumier y no otro era el obstáculo para que Augusto Negroponte hallara al fin el sosiego y su modelo de felicidad, porque en el fondo era un hombre sencillo, mucho más que la mayoría. El cerco de luz siguió a Suzanne hasta las mismas cortinillas, por donde desapareció con la presteza y la majestad de una gacela, dejando la sala como un cielo en el que, de repente, falta la luna llena. Temí no haber prestado atención suficiente a las palabras del comisario por lo que las repasé mentalmente, comprobando que no faltaba nada. -Venga conmigo –dijo, con gran suavidad.- CAPITULO VI ENTRE BASTIDORES. A pesar de que la escena anterior quedará cumplidamente execrada por Ágata negra, considero que debe permanecer. No sólo porque será, casi con toda certeza, del agrado de don Antón, pues esa visión de París es, sin duda alguna, la que más ha hecho trabajar, en el fondo de sus aposentos privados, las mentes de los Rodrigos y Mendozas, maestres de Santiago o de Calatrava, ávidas por una parte, si bien por la otra partidarias, con todo, de la Inquisición y puede que también del marqués, aunque por razones probablemente distintas, me refiero a la presumible afloración de reminiscencias de sus viajes antiguos en busca de un libertinaje ausente de estas tierras durante más de cuatro siglos, o en todo caso proscrito y perseguido a sangre y fuego y si mucho se me apura, acaso suceda otro tanto con Samuel, el estudioso y arisco ermitaño de Samuel, sino también porque lo exige el argumento. Así es como era y probablemente es todavía Suzanne Laumier y ello no hay manera de obviarlo. Dicho esto, temo que mis escritos, sobre todo ciertos escritos, caigan bajo el juicio, que se adivina implacable, demoledor, de Ágata negra. Ahí está, de nuevo fumando. Contorneamos en parte la sala hasta llegar ante una puerta que daba acceso a los aposentos privados. No pude por menos que suponer que me llevaba a los camerinos para presentarme al fin a Suzanne Laumier, con lo que mis manos empezaron a transpirar y el corazón a latir con grandes redobles, de modo que el mínimo esfuerzo de andar producía una respiración entrecortada, difícil de contener. Un grupo de chicas pasaron alegremente, revoloteando como palomas, esbeltas y gráciles, camino del escenario. Nos sonrieron. Hombres y mujeres iban de un lado a otro transportando trajes de gasa transparente que despedían fogonazos y las artistas se vestían y desnudaban con todas las puertas abiertas, rodeadas de una multitud opinante que pululaba a su alrededor. Llegados al camerino de Suzanne, la encontramos ante un gran espejo que abarcaba todo el muro frontero, vestida, por decirlo de algún modo, tal y como la habíamos visto hacía unos momentos, sentada en una silla giratoria como de despacho y atendiendo a tres o cuatro de las chicas de Longuelune, que manifiestamente se hallaban allí con objeto de la consulta del último minuto. El comisario aguardó a que las avisaran de la inminencia de su actuación para trasponer el umbral. Suzanne se percató de nuestra presencia y al darse la vuelta nos obsequiaba ya con una sonrisa retrechera. Primeramente se dirigió, como es obvio, a Fabien Longuet y apoyando ambas manos en sus hombros le dio un beso en la mejilla: -¡Cuánto me alegro de verle de nuevo, comisario! –musitó con delicadeza.- No detecté rasgo alguno de ironía en sus palabras. Tanto se le había acercado al comisario, que éste se apoyó con toda naturalidad en sus caderas desnudas. Acto seguido Suzanne se volvió hacia mí, aguardando las presentaciones. -Le presento a un admirador suyo, Luís Alonso de Santamaría. Escritor y crítico literario. -Me encantan los admiradores –repuso, y se condujo conmigo según el modelo que ya había empleado con el comisario, aunque yo, sin el beneficio de su trato, no me atreví, como él, a apoyar mis manos en aquellas caderas tan bien alabeadas. -La admiración del señor Santamaría por usted le viene sobre todo a través de la literatura. -Sin desestimar en absoluto la que ha surgido esta noche –me apresuré a replicar y enseguida me asombré de mi osadía.- Suzanne se mostró visiblemente halagada con mi respuesta, mas después de acusado el efecto se dirigió a Fabien Longuet: -Tendrá que explicarme usted eso, comisario. -Siempre que vengo a verla acabamos hablando del enigma del pintor despavesado. Y esta vez no va a ser una excepción. A Suzanne se le agrandaron aún más los ojos. Su mirada pasó del comisario a mí. -Debo suponer, por consiguiente, que usted también ha leído « El enigma del pintor despavesado ». -He hecho algo más –dije, como si confesara una falta-, lo he remodelado, una vez escuchada de labios del propio Julio Fontenla la versión completa de los hechos que, como usted sabe, no figura en el relato original. No he venido con el morbo de conocer detalles, sino por la necesidad de aliviar mi obsesión, confrontándola con la que sin duda albergan quienes vivieron los acontecimientos. Pero demasiado tarde me doy cuenta de mi indiscreción, levantando recuerdos que para usted pueden resultar dolorosos. Lo peor –y esto último salió como un hilo de voz de mi boca- es que me proponía continuar la historia, teniendo en cuenta las posibilidades que todavía encierra. -Pierda usted cuidado. Como el propio comisario acaba de admitir, solemos hablar a menudo de ello, pues no podemos desembarazarnos de las rémoras y de los recuerdos y de las interrogaciones que nos dejaron aquellas vivencias. Es decir, cuando tiene la bondad de visitarme, lo cual se produce con una frecuencia muy inferior a mis deseos. No obstante, quisiera decirle que hace mal en despreciar los detalles, pues he oído que de una motita de polvo se puede reconstruir la estructura del universo…. Sí, tendré mucho gusto en conversar con usted a propósito de estos acontecimientos que produjeron una inflexión en nuestras vidas y que, lo ha acertado usted, constituyen aún hoy una obsesión. Incluso para el comisario, ¿no es así? -Así es –admitió el aludido, con no fingida gravedad.- Tenía razón al suponer que los protagonistas de tales sucesos los habrían asimilado mal, no podía ser de otro modo. Apenas me atrevía a imaginar la fijación que debieron producir en el meticuloso y lúcido Fabien Longuet. Ahora comprobaba que Suzanne Laumier, mujer inteligente y sensible, necesitaba también hablar de ello, a pesar de tratarse de eventos que concernían su vida privada. Pero no por falta de pudor, estaba seguro; lo poco que sabía de ella me aseguraba de su buen gusto, el que muestra con selección y acendramiento tan sólo aspectos que pueden gustar a quienes lo comparten, pero en este caso la trascendencia de los acontecimientos la excedía a ella y a su intimidad. Pensé que hacía falta ser humilde para presentarse como una pieza más en el tablero de la verdad, lo cual equivalía a decir: esto es lo que hice, esto es lo que sentí, nada de extraordinario, puedo repetirlo cuantas veces quieran, puedo incluso representarlo para que lo observen a su sabor, porque no tiene importancia, excepto si ayuda a poner un poco de luz en el asunto. Ello me predispuso muy favorablemente hacia aquella mujer. Lo que no podía entender era cómo Julio Fontenla había tardado tanto en percibir el aspecto turbador que subyacía en todo este entramado y no hubiera tratado de explotarlo literariamente mucho antes. O es que por alguna razón, quizás por miedo, no se había atrevido a afrontarlo por el camino más corto, incidiendo, al sesgo, en lo restante de su producción narrativa, como revela en efecto el análisis de la misma. Este razonamiento levantó por primera vez la sospecha de que, durante aquella velada en Sajará, Julio Fontenla se libró a una suerte de comedia ante tres escritores, bueno, dos y medio, tal vez con la esperanza de que a alguno de ellos se le quedara la historia pegada a la conciencia. Y tenía que ser a mí…. -Pero tiempo habrá para extendernos en ello esta noche y mañana –parecía volver poco a poco de un limbo lejano, en el que había estado flotando unos instantes, realizando visibles esfuerzos por recuperar el tono de los inicios de la conversación y abandonar el de la sibila en trance que lo había reemplazado, posiblemente por descuido.- Les voy a proponer algo. Esta noche Silvio de Longuelune nos llevará a un sitio tranquilo donde tomaremos unas copas, como suele hacer siempre que actúo. Allí tendrá usted ocasión de exponernos sus circunstancias y su punto de vista. Mañana acudirá a mi apartamento y haré yo otro tanto. Pero ahora vayamos con los preparativos de esta noche. ¿Qué le parece a usted, comisario, si aparejamos una velada española en honor de nuestro invitado? Sin aguardar respuesta salió un momento al pasillo, agarrando al primer mozo que pasaba para dictarle unas cuantas consignas. Volvió: -Dígame, señor Santamaría, ¿cómo es la mujer española? -Carezco de la experiencia suficiente como para definir a la mujer española sin caer en los tópicos. -Han llegado a mis oídos algunos de esos tópicos: orgullosa, apasionada, valiente… Bella. -Son los mismos que obran en mi poder….-pero recordando unos versos de Lorca que excepcionalmente y en esa materia precisa se hunden en el más profundo de los errores, me apresuré a añadir…- Sin embargo, he admirado tanto esta noche la mujer francesa que es usted, que no es mi deseo verla convertida en otra. -Puedo ser muchas mujeres a la vez y no cambiar ni un ápice. Esta noche quiero ser Carmen, ése puede ser el compromiso, la mujer española vista a través de un prisma francés. Le prometo que le gustará. Ah, sé que no siempre alcanzo a recordar que me he bajado del escenario, pero ¿qué mujer renuncia al afán de gustar? ¿Y qué mejor manera de gustar que contando una historia, interpretando un papel? Usted debe saber algo de eso…. Y con las mismas se dirigió, cimbreante, hacia los armarios del fondo cantando la conocida habanera de Bizet. Revolvió un poco en ellos hasta encontrar lo que andaba buscando, la parte baja de una combinación íntima femenina reducida al mínimo de su superficie, idéntica a la que llevaba puesta pero de un rojo granate. Reemplazó una por otra sin buscar siquiera con la mirada el refugio de una mampara, de la cual no se encontraba ni rastro, de todos modos, en el ámbito entero de la pieza. Ella era perfectamente consciente de lo que daba y lo daba con gusto. -Rojo de amapola y de granada, como las canciones respectivas, y rojo de sangre de toro sobre la arena –poetizó, mientras se ajustaba las dos tiras por encima de las caderas.- Luego ejecutó una vuelta completa sobre sí misma, recabando nuestra aprobación. La cual acordamos, el comisario y yo, sin vacilación alguna. Lo mismo hizo Silvio de Longuelune que entraba en ese momento, aplaudiendo casi sin ruido. -Esta noche quiero que nos lleves a un local español. Con ambiente pero donde se pueda hablar. -Oír es obedecer –repuso el aludido, retirándose con una reverencia.- En eso volvió el mozo con el encargo. Cuatro trajes que debían marcar bien el talle y un sedoso mantón de Manila. Cuando el brazo del mozo quedó desembarazado de los trajes, apareció el sombrero cordobés que sostenía éste en la mano, el cual fue lo primero que se probó Suzanne, ladeándoselo y acercando su cara al espejo. Sonrió coqueta y comprensiva con nuestra constitución masculina, pues a través de la luna bien veía que habíamos sucumbido ambos ante la tentación de contemplar sus grupas de yegua, aquellas grupas prietas y generosamente moldeadas que ascendían en potencia, como un crescendo voluptuoso, desde los remotos y finos tobillos hasta la magnificencia de la parte superior. Las mismas que hacía veinte años perdieron a Augusto Negroponte y precipitaron la desolación que se abatió después. -La mujer española –terció Fabien Longuet, concluyendo al parecer una larga e inspirada meditación- es consciente de que la pasión por ella puede arrastrar a un hombre a la muerte. Suzanne se sentó sobre la mesa del tocador, mirando al comisario con perplejidad. -La mujer francesa no lo permitiría –aseguró.- El pasillo y los camerinos contiguos volvieron a llenarse de pasos y risas. Irrumpieron, alborozadas y resplandecientes, dos de las chicas con objeto de comentar a Suzanne detalles concretos de la reciente actuación, empleando los tecnicismos que imprime toda profesión con carácter. El comisario y yo optamos por salir al corredor, donde nos dejamos caer en un diván. Observé que sacó maquinalmente su pipa, pero sin decir palabra la guardó de nuevo en el bolsillo de la chaqueta. Los entresijos del « Sitting Bull » participaban del mismo lujo que la gran sala. Me entretuve admirando la decoración en tono granate y crema extenderse a lo largo del suelo alfombrado y de los muros tapizados y moldurados, sembrados de espejos ostentando formas caprichosas y barrocas, así como de las doradas candilejas. Se diría que el cabaret había sido instalado sobre las antiguas dependencias de un palacio o cancillería. El comisario Fabien Longuet, acostumbrado sin duda a todo este boato, meditaba con los ojos cerrados. Las dos chicas acabaron saliendo con precipitación, pues al parecer volvían al escenario y apenas les quedaba tiempo para cambiarse. -A pesar de lo último que dijo –declaró súbitamente el comisario con una media sonrisa en la que se leía una mezcla de ironía y de admiración, anulando el lapso de tiempo transcurrido desde el final de la interrumpida conversación con Suzanne-, estoy asombrado de que una mujer así no haya causado más estropicios. A punto estuve de añadir que en España los hubiera causado, pero lo cierto es que el país ha cambiado tanto que ya no estaba seguro. Y no estándolo, pensé que tal vez haya llegado el momento de abstenernos de semejantes comentarios, aunque en hartas ocasiones sean ciertos. -Olvidaron ustedes que habían de asistirme en la elección del vestido que les pareciera más apropiado para una fiesta española. Tuve la sensación de que se me requería para una tarea en la cual mi opinión no aprovechaba demasiado. Yo sólo entendía algo de literatura, más precisamente de crítica literaria, pero me abstuve de confesarlo. Entramos de nuevo en el camerino. Desplazamos unas sillas hacia el centro del aposento y tomamos asiento, adoptando la actitud solemne e hirsuta del tribunal de oposiciones que, por cierto, no impresionaba en lo más mínimo a nuestra candidata. La cual escogió un vestido cualquiera y se lo puso. Caminó un poco, dio varias vueltas a nuestro alrededor y volvió al punto de partida. Tenía el empaque de una duquesa. Se despojó de él, dejándolo a un lado. Se probó otro, procediendo de idéntica manera. Y así sucesivamente hasta llegar al cuarto. Con todos semejaba una Grande de España. -¿Y bien? Como si tuviera los labios sellados con cemento, fui incapaz de desplegarlos. Me volví hacia el comisario, pero su rostro se hallaba igualmente cerrado y su mandíbula más cuadrada que nunca. Suzanne se dirigió a mí: -Bueno, al fin y al cabo usted es el español, ¿cuál de los otros tres trajes le parece el más adecuado? Protesté: -¿Por qué de los otros tres? -Porque presumo que, tanto usted como el comisario, han descartado el que llevo puesto sólo por hacerme desnudar una última vez. Se dejó ganar por una risa sonora y sin complejos que multiplicaba su seducción y su feminidad, las cuales, ya lo habíamos visto, refulgían en innumerables facetas. Enrojecí hasta la raíz del cabello porque había dado en el clavo con la sofisticada precisión de un artilugio de guerra, pero no pude evitar sumarme a la risa de ambos. Y ya más distendido, elegí uno al azar entre los tres restantes. -Justo el que me deja los muslos más al descubierto –concluyó con una voz todavía mal desembarazada de ciertos dejos de hilaridad.- En el momento mismo en que Suzanne guardaba, satisfecha, la barrita de carmín en un cajón del tocador, entró Silvio de Longuelune acompañado de dos de sus chicas, las que habían celebrado el último cónclave con la sacerdotisa mayor. -Dos taxis nos aguardan frente a la puerta trasera. Luego procedió a las presentaciones. -Está bien, vamos –ordenó Suzanne.- Desde el umbral del camerino me tomó del brazo con toda naturalidad, colmándome con una atención y una amabilidad casi excesivas que, de nuevo, me hicieron pensar en la orgullosa y exquisita Mme. de Guermantes, así como en las mujeres de su círculo, quienes practicaban un ofrecimiento verbal sobrado a propósito del cual, nos previene Proust, no hay que hacerse demasiadas ilusiones, pues no es sino un rasgo de clase, una antiquísima manera inherente a la educación aristocrática francesa que, sorprendentemente, Suzanne parecía poseer y practicar, aprendido tal vez a través de la cultura en sentido vasto y de la lectura de los clásicos en particular. O de sus relaciones…. me dije, con una ligera herrumbre acibarada en el paladar. De cualquier modo, cuando alguien ha consumido todas y cada una de sus horas de vigilia compulsando obras y desempolvando tratados, lo más probable es que si una mujer, exquisita y elegante como lo es Suzanne, lo toma del brazo, vanamente se pregunte qué diablos hacer con él, a qué altura lo mantendrá, si lo plegará en ángulo recto o agudo. Sin embargo en aquella ocasión, logré convencerme, hubiera sido demasiado estúpido malograr el placer del momento por efecto únicamente de una execrable timidez, tan sólo concebible en la piel de un adolescente sanguíneo e hipocondríaco, como en efecto lo había sido pero ya estaba bien, así es que me abandoné a él y fue ésta, según creo, una de las decisiones provechosas en mi vida. Además, me di cuenta, de que con Suzanne Laumier todo parecía fácil, quedar bien, sentirse bien…. porque ella conocía una magia potente que allanaba el camino. Salimos por una puerta trasera, frente a la que aguardaban dos taxis con el motor en marcha. La callejuela aparecía oscura y desierta, contrastando fuertemente con la animación y las luces de la entrada principal. Por cierto, en medio de la vía láctea de estrellas de todos los colores que es la noche de París, la larga y plateada cabellera de Silvio de Longuelune, viajando en el taxi que nos precedía, hacía las veces de estrella polar. Una referencia segura en un universo mal conocido. Sospechaba que el lugar en el que hundía su raigambre todo ese brillo argénteo, tenía que ser forzosamente un ámbito proceloso, pero su morfología aparente, estilizada, bien delineada con trazos angulosos y rectos, sus modales, su dicción precisa y pausada, toda la calma que envolvía su personalidad, exhalaban la seguridad y el dominio de sí mismo que posee el piloto experimentado. Esa era la impresión que confería su personalidad, pero de todos modos quedaba pendiente para una ocasión más propicia el análisis de sus ideas, no otra cosa, porque yo no era juez, y menos durante aquella noche en que sentía bajo mis pies, como la euforia del alcohol, la aceleración fácil y resuelta de un motor potente y silencioso, el de uno de los grandes calibres de la marca Mercedes, así como el aturdimiento de la multiplicidad de luces del cuadro de mandos, insertándose y confundiéndose en la gran nebulosa de París, iluminando las prodigiosas formas de un cuerpo femenino que no rehuía el deseo sino que, conociendo su semántica profunda, lo asumía en toda su plenitud y lo potenciaba. El taxi nos depositó frente a una casa andaluza, con su patio cuadrado y su galería del primer piso cubiertos de mesas e iluminados con hachones encendidos. Silvio de Longuelune pasó al interior y se dejó conducir al aposento que había reservado. Como llegara el camarero cargado de ejemplares de la carta, le dijo que sólo hacía falta uno, el cual debía ser puesto entre mis manos, los demás se someterían a mi veredicto. Cargué pues con la responsabilidad de elegir el cóctel procurando que mi preocupación no resultara demasiado aparente, pero sonreí al ver que había agua de Valencia. -Se deja beber con una facilidad pasmosa –previne- pero hay que temer sus efectos. Claire, como su nombre indica, no podía ser sino rubia platino, consecuencia del aporte sanguíneo que le llegó a Francia desde el norte germánico o escandinavo, reforzando lo celta; su voz era sensual y profunda pues provenía de una caja torácica vasta, incrustada en una estructura ósea dilatada y potente. Marie era todo lo más larga y esbelta que puede ser una latina; quien dice morena, dice mezcla de quién sabe qué cosas: lo itálico, lo medio-oriental, lo griego, lo hispánico, lo balcánico, lo africano… a saber. Su mirada era un destello de lo blanco en los bordes, que deslumbraba como el de una hoja de papel virgen bajo el sol o el del acero buido en el corte de un sable, y danzando sobre él unas pupilas hechas de noche amasada con tizones extintos, enigmáticas como bocas de cañón en el centro. Ejemplos sublimes, ambas, de ese entre dos aguas étnico que es el país hexagonal, cuya frontera norte está trazada con regla y al sur tiene ese flujo de antigüedad que es el mediterráneo. Tanto Marie como Claire se hallaban en el escenario del « Sitting Bull » cuando entramos, pero ahora aparecían como más de este mundo, sin perder, por supuesto, ni un ápice de su extraordinaria y selecta belleza. -Ahora, señor Santamaría –me distrajo Suzanne de mi observación,- díganos cómo fue que asumió usted la tarea de refundir « El enigma del pintor despavesado », relato que he leído hasta la saciedad, incluida su versión original en español. Sin saber español. La voz de Suzanne se había levantado como una ráfaga espaciosa y cálida, modulándose por entre las desérticas suavidades de las dunas, sin alzar apenas la arena. A pesar del relato que tuve que referir respecto a mi dudosa pretensión y del no menos incierto camino que me condujo a ella, lo cual por cierto hubiera preferido efectuar de manera más íntima pero qué le vamos a hacer, las personas extrovertidas ignoran todo de la terrible desdicha de los tímidos, la reunión llegó a su término, quizás en parte gracias al agua de Valencia, en la más absoluta elación. Aunque para mí la causa de ese contento se hallaba sobre todo en la excelente compañía que me había tocado en suerte aquella noche. Nos despedimos a la puerta del local pues, dado que mi hotel no quedaba excesivamente lejos, decidí volver dando un paseo. Habían sobrevenido tantos sucesos durante el día que estaba seguro de no poder conciliar el sueño enseguida, lo que a menudo quiere decir hasta el alba; por ello, con objeto de asimilar de un modo más sano y razonable todas estas novedades, opté por el método peripatético, bastante menos patético que rebullir sin parar enredado en las cobijas. A esa hora tardía, las orillas del Sena permanecían tranquilas, aunque no desiertas. Algún que otro taxi, algún que otro turista noctámbulo negándose a partir sin haber apurado antes la copa de París hasta las heces, los mendigos, por supuesto, los renombrados vagabundos parisinos que es fama duermen todavía debajo de los puentes y de que adivinan los pensamientos y las acciones ocultas. Amarradas en los muelles, cabeceaban somnolientas las barcazas que llaman peniches, confundiendo sus calafateados cascos con las negras aguas. París, ese delirio inconfundible donde sólo se exulta y se sufre, donde a cada paso surge un metro cuadrado de cielo junto a otro de infierno, insistía en exhibir por todas partes su extraordinaria e impávida belleza, aun en el corazón de la noche. A sabiendas de que ello prolongaría mi trayecto, decidí continuar por la orilla del Sena, paseando a lo largo de los muelles en dirección a l’Ille de la Cité. Después de todo, al día siguiente no tenía la obligación de levantarme temprano pues mi cita con Suzanne Laumier no estaba prevista sino hasta bien entrada la tarde. Con toda probabilidad, tenía ante mí el escenario en el que más se había pensado, en el que más se había escrito o pintado ; sus monumentos, sus avenidas suntuosas, su atmósfera, aparecían como frotados por la vista y el espíritu humanos, impregnados, revocados y vueltos a dorar por él. Contemplar el ámbito de esta ciudad es como hundirse dentro de uno mismo para encontrar objetos conocidos o familiares, o simplemente aquello que debe existir según nuestra lógica interna, en tanto que culminación de la misma. París es la ciudad que todos los occidentales llevamos dentro, aunque jamás hayamos puesto los pies en ella, porque nuestro espíritu está hecho de la misma materia, según las mismas reglas, atendiendo a una disposición similar. La magnificencia del puente Alexandre III, un broche de oro enlutado cerrando ambas riberas, comprende todo aquello que se desea alcanzar con el concepto puente. A la derecha, la explanada de les Invalides con la gran cúpula de merengue al fondo irradiando un silencio solemne. Escuché atentamente el redondeado sonido de mis pasos mientras me dejaba ganar por la vaga sospecha de que París estaba desplegando para mí solo un misterio particular, como si aquella noche me estuviera llamando desde todos sus bulevares, convocando a un centro íntimo donde los secretos pueden todavía ser revelados. Al tiempo que avanzaba, Notre Dame me iba contando con su propia boca la historia de los amores desgraciados de Quasimodo, Esmeralda y el arcediano nigromante. « La Cité, donc, s’offrait d’abord aux yeux avec sa poupe au levant et sa proue au couchant ». Entré, adrede, hasta la mitad del Pont des Arts para contemplarla : « l’île de la Cité est faite comme un grand navire enfoncé dans la vase et échoué au fil de l’eau vers le milieu de la Seine ». Todavía se encontraban allí los navegantes, con sus antorchas en la mano, examinando los desperfectos, tratando de reparar las costuras. Me di la vuelta y crucé hacia la parte opuesta. Apoyé levemente mis manos sobre la barandilla para contemplar a mi sabor el panorama que se extendía a mis pies. La luna llena era una novia vista de espaldas que se alejaba arrastrando la mágica cola de su vestido a lo largo del cauce, sin que los cuatro puentes, que a intervalos regulares tienden sus arcadas de sombra, consiguieran rasgarla. Ese era el centro íntimo que de modo intuitivo había estado buscando, el cáliz sagrado, un lugar entre dos mundos, sumidos ambos en la penumbra, con una sucesión de enlaces gráciles, esbeltos, magnificados y puestos de relieve por el fulgor de la luna rielando sobre las aguas. Dado que estaba completamente solo pronuncié en voz alta el nombre y apellido del demonio que me atormentaba: Augusto Negroponte. ¿Y si el autor del mensaje cifrado no fuera otro sino él? Quienquiera que fuese, tuvo la sangre fría de volver sobre sus pasos y seguirme hasta el hotel. Posteriormente aprovechó mi segunda salida para hacer su comisión. Me pregunté si no estaría al acecho todavía en alguna parte, difuminado en cualquier rincón oscuro, oculto en alguna escotadura o tras el tronco de un árbol, cerca o lejos. Augusto Negroponte, o en su defecto el escurridizo desconocido, bien podía ser uno de esos zorros de demarcación urbana, los hay incluso en París, que salen por la noche a recorrer sus dominios, conociendo de memoria cada palmo de terreno, cada escondrijo. En cualquier caso se encuentra en su ambiente, ello no ofrece la menor duda. Aún no había concluido de conformar la idea, cuando un abrigo negro enfiló el puente por la misma acera en que yo me encontraba. El corazón se desató enseguida, redoblando con mayor fuerza a medida que el individuo se acercaba. Venía con las solapas levantadas, precaución injustificada atendiendo a la tibieza de una noche casi veraniega. Por otro lado, es cierto también que los vagabundos deben desplazarse en cualquier época del año con todas sus pertenencias a cuestas. Hombres vestidos así debía haberlos a millares en París, cuanto más que esa ola de calor era sólo pasajera y extemporánea. A pesar de ello, instintivamente me agarré fuerte al pretil, consiguiendo mantener la calma y la mirada fija en lontananza. Pero cuando ya lo tenía a tan sólo unos cuantos metros mandé al diablo la discreción y me di la vuelta fingiendo en última instancia contemplar de nuevo el racimo de luces de l’île de la Cité, no fuera a gustar todavía el sabor de las aguas negras del Sena, amargo sin duda cualquiera que sea la temperatura ambiente, por un simple escrúpulo. El sujeto pasó sin saludar, como debía haberlo hecho dado que éramos los dos únicos supervivientes de ese naufragio nocturno, con la mirada alta y derecha. En la penumbra de la parte central del puente, apenas si pude percibir alguno de sus rasgos. Lo vi alejarse, esperando tal vez que algún movimiento sospechoso lo traicionara, mas él permaneció impasible, ni una sola vez se volvió para mirar atrás. Imposible determinar si se trataba de un paseante casual, un nictálope insomne, o si por el contrario era en efecto quien me temía, en cuyo caso probablemente no había tenido otra pretensión que acercarse, a lo mejor sólo para tantear el terreno con vistas a establecer un contacto, renunciando después al verme algo tenso, o puede que para probar mis nervios. En el peor de los casos para lanzarme de un empujón por encima de la barandilla y que, al encontrarme prevenido, desistiera. Sea como fuere, el incidente trajo consigo un plan, un tanto descabellado, cierto, pues estaba basado en esa idea peregrina, seguramente infundada, concebida justo antes de la aparición de ese paseante desvelado, de que el individuo que me siguió al hotel tal vez me estaba siguiendo durante toda la tarde, o incluso durante todo el día. En ese momento mismo podía estar espiándome, me dije, de lejos, o de cerca. Si ello era así, si existía al menos la posibilidad de que lo fuera, ¿por qué no llevarle a un terreno, las callejuelas del viejo París por ejemplo, más propicio a la confidencia, un lugar donde él osara destaparse, bajarse al fin las altas solapas que le enmascaraban el rostro? Puestas así las cosas, la dirección que había tomado el desconocido del abrigo negro era tan buena como otra cualquiera. Sin pensarlo más me puse a caminar detrás de él. Tras bordear el Louvre, siguió adelante, calle del mismo nombre arriba y luego por la de Montmartre. El utilizando el centro de la acera, yo rozando los muros de los edificios. Después de una larga caminata, se adentró al fin por las callejas, algunas de fama dudosa según proclamaba su aspecto inequívoco. Las prostitutas y los travestís se apartaban para dejarle paso como si de un alma en pena se tratara. A mí en cambio me costaba desembarazarme de ellos. Cada vez que se topaba con un grupo de mendigos hacía un alto, conversaba, tomaba los tragos que le ofrecían y seguía su camino. Luego, cuando me tocaba pasar a mí, me miraban con ojos hostiles. Los callejones elegidos se hacían progresivamente más angostos y peor iluminados. Los encuentros, más espaciados. Pero el sujeto ni se detenía, ni miraba atrás, ni daba muestras de titubear en su avance. El laberinto se intrincaba a cada paso, lo que me obligó a seguirlo de cerca. Al doblar una esquina me encontré con lo que era de esperar, la calle desierta, iluminada por un solo farol. Me puse enseguida a correr porque, al ver que trataba de despistarme, tuve de repente la corazonada de que había hecho bien en seguirle. Ganada la siguiente bocacalle, miré inútilmente a un lado y a otro. Nada, otra vez me había dado esquinazo. Como impulsado por un presagio, me di la vuelta para vislumbrar un retazo de tela negra escamoteándose por el extremo opuesto. Corrí de nuevo todo lo que pude porque quien teme, algo debe, razoné. Mas pronto tuve que dejarlo pues cualquiera que fuera la dirección escogida, al final me aguardaba siempre el sarcasmo de un vacío absoluto. No ya una calle desierta, sino una boca infectada y podrida descuajaringándose de risa. En cuanto abandoné la persecución y recuperé el aliento, noté que persistía una opresión en el pecho cuya causa era justamente ese vacío, algo semejante a comprobar que, nadando inconscientemente, uno se había alejado demasiado de la orilla. De repente me urgía emerger lo antes posible de ese dédalo tenebroso, si es que la corriente y las fuerzas restantes lo permitían aún, pero debí admitir que había perdido por completo la orientación. Comencé a caminar al azar, creyendo haber mantenido siempre la misma dirección aproximadamente, sin embargo las vueltas y revueltas de los callejones me devolvieron dos o tres veces al punto de partida. Mi estado de ánimo fluctuaba entre la cólera y la desesperanza. Por fin comencé a encontrarme de nuevo con algunos seres humanos y supe entonces que, aunque me hallaba todavía en los bajos fondos, por lo menos había conseguido zafarme de aquel infierno unipersonal. Mis denodados esfuerzos habían sido recompensados y ese saco erizado de pelos, en el que flotaba una luz venenosa, no se había apoderado de mí. Los mendigos, hombres y mujeres, estaban ya todos borrachos, se reían a carcajadas mostrando sus despobladas encías en carne viva o con alguna que otra podredumbre incrustada y balbuceaban discursos ininteligibles. En ninguna ciudad había visto vagabundos tan desbarrados, tan maltratados y tan rotos como los de París. Justo antes de desembocar en la rue Montparnasse creí oír, aunque no estaba seguro de haber comprendido bien, que una de ellas le susurraba a otra: -¡Pobre imbécil! Pensaba que el viejo zorro iba a dejarse atrapar con un pedazo de queso y después contarle por las buenas todos sus secretos. Respondiendo la soez interlocutora: -Si quiere saber algo tendrá que ir a encontrarse con los lobos. Y ambos mamarrachos se abrazaron para soltar juntos una risotada espasmódica y estridente. -Sí, tendrá que ir a probar el agua negra de la poza de los lobos. Esos condenados pordioseros de París, dije entre mí, amargado, que tienen el don de la omnisciencia. Cuando volví a cruzar el Pont des Arts en sentido contrario, una bola de fuego había sustituido a la luna llena y el largo satén que arrastraba por el cauce del río, sin rasgarse en los tajamares de los cuatro puentes sucesivos, era el forro anaranjado y llameante de la capa del diablo. CAPITULO VII EPITALAMIO Siempre me ha pasado igual, toda mi vida me he demorado en la observación de esas misteriosas manchas de humedad que aparecen sobre las paredes, en esos retablos o paisajes cuyo contenido, visiblemente harmónico, no puede sino obedecer a un plan consciente, no al azar, eso es la evidencia misma. Sería incapaz de recordar si fue de golpe o de manera paulatina como llegué a la conclusión de que se trata de pinturas alegóricas, relacionadas íntimamente con mi existencia, algo así como un sueño coagulado, inmóvil, fijo en un lugar determinado, pero, al igual que ellos, portador de un mensaje certero. Por eso no me cabe ninguna duda de que Fabien Longuet vio realmente la cara de Augusto Negroponte en el maderamen de aquella lóbrega mansión normanda. Lo mismo me sucede con ciertos acontecimientos, aparentemente fortuitos, que marcan con una impronta especial algunas etapas cruciales de una existencia a la que algo en lo más profundo de mi ser rechaza el calificativo de caótica. Razón por la cual, aunque carezca de pruebas objetivas y a pesar de la consideración, mucho más prudente y sensata, que debería llevarme a la conclusión opuesta, es decir, la de que un hombre provisto de una mala conciencia opte naturalmente por huir ante el menor indicio de persecución, mi íntima e insondable convicción es que esa noche también yo estuve persiguiendo al mismísimo Augusto Negroponte y aunque ningún elemento racional me conduce hasta ella tampoco los hay para negarla. Ignoro si esa falta de objetividad no llegaría a irritar a una lectora como Ágata negra, quien tal vez prefiera los relatos con segmentos lógicos bien trabados, obedeciendo a una estructura compleja, basada en la técnica del rompecabezas o el enigma y cuyas operaciones esenciales han sido vislumbradas desde el principio. Quizá le parezca ridículo que a través de una leve intuición se pueda efectuar la anagnórisis de un personaje. De pronto me pareció impúdico encontrarme donde me hallaba, apoltronado en un terso sillón de cuero del apartamento de aquella mujer, pretendiendo que desvelara ante mí parcelas de su intimidad, acontecimientos que tal vez ella quisiera olvidar u ocultar. No resultaba sencillo estar sentado allí, a pesar de las garantías que ella misma me había ofrecido, dando la impresión de querer saltar a cada momento, como un periodista de semanario ilustrado que vive de la calumnia y el comadreo, para espetarle: « de modo que estuvo usted casada con un asesino ». O evocar el fracaso de su arte de estrella del « Sitting Bull » ante el arte con mayúsculas, cargado de gravedad y de vanidad, de su primer marido. Me pregunté, con la amargura que suelen convocar los errores consumados, cómo había podido conducir todo aquel asunto tan irreflexivamente, tomar ese billete sólo de ida para París, presentarme ante esa gente con objeto de indagar en su pasado, sobre todo cuando se trata del pasado íntimo, no profesional como era el caso a fin de cuentas de Fabien Longuet, sino del pasado de piel y alcoba de Suzanne Laumier. El oficio de escribir tiene ese lado procaz, tan arduo de soslayar, incluso en los argumentos más ficticios, cuanto más en éste; uno no lo ejerce sin mojarse, sin calarse hasta los huesos, sin comprometerse con las obsesiones más abyectas de su tiempo o de su conciencia íntima, afrontándolas cara a cara, en lugar de sortearlas como hacen casi todos, cuando pueden. Es algo así como si debiéramos convocar y expiar las faltas, propias y ajenas, y forzarnos y forzar a la contemplación, sobre un azogue malsano, en la superficie de unas aguas encharcadas, el auténtico reflejo del mundo. Noté que la frente se me estaba perlando de sudor a medida que la respuesta se me iba haciendo palmaria, prolongando cruelmente el tiempo en que Suzanne me había dejado sin conversación para preparar las bebidas. Acaso mi desazón proviniera del hecho de que me faltaba la madera de un auténtico escritor, no era sino un crítico literario sin demasiada experiencia, con una cierta aptitud todavía no confirmada para glosar la creación ajena, ese trabajo que el escritor de raza no puede ni debe ni tiene tiempo de realizar, apremiado por su capacidad para generar literatura, universos con palabras magistralmente encadenadas, pesadas, elegidas entre al menos una decena de otras igualmente útiles, pertinentes, forjadoras todas ellas de realidades paralelas, porque si la tuviera, yo mismo habría paliado la situación creando otra Suzanne Laumier, la mía, a la que podría hacerle cuantas preguntas quisiera, durante el tiempo de la escritura y después, porque ella es la mujer inagotable con quien necesitamos mantener un diálogo perpetuo, sin experimentar por ello la más leve sombra de remordimiento. -Yo le tenía dicho a Augusto que se guardara sus impetuosidades de semental para la noche, momento en que no solamente eran bien recibidas sino propiciadas, con mucha más sabiduría de la que a él le hacía falta y podía soportar ; por eso, a pesar de que el juego no podía dejar de agradarme, aún teniendo en cuenta su cadencia cotidiana, tampoco se me podía escapar su lado cómico que, mezclado con el placer, lo hacía tan divertido ; pero que por las mañanas hiciera el favor de dejarme dormir en paz. Esta última frase la subrayó con una leve sonrisa que a mí me hubiera gustado interpretar como cedida para mi uso personal, pero objetivamente no podía permitírmelo. Continuó: -Tal vez usted se haya preguntado cómo fue que llegué a interesarme por ese modesto empleado de seguros, rellenador de pólizas y oráculo de catástrofes domésticas, hasta el extremo de hacer de él mi marido, con lo rudos que son los contratos de matrimonio. Por supuesto que cuando sentí su mirada acerada traspasar diversas partes de mi cuerpo, no fue la idea de la unión conyugal la primera en aflorar dentro de mi mente, sino otra mucho más primaria y menos convencional. Silvio de Longuelune suele obligar a sus novicias a llevar una vida de una castidad exasperante, acompañada de un entrenamiento inflexible que pone a prueba la resistencia física y mental de cualquiera, por lo que las crisis de histeria no son infrecuentes detrás de los telones. Dicho modo de vida sólo se relaja un tanto cuando se alcanza la confirmación, momento en que desaparecen las prohibiciones, así como buena parte de las obligaciones. Sin embargo existía un salvoconducto ante el cual caían de inmediato todas las barreras. Silvio de Longuelune lo denomina « experiencia enriquecedora ». Ni qué decir tiene que dicha cualidad no se da fácilmente por supuesta y que es preciso avanzar una argumentación concienzuda, sin fisuras, para obtener el permiso de llevarla a cabo. Después, aquellos gestos auténticos, nunca vistos, que habían surgido de nuestro cuerpo, así como de otros cuerpos, nos atormentaban no solamente en el escenario sino también en nuestras largas noches de soledad, con las sábanas enroscadas como serpientes alrededor de los muslos, y eso es lo que pretende Silvio de Longuelune. Hizo una pausa para beber un sorbo de su zumo de naranja natural. Yo me precipité con la misma avidez sobre el whisky con hielo que tenía olvidado por completo. -Augusto Negroponte, sentado ante aquel velador, enraizado en la noche que flotaba más allá de las luces del escenario a través de su inconfundible cabellera de sátiro, semejante a una voluta más de la penumbra que lo envolvía, prolongándose la una en la otra, y de cuyos ojos en blanco parecían surgir las láminas metálicas del lanzador de cuchillos, se ajustaba con la exactitud de la pieza torneada ex profeso a la definición de « experiencia enriquecedora », tal y como la había propugnado nuestro director espiritual, Silvio de Longuelune. Aunque por aquellos días ya no tenía que dar cuenta de mis actos a nadie; no obstante la influencia, digamos, ideológica persistía. Suzanne Laumier, perezosa, se hallaba extendida ante mí en el sofá y mientras saboreaba el brebaje rojizo que se había preparado levantó una rodilla hasta que su pierna derecha quedó plegada en ángulo recto, con plena consciencia de que dicho movimiento le dejaba los muslos al descubierto, como queriendo decir: « a ver qué pasa contigo ahora. » Pues algo debe pasar siempre. Si estamos vivos, vibramos y nuestras cuerdas, las de cualquiera, producen todas indefectiblemente el mismo sonido. Supe entonces que, aunque no lo merecía, empezaba a ser el objeto de un largo juego de seducción que iba a durar, al menos, el tiempo necesario para explicar lo que ella quisiera desvelarme de su vida. Ambas formas de mostrar vienen a ser, según creo, la misma, una vocación esencialmente femenina de ofrecer la belleza interior, ante una expectación masculina, siempre ansiosa por entrar, por fundirse en lo opuesto. Di un nuevo trago y, mucho más tranquilo, me arrellané en la butaca, como cuando uno se dispone a presenciar una representación teatral en la que le van a enseñar deleitando. -Augusto me dejaba pues dormir a mis anchas por las mañanas. Cuando yo bajaba, me encontraba con la taza sucia y los restos del bizcocho sobre la mesa del salón, que él se apresuraba a desembarazar, dejando con precipitación el periódico a un lado. Desde que era el señor de « La Mare aux Loups », se cultivaba. Leía todos los días “Le Monde”, al que estaba abonado. Pero luego, a medida que iban pasando las horas matutinas y se le iba acabando el periódico, comenzaba a incidir en la biblioteca, recayendo siempre su atención en materias dotadas de aplicación práctica en el entorno inmediato, como pueden ser tratados de jardinería, ebanistería, albañilería e incluso arquitectura, pero dejando siempre incólumes los anaqueles de historia, religión, filosofía, filosofía hermética, literatura y hasta los de novela negra, que se dejan abordar con mayor facilidad, tan frecuentados por mi primer marido, Christophe Laumier. Recordé que era justamente novela negra lo que estaba leyendo Augusto Negroponte mientras aguardaba a que el cadáver del pintor se acabara de tostar en la tahona. Pero se ve que, pasada la ocasión, disminuyó la urgencia. Hizo una pausa en la que el mucho frotar del dedo pulgar sobre el borde del vaso anunciaba que había tropezado con el primer escollo de su narración. -Una mañana en que, después de una interminable primavera gris durante la cual se hubieran podido contar con los dedos de la mano los días de sol, afluía al fin desde todas las ventanas un inmenso caudal de luz, lo encontré hundido en el sillón, con los brazos abiertos pendiendo a ambos lados y mucho más pálido que de costumbre, como si se hubiera quedado exangüe. Sobre la mesa, la taza habitual contenía una tercera parte aproximadamente de un líquido marrón y junto a ella una porción de bizcocho que, por alguna razón todavía desconocida, no había podido o querido consumir. Me acerqué a él y sólo entonces pareció reparar en mi presencia. Plegó el periódico con otra suerte de precipitación distinta a la ordinaria, la cual se me hizo muy sospechosa, alegando que tenía que salir con el pretexto de enviar una carta urgente. Se llevó consigo el periódico pero no le vi tomar carta alguna. Yo estaba segura de que la explicación de tan extraña conducta se hallaba en una de las páginas del prestigioso cotidiano parisino. En su edición del día, noté mentalmente. Aquella fue la última vez que vi a Augusto de frente. Incluso en el juicio evité encontrarme cara a cara con él. Me fui, pues, dando un paseo hasta el quiosco del pueblo. La naturaleza entera exultaba bajo aquella repentina claridad, mostrando la gama completa de colores en su realización más intensa. El espectáculo hubiera entusiasmado sin duda a Christophe, quien se habría lanzado con toda probabilidad a una exposición teórica sobre el modo de plasmar esa inmensa variedad cromática en una tela. Mientras bajaba a lo largo del sendero, recordé composiciones suyas de otras épocas menos atormentadas de su vida, en las cuales, sobre un fondo que incluía todos los matices del verde, flotaban nubes teñidas de rojo, de rosa y amarillo. Me sentí un poco culpable, una vez más, por no haber sabido encontrar el modo de parar su declive. Temí que en esa fase tardía de la mañana se hubieran agotado ya los ejemplares del periódico que buscaba y, en efecto, me llevé el último que quedaba en la estantería. Sin aguardar la vuelta a casa, tomé asiento en la terraza de un café y empecé a repasar cada una de las páginas, primero rápidamente, prestando atención tan sólo a los títulos y a los encabezamientos, más tarde sumergiéndome en una lectura de fondo, poco importaba el tiempo que invirtiera en ella. A medida que se acercaban las horas centrales del día, iba incrementándose el calor hasta alcanzar una temperatura realmente acorde con la estación en que nos encontrábamos. Principio del verano, me dije, como si acabara de descubrirlo, y lamenté que un día así se estuviera malogrando a causa de toda esa actividad nerviosa. No me fue fácil encontrar lo que buscaba, pero al final di con ello. Una vez hube leído concienzudamente todo el periódico, cerré los ojos, decepcionada, y me abandoné a la inhabitual caricia del sol. Cuando volví a abrirlos, dispuesta ya a emprender el camino de regreso, alargué, sin tener apenas conciencia de mi acto, la mano hacia el suplemento literario que había descartado desde un principio, abandonándolo sobre la silla vecina. Iba ya a plegarlo junto con lo restante de las hojas, pero la idea excesiva, casi fanática, de que debía terminar metódicamente aquel trabajo hasta el final, precisamente por lo laborioso que había sido, me detuvo. Lo abrí y me enfrasqué de nuevo en la lectura. Estaba ya cansada, además el calor me proporcionaba una somnolencia de la que sólo con dificultad conseguía desembarazarme. De repente, como restos de un naufragio flotando en un océano de palabras, reconocí unos nombres propios. Volví a casa, cerré todas las puertas y ventanas, metí en un maletín lo más imprescindible y me vine aquí, a este apartamento cuya cerradura mandé cambiar de inmediato, y donde aguardé la conclusión de los acontecimientos. Hasta recibir, en efecto, la primera llamada de la policía. Suzanne Laumier daba muestras, aunque leves, casi imperceptibles, de estar perdiendo el aplomo, lo que parecía querer evitar a toda costa. Me pregunté si ello era debido al miedo a pesar del amor, al amor a pesar del miedo o al miedo puro; uno de los tres estaba sin duda todavía vigente. -El comisario ha dejado pasar veinte años de su vida tratando de comprender cómo fue que ese escritor, Julio Fontenla, pudo haber compuesto, sin tener acceso directo o indirecto al conocimiento de los hechos, un relato del cual no bastaba con decir que se ajustaba a la realidad, sino que, en gran parte, era la propia realidad. También yo me he abismado en ello. Sin embargo, lo que me atormenta de veras, siempre me ha atormentado desde entonces, es mi impotencia manifiesta para acertar a determinar si realmente debo agradecérselo o no. A veces logro persuadirme de que si yo nunca hubiera tenido conocimiento del acto de Augusto, perpetrado en la persona de Christophe, por cuanto a mí respecta sería para todos los efectos como si no lo hubiera hecho. En otras ocasiones veo instalarse en mi pensamiento, sin poder zafarme de ella, la idea completamente absurda de que si Julio Fontenla no hubiera escrito la historia, los acontecimientos en ella incluidos jamás se habrían producido. Ya sé cuál va a ser su objeción. Soy perfectamente consciente de que los hechos precedieron a la narración. Sin embargo solemos tener la impresión de que éstos suceden en verdad y a todos los efectos cuando se adquiere conocimiento de ellos, y si se trata de acontecimientos luctuosos o dramáticos, damos por sentado que ése ha sido un día aciago o que recibimos la cruel recompensa de una mala acción realizada una hora antes, pero que de haber sabido evitarla, aquello que sucedió una semana, o un año atrás, hubiera quedado borrado para siempre, o hubiera permanecido como una malograda posibilidad en el mundo de lo contingente, y los muertos estarían vivos y las faltas lavadas. En otras ocasiones, en cambio, me siento más cobarde y experimento una gratitud infinita hacia el escritor, porque razono que si alguien ha sido capaz de matar una vez, ya lleva puesta la etiqueta de asesino, aunque de momento sólo se la haya puesto él mismo. Con lo cual, la mitad de camino para cometer un nuevo asesinato, pongamos por caso a causa de los celos, está ya recorrida. -¿Tuvo problemas con él a causa de los celos? -A decir verdad, no. Augusto era un hombre muy reservado. Sufría en silencio, pues sé que le atormentaba verme actuar en el « Sitting Bull », ante tantos hombres. Oscuramente intuía que mi relación con los espectadores alcanzaba algún tipo de concreción, como si la apariencia de la realidad no fuera sino una faceta más de la misma. Otra de sus conjeturas era la de que sobre el escenario yo recreaba vivencias anteriores, lo cual era un atisbo de la idea contenida en la noción de « experiencia enriquecedora », más reflexionada y madurada e infinitamente mejor presentada desde el punto de vista teórico por parte de Silvio de Longuelune. Pero como ya he dicho apenas hablaba de ello, lo que me obligaba a ir atando cabos. Por ejemplo, una vez me preguntó: «¿ en qué piensas cuando actúas ? ». Sí, Augusto Negroponte debió sufrir lo indecible, pues poseía un temperamento latino montaraz, sin los utensilios de la filosofía para aliviarlo. No en balde había admirado las evoluciones de Suzanne con la misma mirada carente de la responsabilidad que, sin la menor duda, otorgaría más tarde para él el himeneo. « Sabiendo mejor que nadie –como bien había visto Fabien Longuet- que aquello terminaba en una posesión más lancinante y más cierta que la real. ». La imaginación volaba de una y otra parte y en algún lugar de ese reino aparentemente inconcreto hacía su morada. Pero, ¿quién pone barreras a esos alados viajeros que son los pensamientos? Los mecanismos represores de las sociedades tradicionales no pueden sino detenerse ante ese ne plus ultra representado por el fuero interno. Suzanne Laumier daba la impresión de estar ahogándose dentro de sí misma, tal vez arrastrada hacia el fondo por la piedra de la culpa. Lo que me pareció radicalmente injusto. -Semejante pregunta me recuerda una anécdota que escuché hace algún tiempo como ilustración de los límites ante los cuales debe ceder cualquier imposición de la autoridad, sea ésta del tipo que fuere –me oí decir, sonriendo espontáneamente.- Suzanne levantó los ojos de la circunferencia del vaso para animarme a contarla. -Los protagonistas fueron un borracho y un alguacil –hice una pausa porque caí demasiado tarde en la cuenta de que me la contaron como chiste y no era éste momento para guasas, pero a lo hecho, pecho.- El alguacil tomó la decisión de detener al borracho por alteración del orden público y desacato a la autoridad, es decir, a él mismo. Se la comunicó con una expresión castiza que combinaba admirablemente el tono perentorio con la reticencia: -« ¡Esta noche dormirás en la cárcel! ». “ No puede ser” –repuso el otro.- “Vaya que sí.” “Vaya que no. » Durando la porfía hasta que el alguacil, de un empellón, metió al borracho en el calabozo. Al día siguiente fue a abrirle la puerta: -« ¿Ves como sí has dormido en la cárcel? » « ¿Ves tú como no? Es cierto que he pasado la noche en la cárcel, pero lo que es dormir, no he cerrado los ojos ni para pestañear ». Contra todo pronóstico, Suzanne se dejó llevar por una sonrisa hermenéutica, aunque leve. -No era del todo su culpa –me apresuré a rehabilitar a Augusto Negroponte.- Los hombres aprenden a poseer a las mujeres en el acto sexual…. –otra vez me sentí adelantado por mis propias palabras, ruborizándome hasta las orejas, pero sin dejar por ello de admirarme del grado de naturalidad con que podía llegar a expresarme ante aquella mujer. Era, a priori, como estar hablando conmigo mismo.- Y luego no pueden, o no saben, parar. La humanidad lleva tantas generaciones practicando el mismo juego y grabándolo en su memoria genética, así como la sociedad excluyendo o estigmatizando a quienes se separan en lo más mínimo de sus pautas, que la introducción de todo cambio en la moral y en las costumbres resulta, como mínimo, laboriosa y difícil. No sé si usted, que ha vivido probablemente siempre en una gran ciudad, que por si fuera poco se llama París, puede llegar a comprender esto…. -Lo comprendo perfectamente. Además, sostengo que Augusto habría sido un hombre encantador y el perfecto marido…. si no hubiera asesinado a Christophe. Sobrevino un silencio largo, pero comprensible. Mi admiración por aquella mujer subía verticalmente pues, con toda evidencia, no guardaba rencor a ninguno de los dos, a pesar de que su unión con ellos culminó en ambos casos en tragedia doméstica. Bien mirado, aquellos acontecimientos constituyeron una sola tragedia doméstica que los envolvió a los tres. Pero Suzanne, por lo que se refiere a las faltas ajenas, lo había condonado todo. Lo único que no podía controlar, irremediablemente, era el miedo. -Christophe había recibido un encargo importante que consistía en ilustrar una colección de cuentos eróticos del siglo XVIII, no una más entre las innumerables que circulan pues ésta debía ser editada por un conocido académico de la lengua. Unos amigos artistas lo trajeron al « Sitting Bull », con objeto de que eligiera una modelo, o varias. Me eligió a mí sola. Entonces dio comienzo en su pintura una etapa que con toda justicia debería denominarse « etapa Suzanne », que por cierto no se limitó a ese encargo. Cuando acepté el trabajo, la vertiente crematística del asunto no pesó poco en mi decisión, aunque lo cierto es que hoy lo hubiera aceptado igual, por lo que tenía de excitante. Vino a proponérmelo uno de los artistas amigos de Christophe para el cual había posado en alguna que otra ocasión, pero yo sabía que era ese otro joven de la melena romántica quien debía realizarlo, pues nada de lo que ocurre en las mesas se me escapa mientras actúo. Mas yo no tenía idea de lo mucho que me iban a complacer aquellas sesiones, sobre todo las primeras. Me recibía con un pantalón vaquero y una camisa blanca, muy lavados ambos pero impolutos. Me hacía sentar en el sofá mientras preparaba un café. Luego me leía el cuento. Tan bien leído que aquella lectura se me antojaba a mí mejor que una película. No se equivocaba nunca y el tono de la frase era desde el principio el que más le convenía, la dicción era perfecta y la velocidad la justa. Ocupado como estaba en la declamación, me era permitido observar su rostro muy a mi sabor. Sus ojos me parecían a mí trozos de mar, y las guedejas los rayos de sol que incidían en él. Eran tan azules y tan serenos que, no sé por qué razón, me recordaron los ojos de un ciego. Tal vez porque daban la impresión de mirar sin ver y en ello radicaría el secreto de su imperturbabilidad. Recordé con ello que Homero era ciego y debía recitar sus poemas en las ágoras de unos pueblos blanquísimos, colgados sobre el mar más azul, no verde ni gris, que es el mediterráneo. Por eso, en algún momento de mi contemplación debió producirse una peculiar amalgama de sensaciones, de la cual surgió la imagen en la que se equiparaban los ojos cristalinos de Christophe a una fuente de la que brotaba un arte puro y antiguo, y aunque por aquel tiempo se hallaba muy lejos de ser considerado como un pintor consagrado, yo tenía la seguridad de que ese momento no tardaría en llegar. Tras la lectura del cuento comenzábamos a componer la escena, discutiendo el significado de cada gesto, así como la emoción o la idea que lo había hecho aflorar en el cuerpo. Pasaron muchos días de sufrimiento y de deseo compartido, yo remedando las mil y una formas de la entrega y él enzarzado de continuo en una feroz batalla contra sus pulsaciones, hasta tal punto que se le llenaron los labios de rosas de fuego. Ese estado de ánimo en que él se hallaba lo conocí después, en todo caso no empecé a sospecharlo hasta muy tarde. Al final ya no pudo resistirlo más y, sin que lo viera realmente venir, me tomó por detrás con una urgencia inapelable, cuando ya desesperaba yo de ello. Tuve la impresión, tan embebida estaba en aquellas narraciones, de que me traía a empellones desde el siglo XVIII al actual, pues cada vez me iba acercando más a mí misma, hasta dilapidar todas mis fuerzas y agotar todos los registros de mi voz, en una cabalgada interminable. He aquí, me dije, si alguna vez escribo la novela, una hipotiposis que podría llegar a ser clásica. -Por aquel tiempo, el arte de Christophe Laumier y yo tirábamos del mismo lado de la cuerda, descubriendo una fuerza inmensa que permanecía oculta en nuestro interior, bajo cuya impulsión, como rodando a los pies de una ola, vivimos días alciónicos que yo recuerdo como una fiesta y un viaje permanentes, durante los cuales entré, llevada de su mano, en una primavera nueva, un ámbito poblado de seres cuyo ingenio era inagotable y en el que a cada paso se producía la eclosión de una idea o de una palabra inauditas, de modo que quienes mantenían el otro cabo de la soga, impresionados, debieron ceder de golpe por lo que nos vimos impelidos y derribados, víctimas de nuestro propio empuje. Cuando quisimos levantarnos, a pesar de que ninguno de los dos había pensado antes en el matrimonio, éramos ya marido y mujer, sintiéndonos felices, además, de que aquello hubiera terminado de ese modo. Con todo y con eso, yo era consciente del carácter transitorio de aquel período. Intuí que Christophe poseía un espíritu demasiado complejo como para ser colmado por una sola persona, y aunque entonces no lo pensé, lo cierto es que si hubiera escarbado en lo profundo de mí misma habría encontrado que ello podía igualmente aplicarse a mi modo de ser, aparte de que había en él ciertas dimensiones y ciertos abismos que debía explorar solo, porque en ellos, ni yo ni nadie, podíamos serle de alguna utilidad. No obstante, aunque entonces ignoraba todavía que yo era todas las mujeres al mismo tiempo, me sentí con el poder suficiente como para darle sedal largo, todo cuanto él quisiera, confiando en poseer, al menos durante algún tiempo, la capacidad de recuperarlo en última instancia, antes de que se perdiera, hasta para él mismo, en el fondo de las aguas bajo cuya superficie se sumergía cada vez con mayor temeridad. Fue un error. En fin, fue una equivocación no prestarle atención suficiente al poder maléfico, inequívocamente activo y eficaz, de aquella casa, « Le château de la Mare aux Loups ». Suzanne apoyó en mí una mirada inquisitiva, para ver si manifestaba mi escepticismo con una leve sonrisa o cualquier otro gesto. Permanecí impertérrito. Ella prosiguió. -Christophe no era precisamente un pintor bohemio, sino rico de cuna, poseyendo por herencia numerosas propiedades; entre ellas, la más suntuosa era la mansión « de la mare aux loups », que había sido la residencia principal de la familia a lo largo de varias generaciones. Corría, por cierto, un rumor en el pueblo según el cual un tatarabuelo de Christophe habría practicado con éxito la ciencia alquímica y que la fortuna familiar provenía precisamente de ello. En fin, nos instalamos allí, en parte para tomarnos un respiro en medio de la vida trepidante que habíamos llevado durante los últimos tiempos, en parte también para que Christophe se pusiera al día por cuanto se refiere a su cuaderno de encargos, el cual empezaba a estar sensiblemente nutrido. El caso es que, salvo breves escapadas a París, donde disponíamos ya de este apartamento, nos fuimos hundiendo cada vez más en sus sombras y en su humedad morbosa, echando unas raíces que todos los días descendían un poco hacia las profundidades dormidas de aquella tierra negra. Usted tal vez no conoce el verdadero clima de Normandía. -Mi conocimiento es tan sólo literario, a través de los cuentos de Maupassant –reconocí, de paso, entre mí, que muchos de mis conocimientos eran tan sólo literarios.- La fuente debió parecerle fiable pues no añadió ningún comentario al respecto. -Yo seguía actuando todas las noches en el « Sitting Bull », pero entonces dentro de mi cabeza. Después me entregaba a Christophe, quien también era todos los hombres al mismo tiempo. No podría asegurar que fui feliz, aunque cabe preguntarse si es posible ser feliz en un universo cuyo rasgo esencial es la mudanza, lo cierto es que me consideraba reconciliada con mi destino. Ahora mismo no sé muy bien qué quiero decir con esto último. Supongo que significa mi renuncia voluntaria de aquel momento a esa sucesión de olas de deseo que iban y venían uniéndome a mi público, a ese conglomerado de hombres sedientos que eran uno solo, y también a la « experiencia enriquecedora », recetada y predicada por nuestro doctor y sacerdote, Silvio de Longuelune, en las majestuosas aras del tálamo, donde se supone, donde supone nuestra civilización judeo-cristiana, que una mujer debe realizar las últimas entregas de su cuerpo maduro, como si las bodas fueran en verdad con la vejez y la muerte. Tampoco sabía yo que mi sazón iba a ser tan larga, muchas veces me pregunto si los secretos herméticos del tatarabuelo de Christophe no habrán sido conservados en el seno de la familia, transmitidos de padres a hijos, y que éste me haya vertido subrepticiamente alguna vez unas gotas del elixir de la vida como se vierte un veneno, por eso mi reclusión en « La Mare aux Loups » me parecía, entonces, sencillamente un proceso lógico, por no decir biológico, cuyas leyes eran las mismas que las de la existencia y no había otro remedio sino acatarlas. A pesar de la desidia, a la que me abandoné como se abandonan a ella los contemporáneos de una falacia filosófica, aún intuyendo que conduce al absurdo, amé profundamente a Christophe porque descubrí en él vastas regiones que no comprendía, pues suponemos que el amor se alimenta siempre de la exploración de lo desconocido, más todavía, de cuanto está más allá del exiguo perímetro abarcado por nuestra particular percepción, es decir, todo excepto la pequeña celda en la cual nos hallamos encarcelados. Paradójicamente ese mismo principio que me atraía hacia él, iba abriendo entre los dos una grieta que en poco tiempo acabó convirtiéndose en una sima, pero sobre todo hizo que, dada la complejidad del carácter de Christophe, mi reacción fuera tardía y casi inexistente. La verdad es que no me di cuenta cabalmente de que Christophe estaba en poder de la casa hasta que ingresó en el hospital psiquiátrico, pues conmigo siempre se comportó de una manera discreta, para evitar sin duda que concibiera sospechas y entretejiera cábalas. Cuando al fin llegué a ver claro, los hechos se precipitaron. Una duda afloró en mi mente. -¿Se comportó quién? -La casa, por supuesto. -Habla usted de ella como si fuera una persona con voluntad propia. -No sé qué diablos sería, pero el caso es que voluntad propia la tenía. La tiene…. Comprendo su escepticismo. -No se preocupe por mí…. Iba a añadir «…y siga contando », pero el pudor me lo impidió. -La casa tomó entonces el cabo de la cuerda y empezó a tirar, guiándole y haciéndole ver las visiones que luego él pintaba. Se pasaba las horas muertas sentado en el suelo contemplando un muro cualquiera, el de un lavabo o el de la cocina, ajeno a las idas y venidas del personal de servicio. Tras ello, se encerraba en la biblioteca. Yo pensé que era, después de todo, su derecho de artista. Con el tiempo llegó incluso a volver por las noches a esos lugares y mantener conversaciones con espectros que nadie sino él podía ver. Así es como comenzó y se desarrolló un nuevo período de su pintura, el último, que también con toda justicia podría denominarse el del « Château de la Mare aux Loups ». Mientras Suzanne me hablaba de estos hechos que conocía previamente por Fabien Longuet, me vinieron a la memoria imágenes de algunos cuadros que contemplé en la exposición, pertenecientes sin duda a ese período. Las cuales arrastraron en su seguimiento retazos de la pesadilla, ya olvidada, que tuve durante mi primera noche de hotel en París y por un momento volví a oír los gritos y susurros de aquellos seres fantasmales, cuya patente agresividad me produjo pavor, alejando de mí el reposo durante toda la noche. -Cuando fui a visitarlo al hospital parecía sereno, pero presentaba heridas y contusiones por todo el cuerpo. Hablé con el doctor, quien me puso al corriente de las circunstancias en que fue hallado por un leñador, a unos quinientos metros de la tapia de su residencia, la cual admitió haber saltado en la precipitación de su huida, con una rama en forma de horquilla sujetándole del cuello y medio cuerpo dentro del riachuelo, al borde de la hipotermia. Durante los días que siguieron, el doctor me hizo partícipe de algunas de las declaraciones del paciente; según éste le había explicado en las primeras entrevistas, salió, en efecto, huyendo de la casa porque, tras una discusión muy violenta, comenzaron todos a perseguirle con la intención manifiesta de acabar con su vida. Sin embargo, cuantas ocasiones se le preguntó quiénes eran ellos, se quedaba mudo. –Acaso pueda usted responder a la pregunta –inquirió el doctor,- por si fuera éste un elemento susceptible de caer en la incumbencia de la policía. Dije que no, que por aquel tiempo, en mi opinión, vivía completamente solo, con toda probabilidad sin recibir la menor visita, aunque no podía tener la certeza absoluta, pues los lazos que me habían unido a él estaban por desgracia cortados en su totalidad. No pareció muy sorprendido por mis palabras, que acogió más bien como la confirmación de un diagnóstico pesimista ya establecido por él de antemano. Prosiguió. –Su marido oía las voces coléricas de sus perseguidores resonando desde todos los pasillos y un tableteo de pasos que venía pisándole los talones. Al fin consiguió encerrarse en una habitación de la planta baja. Estaba agotado y se tiró en el suelo. Luego se sentó apoyando la espalda contra la pared. Entonces alzó los ojos y los vio a todos de nuevo a su alrededor, a la luz de la luna llena. Se tiró por la ventana, que afortunadamente no estaba muy alta, cayendo sobre el césped envuelto en una nube de minúsculos cristales, semejante, según sus propias palabras que tienen siempre la fuerza evocadora de quien está acostumbrado a retener imágenes en su memoria, « a la nebulosa de burbujas que envuelve el cuerpo debajo del agua, durante un chapuzón nocturno ». Reanudó de inmediato la huída, sin que las voces dejaran de perseguirle, oyendo crujir muy cerca ramas por él no holladas, como si un ejército de soldados muertos le andara a la zaga, parece ser que tras de sí oía también una misteriosa campanilla « que administraba la vida o la muerte », hasta que con la caída perdió el sentido. La rama en forma de horquilla a punto estuvo de provocarle la muerte por asfixia. Afortunadamente su cuerpo se apoyaba en parte sobre el lecho del río. Salía de aquellas visitas tarde, cuando el cielo era todavía azul oscuro, pero pronto a declinar hacia el negro absoluto tras la más leve obtemperación del desaparecido sol. Los sucesivos patios del hospital se hallaban desiertos y fríos en toda su lancinante vastedad. Al pasar junto a la iglesia del establecimiento, construida con el mismo ladrillo rojo que el resto de las dependencias, sonaban tristemente las campanas como para anunciar la caída de la noche, pesado sudario de seda negra, sobre el asilo, y hasta mis pasos sobre el empedrado se extinguían con un eco lúgubre. Entonces imaginaba a Christophe, recubierto por una piel de oblea que dejaba transparentarse unas venas azules, demacrado, envejecido prematuramente por la locura, enfundado en un ataúd de madera oscura, reluciente por el pulimento, expuesto a la luz clorótica que caía junto al altar. Y yo de pie, frente él, sabiendo que nuestras vidas habían sido tocadas por el fracaso y por una tragedia interminable. Al día siguiente caía de rodillas ante la cama de Christophe para suplicarle que se viniera conmigo al apartamento. Pero él jamás transigió en ello. Incluso, cuando los médicos le dieron el alta, en una concesión última que me causaba escalofríos de horror, me ofrecí para encerrarme de nuevo con él en esa maldita casa, aún a riesgo de enfrentarme yo misma con aquellos fantasmas cuya existencia jamás había puesto en duda, proposición que me fue igualmente rechazada, si bien con cortesía, casi con ternura, en todo caso sin sombra de rencor. Me dijo que tenía allí una empresa pendiente que para él solo estaba guardada, debiendo culminarla en el más absoluto retraimiento. Lo despedí como al caballero provecto que parte a librar su última batalla. Durante los meses siguientes, hasta que tuve conocimiento de su muerte, le escribí algunas cartas, puesto que no había teléfonos en el « château », y no me sorprendió en absoluto la ausencia de respuestas. Además, por aquel entonces, me hallaba ya en plena « experiencia enriquecedora » con Augusto Negroponte. La vida es una casa llena de puertas y unas están cerradas y otras están abiertas. Fueron aquellos unos días fáciles y de gran lucimiento, después de todo. Bastaba con concebir un proyecto para que saliera a pedir de boca, un deseo para que se cumpliera, era como andar siempre cuesta abajo y siempre rodeada de amigos preparando fiestas y acontecimientos. Nunca había tenido tanto éxito en el escenario. No solamente estaba llevando a la perfección todo el repertorio de mis recursos, así como la ejecución técnica de los movimientos, sino que, además, se me ocurrían ideas nuevas sin cesar, sorprendiendo al propio Silvio de Longuelune, mago de la libido. Muchos fueron los caballeros que perdieron la mesura durante aquellas horas en que sopló el estro, haciéndome llegar proposiciones descabelladas, a cual más escabrosa, constituyendo entre todas una casuística de la inmoralidad. Algunas las exaudí por puro divertimento. Lo que no me impedía jugar luego la partida hasta el final, aceptando las cantidades exorbitantes que estaban dispuestos a pagar por sus pequeños caprichos, sencillos de satisfacer. Mi cuerpo flotaba en el aire, mi memoria no sentía el dolor de la crisis precedente, porque parecía que les habían administrado, a uno y a otra, una buena dosis de morfina. Por su parte, Augusto fue incrementando insensiblemente el tiempo que pasaba en el apartamento. Cada vez se quedaba a dormir con más frecuencia, se ofrecía más a menudo a ayudarme a hacer las compras, traía carpetas repletas de documentos para estudiarlos en mi casa. Cuando quise darme cuenta se nos consideraba como pareja de hecho. En realidad no me detuve demasiado a reflexionar acerca de la situación que estaba atravesando. O si lo hice alguna vez, quizás deliberadamente no pasé de un análisis superficial. Lo contrario, ahora lo veo claro, me hubiera conducido sin duda a abandonar alguna de las opciones que se alzaban ante mí. No deseaba renunciar al « Sitting Bull », ni a todo lo que dicha adscripción conlleva, porque ésa era mi vida; tampoco quería privar mis noches del ardor inextinguible de Augusto, porque suponía el reposo en una forma de amor primitiva, que curaba de las deliciosas complejidades del hombre civilizado y decadente de nuestro siglo. Por último, para acabar de decirlo todo, albergaba todavía un hilo de esperanza, del que pendía como un escapulario la idea de que un día me sería dado contemplar la vuelta del viejo caballero, regresando de su búsqueda del Santo Grial o del infierno, cansado al fin y victorioso, para de este modo compartir con él su reino. Me limité a vivir, lo que jamás está exento de peligro, a tomar las cosas como venían; porque, como solemos decir los franceses, a cada día le basta con su propia pena. Así, aquel intervalo pasó raudo y yo prestaba poca atención a su transcurso. Por eso, en el juicio, me sorprendí al oír que Augusto se había quedado tantos días encerrado en el « Château de la Mare aux Loups », borrando las huellas de su crimen. Lo cierto es que no lo eché de menos en medio de la trepidante cadena de acontecimientos. El tiempo había transcurrido demasiado rápido, o tal vez no había existido. El tiempo, ese dios que siempre está entre dos puertas. La muerte de Christophe puso un fin brusco a ese estado de cosas, mostrándome mi propia fragilidad, pues comprendí que el hilo de esperanza que me unía a él era en realidad el más fuerte, y habiendo cedido, todo mi universo amenazaba con precipitarse al vacío. Por ello mismo me aferré a Augusto, dejando de lado todo lo demás. Incluso accedí a su deseo de vivir en el château. Llegué a convencerme de que el « Château de la Mare aux Loups » que tenía peligro era solamente el que albergaba la mente de Christophe Laumier, el pintor, fenecido ya. Yo debía ir allí a vivir con Augusto Negroponte, pues creía llegado el momento de perder la eterna juventud, me lo decía el sabor amargo que encontraba en todas las cosas. Augusto fue el bastón que me mantuvo en pie durante ese momento de desfallecimiento, sin él me hubiera desmoronado. Suzanne se abrazaba ahora las rodillas en el canapé. Sospecho que no había calculado que sus palabras iban a calar tan hondo en el pasado como para devolverle, cual si fueran cangilones de una noria, en toda su autenticidad, vivencias que ella creía semienterradas en la sombra. -Lógicamente, cuando la investigación dio comienzo, la policía solicitaba a menudo entrevistas, debiendo afrontar, juntos o por separado, largos interrogatorios. Comprendí que se nos situara entre los principales sospechosos, pero al cabo la sensación que se desprendía era embarazosa y exasperante. Augusto no pudo justificar una ausencia significativa de su lugar de trabajo, pero él arguyó que la empresa le debía muchos días de vacaciones y se los tomó al fin, eso era todo. Según dijo, parte de esos días los pasó conmigo y el resto descansando en su apartamento, leyendo o poniéndose al día en sus tareas. Para mí aquello era verosímil, pues se remontaba a varios meses, durante un período bastante agitado e intenso. La policía, por su parte, ignoraba el momento exacto en que se produjo el crimen, ni siquiera era capaz de probar que lo hubo. Mas aquello debía pasar de una manera o de otra, y pasó. Entonces Augusto me propuso realizar un viaje a Bélgica. Fue el último día, mientras paseábamos por las calles encantadas de Brujas, cuando me pidió que me casara con él. Augusto era un hombre que causaba sensación ; allí donde entrara, despertaba de inmediato el interés del elemento femenino. Resultaba asimismo evidente que, cualquiera que fuera la naturaleza de la atracción que sentía por mí, ésta era intensa. Yo me hallaba exhausta, a fuerza de asumir y canalizar tantos sentimientos contradictorios, y en tales circunstancias, la perspectiva de retirarme junto a él era digna de ser tomada en consideración. Porque estaba claro que se trataba de eso, de retirarme. Fue una ceremonia sencilla, a la que asistieron únicamente amigos íntimos de ambas partes. Al día siguiente tomamos el avión para la isla de San Mauricio, donde nos aguardaba un clima que no era el ideal para calmar los ardores de Augusto, pero a mí me produjo un efecto benéfico. Volví bronceada, bastante más tranquila, dispuesta incluso a aceptar la perspectiva de vivir en el « Château de la Mare aux Loups ». Por su parte, Augusto aprendía rápido a ser rico. Como yo misma había aprendido, después de todo, a serlo con Christophe. Vestía en las mejores tiendas de París, si bien al principio bajo mi tutela, conducía un automóvil de lujo con el que hacíamos frecuentes escapadas a Honfleur, Deauville, nos alargábamos incluso hasta Bretaña, donde permanecíamos los días que se nos antojara alojados en los mejores hoteles, comiendo en los más reputados restaurantes. Si bien, para hacerle justicia, debo decir que si aquello le fascinaba era porque lo compartía conmigo, porque tenía la impresión de seducirme con todo ese trajín y toda esa parada, lo cual conseguía en honor a la verdad, de modo que resultaba evidente que su única gran pasión era yo después de tanto tiempo, en fin yo estaba acostumbrada, con la excepción de Christophe para quien no fui evidentemente su única gran pasión sino una más y tal vez no la de mayor intensidad, a relaciones más fugaces, lo que me hacía sentirme orgullosa y de alguna manera agradecida. Si alguna vez llegué a amarle, fue durante aquellos días prodigiosos. Por cierto que el valor atribuido a las obras de Christophe había subido verticalmente tras su muerte, con lo que se verificaba también en su caso que la actividad más lucrativa para un artista es morirse. Pero los beneficios de tal revalorización recaían entonces en nosotros, lo cual nos permitía llevar una vida que, sin llegar a ser excesiva, admitía los dispendios necesarios para hacer de ella un pasatiempo agradable. Luego, en su momento, la falta de Augusto la sentí menos, porque el miedo había reemplazado el sufrimiento por su pérdida. Cuando ya hemos gustado al dolor, la vida sabe administrar sus analgésicos. Entonces sólo me quedaba el « Sitting Bull », quizás el mejor cabaret de París, y yo me había convertido en la estrella que refulgía en él con más brillo. En su escenario, recibiendo el aplauso del público, comprendí al fin por qué Christophe se había ido solo a terminar su aventura, con peligro de naufragar entre las sombras de su locura. El arte es un instinto que nos empuja a aprender en una determinada dirección y, como todos los instintos, no obra en nuestro propio interés, sino en el de la colectividad ; por eso no lo controlamos nosotros, por eso se llega por él al sacrificio del individuo en beneficio de la especie. Hay una fuerza ciega que nos obliga a descender hasta las últimas consecuencias Me olvidé de Augusto. Pasaron muchos años sin que pensara una sola vez en él, excepto por lo que se refiere al crimen que cometió. Antes de dormir, lo veía a menudo en aquel lúgubre pasillo, empuñando el tubo de plomo y aguardando en la oscuridad, tal y como se le pintó en el juicio. Pero al día siguiente, ingresaba de nuevo en mi mundo de ensayos y actuaciones, de fiestas y de encuentros, de calles hirvientes de tráfago y de locales de moda, y el perfil de Augusto llegaba a diluirse del todo. De repente, sus ojos me miraron con el brillo del pánico. -Así fue hasta que un día, en medio del escenario, sentí los dardos negros de sus ojos clavados en el costado. En ese preciso instante supe, sin verlo, que estaba entre el público. Me volví y, en efecto, era él. Se hallaba sentado ante la mesa que solía ocupar antaño. Sus ojos destellaban igual que siempre, devolviendo una versión endrina, lancinante y tóxica, de la luz, acañavereando todo mi cuerpo, pero su cabellera se confundía ya con ese universo insondable que se crea más allá del deseo, cuando casi todas las lámparas del local se apagan. Durante una fracción de segundo debió desprenderse de mí una astilla de pavor en la fugaz ojeada que le lancé, pero me rehice de inmediato gracias al aplomo que suelen dar las tablas. Conseguí no cometer ni una sola falta, mas no pude evitar ceder, en dos o tres ocasiones, a la poderosa atracción de aquella mirada negra, hipnótica como la de una serpiente erguida ante la presa, fascinada ésta por una sobredosis de terror justo en el límite del círculo de la muerte. Al entrar en el pasillo que conducía a los camerinos, me atraparon los brazos de Silvio de Longuelune. Tan sólo él había advertido algo anormal en mi prestación. Le supliqué que fuera a hablar con Augusto, que le pidiera en mi nombre que no volviera más a este local ni a mi vida, se lo imploré como se clama por un exorcismo. Pocos instantes después regresó Silvio asegurando que Augusto no se encontraba en la sala. Enfilé rápidamente una bata y salí a comprobarlo por mí misma. La mesa estaba vacía, pero en ella figuraba todavía un único vaso conteniendo, muy menguado, un pedazo de hielo. Telefoneé de inmediato a su propia casa al inspector Fabien Longuet, sin pararme siquiera a considerar la hora, quien me confirmó que Augusto Negroponte había cumplido únicamente la mitad de su condena, atendiendo a su buena conducta, y que en estos momentos se encontraba, en efecto, en libertad, habiendo pagado lo suficiente, a los ojos de la justicia, por su crimen. Incluso llegué a soñar en una ocasión que Augusto se hallaba, plantado, a los pies de mi cama, contemplándome mientras dormía. Durante un lapso indeterminado sentí su presencia muy cerca, pero no podía desplegar los párpados para mirarle. Era como una presa mordida ya y bajo los efectos de un extraño veneno que me inmovilizaba al tiempo que permitía conservar toda la lucidez. Al fin hice acopio de todas mis fuerzas y conseguí abrir los ojos. No había nadie en toda la habitación, ni en toda la casa. Por fortuna, aquella situación no se eternizó. El propio Fabien Longuet vino a verme para comunicarme que Augusto Negroponte había vendido sus pertenencias, las que le quedaron después del divorcio, es decir, esencialmente las que él poseía antes del matrimonio, y había cruzado la frontera. Más tarde telefoneó, anunciándome que había recibido confirmación de la policía italiana de que Augusto se había instalado en su pueblo natal, cerca de Nápoles, donde vivía toda su familia. Cuando colgué el auricular, noté en el acto un alivio inmenso. Era invierno, pero sólo entonces me di cuenta de que excepcionalmente lucía un sol esplendoroso en París. Salí al balcón y sentí su caricia tibia, que caía también, con la suavidad de una nevada, sobre el edificio entero y los inmuebles colindantes, así como sobre los jardines del parque donde cada yema parecía exultar con las cálidas irradiaciones y la gloriosa luz que había desterrado con espada de fuego la esmerilada atmósfera de todos los días. Tuve la impresión de resucitar en pocos minutos a un mundo nuevo y a una vida nueva, libre hasta de la tiranía de mi propia conciencia, donde estaban cayendo los últimos bastiones de una moral basada en el miedo y en un primitivo y rudimentario instinto de conservación, como si el hombre viviera aún rodeado de los peligros de la sabana. A compás de su discurso, también su rostro se había metamorfoseado, apareciendo ahora radiante, manifestando una dicha rotunda como el final de una sinfonía. La vuelta de la sonrisa encantadora con la cual se había iniciado nuestra entrevista, marcó la recuperación definitiva del imperio que ejercía sobre ella misma. -Pero salgamos un rato a sumergirnos en la fogosa noche de París. Me encanta la idea de mostrarme con usted, señor Santamaría. Diciendo esto se puso en pie y al pasar por delante de una silla se despojó del albornoz, permitiéndome contemplar el esplendor dorado y turgente de su cuerpo mientras se dirigía al baño. Suzanne emergió con un vestido ceñido, corto, hecho de puntillas y transparencias que combinaba el atrevimiento con la más refinada elegancia. -Esta noche quiero ser para usted más francesa que nunca. ¿Le gusto ? -Más que comer con los dedos –repuse en español.- -¿Cómo dice? -Digo que ni siquiera hablando en español encontraría los términos adecuados para describir tanta belleza y menos aún el placer estético desprendido de su contemplación. -Es usted muy amable. ¿Le parece bien que sea yo quien le guíe por el intrincado París ? -Jamás encontraría mejor guía que usted. Ni usted mejor guiado que yo, pues no hay lugar de este mundo o del otro al que no estuviera dispuesto a seguirla. -Personalmente me limitaré al ámbito de este mundo ; por lo que se refiere al otro, necesitará una guía más esforzada que yo. -La buscaré a su debido tiempo. Comenzamos con un paseo por la orilla del Sena, frente al Louvre, tal vez para que no tuviera la menor duda de que estaba realmente en París, deteniéndonos de cuando en cuando frente a alguno de los innumerables tenderetes en los que se exhibían libros de lance. Tomamos a través del Pont Neuf l’Ille de la Cité, en cuya punta, llamada del Vert Galant, nos sentamos a contemplar las aguas como si nos encontráramos en la proa de un gran navío de piedra, hendiendo las aguas con la implacable solidez de su quilla. Seguidamente la emprendimos longitudinalmente con la isla en la cual un día se hallaba contenido todo París y, tras bordear Notre Dame, alcanzamos el Puente de San Luís que da acceso a la isla del mismo nombre, en cuyo extremo volvimos a sentarnos imaginando hallarnos esta vez sobre la popa de un gran crucero. En cuanto a mí, a pesar de la suntuosidad exhalada por ese conjunto arquitectónico, casi percibido ya como familiar, sólo tenía ojos y sentidos para ella. Suzanne lo sabía y se dejaba admirar. Me atrevería a decir que, con toda discreción por supuesto, actuaba para mí. Lo cual le agradecía de todo corazón. Durante una fase intermedia nos acercamos para tomar unas copas a un par de locales a la moda, frecuentados por la flor de la canela parisina, la quintaesencia de los más diversos sectores que marcan la pauta en la ciudad, desde la moda a las finanzas, entre la cual se desenvolvía Suzanne con holgura y suficiencia. Lógicamente la próxima etapa debía ser el restaurante. Sentados a la mesa frente a frente, ella quiso resarcirse insistiendo en hablar tan sólo de mí. Lo que me puso en un aprieto, pues en mi opinión el tipo de vida que me había correspondido podía resumirse en unas cuantas frases de contenido banal ; incluso, si se me apura, en unas cuantas palabras : infancia en el pueblo, universidad, redacción del periódico, apartamento, libros tal vez, jazz. Pero ella no se daba por vencida y acabamos hablando de la España profunda, de su contraste con Madrid, de mis gustos, de mi trabajo, de mis proyectos… Noté como si me estuvieran abriendo el pecho con un bisturí indoloro. Respondí humildemente, pero también con toda sinceridad. Al salir del restaurante, Suzanne pretendía pasar brevemente por una discoteca pero un incidente estropeó sus planes. La noche era cálida, dueña de una plenitud sólo manifestada en raras ocasiones, por lo que decidimos tomar el taxi más adelante. Suzanne, con un gesto muy suyo, tan natural como imprevisible, me tomó de la cintura mientras avanzábamos por la acera. Por mi parte me vi posando el brazo derecho sobre su hombro semidesnudo, atrayéndola un tanto hacia mí. El contacto con su piel, la proximidad de su perfume, me inocularon un suave torpor en los miembros que se añadía al ocasionado por el vino, al cual me abandoné sin ofrecer resistencia alguna. Fue entonces cuando un mendigo se volvió de repente y chocó contra nosotros. Por un momento fuimos los tres una pelota inmovilizada sobre la acera. - ¡Puta ! –susurró el individuo en cuestión mientras se abría paso entre nosotros dos.- Ante la confusión de Suzanne, traté de mediar : - No se lo tome en serio. Ya sabe que los franceses utilizan ese taco con harta frecuencia, cuando se les cae algo, se dan un golpe, o chocan con otro…. - Depende de la entonación. Me miró al fin y en sus ojos no pude sino leer el pánico sin residuo. -¿Qué le sucede, Suzanne? -Si no fuera porque se trataba de un viejo, diría que era él… -¿Él? ¿Quién? -Augusto. Tenía su voz… -Habrá envejecido… -repuse mientras veía alejarse al sujeto, como si yo mismo estuviera bajo los efectos de un conjuro.- Sólo al final, justo antes de que se dispusiera a doblar la primera esquina, conseguí reconocer, a través de la mirada subrepticia que lanzó en pos de sí, aquel largo abrigo negro tapetado con sus grandes solapas levantadas. Esta vez corrí con todas mis fuerzas ignorando a la gente que se echaba a un lado asombrada. No obstante, al llegar a la esquina vi que de nuevo se había esfumado como por ensalmo. Continué a pesar de todo cincuenta o sesenta metros más hasta quedar convencido de que no tenía la menor posibilidad, pues era evidente que un hombre de sus años, o de su estado físico, ya no sabía muy bien, no podía haber avanzado tanto como yo lo había hecho, hasta el punto de desaparecer como si se lo hubiera tragado la tierra. Visiblemente se trataba de un individuo no carente de recursos. Decidí no referirle a Suzanne mi anterior encuentro con el interfecto. -No lo entiendo –le dije,- desapareció sin dejar rastro. Quiero decir sin que haya alcanzado a ver cómo o por dónde. Probablemente se trataba de alguien que vive en alguno de esos edificios. Olvídelo…. No es probable que sea Augusto Negroponte. CAPITULO VIII LE CHÂTEAU DE LA MARE AUX LOUPS Abrí los ojos a la habitación dorada por el halo suave del sol matutino y me extasié en la contemplación de su rostro enmarcado por la tupida melena rubia, esparcida sobre la almohada, briscada en la tela, algunos de cuyos cabellos refulgían muy cerca de mí como vetas auríferas incrustadas en arcilla de caolín. Dormía plácidamente mientras yo descendí con la mirada más abajo, considerando el volumen, la masa, el peso específico de aquel cuerpo rotundo, que ofrecía bajo esa luz una tonalidad cobriza de metal caliente, de estatua yacente apta, por especial favor de los dioses, para el amor fácil de la materia y de la forma. Pero una idea vino a turbar la placidez del momento. Me levanté en silencio, recogí la ropa y salí entornando delicadamente la puerta para vestirme en el salón. Como en Madrid, busqué el mirador de la ventana para reflexionar sobre lo que debía hacer. El parque refrescaba los ojos con el verdor de las hojas y el césped recién cortado, cuyo aroma intenso subía hasta el apartamento. Sentí en la nuca la sedosa caricia de una mano femenina. Me volví y recibí sus brazos cálidos sobre el cuello. -¿Extraña usted la cama? -En absoluto. Jamás había dormido tan bien. Sonreímos ambos. -Pero ahora hay algo que le inquieta, ¿verdad? -Así es…. Suzanne, necesito pedirle algo. -Lo sé –dijo, bajando la mirada y separándose de mí.- Entró por la puerta de la cocina. La seguí. -¿Lo sabe usted? -Por supuesto. Sacó una botella de leche y dos tazones. Luego se sentó ante la mesa. -Usted necesita examinar de cerca el lugar del crimen y por lo tanto desea ir al « château ». Mi silencio le dio la razón. Preferí dejar las cosas así. Vertió la leche en los tazones. Al concluir la operación permaneció callada un momento, probablemente haciendo acopio de valor. Después me miró a los ojos. -¿Cuándo piensa salir? -Ahora. -Le acompaño. -No Suzanne. Se lo agradezco. Pero debo ir solo. Esta vez su expresión fue de sorpresa. Vi, además, que se debatía con una frase que no quería pronunciar : « ¡Es peligroso ! ». No lo hizo, pero olvidó por completo los tazones llenos de leche fría. -Es preciso que vaya solo, Suzanne. Me detuve durante un instante, mas luego proseguí: -Como Christophe…. En mi fuero interno añadí, sin querer, « y como Augusto ». Hay algo muy humano que impulsaba a ambos, por cuya compensación todavía no hemos dejado de pagar todos un precio muy elevado. -¿Cuánto tiempo piensa quedarse? -Tres días. -Lo que hace dos noches. -Exacto. Al cabo no se pudo contener y confesó: -Temo que le ocurra algo, Luís. No sé qué, pero tengo miedo. -Es preciso que pase solo por esa prueba. Su mirada parecía medir mi determinación. Cedió al fin: -Telefonearé a la mujer que se encarga del mantenimiento. Ella le dará las llaves y le indicará el camino. Se levantó y puso a calentar los tazones de leche en el microondas. Tomé el metro y me dirigí al hotel para recoger lo estrictamente necesario. Luego, por el mismo procedimiento, me encaminé a la estación de Saint-Lazare. Emergí del subterráneo en el interior de la misma. Compré inmediatamente el billete y pedí un horario. El pequeño documento contenía, en verdad, mucha información, con numerosas excepciones y salvedades; no obstante, tras un examen detenido, colegí que dentro de media hora salía un tren con parada en la estación cuyo nombre llevaba escrito en un papel, con una letra tan bella como su propietaria. Mientras aguardaba en el andén, tuve la sensación de que, en alguna parte de ese vasto espacio, dos ojos negros me escrutaban con tal fijeza que hasta mi piel era sensible a tan poderosa mirada. Me dije, no obstante, que seguirme carecía de sentido ya que él, Augusto Negroponte, pues la identidad del hombre que me había estado vigilando y que había fijado la cita a la cual me disponía a acudir no ofrecía para mí la menor duda, sabía perfectamente hacia dónde me dirigía y no tenía más que aguardarme en el lugar de mi destino, oculto en algún enfoscadero secreto. No lograba entender, sin embargo, por qué era a mí precisamente a quien convocaba, ¿cómo sabía él que era yo quien se disponía a reescribir y por lo tanto a relanzar la historia de su crimen? Si acaso me hubiera visto con el inspector en la exposición y luego con Suzanne, podría haberlo sospechado, pero su primera intervención fue anterior a mi entrevista con Fabien Longuet. Ese misterio me desconcertaba. Un empleado de seguros, una bailarina de cabaret, un policía, se han convertido en seres sorprendentes, como tocados de un rasgo anormal. La manera en que Suzanne hablaba de la casa, la naturalidad con que le atribuía una independencia mental, un libre albedrío, no dejaba de ser asombrosa. Lo cierto es que ese edificio se me estaba revelando como el centro, la piedra angular de toda la historia, el punto en común de todos los personajes. Después de Christophe Laumier, Augusto Negroponte había sido, en efecto, el siguiente señor de la Mare aux Loups. No pude evitar preguntarme qué tipo de relación se habría establecido entre ambos. ¿Acaso no sería la casa el verdadero mistagogo, encargado de transmitir a sus propietarios los secretos terribles que había descubierto en ella el antepasado de Christophe y que no pueden ser comunicados a extraños? Traté de desechar esta idea absolutamente peregrina, pero ella volvía una y otra vez a mi mente. El viaje sólo empezó a hacérseme agradable más allá de una ciudad llamada « Mantes la Jolie », que no hacía en verdad honor a su nombre, al menos vista desde el tren, excepto por su catedral que se divisaba a lo lejos, con el macizo y cuadrangular volumen de la central eléctrica, coronado por unas chimeneas descomunales que afeaban el margen opuesto del Sena. Allí es donde se considera que terminan las afueras de París, a partir de Vernón comienza la región de Normandía, con sus arboladas y suaves colinas, sus ondulados y verdeantes pastos, sus casas llamadas de colombages, lo que significa que los muros exteriores presentan vigas de madera aparentes, paralelas, cruzadas o en forma de espiga, techadas con pizarra o chaume, que equivale a rastrojo. Y siempre el Sena avanzando con su caudaloso fluir, a la derecha del tren. Viendo esas construcciones aisladas, escondidas en parte por la vegetación, me vino a la memoria un comentario de Sherlock Holmes a propósito de la criminalidad en el campo y en la ciudad. En esta última, todos somos garantes de la seguridad de los demás mediante nuestra sola presencia. También lo somos, espada de doble filo, de su honradez y comedimiento. Por el contrario, la soledad del campo provoca la caída de muchas barreras y de muchas inhibiciones. Empecé a contar las paradas a fin de no pasarme de largo pues éstas menudeaban y el tren se detenía a cada instante. Cuando bajé al andén me di cuenta de que había sido el único viajero en apearse en esa pequeña estación insignificante, lo cual, debo confesarlo, alcanzó a tranquilizarme un tanto. Al menos durante cierto tiempo. Tuve que caminar un buen trecho hasta conseguir llegar al pueblo, mas fue un paseo agradable, contemplando el idílico paisaje desde la estrecha carretera, que ascendía serpenteando entre los collados donde rumiaban, curiosas, las vacas. No debió serlo, pensé, para Augusto Negroponte, pues llegó, según tengo entendido, en plena noche y en invierno. Luego debió bordear el pueblo en la oscuridad, como los lobos y los buhoneros, para dirigirse sin ser visto al château. Seguí las instrucciones de Suzanne hasta llegar a la dirección que tenía consignada en el papel. Apoyé el índice sobre un timbre ronco y eché una mirada a mi alrededor. El pueblo daba la impresión de no haber cambiado en muchos siglos. Abrió la puerta una mujer sexagenaria, de cabello corto y rizado, nariz prominente, ancha en la base, y ojos saltones, con los que me estuvo escrutando durante unos instantes. Faltó poco para que su examen resultara impertinente. -Usted debe ser el Señor Luís Alonso de Santamaría. Sin esperar respuesta añadió: -Pase. Fui introducido en la primera pieza de un corredor cuyo fondo se perdía en la oscuridad. En ella, la única claridad venía de una ventana cerrada con visillos y casi cubierta por unas espesas cortinas amarillas. Olía fuertemente a aire estanco. -Siéntese, por favor. Y aguarde un momento. Volvió a los pocos minutos con dos llaves antiguas, grandes y herrumbrosas, unidas con un simple cordón blanco, algo ennegrecido ya por el uso. -Esta es la del postigo de la cerca y ésta la de la casa. No la de la puerta principal, sino de otra más pequeña que se encuentra a la derecha de aquélla, hacia el fondo. Se trata de la puerta de la cocina. Me las entregó. -Hace mucho que no vive nadie en el château. Esta mañana, en cuanto me llamó la Señora Laumier, nunca me acostumbré a llamarla Negroponte, envié a dos mujeres de la limpieza para que hicieran lo más principal. Tal vez se encuentren todavía allí. Luego, sin transición : -Esa casa está maldita. Deberían mandarla exorcizar. No sabía qué responder. -Se trata de una decisión que no me incumbe –dije al fin, con precaución.- -Usted no me cree ¿eh? Pues sepa que han pasado cosas muy raras allí. Asesinatos. Muchos. Calló durante un buen rato, pero no dejó de observarme fijamente con sus ojos saltones, como si yo fuera el único culpable de dejar esa desdichada casa sin su correspondiente exorcismo. -¿Cuántos días piensa pasar allí? -Tres. -¡Hum…! ¡Dos noches…! El cura lo sabe todo. Vaya, vaya a preguntarle. Y en la biblioteca está escrito en los papeles. -Lamentablemente no dispongo de tiempo ni para hablar con el cura, ni para consultar los volúmenes de la biblioteca. -Bueno. Si cambia usted de opinión, no tiene más que venir a devolver las llaves. -Descuide, -me levanté- que pase usted un buen día. Salí al aire libre y respiré profundamente. Luego encaminé mis pasos hacia el campanario, en busca de la plaza principal, pues recordé que Suzanne había tomado café allí, mientras leía « Le Monde », un día tan caluroso por cierto como éste, aunque dramático. Me dispuse a hacer lo propio, pues deseaba dejar pasar un poco de tiempo a fin de no toparme con las mujeres de la limpieza. No quería testigos durante esa primera impresión. En efecto, en el extremo opuesto de la plaza leí « Café de La Poste ». Entré y no había nadie, excepto el propietario, detrás de la barra. Saludé y fui a buscar una mesa, a la sombra. -¿Qué desea tomar? –inquirió, sin moverse de donde se encontraba.- -Un café. Vi que recostado en el muro opuesto, entre dos ventanas, había uno de esos tocadiscos que funcionan con monedas. Me pregunté si contendría algo de jazz. Fui a ver y me alegré al comprobar que en el repertorio figuraba « Summertime », de Louis Armstrong y Ella Fitzerald. Introduje una pieza, marqué la combinación y volví a mi mesa, donde ya me aguardaba el café. Mientras me lo tomaba a pequeños sorbos, miré a través de la ventana, a mi izquierda, hacia la plaza. Tan sólo había una pareja de ancianos, sentados en un banco, bajo la umbría de un mercado cubierto bastante pintoresco, consistente en una estructura formada por grandes vigas de madera sosteniendo un techo de pizarra. La plaza en su conjunto poseía mucho carácter. Me entretuve paseando la mirada por las fachadas de colombages, por la multitud de ventanas con sus respectivos postigos de madera casi negra y siempre bien pulimentada, ascendía hasta los techos de dos aguas plagados de buhardillas y con una inclinación cercana a la vertical, festoneados con macizas chimeneas de ladrillo rojo, saltando finalmente a la enriscada y negra torre linterna de la iglesia, que se adelgazaba hasta marcar un punto en el purísimo cielo azur de verano normando. Caí en la cuenta de que, con tanto misterio, olvidé preguntarle a la mujer del mantenimiento, al ama de llaves, añadí sonriendo, por el camino que conduce al château. En cuanto terminó la canción, y el café, me dirigí al mostrador. Deposité simplemente un billete de cinco euros y aguardé el cambio. -Dígame. ¿Por dónde se va al « Château de la Mare aux Loups » ? Me señaló una esquina, a través de la ventana. -¿Ve usted aquella calle? -Sí. -Tómela. Desembocará en una vereda que le conducirá donde desea. -¿No hay una carretera que lleva al château ? -Sí la hay, pero da un gran rodeo. A usted le conviene tomar ese camino. Hace un rato, al regresar de la estación, le vi venir a pie hacia el pueblo. Se puso a secar un poco de vajilla y yo a recoger las monedas que me había entregado dentro de un cenicero de cristal, junto con un papel inútil que ni siquiera me tomé la molestia de guardar. -¿Va usted a comprarlo? -¿El château ? No, por supuesto que no. Sonreí. -Tan sólo voy a pasar unos días ahí. Soy amigo de la Señora Laumier. Siguió secando la vajilla, sin levantar la mirada. Estoy seguro que me envidiaba. Ya me disponía a marcharme, cuando su voz me retuvo. -Dicen que esa casa está encantada. -¿Y usted, qué piensa? -Yo no pienso nada. Soy ateo…. -Una cosa no excluye a la otra. Le miré, alzando las cejas, para que no se lo tomara a mal. Pero no sé en verdad cómo se lo tomaría. -Quiero decir que yo escucho lo que se dice, pero no me pronuncio. De lo que estoy seguro, porque me lo contó mi padre, es que durante la ocupación se instalaron allí los alemanes, una compañía de SS, y en las bodegas torturaron hasta la muerte a muchos resistentes. Esos muros debieron contemplar mucho horror entonces. Los soldados canadienses llegaron a tiempo para liberar a unos desgraciados que los nazis, en su huida precipitada, no tuvieron tiempo de ejecutar. Ellos contaron todo lo que habían padecido allí abajo. Mi padre dice que bastaba con verlos, estaban en la piel y los huesos. Pero bueno, eso es ya historia. Quizás una pequeña parte de la historia referente a la casa…. -Le agradezco que me haya contado eso. -No hay de qué. Verá, es muy fácil. Tome esa calle y siga todo recto. Cuando se termine, justo enfrente empieza la senda. Tendrá que andar un poco, cuesta arriba, pero es el camino más directo para los que van a pie. La vereda en cuestión ascendía en ligera pendiente, surcando un paisaje que alternaba los campos de trigo, colza y cebada con bosques de hayas y robles. Había, en efecto, un buen paseo, pero al fin avisté la tapia. Se trataba de un muro bastante elevado, construido según tengo entendido con una argamasa hecha a base de tierra y paja picada sobre un basamento de piedras de sílex y cuya albardilla estaba formada por tejas rojizas, que cercaba por el momento un terreno arbolado. Todavía tuve que caminar un buen rato a lo largo del mismo. Cuando comencé a percibir el tejado de pizarra, me sorprendió que se encontrara tan alejado de la cerca. Abrí el portillo para descubrir un panorama realmente impresionante. La construcción se hallaba asentada sobre un promontorio de laderas poco pronunciadas, rodeada por una gran explanada plantada de césped. Constaba de un cuerpo principal que alternaba la piedra con el sílex y el ladrillo rojo, en el cual se insertaba una prolongación en forma de chaumière, es decir, edificada con vigas de madera aparente y techo de rastrojo, que avanzaba hacia el este. En la fachada sur, donde se hallaba la puerta principal, conté tres grandes ventanas en la planta baja, lo mismo en la primera planta, más una tronera situada en un torreón que arrancaba a este nivel apoyado sobre una base en forma de escalera al revés. En el tejado sobresalían tres buhardillas. El conjunto coronado por chimeneas y chapiteles como lanzas y estacas alzadas contra el cielo. Por lo que se refiere a la chaumière, contaba nada menos que doce ventanas, más siete buhardillas. La fachada oeste se hallaba en parte oculta, desde donde yo me encontraba, por un bosque situado a mi izquierda. A mis pies partía, en manso declive, un sendero que conducía hasta un pequeño puente de piedra que franqueaba el paso a través de un foso, para luego ascender de nuevo hasta el château. Observé la distancia que separaba la edificación de la cerca. La misma que recorrió Christophe la noche durante la cual se sintió perseguido, ¿o lo estaba siendo realmente ? La cuestión no ha sido clarificada por completo. Debió saltar por alguna de aquellas ventanas de la planta baja, traté de imaginar la escena, levantarse acicateado por un miedo que excluía la percepción del dolor, distinguir con toda claridad, bajo la luz de la luna llena, el sendero que conduce al puente y descenderlo corriendo a todo lo que el cuerpo podía dar de sí o tal vez más, venir hasta aquí, saltar la valla con su mojinete y continuar todavía a lo largo de quinientos metros aproximadamente, hasta que por fin uno de los árboles del río detuvo su carrera. Hace falta ser un atleta, o hallarse acosado por un terror inenarrable. Remonté, pues, todo ese camino a la inversa, hasta situarme ante la fachada oeste, que bordeé. En realidad había una separación de cuarenta o cincuenta metros entre ella y el bosque. Fui a dar a un patio con una gran fuente y a medida que iba avanzando comenzó a aparecer una nueva ala del edificio que se prolongaba hacia el norte, formando un ángulo recto con el cuerpo anterior, culminando en una torre con su base bien asentada a ras de suelo esta vez. En la juntura entre ambos bloques se elevaba una corpulenta torre hexagonal, cuyo pináculo constituía la cumbre del conjunto. Volví sobre mis pasos hasta alcanzar la fachada sur. Avancé a lo largo de la chaumière, después de haber dejado atrás la puerta principal. Antes de entrar por la cocina, me di la vuelta para observar el paisaje que se extendía a los pies de la mansión. La propiedad parecía bien conservada; el césped, escrupulosamente cortado, se prolongaba primero en una gran explanada, para descender luego en un alabe ligero que culminaba en la mare, término cuya restitución podría darse con la palabra poza, una poza grande en todo caso, ésta tenía las dimensiones de un pequeño lago. Al fondo, de nuevo el bosque de robles por el cual se internaba un camino cubierto de gravilla, más ancho que el que me había traído. Consideré que el malogrado Christophe hubiera podido gritar con todas sus fuerzas pidiendo auxilio, lo mismo vale para los prisioneros de los nazis, aunque a éstos les hubiera aprovechado de poco, que nadie corría el menor riesgo de oírles, a uno y a otros. Viendo el vasto espacio que se extendía a mi alrededor, así como el espesor de los muros, llegué a comprender más fácilmente ciertos aspectos del caso. Bueno, era ya tiempo de abrir la puerta de la cocina. Enfrente de ella apareció una mesa pantagruélica donde holgadamente hubieran podido sentarse a comer veinte personas, flanqueada por sendos bancos. Al otro extremo de la misma descubrí una chimenea en ladrillo rojo así como la pared completa del fondo, concebida para embroquetar toros enteros, dentro de la cual colgaban asadores como picas. A uno y otro lado, dormían unos arcones grandes cual sepulcros de madera. A través de una puerta de talla mediana aunque maciza, pasé a un salón inmenso y bien iluminado por abundantes ventanales situados a ambos lados, con una escalera en el rincón de la izquierda, y en el otro, entre la monumental chimenea y la pared de la derecha, una gran abertura permitía el paso, tras vencer un par de escalones, a un segundo salón entarimado con madera clara, en cuyo fondo se advertía una nueva puerta que debía dar a un pasillo lateral. Volví atrás para contemplar de nuevo la chimenea. Dos paredes de piedra blanca culminaban en sendas columnas, en cuyos capiteles se asentaba una corpulenta viga de madera que sostenía el resto de la campana, hecha con la misma piedra blanca. El interior del hogar presentaba el consabido ladrillo rojo sobre el que se apoyaban unos morillos, cargados todavía con gruesos troncos. La chaumière entera, por dentro y por fuera, era una sinfonía de la madera, la de las vigas aparentes en las paredes, en el techo, la de las jácenas que eran árboles enormes apenas descortezados, la de los muebles, aparadores y alacenas. Se trata de mansiones para el invierno. Tomé la escalera, pues supuse que las habitaciones se encontrarían en la primera planta. Así era, en efecto. Fui a parar a un largo pasillo que daba acceso a todos los cuartos del piso superior. Tras abrir varios de ellos, escogí uno que, sin ser el principal, alcanzaba dimensiones considerables. Poseía dos ventanas gemelas abuhardilladas, una mesa maciza con un butacón enfrente y otro junto a las ventanas, un sólido armario ropero y la cama. Deposité con alivio el maletín en el suelo y me tendí en la cama, teniendo buen cuidado de poner los pies fuera de la colcha, pues el menor roce sobre su blanco inmaculado dejaría sin duda una marca que no podría pasar desapercibida. Aspiré profundamente la paz y el silencio que me rodeaban, considerando que, a pesar de todo, no debía ser desagradable habitar una mansión semejante. Recordé que Augusto sí había vivido en ella, lo que le daba una gran ventaja sobre mí, si en verdad había sido él el autor del mensaje que me convocaba ante esta poza de los lobos y si con ello pretendía jugarme una mala pasada. Sin embargo, lo que no podía hacer en absoluto era dejar correr la oportunidad de tener una larga conversación con él, cuanto más que no era yo quien había solicitado la entrevista. Porque, a decir verdad, en caso de que el misterioso portador del abrigo negro fuera el mismo Augusto Negroponte, mi opinión era que únicamente pretendía hablar. No obstante, este razonamiento daba con una pieza que no acababa de encajar. La primera vez que me abordó, todavía no se había producido mi primer contacto ni con el inspector Fabien Longuet ni con Suzanne Laumier. ¿Cómo fue que se fijó en mí ?¿Cómo iba a suponer que era yo precisamente quien pretendía exhumar un asunto que tal vez, por razones que ignoraba, él prefería ver enterrado en un pasado irreversible ? Puesto que no obtenía respuesta a estas preguntas, tenía tendencia a pensar que, desgraciadamente, no iba a ser allí, en el Château de la mare aux loups, donde iba a encontrarme con el personaje principal de mi hipotética novela y que el mensaje alusivo a los lobos no era sino el fruto de una casualidad, de una broma que había superado con creces las intenciones de su autor. Tras un breve reposo decidí continuar la exploración de aquella morada inacabable. Enfilé el pasillo hacia la izquierda, en dirección al edificio de piedra, pues inferí que ambos estaban comunicados. A medida que avanzaba, iba abriendo algunas piezas a uno y otro lado. Se trataba de alcobas o de salas de estar, en ocasiones con chimenea propia. Al cabo del pasillo di con la puerta que debía permitir el acceso al edificio principal, sin duda el más antiguo. Accioné el picaporte y traspuse el umbral. Dentro me acogió un frescor de catedral. El piso ya no crujía como el anterior, sino que estaba hecho de losas dispuestas simétricamente, presentando como motivo un cuadrado de lados blancos en el interior del cual se insertaba una cruz de Malta negra sobre fondo igualmente blanco y rodeada de rojo. A mano izquierda vi que ascendía una escalera helicoidal, pero decidí reconocer antes la primera planta. Enseguida me llamaron la atención las grandes manchas de humedad estampadas sobre las paredes, cual si se tratara de pinturas murales. Noté, de inmediato, que muchos de los cuadros de Christophe Laumier estaban inspirados en ellas. Lo cual, junto con la frescura del ambiente en medio de este anticipo del verano, me dio la impresión de hallarme en el interior de una caverna, rodeado de pinturas rupestres. Grutas a las que, por cierto, los hombres no entraban para vivir, al menos no en las profundidades donde suelen encontrarse las pinturas, sino para invocar a los espíritus de la tierra. Abrí la primera puerta que se me ofrecía y penetré en una vasta sala orientada hacia el sur. A pesar de que el sol debía hallarse ya en el lado opuesto, una gran cantidad de luz entraba a través de tres ventanas, dos gemelas al fondo y otra más grande a la derecha, e invadía todo el ámbito de la pieza. Los muros, excepto el de las ventanas, donde apoyado en el intersticio había un armario con puertas de cristal, se hallaban forrados de anaqueles y de libros, todos ellos encuadernados en piel, a partir de un zócalo de madera. En el centro presidía una corpulenta y dilatada mesa con sillas alrededor tapizadas de terciopelo rojo, a juego con los butacones que se encontraban junto a las ventanas. La estancia estaba provista así mismo de una amplia chimenea, cuya campana, también en piedra blanca, presentaba motivos esculpidos poco festivos: una calavera envuelta en una orla en la que podía leerse « Pensez à la mort – Mourir convient – Peu en souvient – Souvent avient », en el medio la cruz, con la consabida inscripción INRI, en minúsculas, y en el otro extremo un busto de perfil, como en un medallón. Salí de la sala en busca de la escalera helicoidal. La segunda planta presentaba una distribución idéntica a la primera. Empecé por la puerta de la derecha, a través de la cual pasé a una copia de la cámara que contenía la biblioteca, sólo que esta vez el techo era inclinado. Los muros aparecían desnudos, salvo por lo que se refiere a las mencionadas manchas de humedad. Ninguna decoración ni mueble, excepto tres focos halógenos. Un escalofrío recorrió esta vez todo mi cuerpo, pues acababa de descubrir que me hallaba en el antiguo taller de Christophe Laumier, donde fue asesinado por alguien que le estaba esperando justo detrás de mí. Sin duda se trataba de un lugar ameno a pleno sol, pero tal vez macabro durante una fría noche de invierno. Una vez repuesto de la impresión, me acerqué al lugar en que se hallaban los dos focos, uno frente al otro. Dado que sabía lo que buscaba, no me fue difícil encontrarlo. Tenía en verdad mucha semejanza con el retrato de Augusto Negroponte, pero era una simple nervadura en la madera de una viga. Permanecí un buen rato en aquella habitación, fascinado, sin acertar a escaparme, admirando la vista que se ofrecía desde los ventanales, entrando y saliendo, tratando de reconstruir los hechos. No tardé en encontrar el cuarto de baño en el que Augusto depositó el cadáver hasta el día siguiente. Finalmente volvieron a proyectarse en mi imaginación, una tras otra, las imágenes que tantas veces había visto desfilar, pero esta vez insertadas en el contexto auténtico. La tarde caía rápidamente. Calculé que todavía me quedaba mucho por ver, de modo que descendí la escalera de caracol hasta la planta baja. La mayor parte de cuya superficie estaba ocupada por un gran salón suntuosamente amueblado, con enormes arañas colgando de un techo circunscrito por un artesonado trabajado en filigrana, multitud de espejos reflejando los chorros de luz que entraban por numerosos ventanales, a su vez marcos laqueados en blanco para un paisaje idílico, así como abundancia de objetos de cristal y porcelana fina. La inspección del ala norte consumió casi todo el tiempo que restaba antes del crepúsculo. Cuando el sol se hallaba ya bajo, decidí regresar a la chaumière. El día había sido intenso y me encontraba cansado. Tomé asiento en un sillón que miraba hacia el lado norte, donde se dilataba también una explanada de césped hasta la linde del bosque, a la cual todavía no había prestado suficiente atención. Vi una construcción extraña, hecha con bloques de piedra y techo de pizarra pero sin ventanas. Salí fuera a través de una puerta cristalera. A mi izquierda, el ala norte formaba un ángulo recto con la chaumière. Fui derecho a lo que me interesaba. No erré en mi suposición, pues se trataba en efecto de una tahona cuyo tamaño guardaba relación con la amplitud de la morada. Miré a mi alrededor para comprobar que toda esta parte se hallaba protegida de miradas indiscretas, cercada completamente por el bosque y el ángulo que formaba el edificio con la chaumière. Volví al sillón para dejar que la noche gradualmente se fuera apoderando de todo. Por doquier los mirlos enlazaban silbidos sin mesura, cual si fueran heraldos de un ejército de tinieblas que avanzara invadiendo todo el país. Noté la densidad de las sombras que me rodeaban, hasta percibir su presión contra el pecho. Encendí la lámpara que se hallaba junto a mí, sobre un velador. En verdad la mansión de la Mare aux Loups es una residencia regia, admití. Suzanne, por su parte, posee un atractivo insufrible. Ante la perspectiva de ese fuego cruzado, Augusto oponía la suya, la rutina de un empleo sin alicientes, el esfuerzo titánico que es preciso desplegar para ejecutarla después de tantos años. Los celos. Es verdad, también los celos. Finalmente, no resulta difícil llegar a comprender todo eso. La codicia, el sexo, el amor, incluso los celos y la envidia; o peor, el deseo de que nuestra superioridad sobre los demás se haga patente, indiscutible. Si bien el ego no suele detenerse ahí, hay aún más aunque no osemos confesárnoslo, en nuestro interior obra entonces una fuerza ciega que nos empuja a ejercer la autoridad sobre los demás. Autoridad que, si escarbamos un poco en nuestra conciencia sin miedo a tropezar con las llagas, descubrimos que podría llegar a convertirse en tiranía. Somos todavía el niño que desgarra su muñeco para tomar conocimiento de su contenido. Eso podemos comprenderlo porque es un bagaje que todos llevamos a cuestas, por muy doloroso que nos sea admitirlo. Sin embargo, los hay que consiguen mantener a raya esos impulsos y los hay que ceden a ellos. Bien es verdad que todo el mundo no se ve confrontado al mismo tipo de situaciones, cada cual sigue una senda distinta y contempla paisajes desemejantes. Pero hay ocasiones en las que basta con alargar la mano… Aún así, unos consiguen vencer la tentación y otros no. ¿De qué pasta están hechos unos y otros? ¿Y tú, Luís Alonso de Santamaría, escritor y crítico literario, de qué pasta estás hecho? De pasta de cacahuete, me oí decir en mi interior, arrancándome a pesar de todo una sonrisa. Bueno, concluí. Vayamos a dormir, mañana será otro día. Añadiendo enseguida a modo de juego: “A cada día le basta con su pena.” A pesar del cansancio, no conseguí dormirme de inmediato. Debía extrañar la cama. Por añadidura salió una luna llena que colmaba todo el cuarto de un resplandor plateado en el cual, sumergido en aguas luminosas, no era fácil conciliar el sueño, destacando como si fuera de día los diferentes objetos situados a mi alrededor. Mis ojos permanecían pues tenazmente abiertos, mientras los oídos, muy a pesar mío, sondaban la inmensa soledad de la multitud de piezas vacías que se encontraban a ambos lados de la que yo ocupaba. No obstante, poco a poco me fui apaciguando y noté que mi cuerpo iba cediendo al sueño. Ya estaba medio adormecido, cuando un aullido espeluznante me espabiló de golpe, fue un largo lamento que sonó nítido y cercano cual si estuviera surgiendo de debajo mismo de la cama. Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza. Salté a la ventana para contemplar, fascinado, unos lobos que bebían en las orillas de la mare. La luna rielaba en el centro de la poza y sus ojos fosforecían en la penumbra. Fue entonces cuando empecé a oír, primero tenuemente, luego con una claridad que no admitía dudas, el sonido de una campanilla, igual que las que suelen oírse durante la misa. Salí al pasillo y encendí la luz. No volví a escuchar nada. Avancé a lo largo de todo el corredor hasta la puerta que comunicaba con el otro edificio, abriendo a medida que pasaba algunos cuartos. El silencio y la quietud eran perfectos. Las diferentes alcobas parecían surgir de un profundo sueño y preguntarse por qué las estaba despertando. Volví a mi habitación. Los lobos seguían rondando la poza. Pensaba que desde el siglo XIX se habían extinguido los lobos en Normandía. Si bien antaño constituían una verdadera plaga, como se ve en los cuentos de Maupassant, muchos de los cuales tratan el tema directamente y en ellos aparece que, durante las noches de frío intenso, rondaban las aldeas e incluso se acercaban, hambrientos, a arañar las puertas de las chozas. De nuevo me sobresaltó el ruido de un objeto pesado al caer sobre el suelo de madera, en alguna parte. No había sonado muy lejos. Abrí los aposentos más cercanos y acabé por descubrir en el parqué de la sala de baño un tubo de plomo, cuyas dimensiones y consistencia eran suficientes como para que pudiera servir de arma. Al tocarlo, su frialdad me repugnó cual si hubiera agarrado una serpiente por la cola. Lo deposité con aprensión dentro de un armario. Pero no hice más que cerrar la puerta cuando de nuevo comenzó a sonar la campanilla. Esta vez prolongué el reconocimiento hasta el edificio de piedra. Encontré todo tranquilo pero como participando de una tensa espera. Las manchas de humedad representaban bajo la luz eléctrica unas escenas mucho más vivas que ante la luz diurna. Unos seres monstruosos, deformes, agresivos, me contemplaban desde todos los ángulos, esperando una señal para abalanzarse sobre mí. Al alcanzar el extremo norte, volví a oír la campanilla. Esta vez el sonido provenía de mis espaldas, del cuerpo central. Fui corriendo hasta la biblioteca, donde mis ojos buscaron con voluntad propia la calavera esculpida sobre la campana de la chimenea y mi mirada se hundió fatalmente en sus cuencas vacías, negras del polvo y la roña de los siglos. Me estremecí al comprobar que me hallaba por completo abocado a un pánico que ya no podía dominar. Creí percibir pasos y murmullos provenientes del antiguo taller de Christophe que se encontraba justo encima de mí. Abandoné la biblioteca, pero no para precipitarme a través de la escalera de caracol sino para huir francamente hacia mi habitación. Con la mano todavía en el picaporte de la puerta que franqueaba el paso a la chaumière, escuché durante un instante las voces de quienes bajaban ya por la mencionada escalera. Cerré tras de mí y corrí a refugiarme en mi cuarto. Verifiqué con horror que no había pestillo alguno para cerrarse por dentro. Fui a ver si podía descolgarme por la ventana, pero los lobos se encontraban ahora merodeando al pie de la casa. Al otro extremo del pasillo la puerta se abrió. Dejé la ventana abierta de par en par y me precipité hacia la cama. Introduje la almohada debajo de las cobijas. La campanilla resonaba cada vez más cerca, a través del corredor. El corazón retumbaba también con grandes redobles dentro de mi pecho. Abrí el armario y me metí dentro. Hasta allí penetraba el fulgor de aquella luna. Me di cuenta enseguida de que el ojo de la cerradura era enorme, lo cual me permitía una visión panorámica de la habitación, de buena parte de ella al menos. El silencio volvió a extenderse a lo largo de un dominio irreal. Veía el bulto bajo una colcha que parecía pintada con albayalde, la cabecera de la cama, a cuyo pie se extendía un silencioso paisaje alpino conformado por los pliegues de la sábana almidonada y tersa, la mesilla de noche con su vaso de porcelana, las aristas de un cuadrado de luz blanca. La puerta. El picaporte comenzó a girar. Los goznes crujieron levemente. En el paroxismo del horror, contemplé bajo el dintel a un encapuchado sosteniendo una campanilla en la mano izquierda, la cual hizo sonar allí mismo. Vestía el hábito negro de los monjes benedictinos. Permaneció un instante en el umbral y luego entró en la habitación. Le siguieron varios personajes : primero un rey comido por una suerte de lepra, hasta el punto de que parte de su calavera se hallaba al descubierto, cuyo cetro, corona y manto de armiño refulgieron al pasar bajo los rayos de la luna. Lo seguía un gigante cubierto de pieles, armado de un descomunal basto, el cual tuvo que bajar la cabeza para entrar. Luego una vieja repelente que parecía recién salida de una antigua estampa de aquelarre. Finalmente un hombre de pelo endrino, empuñando un pesado tubo de plomo. Noté que mucha más gente permanecía fuera, murmurando en el pasillo. Asomando de cuando en cuando sus negras cogullas. Los cinco personajes que habían entrado rodearon en silencio la cama. Sus sombras se proyectaban sobre el bulto cubierto por la colcha, cuyo blanco era tan intenso que dañaba los ojos. El encapuchado y el hombre del tubo se hallaron frente a frente, a la cabecera de la cama. El primero habló al fin con voz cavernosa: -Este también es suyo, Augusto. El aludido no respondió, pero alzó por encima de su cabeza el contundente tubo de plomo, mientras con la otra mano arrancaba de cuajo la cobertura de sábanas y colcha. Entonces apareció blanquísima e indefensa la almohada. Estalló un rugido unánime de indignación. El gigante partió hacia la izquierda gritando con un vozarrón estentóreo: -¡La ventana! Todos miraron en esa dirección. Pero el vozarrón añadió con más calma: -Los lobos siguen ahí. Entonces el monje dirigió la lóbrega oquedad de la capucha hacia donde yo me encontraba. Llegué a percibir sus maléficas sonrisas antes de que empezaran a acercarse. El gigante abrió de golpe las puertas del armario, mientras los demás lanzaban al unísono un nuevo grito de satisfacción que se prolongó por todo el pasillo. El encapuchado ordenó: -¡Sácale de ahí! El gigante me tomó por el tobillo y de un tirón me sacó fuera. Fui a refugiarme contra la pared, del lado de la ventana. Augusto Negroponte se acercó a mí empuñando el tubo, seguido de los demás. Rodé por el suelo hasta situarme debajo de la ventana, pero no me atrevía a saltar. De nuevo el ángel de la muerte, Augusto Negroponte, alzó el tubo por encima de su cabeza. Su cara terrible aparecía iluminada por una luz más intensa que la de la luna llena. Ya iba a asestar el golpe cuando un rayo de sol lo cegó y tuvo que recular tapándose los ojos. -¡Es de día! –clamó, enfurecido, el rey.- -¡Nos ha retrasado con sus argucias de mal pagante! –chilló la bruja.- -¡Vamos, vamos! –dijeron todos a una, agarrando a Augusto Negroponte y sacándole de la habitación a rastras. -¡Volveremos a por él la noche próxima! -¡Sí, volveremos la noche próxima! En el pasillo estalló un aullido espantoso de frustración y de disgusto, se diría que de pena, semejante a los que se producen a veces en los entierros, pero proferido por centenares de fauces enfurecidas. Ese mismo rayo de sol puso una pantalla blanca ante mis ojos cerrados. Los abrí enseguida. Me vi acurrucado sobre el cabezal de la cama, a mi alrededor la estancia rebosaba de luz dorada y las tórtolas zureaban en los tejados y en los árboles cercanos, pero el corazón no detenía su carrera. Aspiré profundamente, luego exhalé con fuerza para tratar de expulsar el pánico. Conseguí calmarme un tanto, si bien el miedo no acababa de desaparecer, rehusaba abandonar por completo mi cuerpo, a pesar de ser consciente al fin de que había sido tan sólo una pesadilla. Cierto que había tenido un mal sueño, mas no lo era menos que el alarido con que había concluido el mismo ensordecía aún mis oídos. El corredor, la escalera, el salón, la cocina, constituían una tierra de nadie que era preciso atravesar. Lo hice con precaución y presteza. Al salir al exterior, lancé una mirada inquieta hacia la poza. Luego, con los nervios en tensión, me dispuse a recorrer todo el flanco sur que semejaba una calle con sus puertas y ventanas, cada una de ellas representaba una amenaza potencial. Únicamente al cruzar el puente de piedra sobre el foso, me permití echar una última mirada a la siniestra edificación, en cuyas habitaciones oscuras dormirían sin duda los horripilantes seres de mi pesadilla. En cuanto cerré el portillo de la cerca, el alivio fue mucho mayor. Descendí la cuesta con paso rápido, aunque lo fui aminorando a medida que ciertas reflexiones y reminiscencias revoloteaban en torno a mí. Me detuve, finalmente, para prestar toda la atención a la lucha que tenía lugar en mi interior. Sentí el rostro bañado por un sudor frío, mis piernas flaquearon y la náusea comenzó a ascender en volutas hasta circunvolar mi cabeza. Busqué apoyo en la tierra seca del tapial. La vista se me nublaba y temí que me abandonaran del todo las pocas fuerzas que me mantenían todavía en pie. Di la espalda al muro y adosado a él fui deslizándome hasta quedar sentado sobre la hierba. Notaba la caricia del sol en mi frente, pero mis ojos no percibían sino la negrura más completa. Consideré que esta vez había tocado fondo. Me hallaba en lo más profundo de un pozo oscuro, ciego, tirado en el suelo, completamente solo y aterrado. No podía descender más abajo. En aquella tiniebla en la que únicamente yo me hallaba sumido, sentí muy cerca el paso blando de la muerte y el suave roce de su manto sobre el heno crecido de la primavera. Sin embargo, supe que debía volver allí arriba. No había más remedio. Alargué la mano y se impregnó de fresco rocío. La llevé a mis ojos y comencé a recuperar la vista. El sol era mucho más amarillo sobre la colza en flor y en lo alto me deslumbraba la difracción de sus haces, entre los verdes ramajes rebosantes de pájaros que celebraban el advenimiento de un día espléndido, radiante, en la libertad sin trabas de un bosque fresco y oloroso, con todo el verano por delante. Me levanté y emprendí el camino de regreso. Una cólera sagrada, una santa indignación embargaba todo mi ser, de modo que ascendí al château con rabia, tratando de refrenar una fuerza inmensa que había nacido dentro de mí, como si estuviera a la cabeza de un ejército poderoso al que se le hubiera asignado como objetivo tomar el bastión por la fuerza. Nada más entrar en la habitación, levanté en vilo un butacón y lo situé más allá de la cama. Tomé asiento en él durante unos instantes. Luego bajé al salón para dejar pasar el resto del día, replegado sobre mí mismo. Aguardé a que la noche cayera del todo, hasta que el cielo, azul oscuro durante largo rato, pasó definitivamente al negro. Entonces subí a mi alcoba, contemplé el butacón por espacio de unos minutos y seguidamente me metí en la cama. Al igual que la noche anterior, el sueño tardaba en llegar, pero al fin acudió a la cita depositando con suavidad una mano tibia sobre los ojos y cerrando los párpados. Me puse en pie para dirigirme a la ventana, aunque esta vez plenamente consciente de que estaba soñando, lo que equivale a decir con voluntad propia. Miré hacia la poza para comprobar que la manada de lobos la rondaba de nuevo, acercándose de cuando en cuando a beber en sus negras aguas. El fulgor de la luna llena permitía ver el paisaje en todos sus detalles, hasta muy lejos. De repente, uno de ellos se puso a aullar bajo la resplandeciente bola blanca suspendida en el cielo. A mis espaldas, desde las profundas entrañas del edificio, comenzó a sonar la campanilla. Abandoné la ventana para ir a sentarme en el butacón, protegido esta vez tan sólo por la oscuridad en que quedaba sumido ese rincón. El tétrico sonido tintineante se reprodujo unas cuantas veces más, hasta que un rumor apagado de pasos se detuvo ante la misma puerta. La manilla del picaporte comenzó a descender. La hoja se fue separando lentamente del batiente hasta dejar paso al negro capuchón, seguido de los otros cuatro vestiglos. La cama parecía atraer toda su atención y se colocaron en fila ante ella. -Ha huido el miserable cobarde –tronó el rey.- -Los pies le tocarían el culo, mientras abandonaba el château –rió burlonamente la vieja.- No les dejé pasar adelante. -Se equivocan –dije con voz queda,- aquí estoy. Les estaba aguardando. Me levanté para situarme en la parte iluminada de la pieza. Retrocedieron un paso y guardaron silencio durante unos instantes. Tras el cual, desde el interior del hábito negro, surgieron unas palabras cargadas de ira mal contenida : -Es su turno, Augusto. Acabe con él de una vez. Pero fui yo el que avancé hacia el aludido, quien a su vez comenzó a retroceder. -No tenéis ningún poder sobre mí –les grité.- Sois sólo sombras. Vuestros golpes no me alcanzarán jamás. Vuestras espadas y lanzas me atravesarían sin hacerme el menor daño. Por el contrario yo tengo un dominio inmenso sobre vosotros, pues soy vuestro amo y señor, a quien sus vasallos obedecen como un cadáver. Hasta ahora habéis formado parte de mí. Más aún, yo os he dado la forma que aparentáis, os he modelado tal como sois. El mal que os anima, estaba ya en mí. Todo el mal. Pero en este momento os expulso con la espada de fuego de mi palabra.¡Retroceded !¡Retroceded ante mí !¡Retornad a las tinieblas de las que habéis surgido por culpa mía! Cada paso que yo avanzaba lo retrocedían ellos. En el corredor las estantiguas chillaban como un ejército de ratas. Pero yo grité con todas las fuerzas de mis pulmones : -¡Fuera! El grito retumbó en la habitación y luego se expandió por el pasillo de punta a punta. El encapuchado levantó su diestra e hizo sonar la campanilla. -¡Luz! –dijo, con voz firme pero mucho más suave.- Entraron otros cinco encapuchados con antorchas encendidas. -Las apariencias suelen ser engañosas –añadió.- Diciendo esto, con la mano derecha se descubrió. Ante mí surgió el rostro de un hombre provecto, con pelo, barba y cejas canos. Todo él transmitía confianza y bondad. Los otros encapuchados se descubrieron a su vez y ninguno de sus semblantes era espantoso. Miré a mi alrededor. En el rey, cuyo rostro se hallaba totalmente recompuesto, vi la imagen de la justicia. En el gigante, la fuerza noble. En Augusto Negroponte, el arrepentimiento. La vieja bruja había desaparecido por completo. En su lugar figuraba una joven adornada con una belleza extraordinaria, que inspiraba la fuerza de ganar batallas, de luchar contra un enemigo siete veces superior en número, o sencillamente de llegar hasta las últimas consecuencias de cualquier caso, la cual se acercó a mí y me dijo con voz delicadísima: -El velo ha caído. Embelesado con su sonrisa, me desperté. No obstante, un detalle logró turbarme durante unos instantes. Y es que, cuando me disponía a calzarme, tanteando por entre los flecos de la colcha, mis dedos tropezaron con un objeto duro. Lo así y vi que se trataba de un pesado tubo de plomo. El mismo que había guardado dentro de un armario la noche anterior, en una habitación vecina. O tal vez me pareció simplemente que era el mismo. Fui a buscar el otro, pero no conseguí encontrarlo. Aún estaba registrando los cajones cuando caí en la cuenta de que aquella escena había formado parte también de mi sueño. Sonreí de nuevo. Me hallaba demasiado contento como para no ver en ello sino una simple casualidad, un olvido sin importancia por parte de los fontaneros que habían efectuado la última reparación. Esta vez abandoné el château sin miedo alguno. Cuando salí por la puerta de la cocina, lancé una última mirada hacia la poza. Un ciervo bebía en sus aguas tranquilas. Un gran macho dotado de una cornamenta imponente, con la que arañaba el plano azul del cielo. En cuanto hubo terminado de beber, echó a andar parsimoniosamente hasta internarse en el bosque del este. Un júbilo inefable invadió mi espíritu, al tiempo que descendía la cuesta, a lo largo de la tapia. Me sentía tan contento que me hubiera gustado bajarla bailando, como el rey David ante el pueblo. Mientras dejaba atrás las cabañas y chozas rastrojeras de Normandía, contemplándose en las plácidas aguas del Sena, consideré cuánto me habían ayudado mis lecturas para superar este obstáculo: « El Bardo Thodol », Carl Jung, y un cuentecillo de « Las mil y una noches », el cual afirma que « cualquier mal que te pasa, viene de tu alma ». No me extiendo en detalles, pues su contenido es escatológico en el primer sentido de la palabra, y en el segundo del término excremento, según el diccionario de María Moliner. Su título: « Historia del avaro y los panes ». CAPITULO IX PASEO POR UN JARDÍN INGLÉS. Hace un buen rato que leo sin interrogar a mis lectores. Como suponía, ellos se hallan todavía sumidos en los avatares de este largo capítulo. Es normal que haya terminado antes, puesto que yo conozco la historia al dedillo. Les voy a dar tiempo suficiente para que la concluyan a su ritmo, mientras tanto, prepararé mi comida. Algo habrá en el congelador que pueda recalentar con el microondas. Así es, un poco de lasaña puede convenir para esta colación sin demasiada transcendencia. Los rayos del sol deben comenzar a calentar pues el hielo que forra las ramas de los árboles empieza a derretirse y a dejarse caer con cierto estrépito. Imagino lo que está ocurriendo en el interior de los cráneos de todos ellos, pues la cuestión de lo maravilloso ha quedado al fin planteada sin ambages y han sido puestos frente al mismo interrogante que los propios personajes, forzados, lo mismo que éstos a elegir. El narrador, por el momento, no les sirve de gran ayuda, está tan escindido como ellos. Sin embargo, acude a la cita con la esperanza de obtener de ella una revelación, aun a riesgo de su vida. En cierto modo, todo libro nos ofrece esa misma encrucijada, parece prometernos la luz, pero acaso oculte la locura. No una demencia fulgurante, no es así como suele suceder, sino la lenta que se desprende del proceso dilatorio que utilizan los libros remitiéndose unos a otros. Cuando parece que se va a desvelar la gran verdad, se nos sugiere que ésta nos será revelada en otro título y así sucesivamente, eso si no se tropieza con uno que admite al fin que lo absoluto jamás será confiado a los profanos. A pesar de ello, seguimos confiando en que las claves se hallan realmente diseminadas y que el hombre paciente, provisto de una inagotable mina de fe en sí mismo, logrará reunir todos los elementos y entonces contemplará al fin el fulgor de la rosa en el centro de la cruz. Ahora lo que hace falta es un café bien cargado y sin azúcar, seguido de unos momentos de reposo en el canapé. Otra vez se acercan nubes por el oeste, puede que nieve de nuevo esta tarde. En cuanto éstas interfieren en la trayectoria de los rayos solares, la habitación pierde temperatura. Tendré que cubrirme con una manta para hacer la breve siesta. Usted, don Antón, avezado en la lectura de los autos sacramentales calderonianos, presumo que no estará escandalizado con esta pequeña dosis de maravilloso contenida en este relato. Por supuesto que no, antes al contrario, mi opinión es que lo sobrenatural está presentado aquí con excesiva tibieza y pusilanimidad, los personajes, hijos todos del racionalismo francés y del positivismo, hacen toda una cuestión y se devanan los sesos durante media vida sólo porque han sido testigos de un acontecimiento que prueba sencillamente uno de los puntos mayores del dogma católico y es que la palabra crea el mundo, ¿cómo consumó Dios la Creación en sólo seis días si no es con la palabra? Y cuando ha sido menester introducir una modificación en ella, nos ha enviado a su propio hijo que no es otro sino el Verbo encarnado. Eso es de dominio público, está bien clarito en el inicio del Evangelio de san Juan. Más aún, el hombre, que también es hijo de Dios, aunque corrompido por varios siglos de racionalismo estéril, dotado a fin de cuentas de una chispa de su espíritu, puede sorprenderse momentáneamente, a causa de toda la suciedad y grasa acumulada en su corteza cerebral, pero a la larga irá aflorando ese rocío interno que calmará su conciencia y le hará admitir, mediante un movimiento subterráneo e imperceptible de su mente, no solamente este hecho sino otros de una magnitud y de un destello aún mayor. Por eso, a mi modo de ver, resulta inverosímil que estos personajes se hayan obsesionado durante unos veinte años, según he creído comprender, por un asunto de tal naturaleza. En la novela latinoamericana, los vivos conviven con los muertos y no pasa absolutamente nada y sin embargo aquí, en Europa, estamos dispuestos a armar la marimorena por un quítame allá esas pajas. Ágata negra tritura los argumentos de don Antón con un esbozo de sonrisa, el marqués contempla enigmáticamente la llegada de las nubes, cada vez en mayor número, como un desfile de carros blindados poblando el cielo de acero. Samuel permanece serio, pero carraspea un poco, signo de que se dispone a darle la réplica a don Antón. La pertinaz obsesión de los personajes no resulta tan descabellada si se tiene en cuenta que no es únicamente la vertiente teológica del problema, con ser ésta importante, debo admitirlo, lo que les preocupa, sino también, y sobre todo, el aspecto vital, no olvidemos que esos acontecimientos extraños, dotados de matices ciertamente insólitos, marcaron una inflexión en sus vidas, especialmente por lo que se refiere a Suzanne Laumier y Augusto Negroponte. Y en ello reside, pienso, la especificidad del género narrativo, en esa mezcla e interacción entre lo abstracto y lo vital. Dada la imposibilidad de modificar el pasado, no queda sino interpretarlo, operación sobre la que se suele incidir de manera insistente, venática, si éste ha sido particularmente adverso. Y es entonces cuando se puede producir una contaminación, un transvase, entre lo abstracto y lo vital, facilitada, generalmente, por esa veta rebelde que posee el ser humano. Ágata negra se pone en pie, como expulsada de su asiento por un resorte, y va a apoyarse en la pared, junto a la ventana, pero no mira a través de ella, sino que nos afronta a nosotros. Pero bueno, personalmente, cada vez que aparece lo maravilloso en un texto, no puedo evitar cuestionarme la honestidad del autor, porque resulta fácil ampararse en el narrador para decir, a su espalda y en su nombre, cualquier cosa. Y no me refiero únicamente al componente verídico que pueda tener o no el acontecimiento narrado, al fin y al cabo no se trata de un reportaje periodístico, ni de una obra de contenido científico o filosófico, sino sólo de literatura, en la que, quiero convenir, cabe todo, la realidad que percibimos con los sentidos y esa otra dimensión, tan necesaria y determinante como la primera, que es la que nos proporciona nuestra fantasía, nutrida de nuestros íntimos anhelos, pero me resisto a creer que quepa también la mentira, una de cuyas variedades es la mala fe. Pienso que incluso nuestros sueños deben tender hacia ese esfuerzo global del ser humano que se orienta hacia la búsqueda de la verdad. Tal escrúpulo me mueve a remontarme siempre hacia la fuente primigenia de la que surge toda corriente, en este caso las intenciones del autor. Y ya digo que no me sorprendería que los acontecimientos hubieran ocurrido efectivamente del modo en que se presentan en el relato, pero no alcanzo a creer que el autor excluya honestamente la intervención de la casualidad, la existencia de la cual, por el contrario, no es en absoluto quimérica, basta con observar lo que sucede en las loterías y toda clase de sorteos o tómbolas, los premios recaen lo mismo en gente humilde, trabajadora, honrada, que en individuos roídos por la más absoluta depravación, no hay más que eso, una serie casi infinita de números y una combinación aleatoria de ellos forzosamente tiene que salir. Sólo que, muy excepcionalmente, pero siempre dentro del ámbito de lo posible, dicha combinación recae sobre el padre indigente cuyo hijo necesita un transplante de médula espinal y que, tras haber llorado lágrimas de sangre ante la Virgen de los Dolores, pasa sucesivamente primero por una cabina de los ciegos para comprar un cupón y luego por una armería para adquirir una pistola con la que volarse la tapa de los sesos si la primera diligencia no obtiene el efecto deseado. Estoy de acuerdo, quien busca la verdad, no debe hacerle ascos al caos. La voz del marqués siempre sorprende por su gravedad, voz de bajo profundo, en contraste con su morfología afilada, frágil, rompediza. Por eso mismo considero que la literatura debe abrirle las puertas a todo, a lo racional y a lo irracional, a lo verdadero al tiempo que a lo falso, ¿acaso los sueños llegan hasta nosotros a través de un filtro cualquiera? Los sueños, unas veces son premonitorios y otras no, hay ocasiones en que nos presentan lo sublime y nos lo hacen vivir con reforzada intensidad, como no lo viviremos jamás en la vigilia, lo cual es ya una mentira, otras, en cambio, nos restriegan las narices frente a lo más vil, lo más abyecto y, no contentos con eso, nos atribuyen ante ello reacciones impensables, intolerables incluso, que jamás tendríamos en la realidad. ¿Habrá algo más falso que los sueños? Sin embargo, Jung asegura, y yo le creo, que la función de los sueños es instruirnos mediante símbolos, mediante mitos, que es preciso descifrar. La vida, sin ir más lejos, es un conglomerado de falsedades, una compilación de lo absurdo. No obstante, yo me pregunto y les pregunto si ella nos pide realmente una lectura literal o si no estará clamando por una exégesis algo más complicada. Vaya, media hora larga de siesta. Y nieva de nuevo copiosamente. Volvamos al tajo sin más dilación. Como más arriba queda consignado, el comisario Fabien Longuet usaba de una conducción fácil y en apariencia despreocupada, « al itálico modo ». Viéndole evolucionar con tal desenfado por este París armonioso, rebosante de sol, como si estuviera ejecutando los diferentes movimientos de una pieza de ballet, uno acababa por tener la impresión de hallarse en una ciudad sencilla, asequible, cómoda. Tan pronto recorríamos amplias avenidas, ornadas con filas de plátanos descomunales, como nos internábamos por callejas en las que apenas cabía el coche. El comisario llegaba prontamente a donde se proponía, con desparpajo y presteza. Mas aquella mañana espléndida yo ignoraba a dónde en concreto pretendía llevarme. Por lo pronto nos detuvimos en una cafetería para desayunar. Tan buen tiempo hacía que nos sentamos en la terraza, tomándole el pulso matutino a esa urbe para mí desconocida en gran parte. Los gorriones picoteaban y chillaban a nuestros pies, en los aleros de las casas, por todas partes. Más arriba, unos rayos tempranos, rojos aún de amanecer, se cebaban en la pizarra de los tejados, sobre las inclinadas ventanas de las buhardillas, dorando la parte superior de las fachadas revocadas de crema. La gente parecía holgarse yendo y viniendo bajo aquella atmósfera límpida, aunque por desgracia inhabitual, dejando tras de sí un murmullo alegre de pasos, un tintineo de cucharillas contra la loza, un aroma de flores en los balcones y de café en las logias abiertas de par en par. Y a ras de suelo, la brigada de barrenderos afanándose en su frotar de escobas contra el pavimento, liberando un reguero de agua cristalina, fresca, que corría apoyado en el encintado de las aceras, como sobre el cauce rocoso que descendiera las faldas de una montaña. Mientras mordisqueaba mi croissant, comparé París con una mujer eternamente joven y bella, practicando su aseo matinal. Con Suzanne Laumier, por ejemplo. -Voy a llevarle a un sitio que no figura en los circuitos turísticos, a pesar de ser la única visita realmente imprescindible para quien quiera conocer de veras esta ciudad. En ningún otro lugar se percibe como allí, con tanta intensidad, el aroma especial de esa planta rara que es el espíritu de París, una de las más genuinas de occidente. Por otra parte, según afirmación de Stendhal en « Armance », es el único jardín inglés verdaderamente bello de toda la capital del buen gusto. Me estoy refiriendo al cementerio del « Père Lachaise ». Relegarlo, por ser lo que es, como un tabú de nuestro patrimonio artístico e histórico es un error grave, no solamente por los cuerpos gloriosos que se pudren y han podrido en él, sino también porque sus epitafios y toda la inmensa variedad de monumentos funerarios que allí se encuentran engastados en la tierra, constituyen una de las expresiones más acendradas de la epistemología hespérica, y de la rebotica romana y judeo-cristiana que la rige desde lo más hondo. Reconocí la cita de Stendhal, pues es uno de mis autores favoritos del XIX francés y conozco bastante bien su obra. Era aquél, en efecto, un jardín inglés de proporciones considerables que se extendía sobre una colina, plantado de árboles antiguos cuyas vigorosas ramas llegaban a veces hasta el suelo, acariciando las tumbas o apoyándose en los tapiales. En su mayoría se trataba de hayas, pero también distinguí muchos olmos, nogales, fresnos, tilos, arces, cedros y hasta cerezos que endulzarían algún que otro duelo añejo, sin faltar el árbol emblemático de los cementerios franceses, el tejo. En todo ese bosque demasiado bello y variado en su concentración para ser natural, por lo que se conocía en él la presencia de una institución, sembrado de panteones, losas, estelas, columnas tronchadas, obeliscos, camarines fúnebres con flores inmarcesibles en los vasos, candelabros y estatuillas de yeso, piaban los gorriones entre los crucifijos y las cintas de satén, zureaban las palomas y las tórtolas en las ramas altas o bien en los frontones y tejados de los templos, se escabullía el mirlo alborotando entre las sepulturas y las blancas capillas de mármol, perdiéndose luego en la espesura como la llama negra de un fuego fatuo enlutado. Calles empedradas con grandes adoquines ascendían, sinuosas, en medio de aquella paz de floresta que caía, cual si fuera rocío, sobre toda la acrópolis de los muertos. -El lugar en que nos encontramos ha sido campo de batalla y de orgía, residencia de nobles y de jesuitas, escenario de tragedias públicas o privadas, reales en ocasiones, fingidas en otras. Pero, ¿quién puede poner mojonera entre los dominios de lo real y lo ficticio ?¿Está usted seguro de ser capaz de probar que fue más real Cervantes, de quien conocemos poco, que el personaje don Quijote, cuyas magulladuras nos duelen todavía en nuestra carne de lectores ?¿Cuál de los dos será realmente inmortal ? En diferentes parajes de este recinto están enterrados Eloísa y Abelardo, Molière, La Fontaine, Oscar Wilde, Proust…. ¿qué quedará ahora mismo de sus cuerpos? ¿Ubi sunt ? Sin embargo, con ayuda de un libro, cualquiera puede sentir lo que ellos sintieron, leer lo que ellos escribieron. ¿Son ellos eternos, o lo son sólo sus obras? Tal vez llegaron a ser eternos a medida que escribían sus obras…. El comisario inició la ascensión de una de esas callejas que serpenteaban hacia lo alto, seguro ya de haber encauzado la conversación en la dirección correcta. -Mire a su alrededor, en 1814, consumada la abdicación de Napoleón, unos estudiantes utilizaron las murallas de este cementerio para establecer unas líneas de defensa contra las tropas rusas, emplazando algunas piezas de artillería. Al tercer asalto tuvieron que sucumbir ante la potencia de fuego de un verdadero ejército, el cual entró seguidamente e instaló su campamento entre las sepulturas. Dejando a un lado los hechos, ¿qué sabemos de esos hombres, de uno y otro bando? ¿Cuáles son siquiera los nombres de los 871 federados que murieron aquí mismo entre el 21 y el 28 de mayo de 1871, luchando contra los soldados de la marina conducidos por Thiers? Todos fueron inhumados de inmediato en una fosa común en la misma tierra que habían defendido, junto con los 147 prisioneros fusilados ante el muro circundante. Por otro lado, hoy en día, nos es dado todavía presenciar cuantas veces queramos el triste cortejo que trajo el cuerpo del « Père Goriot » y asistir al desafío que lanzó Rastignac desde estas mismas alturas a la ciudad entera. Empecé a comprender las razones por las que Fabien Longuet había querido ponerme en medio de este decorado y colegí, de paso, la amplitud y la persistencia de las reflexiones que « El caso del pintor despavesado » había provocado en él. -La vieja querella entre platónicos y aristotélicos –repuse-, el dilema que nos obliga a decidir si son más reales las ideas o las cosas. No obstante –añadí después de un breve silencio-, debe usted admitir que el problema planteado por “El enigma del pintor despavesado”, para usted un fragmento de su experiencia personal, es más complejo en cuanto que presupone una intersección entre ambos planos, el de la vida y el de la fábula. Supongo que eso es posible a veces, puesto que en parte se trata de un problema de probabilidad, pero es tan difícil como tocarle a uno la lotería. El comisario Longuet pareció agradecer con una sonrisa el que le hubiera llevado por un atajo al meollo de la cuestión. Me mostró un banco de piedra en el que nos sentamos. -Tiene usted razón, pero si se refiere al hecho de que Julio Fontenla uniera a los acontecimientos el nombre exacto, o casi, de sus protagonistas, puede que exista una explicación al respecto. -¿Sigue pensando que se acercó a mirarlos en el buzón? -Verá usted, el psicoanálisis nos enseña que algunos de nuestros actos, en especial los censurables, pueden llegar a rodar hasta el fondo mismo del subconsciente, de manera que en ocasiones no podemos sacarlos a flote sin la ayuda de un especialista. -Bueno, tampoco se trata de un acto abominable. -Cierto. También yo lo pienso así, pero hay personas más puntillosas que otras y es preciso recordar que el autor del libro en el cual nuestro escritor encontró la descripción del Château de la mare aux loups solicitaba la discreción de los lectores respecto a la identidad de los actuales propietarios, cuyas mansiones figuraban en el catálogo. Pudo haber cometido esta falta leve casi inconscientemente, obedeciendo a un impulso incontrolable, como el supersticioso que teme mirar el minutero del reloj por si acaso marca el número trece pero al mismo tiempo quiere saber la hora, el cual, al darse cuenta de que no ha podido resistir la tentación, retira la vista al instante. Todo ha ocurrido con tal rapidez que luego duda si realmente ha visto el trece o no. Y como tal vez no lo ha visto, a lo mejor la fatalidad no interviene, con lo que olvida pronto el incidente. Después sucedieron cosas más importantes, la mirada reveladora lanzada por Augusto Negroponte a su mujer, la emoción al sentir que empezaba a delinearse el argumento de su relato. Entonces, ese detalle banal, aunque inconfortable, debió quedar borrado de su consciencia, si bien se hallaba en algún lugar del disco duro, por así decir, del cerebro, comparable, en cierto modo, a lo que se llama la papelera de un ordenador. Y desde allí acabó aflorando en algún momento, como si en realidad lo inventara. Por esa razón ningún otro nombre ni apellido llegó a convencerle tanto. Ello explicaría tal vez lo referente a los nombres y apellido de la pareja. El resto de las coincidencias, como por ejemplo el nombre del pintor y primer marido de Suzanne, habría que atribuirlo a la casualidad, y en ese caso sí sería una cuestión de probabilidad, como usted dice. Acepté la explicación del comisario porque dejaba a salvo la deontología profesional de Julio Fontenla, pues estoy seguro de que él nunca hubiera utilizado conscientemente los nombres reales de los propietarios para semejante relato. Lo máximo que se permitió fue emplear el de la residencia porque debió parecerle sugerente, pero nunca llegaría a imaginar que ese relato, justamente ése, se publicaría algún día en Francia. Mientras razonaba y revolvía atentamente los argumentos aducidos por aquel Virgilio, que a la sazón me acompañaba en mi singladura por las aguas turbias de este purgatorio de la vida y de la literatura, no pude más que sorprenderme al ver, por encima de la cornisa de un panteón, al mismo ángel, o muy parecido, pero esta vez en piedra, que había visto unos días atrás, flotando bajo el cielo azul de mi primer día en París, con la diestra alzada, lo mismo que aquél, y blandiendo una espada. Se lo dije al comisario y éste admitió que el parecido era sorprendente. -Lo mismo que los trazos sobre la madera de la viga. Pero no quisiera ir tan deprisa. Me gustaría construir con usted una explicación lo más lúcida posible. -Habrá que volver pues hacia atrás y enfrentar aquella mirada de Augusto Negroponte. -En efecto. Pero antes déjeme decirle algo. En el ejercicio de mi profesión, en ocasiones he tenido sospechas que he calificado en el acto de irracionales, malsanas o arbitrarias, mas luego he llegado algunas veces a recordar el detalle, aparentemente banal en el momento de ser percibido, pero que, ligado con otras circunstancias, no sólo las justificaba sino que permitía resolver el caso….. Sí, volvamos a la mirada de Augusto Negroponte. Empecemos siendo positivos. Sin entrar en detalles, convendrá usted conmigo en que un marido que mire a su esposa con deseo, digamos, africano, por parafrasear a Julio Fontenla, ciertamente corre el riesgo de no ser el verdadero marido, o de serlo de manera reciente. Aparte de eso, una mujer del temple y del empaque de Suzanne Laumier, no suele quedarse soltera durante mucho tiempo. Piense que la misma belleza rotunda, esplendorosa, en la plenitud de su sazón, que hoy la hace parecer más joven, entonces la hacía parecer mayor. Una mujer así, por muy en boga que esté o por mucha vida alegre que haga, como debió ser el caso de nuestra heroína hasta muy tarde, hasta ahora mismo más precisamente, llega un momento en que desea formalizar una situación, o al menos puede legítimamente suponerse que lo desee, porque la vejez suele ser más ingrata para ellas, sobre todo para las que han cifrado los más preciados anhelos en su belleza física. Nunca perderán ya el afán de ser admiradas pero, como los buenos generales, sabrán asegurarse una retirada organizada. Luego había que suponer un anterior marido, fallecido o divorciado. Lógicamente, la mente del escritor necesitado de argumento seleccionó a toda velocidad la opción más dramática, la del asesinato, ¿y qué mejor asesino que ese hombre abrasado y vehemente, al que podían atribuírsele toda clase de pasiones, puesto que todas encajaban perfectamente con su fisonomía? Al fin y al cabo él había salido aquella mañana para buscar un argumento, no una verdad. La siguiente pregunta era ¿cómo perpetró el crimen ? No pudiendo haber visto nada de la mansión, tuvo que recurrir al único instrumento de que disponía, el libro ilustrado « Châteaux et manoirs du pays de Caux », uno de cuyos ejemplares se encontraba también en posesión de Augusto Negroponte. Dos inteligencias humanas entregadas al mismo problema, manejando los mismos utensilios, llegaron ambas a idéntica solución: la tahona. La cuestión ahora era hacerlo sin despertar sospechas, pero ésa era ya una cuestión común a los dos hombres, los elementos puestos en juego y las posibles estrategias eran las mismas. El comisario había construido todo su razonamiento sobre el tono de la concesión, de modo que sólo aguardaba mi pregunta para continuar. -Todo eso siendo positivos, ¿y qué pasa si no lo somos? -Hubo tantas encrucijadas en que realidad y fantasía pudieron haber tomado caminos divergentes. Ya he dicho que Christophe y Suzanne hubieran podido estar simplemente divorciados, sin olvidar el hecho de que aquel hombre moreno que salía a dar un paseo con Suzanne no tenía por qué ser forzosamente su marido, ya hemos evocado esa posibilidad sin tomarla realmente en consideración, podía ser un amigo de Christophe, que en tal caso no habría muerto sino que se hallaría en su taller, muy atareado pintando la obra que iba a ser su consagración, más aún, en el caso de que Julio Fontenla hubiera leído, como supongo, los nombres y el apellido que figuraban en ese momento en el buzón, tampoco era obligatorio que el hombre que se disponía a dar un paseo con Suzanne Laumier fuera el propio Augusto Negroponte, con lo que el rijo de la mirada quedaría perfectamente justificado, quiero decir desde un punto de vista lógico, no así las sospechas del escritor. Por otra parte, en el relato de Fontenla, Augusto Negroponte hubiera podido pertenecer al gremio de los químicos, tal vez, y en ese caso haber utilizado un ácido corrosivo para disolver el cadáver, o haber practicado el canibalismo, empleando la gran cantidad de leña que faltaba para despertarse un apetito voraz cortándola primero y trajinándola después hasta la tahona y la chimenea, con el fin de quemarla para borrar las huellas de su paso por la mansión, como ya ha sucedido en la realidad, echando después los huesos rotos a la basura, o una mezcla de ambas soluciones, usando únicamente el ácido para hacer desaparecer los huesos, ¿por qué no ? Pero Augusto Negroponte era un agente de seguros, se había servido de la tahona para convertir el cadáver de Christophe Laumier en ceniza y la policía, la del cuento y la de la realidad, se hallaba al corriente de todo. Ahí es donde está la madre del cordero. -Visto en su conjunto, el caso parece conservar algunas zonas oscuras. -Peor que las zonas oscuras es la duda que planea sobre él, pues nos instalamos en una inhóspita tierra de nadie, en los límites de la razón. Durante los últimos veinte años he alternado los momentos de reflexión apasionada con los vanos intentos de olvidar lo sucedido. Lo que hay en juego es más serio de lo que parece. -Lo sé. -Venga por aquí. Cerca de donde ahora estamos hay una tumba que data de 1837. Me gustaría que la viera. Avanzamos zigzagueando entre los sepulcros hasta que Longuet se detuvo frente a uno de ellos. La losa aparecía rajada y unas ronchas de moho se agarraban a su superficie como un cáncer. Presentaba, además, una pequeña fractura de dos dedos de ancha en el ángulo inferior derecho. La cruz estaba tan corroída por el óxido que amenazaba con derrumbarse al menor soplo del viento. Contamos y hallamos que la señora Mathilde Tessier tan sólo había vivido veintiocho años. -En uno de mis paseos sin rumbo, el azar me trajo hasta este lugar apartado. Mire a su alrededor, es lo que se llama un « locus amenus ». Me senté a descansar ahí mismo, en esos peldaños, desde donde leí distraídamente la inscripción. A partir de ese instante, sin que se lo pidiera, mi fantasía empezó a mostrarme imágenes de un tiempo pasado, el de Mathilde Tessier. Pero eso que le digo es bastante común, imagino que le está ocurriendo a usted ahora mismo, o le ocurriría probablemente si lo dejara solo durante una hora. Sin duda obtendría usted una historia diferente a la mía. No obstante, esas imágenes que suelen llegarnos sin proponérnoslo son, a veces, extraordinariamente vívidas, aquellas lo eran en todo caso, yo diría que tienen un gran parecido con los recuerdos. Podría haberme forjado una historia romántica, turbulenta, con amantes, duelos, envenenamientos. Pero la verdad es que esas imágenes, nítidas como si las estuviera contemplando con mis propios ojos, me hablaban sencillamente de una mujer joven que sabe que va a morir, del trajín de unos criados a lo largo del corredor de una gran mansión parisina, con paños limpios y paños manchados de sangre. Ella tiene miedo, le horroriza sobre todo perder hija y esposo. Su mirada es insoportable. Un hombre, que parece muerto, se encuentra tendido a los pies de la cama y en otra habitación una niña, de unos tres o cuatro años, juega embelesadamente con sus muñecas. Así es, sin más complicaciones, sin sucesos desacostumbrados, tan sólo una tragedia sencilla, privada, de amor y de muerte. Pero créame que estoy viendo ahora mismo su rostro aterrado y lúcido con un verismo doliente. Tanto es así, que me resulta difícil embridar la razón para dejar de pensar que esa historia ha ocurrido realmente. Se produjo un silencio profundo, lleno de sol, de verde y de cantos de pájaros. Largo. -O peor aún –añadió al fin-, creándola así en nuestra mente, quizá estemos obligando a alguien a vivirla en otro punto cualquiera de la rueda del tiempo, porque el tiempo es para muchos filósofos antiguos una rueda que gira mientras nosotros estamos girando con ella, una sola rueda y muchos puntos en su circunferencia. Pero todo ocurre a la vez. Como otra Tierra en la que unos viven la noche y otros el día, al mismo tiempo. -Según ello, debo entender que entes reales y de ficción estarían obligados a repetir sus actos indefinidamente, en un « totum revolutum ». -Cada vez estoy menos seguro de que pueda establecerse una frontera segura entre lo real y lo ficticio. Y eso me preocupa. De hecho sería la única frontera de esas características. Desde que hemos llegado al « Père Lachaise » no hemos hablado de otra cosa, más aún, debo confesarle que nos hallamos aquí con tal propósito, exclusivamente. Veamos, usted y yo, por ejemplo,¿tenemos realidad independiente o alguien nos está escribiendo ? -Desde un principio, esta conversación me trae a la memoria ciertas ideas de Unamuno. Pero ahora caemos de lleno en el tema central de « Niebla ». Y puedo decir al respecto que, si bien vivo « de » la literatura, no me agrada la idea de vivir « dentro » de ella. El comisario Fabien Longuet, sonriendo, sacó su cuaderno de notas. -¿« Niebla », ha dicho usted? De Unamuno. Asentí con la cabeza. -No he leído esa obra de Unamuno, aunque sí he leído “Cien años de soledad”, de García Márquez. -También –admití.- -En ella todo estaba escrito desde el principio en un manuscrito que sólo se lee al final. La ficción había sido prefigurada por otra ficción. Al ejecutar la lectura de dicho manuscrito, el último de los Buendía estaba formalizando la intersección de los dos planos, el de lo que hay delante y el de lo que hay dentro del espejo. De no haber existido jamás « El enigma del pintor despavesado », aquélla hubiera sido sencillamente una amena discusión de teoría literaria, a usanza de mis congéneres, correctamente encauzada y bien ejemplificada. A la que todavía podría aducirse, entre otras citas, la conocida frase con que comienza el evangelio de Juan: « En el principio era el Verbo, y el Verbo era Dios…. a través de él, todas las cosas vinieron a la existencia. » No lo hice porque sentí algo parecido a la lasitud que confieren las causas perdidas. Quiero decir que eso sería como beber agua salada, que no quitaría la sed. -Personalmente, prefiero aferrarme a la interpretación positiva –reconocí, como si admitiera un fracaso, una limitación intelectual-, a esa mezcla de casualidad y causalidad que con tanto acierto ha expuesto usted precedentemente. -También yo lo prefiero, mire usted, pero nadie puede dominar el miedo, ni desechar las dudas a su antojo. Eso era cierto, y desde ese punto de vista, « El enigma del pintor despavesado » no se resolvería jamás, por completo. Me estaba dando cuenta, además, de que, en todo lo que iba de mañana, el comisario Longuet no había sacado ni una sola vez su pipa. -El miedo no es malo, en sí. Piense en la cantidad de vidas que ha salvado..... Creo que aceptó dignamente mi solidaridad y mi comprensión, con un silencio. Mas el tiempo pasaba y seguía mostrándose taciturno; parecía más viejo, como si las canas hubieran adquirido, de repente, todo su significado. También yo me sentía poco inclinado a la conversación. Caminamos pues durante un buen rato sin decir palabra y pensé que cada tumba era tal vez una historia inconclusa, una muerte interminable y una vida eterna, la prolongación indefinida del amor y del sufrimiento vivos, bajo la piedra. Hice un esfuerzo por no recordar, pero los endecasílabos de Quevedo cayeron de todos modos como paletadas de tierra, como una sentencia lacerante que refrenda el carácter indeleble de la atormentada quimera humana: « serán ceniza, mas tendrá sentido; / polvo serán, mas polvo enamorado. » Ignoraba si había transcurrido una mañana o mil mañanas, todas juntas e iguales, había olvidado que era un extranjero en esta ciudad y que debía regresar a alguna parte, cuando el comisario me señaló una sepultura negra. -He aquí la tumba de Marcel Proust. Me dije que ese hombre no podía estar muerto. Aún cuando toda la humanidad estuviera muerta, enterrada y podrida, él seguiría viviendo en el fervor de una frase que no podría acabar nunca. El comisario debió percibir mi emoción y siguió avanzando por esa misma hilera, hasta detenerse ante otra sepultura que se hallaba al fondo. Me uní a él. -Mire, un español. Los enterramientos de ese sector eran más recientes, lo que quedó claro con la lectura de la inscripción, pero el epitafio fue el propio Longuet quien lo leyó en voz alta: -« N’aie pas peur, car je suis avec toi. » Esaïe (41,10). Luego tradujo, más bien para oírselo decir en español, o porque el difunto se lo habría dicho muchas veces a sí mismo en español: -« No temas, pues yo estoy a tu lado. » El jardín inglés lo habíamos dejado atrás, en las laderas de la colina. Ante nosotros no se extendía sino un siniestro y descarnado abigarramiento de sepulturas sobre una vasta superficie plana. Dejé abrirse la frase en la contemplación de ese valle de Josafat. « No temas. N’aie pas peur. Pues yo estoy aquí, contigo, a tu lado ». La pregunta del comisario la oí como si en ese momento estuviera muy lejos: -¿Qué le sugiere a usted este puñado de palabras y cifras grabadas en la piedra? ¿Qué periplo humano vislumbra tras ellas? Reflexioné un instante: -Uno de esos exiliados de esta España de exilios. Probablemente un republicano, pero no necesariamente; tal vez un descendiente de un liberal romántico de la época de Martínez de la Rosa o de un afrancesado, por no remontar hasta los judíos huidos de la Inquisición…. -¿Y respecto a la frase del epitafio en ella misma? -Fe en la divina providencia… -¿Nada más? Sí, claro que había algo más…. Esa mujer que se moría dos veces en 1837, por la enfermedad y por el dolor de la separación, « porque el amor es fuerte como la muerte…. » Es más fuerte que ella. -Es un mensaje en clave que cifra una rebelión contra la muerte –me oí decir.- Más que eso, es la seguridad del triunfo del amor contra la muerte. El comisario Fabien Longuet miró alrededor, como si convocara recuerdos. -Suelo venir a menudo a fin de meditar por el lugar ameno de este camposanto. Después salgo invariablemente por esta puerta, albergando la esperanza de encontrarme alguna vez con alguien ante esta tumba. Nunca ha dado la casualidad. Pero fíjese, flores naturales frescas. Siempre las hay. La tumba estaba en efecto bien cuidada y el mármol, negro como el azabache, relucía al sol. -Algún día hallaré a un hombre, o a una mujer, en la mitad de sus días, vestido con una elegancia circunspecta, ofreciendo un porte discretamente compungido, dando quizás el brazo a la anciana viuda. No les diré nada, por supuesto. Pero tengo la certeza de que en su mirada encontraré la fe que me falta. Recuerdo la angustia que me produjo la visita a ese cementerio. Cuando salí, no veía en cada transeúnte sino a un individuo que aguardaba su turno para entrar bajo el arco de sus puertas. Infierno fuera y un infierno más tenebroso aún dentro, anhelo permanente de una vida en la que sólo se produzca la eclosión del amor y de la verdad, sufrimiento en todas partes. No tenía prisa por volver a Madrid, por escribir esta historia, ni ninguna otra, ni volver a mis artículos, a mis investigaciones, a mis trabajos. Tanto daba quedarme en esa ciudad rebosante de muertos más o menos urgentes, en ese inmenso y de repente frío mausoleo elevado con gusto clásico, de infinitas líneas rectas, formas triangulares en los frontispicios, tímpanos y frisos con flores y frutos de piedra para perpetuar el apetito, que no la saciedad. El hombre había sido creado para gozar una felicidad sin fisuras ni interrupciones –terció don Antón.- Pero no quiso conformarse con su destino, es decir, se dejó tentar por la serpiente antigua. Y ahora no le queda sino aceptar ese intrincado laberinto que está hecho a la medida de la inteligencia y la fortaleza de un dios. Dentro del laberinto en cuestión –susurró Samuel,- constatamos que los muros no están hechos de ladrillo, sino del logos, la palabra. Y quién sabe si la palabra no abre también pasadizos secretos que llevan directamente hasta el corazón de toda esa confusa red de túneles subterráneos y, una vez alcanzado, hacia la luz del sol. Por lo que a mí se refiere, si esa clave existe, no he sido capaz de hallarla. En todo caso, me ha traído una confusión a la que he sabido amoldarme y no deseo otra cosa. Es tarde ya para revelaciones deslumbrantes. Consumiré los días que me quedan vendiendo las últimas escrituras que todavía obran en mi poder, contemplando los escudos heráldicos que aún me definen y dejándome seducir por el brillo del maravilloso caos que me rodea. Ágata negra encendió maquinalmente un cigarrillo, sin saber lo que hacía, atendiendo tan sólo a la formulación de sus argumentos. La palabra es portadora de la naturaleza dual del hombre, de sus conocimientos y de sus obsesiones, puede hacerle avanzar en su esfuerzo por dominar el entorno, pero puede igualmente hacerle caer en un pozo profundo, lóbrego y sudoroso de infiltraciones, si no logra conservar su serenidad. La palabra puede ser al mismo tiempo un instrumento y un escollo, pero físicamente nada prueba que esté constituida por otra cosa que fricación y explosión de columnas de aire. Aquella noche tuve un sueño entre los desvelos de mi habitación del hotel. Me había convertido en uno de aquellos soldados federados que habían tomado posición en la colina del « Père Lachaise », desde donde bombardeábamos París. Sin embargo, en cuanto los obuses comenzaron a caer sobre nosotros y las sepulturas a estallar alrededor con todo lo que contenían, cundió el pánico en nuestras filas. Murieron muchos en pocos minutos. Los demás salimos todos en desbandada del cementerio, a pesar de que el viejo sargento, cuyas canas y medallas de Crimea y de Italia dejaron repentinamente de impresionarnos, amenazaba con disparar sobre sus propios soldados si retrocedíamos, lo cual, con el estruendo y la confusión, no puedo certificar si llegó a ponerlo por obra o no. Era noche cerrada cuando, disipado ya el pánico, volvimos algunos, no para ganar la guerra, sino para recibir la paga del día. Nos acompañaban tres o cuatro mujeres de mala vida, o de buena que viró a mala durante unas horas, quién sabe, pues en aquel momento reinaba un gran desconcierto por todas partes. El viejo nos pagó pero a cambio nos obligó a disparar unos cuantos cañonazos. Pronto sentimos el agobio de aquella perseverancia inútil y mis compañeros decidieron aprovechar de otro modo el resplandor del incendio de París. El viejo sargento estaba desesperado, sus manos atezadas hundían los dedos en la albura casi fosforescente de sus canas de veterano, de héroe de Italia y de Crimea, ocultándole el rostro. Yo recordé que aquella paga les hacía mucha falta a los míos, así que decidí en ese momento abandonar a unos y a otros a su respectiva locura, pues en el desmoronamiento de aquel hombre había visto el fin de la Comuna de París. No llegué muy lejos porque el enemigo había penetrado ya dentro del recinto. La puerta estaba tomada y era imposible salir por allí. Me dirigí hacia una de las brechas abiertas por la artillería enemiga, pero me di cuenta a tiempo de que había soldados apostados. Demasiado tarde, la Marina había rodeado el cementerio. Busqué el amparo del bosque con un plan preciso en mente. Me puse a examinar las sepulturas. Encontré una cuya losa estaba rajada. Leí la inscripción. Mathilde Tessier, 1809-1837. Ya no habría nada allí dentro sino polvo húmedo. Levanté sin pérdida de tiempo la parte inferior de la losa, que era el fragmento menos pesado. Lo dejé en pie, apoyado en la paredilla del túmulo, me deslicé con los pies por delante hacia el interior y luego coloqué la piedra como estaba con mucho cuidado. Apenas tuve tiempo de sentir la primera aprensión cuando oí voces, la respiración jadeante de alguien que debió sentarse a recuperar el aliento sobre la lápida misma que acababa de recomponer, hacía tan sólo unos segundos. Sonaron unos tiros de fusil y el cuerpo se desplomó con un ruido sordo. A través de la grieta que se hallaba a mi derecha pude ver los rostros de los soldados de marina, iluminados por las lámparas que traían. Sin duda, una escena semejante se repetía una y otra vez en diferentes puntos del cementerio, pues me llegaban, con intervalos de silencio, estruendos de voces y descargas de fusil. Al final la noche se serenó un poco. Sin embargo, en cuanto empezaron a entrar a través de la fractura las primeras claridades, se produjeron nuevas descargas, pero esta vez mucho más nutridas y regulares. Se está fusilando a gente, me dije. Y aquello duró mucho tiempo. Ya debía estar el sol alto, a juzgar por la inclinación del rayo que penetraba en el estrecho recinto de muerte en que me encontraba, cuando de nuevo cesaron de cantar los pájaros y oí más voces, remover de losas y entrechocar de piedras. Me dio un vuelco el corazón, empezó a faltarme el aire, hasta el punto que temí que mis jadeos fueran escuchados desde fuera, por alguien que estuviera en las inmediaciones. Era evidente que los soldados habían recibido la orden de abrir las tumbas. Perdí la noción de un tiempo que empezó a espaciar sus latidos hasta casi sumirse en la parálisis completa. Imagino que transcurrieron varias horas de espera angustiosa de una muerte inevitable, en tanto que los pasos y las voces se aproximaban progresivamente al lugar en que me encontraba. El corazón quería estallar y salírseme por la boca. Llegaron al fin ante la sepultura que me daba cobijo. Oí claramente el tenor de la conversación, de cuya contingencia pendía mi suerte: -Mira, esta losa también está rajada. -Y ésa –repuso el otro-, y aquélla, y la de más allá.¡Estoy harto !¡Qué más da si alguno de ellos consigue escapar !¡A nosotros qué nos importa ya ! -En todo un mes no habremos podido abrir todas las sepulturas viejas y en mal estado del cementerio. Las hay a millares. -Es cierto. -Bueno, abrimos ésta y lo dejamos…. Pero el otro, que se había sentado entre tanto sobre el fragmento desgajado, haciéndolo oscilar muy levemente, no dio su brazo a torcer y su pereza tuvo la última palabra: -¡Ahuequemos el ala, aquí no hay ni siquiera muertos! Dijo esto al tiempo que se levantaba. Sentí como si hubiera sido mi propio pecho y no la losa el que se hubiera liberado del peso de su cuerpo. Recogieron los instrumentos y se fueron. En ese agujero húmedo viví durante dos días y casi tres noches. A la tercera no pude más y salí. Medio encorvado, tratando de ocultarme tras los monumentos funerarios, me dirigí hacia la brecha. Cuando ya estaba a punto de alcanzarla, oí un murmullo de voces y me escondí. Pensé que eran todavía los soldados y por unos momentos perdí toda esperanza. Sin embargo, la perspectiva de volver al interior de la fosa me dio valor suficiente para avanzar. Pasé muy cerca de ellos. No eran soldados sino saqueadores de tumbas. Ahora sabía de cierto que el sitio había sido levantado. No obstante, al llegar a la brecha me asomé con precaución. Miré insistentemente a ambos lados. Como no viera a nadie, corrí hasta la primera manzana de casas y me perdí, exultante, por las calles de un París oscuro aunque en calma. Llegando a casa, un presentimiento me detuvo bajo el dintel mismo. La paga. Mis manos se introducían solas en todos los bolsillos, palpaban nerviosamente en el interior. Nada. No encontraron más que borra, todas las monedas habían caído sin duda al fondo de la tumba, mientras me rebullía dentro de ella. A mi modo de ver, incluir este sueño aquí constituye una digresión inútil, la narración pierde eficacia con esa excrecencia que distrae del objetivo, consume las energías del lector. Harías bien en extraerla y dejarla como materia para un relato corto. ¿El objetivo dices? ¿Cuál es el objetivo de una novela? ¿Contar una historia con principio, medio y fin o presentar un mundo? Más bien crearlo que presentarlo. Yo diría que ambas cosas, una historia que arrastre tras ella el universo en que se produjo. Y ese universo, ¿está únicamente compuesto de cosas materiales, objetos, cartas, puñales, barcos? No, pero los sueños se olvidan al momento de despertarnos. Hacemos mal en olvidar los sueños, deberíamos anotarlos cuidadosamente. Yo, por mi parte, creo que esos mensajes no se pierden, no caen en saco roto, el que tiene que oírlos, los oye. ¿Piensas acaso que lo irracional, lo onírico, no ha tenido su papel en la historia? Los oráculos, ¿no han provocado batallas? La acerada belleza de una mujer, ¿no ha desencadenado pasiones desmesuradas entre reyes? Los sueños de faraón, ¿no levantaron del polvo, en un solo día, a un extranjero indigente, elevándolo hasta la más encumbrada magistratura del Estado, atrayendo con ello a toda una nación? Una cruz fulgurante, entrevista en las tinieblas del sueño, con este signo vencerás…. Jacob, la escalera, “Yo soy Jehová…la tierra sobre la que estás acostado, te la voy a dar, a ti y a tu posteridad….” Calígula, Nerón, los reyes y los poderosos a quienes sus obsesiones condujeron a la locura…. Factores todos ellos que, a veces, han primado sobre los económicos y comerciales. Disculpadme, sugiero que pospongamos esta discusión hasta el final del capítulo siguiente, ya que, al no haber leído enteramente la novela, no sabéis que este sueño guarda relación con sucesos ulteriores e incluso sus ramificaciones se entretejen con el desenlace. Ello no quiere decir que no pueda suprimirse, pero dicha supresión requiere una delicada operación quirúrgica. CAPITULO X AUGUSTO NEGROPONTE Las estaciones de trenes en las grandes ciudades suelen hervir de gente a las horas punta, es el precio del llamado Estado del bienestar, pero qué decir de la estación de Austerlitz desde las primeras horas de la mañana. Una multitud anónima teje sus lazos económicos y afectivos a lo largo del mapa mediante la lanzadera de los raíles, y ello en sí no es malo, únicamente es un síntoma, que cada cual lo interprete a su manera, si bien personalmente pienso que la humanidad jamás ha sido tan infeliz como ahora. Bernat, por ejemplo, el observador de Sajará, tal vez murió a los cuarenta y cinco años de una gripe mal curada, pero vivió sin duda mucho más tiempo que cualquiera de nosotros, me refiero al tiempo real de vida y no a la prolongación de la mera actividad económica mediante la cual hallamos nuestra mejor definición: entes económicos, eso es lo que somos en el momento presente. Entre toda esa gente los habrá incluso que partan para un viaje de placer, o una aventura. Sin embargo, por una cuestión de carácter que soy el primero en lamentar, yo siempre he percibido todas las estaciones como hechas para las despedidas desgarradoras. Detalle que, por sí solo, muestra de manera suficientemente clara mi incapacidad para adaptarme a esta era positivista e industrial, para desgracia mía, claro está. Quizá ello se deba a haber visto demasiadas películas en blanco y negro, o al recuerdo de las estaciones de antaño, de una lobreguez y melancolía morbosas. Debió ser esa aprensión inveterada la que consiguió amurriarme un tanto mientras trataba de abrirme paso entre todo aquel bullicio, porque la mía no era una despedida desgarradora, tan sólo había permanecido una semana en esta ciudad; una despedida pues como de los seres encontrados en un sueño. A decir verdad, quizás representen algo más que eso. Suzanne Laumier, Fabien Longuet, empezaron siendo los personajes de un cuento que estudié « científicamente », cuanto menos con cierto rigor profesional; por eso, cuando los conocí en carne y hueso, tuve de inmediato la impresión de que se trataba de viejas amistades. Luego aparecieron Silvio de Longuelune, Marie y todas las chicas del « Sitting Bull », París, Normandía, la sombra siniestra e inquietante de Augusto Negroponte…. Todo había pasado tan rápido. Parecía, en efecto, un sueño, pero un sueño en el que, por una vez, soñé haber vivido. Y aquella melancolía leve, de no demasiado buen agüero en ese preciso instante, que sentía al abandonar París rememorando todas esas escenas, quizá no se debiera exclusivamente a mi vieja y arraigada manera de percibir todas las estaciones de tren, sino que a esa sensación vagarosa se superponía tal vez otra de idéntica naturaleza, en esencia la misma que debió experimentar Segismundo, el personaje calderoniano, cuando de nuevo lo trajeron a la torre, la de despertar de una ilusión resplandeciente y verse sumido en las tinieblas de su realidad circunscrita, « que aunque estoy desta manera, príncipe en Polonia era », me permití ironizar con el recuerdo de este verso. De modo que en mi alma, o como quiera que llamemos a ese espacio interior que vive en nosotros, mientras avanzaba sorteando a gentes que, como yo, trataban de pensar tan sólo en direcciones y trayectos, en taxis, autobuses y trenes de trasbordo, simplemente, llovía sobre mojado, « y no es mucho que rendido, pues veo estando dormido, que sueñe estando despierto », pero tal insistencia en la cita literaria era ya deformación profesional. Aparte de eso, por primera vez desde mi llegada, también llovía al fin sobre París. Recordé que había venido con el propósito de escribir mi propia novela. Pero no podría concluirla, al menos de momento, pues faltaba una pieza esencial: Augusto Negroponte. Sabía que se hallaba en un pueblecito cerca de Nápoles, cuyo nombre me había revelado el comisario Fabien Longuet, al menos allí había fijado su residencia definitiva. Capodimonte, se llamaba. Evité descartar por completo la idea de desplazarme hasta allí, pero no ignoraba que ello iba a constituir una decisión difícil, aunque sólo fuera porque hacerlo suponía acosar a un hombre hasta su refugio último, el hueco de una particular topografía en el que se emerge a la vida y en el que se quiere desaparecer, disuelto en la tierra, tras la muerte, desdicha fuerte. No es posible ir más allá en el camino de la derrota, cuando se vuelve ahí es porque no se desea nada más. Tan sólo hay una raza de hombres que regresa a menudo, o cuando puede, a ese lugar para situarse entre los dos umbrales y asomarse a ambos abismos, pero Augusto no pertenecía a ella. En los paneles estaba anunciada la vía donde aguardaba el tren con destino a Madrid. Aminoré el paso. Durante toda la noche había sido un soldado de la Comuna y merecía mi salario. Tan sólo tenía que levantar un fragmento desgajado de lápida para comprobar si las monedas seguían allí. Era una idea ridícula, pero lo cierto es que se había convertido en una obsesión. En un día desapacible y lluvioso como aquél no habría prácticamente nadie en todo el Père Lachaise, resultaría muy fácil subir a las colinas donde, oculta entre los árboles y la maleza, se hallaba la tumba de Mathilde Tessier, levantar ese pedazo de losa y salir de una vez por todas de la duda. Hacia la mitad del andén se había instalado un grupo de revisores, ante el que se detenían un instante los pasajeros. Cuando me aproximaba a ellos, estaban ya desocupados y me observaban. No sé si fue el poder, cuadruplicado, de aquellas miradas inquisitivas por naturaleza, el que me hizo desistir de volver sobre mis pasos. Les mostré el billete y lo horadaron. Seguí adelante. Los altavoces efectuaban las últimas llamadas a los viajeros con destino a Madrid. Apareció el número de mi vagón. Me agarré al asidero y eché una última ojeada hacia el andén. Ya no había nadie tras de mí, excepto los revisores que venían charlando. En efecto, todas las estaciones de tren son lúgubres y deprimentes. Subí la escalerilla y, mientras encontraba mi compartimiento, el tren se puso en marcha. Tras la ventanilla comenzaron a desfilar unos edificios sombríos que culminaban en techo de dos aguas; los muros, especialmente los de la parte posterior que daban a la vía, aparecían roídos y tiznados por la contaminación y la incuria, más allá del mundo idealizado y luminoso de los carteles publicitarios. Luego atravesamos el cinturón industrial, hecho de chapa y humo negro, como un cáncer que tuviera rodeada la ciudad y amenazara su núcleo todavía lozano y fresco, malogrando ya sus capas exteriores. En realidad, a las ciudades es mejor entrar y salir con el avión, por las puertas del cielo, de ese modo se evita uno la visión de su podredumbre, así lo hacen hoy en día quienes tienen más sensibilidad, o más dinero. A medida que iba dejando atrás los lúgubres barrios obreros de la periferia, más tristes aún bajo la lluvia y el cielo gris de techo bajo, por encima de la ya expuesta sensación de fracaso, tremolaba otra distinta, la impresión difusa de que, contra todo pronóstico, estaba consiguiendo escapar, aunque era todavía pronto para cantar victoria, no mientras me encontrara rodeado de esos muros despellejados, atacados por el carcinoma del abandono y de la miseria, excrecencia de nuestra sociedad industrializada que muestra sus brillos en otra parte, de una amenaza mucho más seria y severa de lo que hasta el momento había estado dispuesto a admitir. Sentía a mi alrededor fluir esa corriente de silencio y de luto que se percibe en las casas tocadas por la muerte, en una de cuyas piezas aguarda un cadáver el momento del sepelio. Era como si de repente se me hubieran abierto los ojos y hubiera visto retrospectivamente, en aquella habitación de la siniestra residencia de “La mare aux loups”, al propio Augusto Negroponte, en carne y hueso, empuñando un pesado tubo de plomo y dispuesto a machacarme con él el cráneo. Pero en el último segundo, cuando ya tenía él mismo la violencia inyectada en los ojos, por una razón ignorada, por un golpe de suerte inverosímil, dio media vuelta y se fue. Mas esa opresión de la que era víctima en ese momento contenía también la idea imprecisa de que aquel acto de renuncia era sólo momentáneo y únicamente traducía una posposición. Un fantasmagórico y escurridizo Augusto Negroponte, me había estado siguiendo, espiando, desde que había puesto los pies en esa ciudad, tal vez prevenido por una misteriosa sibila que ejerce sus dotes adivinatorias, exclusivamente para beneficio de los malvados, en lo más fosco y empozado de las cloacas de París. Lo peor es que puede que el acoso no haya finalizado y que el negro y tenebroso Negroponte se encuentre incluso en el mismo tren, pensé, con un escalofrío. Instintivamente rocé con los dedos el periódico y la novela que había tenido la precaución de comprar. Pero no me sumergí de inmediato en la lectura, sino que cerré los ojos y recliné la cabeza. No había nadie más en el compartimiento, a pesar de que contenía dos literas. Obviamente, no podía excluir la posibilidad de que en cualquiera de las paradas subiera el ocupante de la segunda litera. Así que me limité a estirar las piernas, aunque no me descalcé para apoyar los pies en el asiento de enfrente, como me hubiera gustado. Con los ojos cerrados, no eran ya los arrabales ni las fábricas de París los que desfilaban ante mí, abatiéndome la moral y desbrozando el camino a la idea, que nunca andaba muy lejos, de que había hecho un viaje inútil, sino las imágenes de los momentos más señalados de mi estancia en la ciudad, de entre las cuales, las más desleídas no eran ciertamente las de los sueños. Todavía me parecía estar oyendo el estruendo de las balas de cañón al reventar los sepulcros y panteones del Père Lachaise, después de haber rasgado el aire con su silbido de serpiente, los gritos de los heridos y las descargas de los fusilamientos, así como los pasos de los soldados de la marina, trapaleando en la oscuridad del cementerio arruinado. Por un instante sentí cerrarse de nuevo las tenazas de aquel dolor de riñones que me doblaba hacia delante más aún que el miedo, mientras caminaba, tratando de adelantarme al amanecer, entre las tumbas, consecuencia lógica de mi larga demora en el sepulcro húmedo y frío de Mathilde Tessier, donde permanecí oculto durante dos días y tres noches. Sin transición veía también al comisario Fabien Longuet argumentando en tanto que conducía por las callejas de París, aparentemente sin prestar atención a otra cosa que no fuera la construcción de su discurso, siempre bien trabado, orientado de manera constante hacia un objetivo concreto, más o menos lejano, pero que indefectiblemente terminaba por alcanzar, como si se tratara de un número preciso de una calle cualquiera, en esta ciudad ingente. Luego entrábamos en el « Sitting Bull » y lo reemplazaba Silvio de Longuelune, glosando su espectáculo con su verbo de plata y sus canas de trujamán. Suzanne, Marie, Claire y las otras chicas actuaban en el escenario y el maestro nos revelaba sus pensamientos uno por uno. Pero yo ya estaba en el camerino de Suzanne Laumier, oyéndola hablar de Christophe, el pintor que perdió la razón porque no quiso, o no supo, resistirse al señuelo, a la añagaza cruel que le había tendido una casa dañina, presumiblemente encantada, la mansión de « La Mare aux Loups » ; también de Augusto Negroponte, el ángel negro de esta historia. Entonces era cuando aparecía el tenebroso retrato de éste, que su víctima había estado ultimando, en circunstancias cuanto menos turbias, momentos antes de ser asesinado. Y vuelta a empezar, girando de continuo sumergido en ese totum revolutum de imágenes y de voces, hasta que la ruleta se detenía de nuevo en el lugar en que encontraba su obstáculo o su defecto, el retrato de Augusto Negroponte, el hombre cuyo testimonio era la pieza clave que faltaba para completar este relato o rompecabezas. La idea de inventarla era lógica y obviamente me vino al pensamiento sin ningún esfuerzo. Sin embargo la deseché porque, si bien el objetivo que perseguía era puramente literario, el cual me liberaba de la obligación de ceñirme estrictamente a los hechos, lo cierto es que la narración incluía personajes reales, a quienes tenía la impresión de traicionar con la más leve modificación de los acontecimientos y, lo que es peor, disponía de una fe infinitamente mayor en la realidad que en mi capacidad fabuladora. Lo que de veras me intrigaba era el peculiar paisaje interior que sólo el propio Augusto Negroponte podía dibujar. Pero ello significaba la negación del poder absoluto del arte y su subordinación a la naturaleza, así como una prueba más de mi falta de talento literario. Abrí los ojos para comprobar que el tren se deslizaba ya a través de la bucólica campiña gala, sobre la que caía una llovizna tierna, intensificando el verde de los pastos cercanos, esfumando y enturbiando las superficies y contornos de lo distante bajo un grisáceo visillo de tul, resbalando por los techos inclinados y negros de las granjas y la tupida piel de las vacas, que continuaban paciendo como si nada, ajenas a los azares de la meteorología como si fueran un accidente más del terreno. Paciencia y sabiduría de bestia antigua, dormitando en sus testuces. Este paisaje apacible, aunque amurriado, también me comunicó a mí el sentimiento de una serena renuncia. Zapatero a tus zapatos, me dije, ya sin sufrimiento, pues el episodio de la « Poza de los lobos » me proporcionaba una visión bastante más ecuánime de mí mismo. Debí limitarme a escribir los artículos que me pedían sobre la narrativa corta de Julio Fontenla u otro trabajo similar, que es para lo que yo estaba formado. Cuando llegué a Sajará por primera vez, me sentía muy seguro de mí mismo por cuanto se refiere al trabajo que me disponía a realizar, eso era harina de otro costal, ya que poseía conscientemente un amplio repertorio de herramientas y técnicas, como cualquier otro profesional. Claro que ello no era todo, faltaba siempre el gran salto en el vacío, el que se da con la pluma en la mano, barajando ya todos los datos. Pero albergaba de continuo una confianza sin fisuras en que mis reflejos y mi experiencia de otros saltos semejantes me proporcionaría, a su debido momento, la fórmula adecuada, el camino más bello y directo que conduce hasta la cima ignota, la única entre otras muchas que permite ver a la vez todos los ámbitos, todas las sendas frecuentadas por la narrativa de un autor y de sus contemporáneos. Con tal seguridad, me vi avanzando a bordo de otro tren. Primero el que me llevó a Valencia, atravesando el espacio luminoso e infinito de Castilla, cuyo sol refulgía con violencia en los charcos helados. Y después el de cercanías, que me iba a depositar en Sajará como navegando sobre el lomo de un nuevo mar inacabable y profundo. « Sajará, de lejos, como una filigrana de oro montada sobre zafiro ». Recordaba aquella visión de Julio Fontenla, al igual que la ciudad misma, pues había estado en ella dos veces en poco tiempo. El parque de la estación con su palomar, del que entraban y salían palomas blancas como la cal, los jardines delimitados en formas rectangulares por setos bien cortados, la tierra fina y amarilla de sus avenidas bajo el sol, los plátanos de sombra en fila, al fondo, entre cuyas desarropadas ramas se divisaba el frontón de un colegio público que semejaba un templo griego. Recordaba el hotel, con sus pinos repletos de gorriones ante la solana, el municipal montando la guardia ante la puerta del Ayuntamiento, engallado como un pavo real, la casa solariega de Julio Fontenla, el groom que abrió la puerta, la biblioteca donde el escritor aguardaba junto con Francisco José de Arenosa y Marcos Montseny, así como la conversación que siguió, la cena en la cocina servida por aquel hombre aplicado al tiempo que discreto. Por último la entrevista, en el transcurso de la cual surgió la raíz de la presente historia, para la que ni siquiera su propio autor poseía una explicación atendible. Todas aquellas remembranzas, agolpándose en la memoria, habían producido en mí una vaga inquietud. Me dejé caer en el respaldo y cerré de nuevo los ojos para repasarlas con cuidado una a una, como si en alguna de ellas se hallara la clave que permitiría realizar un descubrimiento decisivo, la piedra angular que cerraría la construcción entera, dando fuerza y cohesión a todo mi relato. Sí, en efecto, la ruleta se detenía siempre en el mismo punto, como si estuviera trucada. En el retrato de Augusto Negroponte. Veía con toda nitidez la forma de su rostro, la curva y el espesor de sus cejas, su mirada dura, el puente de su nariz, las guedejas negras cayendo sobre la frente pálida. ¿Cómo sería Augusto Negroponte, casi veinte años después? Llevaría sin duda un corte de pelo distinto, más adecuado con su edad actual. Sus rasgos no serían tan firmes, se le habría formado tal vez un poco de botarga y se le habría aflojado el mentón. Era posible que el arrepentimiento y las dudas le hubieran quitado aristas y brillo a la mirada. Sin embargo me di cuenta de que, a pesar de ese discurso que había estado construyendo mentalmente, mi cerebro en realidad no parecía funcionar tratando de imaginar el rostro que pudiera corresponder a dicha evolución, sino efectuando una búsqueda tenaz de un material escondido que poseía ya la forma acabada de lo que pretendía encontrar. De repente la vi, esa forma, que se correspondía, en efecto, a la imagen de un rostro conocido, de modo impreciso todavía, como un presentimiento, pero arrastrando el mismo desasosiego que una certeza. ¡Por los clavos de Cristo! ¿Cómo no fui capaz de verlo antes? Estaba de pie, en medio del compartimiento, e ignoraba el momento en que me había levantado. El tiempo parecía haber transcurrido a mis espaldas y sin preocuparse de que yo lo supiera. Augusto Negroponte, me dije, era Augusto Negroponte. No, no tiene necesidad de seguirme ahora. Le basta con aguardar mi llegada. Apoyé la frente sobre el cristal de la ventana y sentí el frescor de las gotas de lluvia que corrían raudas por su otra superficie. ¿Por qué diablos se me habría ocurrido regresar en tren? Ante mí se alzaba entonces la perspectiva de un viaje que se iba a hacer eterno. Durante un instante fulguró, en medio de mi desconcierto, la peregrina idea de bajarme en la próxima estación, regresar a París y tomar el avión. La descarté. En cambio, comencé a reflexionar a propósito del modo en que iba a abordar a Augusto Negroponte, pues acababa de descubrir que no había necesidad de ir a buscarlo a Capodimonte y eso lo cambiaba todo. Una vez hube ultimado mis planes, abrí la novela pero no pude enfrascarme en su lectura. La reemplacé por el periódico y fue peor, no conseguía leer más de dos líneas seguidas sin perderme en conjeturas, sin verme constreñido a escuchar por anticipado algunos de los argumentos que Augusto no podía dejar de evocar, temiendo en cada instante que se negara a hablar, que rehusara incluso admitir su verdadera identidad. En previsión de lo cual decidí tenderle una pequeña trampa. Quería a toda costa conocer las razones de ese hombre, aunque luego el modo de obtenerlas excluyera su publicación. Me estaba agotando en balde. Hubiera querido disponer del violín y la estofa de un Sherlock Holmes para dejar de pensar cuando no hace falta, pero eso ni siquiera Fabien Longuet podía hacerlo. Somos una máquina de machacar y disparatar. Afortunadamente era la hora de comer. No tenía apetito ninguno, mas confiaba en que el ritual del restaurante me sirviera de distracción. Al principio no fue así, pero a partir de la segunda copa de burdeos comencé a sentirme más aliviado. Sin embargo, contemplando ese círculo de vino rojo oscuro comprendí que dentro de poco tiempo iba a descender hasta el fondo del abismo del infierno, guiado por un Virgilio elemental y sincero, que tal vez estuviera igualmente planeando mi muerte real. Concretamente al séptimo círculo, al infierno de los violentos, quienes, para caer allí, también tuvieron que desplazarse antes a través de una retícula de tentaciones y dudas. Es preciso que consiga analizar detenidamente dicha textura, o de lo contrario el viaje habrá sido en balde. Las almas en pena rememoran sin tregua los actos reprobables que cometieron, en ello consiste principalmente su expiación. ¿Habrá comprendido algo Augusto Negroponte? Ningún hombre que yo conozca está mejor situado para intuir que la vida es una gran confabuladora y que el hombre es bien poca cosa para luchar con sólo su voluntad y su libre albedrío contra tamaño arte y pericia. Los acontecimientos, pensará, tal vez no podían encadenarse de otro modo, pues quien los escribió, sin conocerlos, les dio la misma solución que la vida real. ¿Habrá encontrado en ese lazo secreto entre realidad y fantasía la confirmación de la tan traída y llevada predestinación, que sería injusta e inhumana, la cual, si bien permitió, negándose, el triunfo de Segismundo, hizo zozobrar a tantos héroes de la antigüedad? Yo quería creer que una oposición encarnizada del hombre termina por torcer el sino, forjado en hierro, y que la paciencia vence, vincit qui patitur, a pesar de las caídas, porque la partida no termina mientras la muerte no le pone su punto y final. Pero es obvio que unos tienen ante sí un camino llano y recto y otros lo tienen pino y sinuoso. ¿Por qué? Tal vez, me dije, que ello sea porque unos están destinados a ser príncipes de Polonia, debiendo probar previamente que reúnen los requisitos para el cargo, y otros no tienen que probar nada en absoluto. ¿Pero dónde está la Polonia de Augusto Negroponte, para qué o para quién resulta útil su aventura? Por lo menos quedan vestigios de la aventura de Christophe Laumier en sus cuadros, y fue precisamente aquél quien le puso término. ¿Será realmente un sufrimiento vano, una ansiedad inútil, la vida de ciertas personas? Si así fuera, sería un desperdicio. No pude evitar lanzar una lamentable mirada sobre mí mismo que no dejó de hacer estragos en ese momento, a pesar de la excitación que me producía el reciente descubrimiento. La verdad es que no necesitamos a nadie para hacernos daño. Tras el café, pedí un coñac doble con objeto de sedarme un poco. En efecto, el ritual del restaurante había servido de distracción y el tiempo iba pasando a sorbos lentos, aunque indoloros, mientras la lluvia caía sobre los prados ondulados en suaves colinas y el humo blanco de las chimeneas ascendía hacia un cielo muy próximo. A media tarde, regresé a mi compartimiento. Cerré los ojos y me sumergí en un bonancible y bienaventurado letargo que sólo me permitía un hilo de conciencia. En cuanto me espabilé, tomé la novela y me enfrasqué en ella. Por la noche, al mismo mal apliqué idéntico remedio. Cuando la lectura empezó a fatigarme y yo a irme de nuevo por los cerros de Úbeda, me dirigí sin más al restaurante, encargué una cena opípara, coronada desde luego por el consabido coñac doble, consiguiendo de este modo demorarme hasta las once. Entonces regresé a mi compartimiento, leí todavía durante una hora aproximadamente y, rendido al fin, me fui a dormir. Ya debía estarlo desde hacía un buen rato, cuando alguien accionó el picaporte dejando la puerta entreabierta durante unos instantes. Justo el tiempo de recoger el equipaje que previamente habría depositado a sus pies; me dije, he aquí al ocupante de la otra litera. Seguidamente, como había previsto, la puerta se abrió de par en par, dejando entrar la luz del pasillo. Decidí fingir que dormía. La tela mojada de un impermeable rozó el dorso de mi mano. Me propuse, de todos modos, echar una mirada furtiva más tarde, en cuanto se cerrara de nuevo la puerta, pues en esos momentos mi cara debía ser el accidente mejor iluminado del compartimiento, sólo para hacerme una idea de la catadura del recién llegado, nunca se sabe. Confiaba en que la luz tenue que penetraba en el interior a través de una especie de claraboya sería suficiente. Sin embargo la puerta no acababa de cerrarse, en cambio percibí el tanteo de una mano buscando el interruptor de la luz interior. Me pareció poco delicado. Cuando sonó el leve chasquido del cerrojo, aún aguardé unos instantes antes de separar levemente los párpados y vi el espaldar de un impermeable gris, por el que rielaban todavía unas gotas esquivas bajo un chorro intenso de luz blanca. Debió distraerme su brillo enigmático y fugaz de agua entrampada, porque cuando quise darme cuenta era el anverso del impermeable con su hilera de botones lo que tenía delante, así como unas manos albares de mujer procediendo a desabrocharlo. A través de la sutil rendija, que no cometí la ingenuidad de volver a cerrar, vi unos grandes ojos negros que me consideraban con un punto de ironía, así como el presentimiento de una sonrisa que parecía querer desplegarse de un momento a otro. No se contentó con el impermeable sino que continuó, implacable, hasta que sólo le quedaron puestos los zapatos. Consideré, incrédulo, que hay quienes pretenden realmente estar de viaje como en casa y no solamente se traen el cepillo de dientes sino también el pijama. Mientras se desnudaba, pensé que esa chica podía haber hecho una gran carrera en el « Sitting Bull ». También me sentí un poco culpable por no haber sabido encontrar un momento para cerrar los ojos. En el « Sitting Bull » las chicas muestran voluntariamente sus cuerpos, quizás lo hagan en parte por dinero, pero, después de haber pasado algunos días con ellas, me parece indudable que encuentran algún tipo de satisfacción en ese juego, de ahí nace, según creo, la extraordinaria seducción que emanan. En cambio, de la que tenía delante, lo único que podía decir por el momento era que se trataba de una chica arriesgada. Muy atractiva y arriesgada. En cuanto al pijama, no aparecía por ninguna parte. Entonces, para mi gran sorpresa me habló. El efecto que ello me produjo hay que entenderlo bajo el poder magnificador de su particular circunstancia. En ella el intercambio verbal era imposible, pues el canal de comunicación no existía, ya que se supone que yo debía estar sumido en un sueño profundo. Por lo tanto aquello fue como si, de repente, la actriz que estaba viendo en la pantalla, se dirigiera a mí y me hablara. -Me permito hacerle esta consulta tan sólo porque sé que no duerme…. Ahora sí dibujaban ya sus labios una sonrisa que destellaba no luz, sino malicia cegadora. -A su parecer, puestas así las cosas, ¿en cuál de las dos literas debería yo entrar ahora? Por lo que a mí se refiere, en esos momentos mi estado de ánimo era comparable al de un niño a quien acaban de descubrir en una falta inconfesable. Y sólo pude contestar con un hilo de voz: -Puestas así las cosas, creo que debería entrar en la mía…. Entró y recibí suavísima su piel aunque algo fría. En sueños, la sentí levantarse una vez y escuché el sonido argentino de unas monedas cayendo al fondo de una gaveta. Luego volvió junto a mí, puso la cabeza en mi pecho y se abrazó fuerte. -Te las dejaste olvidadas una vez que estuviste en mi casa. Luché con denuedo para despertarme, pero fue inútil. Cuando al fin abandoné todo esfuerzo, comencé a caer hacia las entrañas heladas de un pozo oscuro e interminable. Después dormí profundamente durante toda la noche, como si ya no abrigara inquietud alguna, como si no estuviera en la litera de un tren en marcha sino en mi cama de Madrid. Me despertaron las luces de la mañana que filtraban por los resquicios que dejaba la cortina. Antes de mover el primer músculo ya había tomado conciencia de que ella no estaba a mi lado. Aparté bruscamente las cobijas, eché los pies al suelo y descorrí la cortina. La litera de enfrente estaba intacta. No había otro equipaje más que el mío. Sin demasiada convicción me asomé al pasillo. Luego fui al servicio. Nada. Noté que las miradas de los pocos viajeros que a esa hora temprana deambulaban por el tren se interesaban por mí, así que entré enseguida en mi compartimiento. Desaparecida sin dejar rastro, me dije, porque todavía no se me había ocurrido siquiera poner en duda la realidad del encuentro, mientras abandonaba mi frente al cristal helado. Pero no fue el contacto con el vidrio en el que se apoyaba el relente de la mañana lo que me garrapiñó la sangre, sino el recuerdo de las monedas que con tanta claridad habían tintineado en la oscuridad. Me di la vuelta muy lentamente, buscando, al tiempo que temiendo, la aparición de una gaveta en la que no había reparado antes. Allí estaba, en efecto, junto a la litera. Se diría que la habían puesto durante la noche. Abrirla iba a ser más sencillo que alzar un fragmento de lápida, pero a mí el corazón me palpitaba como si hubiera probado ya a levantar una losa entera. El ritmo se aceleró aún más mientras me acercaba a ella, hasta que tuve la impresión que daban martillazos desde dentro. Me senté sobre el colchón y agarré el tirador. Abrí el cajón con la misma lentitud con que se acciona probablemente el gatillo de una pistola en el juego de la ruleta rusa. Y allí aparecieron, maravillosas, sobre un fondo blanco, negras las monedas. El corazón seguía palpitando y por un momento creí que no iba a poder atenuar sus redobles. Después de contemplarlas durante un buen rato con aprensión, me atreví a tomarlas. Cabían en el hueco de la mano. Me las llevé junto a la ventana con objeto de leer las inscripciones, pero fue inútil, tan sólo conseguí identificar algunas letras dispersas y algunos trazos de la impronta, que no permitían recomponer el puzzle. Tuve que resignarme a poner un plazo a mi angustia e hice propósito de mandarlas examinar por un experto numismático, en cuanto llegara a Madrid. Bueno, convendréis conmigo en que sueños así no se producen en la vida real; yo por lo menos nunca los he tenido y desconfío de quien asegure lo contrario. Yo tampoco los he tenido pero mi fe me mueve a creer que tales cosas puedan acontecer. En fin, sueños como ése, sí se producen; lo que no suele ocurrir es que, luego, las monedas aparezcan en la gaveta. Eso es lo que pretendía decir. Pero, ¿y si no fue un sueño? ¿Y si Mathilde acudió realmente a ese compartimento de tren, siendo el pánico la causa que provocó la pérdida de conciencia del narrador? Vamos, don Antón, Mathilde Tessier, una mujer que vivió en el siglo XIX, cuya muerte quedó certificada por un doctor, o varios, según se desprende del relato del inspector, que recibió sepultura en una tumba que en la actualidad se halla descuajaringada de puro vieja, la cual, quiero creerlo, ya no contiene ni siquiera polvo…. Pues es sencillamente un fenómeno sobrenatural, si existe el espíritu, y yo también quiero creer que existe, ya está todo dicho. O bien un fenómeno natural. ¿Cómo dice? Pongamos que fue una mujer real, la cual, por una concatenación de causas y efectos que desconocemos, se introdujo esa noche en ese compartimento, creyendo, por ejemplo, que iba a encontrarse con su amante, movida por la honesta pretensión de devolverle esas monedas, dotadas de un valor cierto, que él, voluntaria o involuntariamente, dejó abandonadas en su casa. Una objeción, Samuel, recuerda la versión que acabamos de leer, el narrador testifica que ella encendió la luz nada más entrar y él sintió que su rostro era el accidente mejor iluminado del compartimento. Eso era una suposición suya, sus ojos estaban entrecerrados, no podía discernir si se hallaba en una zona iluminada o no. Además, las bombillas destinadas en los trenes al alumbrado nocturno no suelen poseer demasiada potencia lumínica, lo que pasa es que, para unos ojos sumidos en la oscuridad desde hacía un buen rato, esa débil luz, durante los primeros segundos, debió parecerles cegadora. También ella, que había buscado largamente su compartimento en el pasillo mal iluminado, quedó algo deslumbrada al apretar el interruptor y, no reconociendo los rasgos de un rostro extraño, dio por sentado que se trataba de su amante. ¿Al que habla de usted? ¿Por qué no? Luego, cosa curiosa, le tutea afectuosamente. Lo que deja pensar que ese usted, como tantas veces sucede, es irónico, malicioso. Eso ya no es como acertar la combinación de los ciegos, eso es como acertar también el número de serie. Y sin embargo, ocurre todos los días. Ya, pero son demasiadas las casualidades que se acumulan en este relato, ¿no cree? Claro, ahí reside precisamente la madre del cordero. Y nuestra mayor preocupación en tanto que lectores. Tales casualidades son posibles, pero ¿qué sentido atribuirle a semejante acumulación de hechos fortuitos? A la mañana siguiente, después de una noche tranquila al fin en mi apartamento, me encontraba ya en otro tren, esta vez con dirección a Valencia, atravesando los panes de Castilla. Leía frenéticamente pues no quería pensar demasiado en lo que me proponía hacer, carpe diem, ya tendré tiempo de arrepentirme cuando haya hecho el mal, me dije, bañado por el tibio sol matutino que añadía la miel sobre las obleas enharinadas y decoradas del libro. De tarde en tarde, levantaba la vista para dejarme impresionar por el ámbito purísimo, la inmensidad de los trazos y, más adelante, por el escarpado paisaje rocoso que contenía, de cuando en cuando, como un tesoro en el fondo de una oquedad, un lago perfectamente azul. Pero el tren avanzaba raudo, insensible a la belleza, como avanzaría insensible a la razón y yo con él. Al cabo, un trazo curvo de los raíles permitió entrever durante unos minutos la tarasca oscura y descomedida que, desde lejos, parece la estación de Valencia. Diez minutos después de poner el pie en el andén, salía el cercanías con parada en Sajará, repleto de estudiantes y de amas de casa que regresaban cargadas con bolsas de plástico, acaloradas pero felices, tras haber recorrido todas las tiendas de la ciudad. Tuve que viajar de pie, procurando aislarme de las conversaciones que se producían alrededor. No fue fácil convencerme de que mi pretensión no era un mero capricho, una última veleidad juvenil, sino un honesto y justificado asedio a la verdad. Sería el mediodía aproximadamente cuando atravesé un parque cuajado de aromas y flores multicolores, de árboles engalanados con un verde tierno y, revoloteando a ras de suelo, o posadas sobre la tierra amarilla, las colipavas semejaban grumos de nata decorando una vasta capa de almíbar de miel. El parque entero de la estación se me antojaba, bajo el sol dorado, un enorme pastel y en ello noté que el viaje me había abierto el apetito. El propietario del hotel me reconoció de inmediato, pues era la tercera vez que me alojaba en su establecimiento. Me dio una buena habitación con vistas al parque, que podía contemplar en toda su longitud por encima de las ramas de los pinos. Y al fondo, a la derecha, la estampa de ese singular edificio que lo mismo semejaba castillo, fortaleza, prisión o manicomio, pero era asilo de ancianos; los cuales imaginaba viviendo allí en vastas alcobas desguarnecidas, como arruinados espectros de manriques y condestables de Castilla. Tras tomar una ducha, bajé al comedor. Me dirigí a la solana pero esta vez elegí una mesa con sombra, deposité la novela sobre el mármol de la mesa y a partir de ahí, las tres horas aproximadamente que siguieron las había vivido ya hacía algo más de un año. Cuando consideré que era hora de visitas, encaminé mis pasos hacia la antigua casa de Julio Fontenla. Al pasar por delante de la puerta del Ayuntamiento, inspeccioné con el rabillo del ojo al Gran Chambelán, que parecía no haberse movido de su puesto, como si no hubiera otro guardia municipal en toda Sajará y él tuviera que asegurar todas las permanencias. Durante un momento contemplé la idea de decirle algo así como: voy a tal sitio, si no estuviera de vuelta dentro de tantas horas, vengan a buscarme. Pero la deseché, porque era descabellada, porque requería dar explicaciones y sobre todo porque habría sido bastante cobarde por mi parte. Las calles estaban silenciosas y mis pasos resonaban en el marasmo de la media tarde. El sol, cayendo a plomo, me obligaba a buscar las aceras con sombra. Sin embargo, mi corazón no participaba de la paz del entorno, o era más bien tensa espera lo que me rodeaba, lo que se adensaba en cada penumbra interior, más allá de los muros, las rejas y las persianas bajadas, sino que iba acelerando su ritmo a medida que me acercaba al término de ese singular viaje, que todavía no comprendo cómo me atreví a iniciar, y mucho antes de llegar frente a los macizos entrepaños, relucientes de pulimento, contemplaba ya en mi memoria aquella pesada aldaba que no tendría más remedio que accionar, quebrando en el interior un oscuro silencio de mausoleo. Ya lo tenía en la mano, ese llamador hecho de sol frío, y todavía dudé un instante antes de dejarlo caer. Sonó como yo me temía, un trallazo imponente en medio de la paz irreal de la siesta. Por un momento enmudecieron los ciudadanos gorriones de los tejados, cuyo monótono piar descubría entonces como un dolor antiguo y olvidado que de repente cesa, y mi corazón probó así el gusto del silencio absoluto, el de los sordos como una tapia. Mientras aguardaba creí que se iba a parar del todo, porque sabía que cuando se abriera el postigo emergería ante mí el ángel negro de esta historia, el asesino de la mansión de « La Mare aux Loups », arrancándose de la espesa tiniebla de su infierno. Tan sólo un segundo antes de que se oyera el grave chasquido metálico, característico de los mecanismos pesados bien lubrificados, percibí del otro lado del portalón, tal un susurro, el roce de una suela. A la luz del día parecía más pálido que la última vez, durante el entierro de Julio Fontenla, y diseminada en su pelo percibí una abundante escarchada de canas, igual que si hubiera soplado sobre una cernada. Cual si hubiera tratado de despavesar soplando. Me recibió con el mismo gesto humilde con que lo había hecho cuando no era más que un criado de la casa. -¡Ah, es usted! –acertó a decir sin manifestar demasiada sorpresa.- Pase. Cerró la puerta y echó a andar delante de mí a través del fosco vestíbulo. Luego enfiló la escalera y temí que de un momento a otro me anunciara, como la primera vez, que el señor Fontenla me estaba aguardando en la biblioteca. Me invitó a sentarme ante la misma mesa baja repleta de botellas con que el escritor nos había acogido en la mencionada ocasión, hacía ya casi año y medio de aquello. Todavía dudó un instante antes de adoptar el papel que le correspondía en la actualidad. Se decidió al fin, tomando asiento frente a mí en la butaca que se hallaba al otro lado de la mesa, arrellanándose hasta que toda la longitud de la columna vertebral quedó apoyada en el respaldo. Parecía cansado. Se incorporó enseguida. -No le he ofrecido de beber, ¿qué desea? Barrí con la mirada el auténtico anaquel de botillería que se me presentaba, alimentando la esperanza de hallar la etiqueta rojiza del añorado whisky irlandés y en efecto di con una nueva botella, todavía con el precinto puesto. Dudé un instante, pero deseché enseguida el escrúpulo. No habría sido lo suficiente como para falsificar el precinto y poner veneno en todos y cada uno de los recipientes. Además, hay ocasiones en las que es preciso dar el gran salto sin red. Resultaba absolutamente inconcebible romper, de entrada, la precaria confianza que existía entre nosotros. -Tomaré un poco de whisky. Gracias. Puso un vaso delante de mí. -Voy a por unos hielos. Vuelvo enseguida. A punto estuve de decirle que por mí no se molestara, pero el calor que llevaba dentro del cuerpo pudo más que mi buen gusto. Tardó casi diez minutos en regresar. Dejó caer sonoramente dos cubitos en el fondo del vaso y sirvió generosamente. -¿No me acompañará usted? -Tendrá que disculparme. El alcohol lo tengo prohibido por el médico. Necesitaba un largo trago y lo tomé enseguida. -Fallecido el maestro, no sé si yo puedo serle de alguna utilidad… Los fragmentos inéditos y las notas dispersas que todavía quedaban en su despacho los he confiado a Marcos Montseny y a Francisco José de Arenosa. El momento había llegado. -En realidad he venido a verle a usted. Si bien su cuerpo permaneció distendido, apoyadas las palmas de las manos sobre los brazos de la butaca, el negro de sus pupilas se acentuó. -Usted dirá…. -Verá, no soy muy hábil construyendo fabulaciones…. Para concluir la que estoy escribiendo necesito conocer la verdad de Augusto Negroponte. Es decir… la suya. -¿Está usted bromeando? -No. En absoluto. -Para mí Augusto Negroponte no es sino el personaje de un relato. Tales palabras, si no eran todavía una confesión en regla, se acercaban mucho o, en todo caso, constituían un buen auspicio, abriendo el camino, no sin una pizca de humor que me pareció extraordinaria en aquel contexto, hacia ella. -Augusto Negroponte es mucho más que eso…. –le seguí el juego.- Es un hombre que tuvo que pilotar un navío en medio de una tempestad espantosa. Eso es para mí Augusto Negroponte. -Augusto Negroponte es un asesino..... ¡Déjelo en paz con su culpa! -Antes de ser un asesino, se es un hombre. Yo necesito conocer las circunstancias de ese hombre, las considero una pieza esencial para tratar de entender un caso que me obsesiona. -Se equivoca usted de hombre. Hubiera querido eximirme de ello, pero no tuve más remedio que sacar la baza que llevaba escondida en la manga. No en balde se ha dicho que con buenas intenciones se hace mala literatura. -No tiene que disimular conmigo. Fui a París, sostuve una conversación con el comisario Longuet, quien me comunicó que había cruzado usted la frontera italiana para instalarse en Capodimonte, pero que no permaneció mucho tiempo allí pues, según el nuevo informe que llegó hasta él, no tardó en tomar un barco para Valencia. No le fue difícil adivinar su destino exacto… El farol estaba lanzado. Había sido más fácil de lo previsto. Observé la reacción. Esta vez se reclinó en el respaldo hasta apoyar la nuca. Cerró los ojos. De repente me di cuenta del error. Hubiera querido morderme los labios de rabia, ¿por qué tendría que haber mencionado el medio de transporte? Sin embargo, sus palabras, cuando al fin se decidió a hablar, me tranquilizaron: -Comisario, dice usted…. Le ascenderían por haber resuelto mi caso. Fingí no haber captado la ironía y proseguí: -Contactó la policía española y sugirió que enviaran a alguien con objeto de prevenir del peligro a Fontenla, esperando que no fuera demasiado tarde. Pudo haberlo sido pues cuando acertaron a venir, usted ya llevaba varios días instalado en esta casa. El escritor repuso que estaba al corriente, añadiendo que Augusto Negroponte había pagado ya por sus errores y que ahora convenía dejarle en paz. No bien hube terminado de hablar temí haber cometido algún error en los plazos y haberlo echado todo a rodar por no saber callar a tiempo, aunque lo cierto es que, si consideraba el empleo del posesivo de primera persona en su frase anterior, tenía ya su confesión y no le iba a resultar fácil volverse atrás. Durante un buen rato no se oyó sino el empecinado piar de los gorriones en los tejados. Su cabeza seguía reclinada, orientada ligeramente hacia lo alto, los párpados cerrados y su cuerpo entero había adquirido la inmovilidad de una estatua de cera. Apenas respiraba. No pude eludir la fascinación que emanaba dicha rigidez y acartonamiento. La empañada luz que se filtraba a través de la persiana entrecerrada y de los visillos descubría una tez en exceso pálida y demacrada. Entonces supe que estaba enfermo, antes de que él me lo dijera. -Todo un caballero, Julio Fontenla –susurró al cabo de un lapso indefinido que ni siquiera entonces pude evaluar, pues tuve la sensación de despertar no sé si de un sueño o de un sopor interminable-. Hasta el final. El silencio volvió a convertirse en una atmósfera de melancolía, sumido en la cual debería estar celebrando el éxito de mi añagaza, saboreando el whisky y pensando en mi novela que tal vez podría concluir, pero en realidad me hallaba amargamente decepcionado conmigo mismo. -Supongo que querrá saber por qué vine aquí. -Me temo que sí. Había ido demasiado lejos para no aceptar su oferta, por una cuestión de escrúpulos. Cada paso que irresponsablemente había dado, complicó más el retroceso. No solamente se trataba de esa necesidad compulsiva de conocer todos los aspectos de la verdad, sino también del miedo que se tiene, cuando ya se han rebasado todos los límites, de haber recorrido esa distancia excesiva para nada. Me hallaba pues en el avatar de mentir a un enfermo para arrebatarle las últimas migajas de una confesión sin duda dolorosa y humillante, pero no había más remedio que seguir adelante. -No sé si vine a matarle, a pedirle o a darle explicaciones. Ni siquiera lo supe cuando al fin me hallé a los pies de su cama, contemplándole mientras dormía. -¿Cómo consiguió usted entrar en la casa? -Durante mi prolongada estancia en la cárcel aprendí muchas cosas, ¿sabe usted? La cárcel es la universidad del delito, allí se encuentran los mejores profesores en ese campo porque la perfección no existe en el hombre, sino la perfectibilidad y hasta los más grandes cometen errores alguna vez. Digamos que, tras los cursillos que recibí en la noble institución, las cerraduras dejaron de ser un impedimento para mí, incluso las más sofisticadas. Le aseguro que estaba a los pies de su cama y no había decidido nada. En Capodimonte no pude permanecer durante mucho tiempo, pues cuanto más mentía, más obligado me veía a mentir. La gente en los pueblos es curiosa y allí todo el mundo acosaba al hijo pródigo, lo rodeaba a la menor ocasión, quería conocer los detalles de su vida en París, de sus medros en el extranjero. Ello me obligaba a andar siempre de puntillas y llegó a convertirse en un auténtico quebradero de cabeza. Además, el dinero que traje, pese a ser considerable tratándose de mantener las apariencias en Capodimonte, no permitía vivir indefinidamente de renta y ponerme a trabajar no cuadraba en absoluto con el contenido de mi relato, el que quieras que no me veía obligado a repetir y prolongar hasta el infinito en el bar de la plaza del pueblo. Por otra parte, como cualquiera puede comprender, no había logrado desembarazarme de la obsesión que me tenía atenazado desde el día de mi arresto. Ese maldito escritor, ¿cómo había logrado saber todo eso? ¿desde cuándo había estado metiendo las narices en mi vida? y también, por supuesto, ¿qué hubiera sido mi vida si él no hubiera metido las narices en ella ? Porque la otra opción, la que él presentaba como verdadera, el mero hecho de contemplarla significaba asomarse a los abismos de la locura. Pero, dadas las circunstancias, era inevitable asomarse a ellos y desde esa perspectiva daba la impresión de que nuestros actos quedan consignados en alguna parte, a la cual, donde quiera que se encuentre, Julio Fontenla tuvo acceso para documentarse. En su relato no faltaba nada, nada de lo que sólo yo podía saber. Leyendo el relato tuve la sensación de que no era posible dejar de cometer el asesinato, puesto que alguien había estado encadenando, por medio de una escritura que equivalía a la realidad, la sucesión de hechos y de acciones que me conducirían inexorablemente a ello. Claro que mi acto era anterior a la narración. Yo intervine antes y este factor lo descomponía todo pero no anulaba el misterio, sino que lo hacía todavía más complejo; en todo caso, la desazón se había agarrado a mí y no podía desprenderme de ella. Pienso que en la persistencia de dicha obsesión influyó no poco la lectura del cuento. Todos los días que pasé en la mansión de « La Mare aux Loups », incluidos los momentos del asesinato, quema del cuerpo, etc.… me parecían la materia de un sueño. Leerlo, en cambio, me produjo un efecto de realidad mucho más intenso. El personaje del relato, sin dejar de ser yo, era mucho más real que yo, resultaba al menos más verosímil en tanto que lo rodeaban las circunstancias del crimen, pues lo cometía una y mil veces, cuantas yo quisiera, ante mis ojos, entre mis manos. Mientras que mis vivencias en el « château » se quedaban cada vez más rezagadas, como si estuvieran a bordo de un tren que avanzara más lentamente. Y Julio Fontenla, si no se había inspirado en mí ni en mis actos, era el creador de ese personaje suprarreal, esa versión mucho más percuciente de mí mismo. Durante los días interminables de mi cautiverio, además de las cerraduras, me interesó la filosofía, no en todos sus aspectos, sino en uno solo, en el tiempo. Me convertí en uno de los más asiduos de la biblioteca. Entonces descubrí que algunos filósofos niegan la existencia del tiempo. Otros lo consideran como circular. Y en una circunferencia, ¿qué está antes o después? Me puse a correr tanto que atrapé los hechos por detrás, llegando a la conclusión de que la escritura, si era independiente como aseguraba Fontenla, no era posterior a mi caída sino anterior y había dictado su pauta a la realidad. La palabra había creado un mundo en el que yo debía matar sin remedio al pintor Christophe Laumier, de modo que lo hice. Y a lo peor tengo que volver a hacerlo mil veces más, o hasta el infinito y ése ha de ser mi infierno. Ciertamente una pena atroz, la insistencia perpetua en ese proceso de concepción del acto horrendo, en el cual no hay desperdicio ninguno, pues ha sido echada la cantidad de leña justa, en un total dominio de la técnica del fuego. Desde el momento en que tuve la desgraciada intuición de que la solución a todos mis problemas pasaba por la muerte de Christophe Laumier, la combustión atravesó varias fases. En la primera de ellas, mientras la idea iba tomando forma, lo que me atormentaba era justamente la certeza de que nunca la llevaría a cabo. Si efectuaba todas aquellas investigaciones en diversas bibliotecas de la ciudad y aunque tenía cuidado de consultar los volúmenes allí mismo sin tener que registrarme, o si pasaba horas meditando cuantas posibilidades se abrían a cada etapa, era tan sólo para poder decirme a mí mismo que no aceptaba aquella situación sin lucha. Y esa certeza era suficiente para que surgiera en mi interior un rencor y un odio reflexivos, una comezón capaz de tenerme en ascuas de modo permanente. Bastaba con que tomara conciencia de mí, después de un intervalo en el que no podría decir con certeza lo que había hecho, allí donde me hallara, mientras comía solo en casa o viajando en un autobús, para descubrir que estaba pensando en eso, siempre en lo mismo. Entonces seguía con las investigaciones, continuaba madurando el plan, pero también me decía: puedes hacerlo sin peligro porque jamás lo llevarás a efecto. Tanto es así que, una vez atados todos los cabos, casi llegué a olvidar los detalles. Pero una tarde, mientras revisaba unos expedientes en mi propio apartamento, me vino la corazonada, o fue la consecuencia de una deducción que acababa de emerger a la consciencia, porque de tanto darle vueltas al tema consabido a veces me olvidaba de que estaba pensando en ello aunque el razonamiento seguía su curso, de que muchos días desde que yo no asistía a las actuaciones, o en cuanto no asistía a ellas, salía ella por la puerta trasera con algunos admiradores privilegiados. Ni siquiera tomé el tiempo de ordenar los papeles y de cerrar las carpetas. Atrapé el abrigo y me eché a la calle. Bordeé el « Sitting Bull » teniendo buen cuidado de no ser visto por los vigilantes de la entrada y me aposté en un portal, frente a la puerta trasera del cabaret, dispuesto a esperar cuanto fuera menester. Se hizo de noche, la callejuela se quedó desierta y oscura. El tiempo era desapacible, las gotas de lluvia me propinaban pinchazos fríos en la cara cada vez que me asomaba. Cuando ya estaba a punto de desistir, pensando que ella habría abandonado el local por la puerta principal, se paró un taxi ante aquella disimulada boquera, la cual se abrió a los pocos minutos dejando escapar un chorro de luz en el que la percibí y la identifiqué. Un hombre la abarcaba del talle y su mano se deslizaba sobre el alabe de la cadera como si quisiera tomarse un anticipo del placer que más tarde le sería acordado en toda su plenitud, sin reservas. Otra pareja les iba a la zaga. Los cuatro subieron en el taxi, desapareciendo antes de que pudiera salir de mi estupefacción. Sin embargo, yo siempre había sospechado que aquello ocurría regularmente, aunque me faltaba la intuición de la poterna. A partir de ese momento comenzó la pesadilla, en el sentido de que me limitaba a actuar pero no tenía poder sobre mis actos. Me vi en mi casa, recogiendo los utensilios que estaban prácticamente dispuestos. Luego me vi en el tren. Más tarde en una estación oscura, en medio de ninguna parte. Finalmente saltando un muro, abriendo una puerta trasera, orientándome en los entresijos de una casa que había sido hasta entonces sólo una construcción mental, y matando a alguien, como quien dice nada, asestándole con todas mis fuerzas un golpe en la cabeza con un tubo de plomo. Para terminar, cerré los ojos y me acurruqué bajo las cobijas de una cama desconocida. Cerré los ojos y traté de convencerme de que aquello no había sido más que un sueño, estaba en la oscuridad de mi habitación y seguía soñando, todo estaba bajo control. Me despertó el rostro horrorizado de Christophe Laumier, tal y como se me ofreció justo antes de asestarle el primer golpe, dando con ello comienzo la tercera fase, la de la culpa. Todavía hoy me despierto así, desde entonces, todas y cada una de las mañanas de mi vida. No obstante, en aquella época, disponía de un bálsamo eficaz contra ese mal. Bastaba con abrir los ojos y verla durmiendo a mi lado para apaciguarme. Lo peor vino después, durante las interminables horas de soledad en la cárcel. Si todo había de pasar por tal manera, en algún lugar había un hombre que podía confirmarlo, que podía ofrecer una explicación congruente, ese escritor a quien no sabía si odiar a muerte por haber causado la ruina de mi vida, justamente en su momento más álgido bajo todos sus aspectos, o amarlo como a un padre que nos castiga y nos educa, que nos despierta a rebencazos para impedir que nos dejemos arrastrar por la corriente impetuosa de nuestros deseos hasta el mar infinito de la locura. En su momento más álgido, sí. Mi vida de aquella época tiene un nombre propio, Suzanne. La otra obsesión de todas mis horas de cautiverio. Yo sabía que su rechazo era irreversible. Durante el juicio, jamás consintió en mirarme a los ojos, pues mi sola presencia le causaba horror. Sin embargo, el deseo que me unía a ella era algo que yo no podía superar y en cuanto salí de prisión encaminé mis pasos, sin poderlo remediar, hacia el « Sitting Bull ». La primera noche temí que ya no actuara allí, habían pasado tantos años. Me pregunté qué aspecto tendría después de todo ese tiempo. La angustia no me dejó disfrutar como antaño del espectáculo. Hasta que salió a escena un negro cantando jazz y tras él irrumpió Suzanne. Me dio un vuelco el corazón. Estaba magnífica, imponente, mejor que nunca. A su lado, yo me veía como un viejo sucio e impresentable. Se me secó la garganta. Se me cayó el mundo encima. Pero volví muchas noches a verla actuar. Tenía que hacerlo. Llegado el momento, una fuerza irresistible se apoderaba de mis manos y éstas empezaban a cepillar el traje y los zapatos y a hacer el nudo de la corbata. Mas una noche descubrió mi presencia. No se desmontó por ello, pero en su mirada leí con toda nitidez la imposibilidad de reconstruir nada con ella, pues el sentimiento que albergaba para conmigo no era otro que el pánico. En cuanto la vi desaparecer tras el telón, abandoné el local con el propósito de no regresar nunca más. Pasaron muchas semanas en las cuales no acertaba a hacer otra cosa que caminar por las calles frías y turbias de un París incoloro e indiferente, confundido casi con los mendigos, pero ajeno a todo lo que no fuera la combustión interior de los rescoldos de mi pasión por esa mujer. Me vedé la entrada al « Sitting Bull » pero la espié, la seguí por las calles, aguardé hasta altas horas de la madrugada, bajo el relente y la lluvia, esperando a que alguien la dejara en su apartamento o se quedara a dormir con ella, aunque yo sufría mucho más cuando no llegaba en toda la noche. Cuando ella no estaba, entraba en su apartamento, lo inspeccionaba todo, leía sus cartas, olía sus sábanas. En cierta ocasión me colé con el propósito de contemplarla mientras dormía. Permanecí durante mucho tiempo al pie de la cama, imaginando que todavía estaba casado con ella y tenía perfecto derecho a disfrutar de su belleza sin despertarla, como cuando vivíamos en « La Mare aux Loups » y ella me prohibía que la molestara por las mañanas, así es que yo me levantaba, me iba al pie del lecho y desde allí me la bebía con los ojos. En ese momento más que en ningún otro comprendí lo mal que lo había hecho, la magnitud de la torpeza con la que me había conducido y hasta qué punto mi carne estaba liada por una maraña de nervios invisibles a la de aquella mujer. Pero empezó a agitarse y tuve que marcharme. Quise que fuera éste mi último recuerdo de ella, el de las primeras luces del alba revelando sus formas rotundas y tibias rebullendo entre las sábanas. De modo que vendí el apartamento y regresé a Capodimonte. La excitación, junto con el habla prolongada, lo había fatigado hasta el punto de que su voz era tan sólo un estertor. -Disculpe, voy a beber un vaso de agua. Fue al baño y regresó con un vaso de plástico, que debía servir para enjuagarse los dientes, temblándole entre las manos. Bebió un sorbo y se abatió en el sillón. Respeté su silencio. Después de un buen rato abrió los ojos, como asombrado de que todavía estuviera yo allí. Se encogió de hombros y continuó su relato. -No había puerta, ni cerradura, que se me resistiera. Así que la noche misma de mi llegada a Sajará pude situarme, sin contratiempo alguno, a los pies de otro lecho, el que se encuentra tras ese tabique, en la habitación contigua, tironeado por el dilema del que ya le he hablado. Y de este modo debieron transcurrir varias horas. Amaneció al fin, con lo que el escritor se fue despertando poco a poco. Pensé en huir mientras había tiempo, pero era como si mis manos, aferradas al barrote de la cama durante un intervalo tan largo, se hubieran quedado pegadas a él. Se diría que era yo quien estaba soñando y no era dueño de mis actos. Abrió los ojos al cabo y me vio. Se incorporó enseguida, quedando sentado en la cama. Su mirada reflejaba la llama negra del terror. Pero supe de inmediato que no era yo quien se lo inspiraba directamente. Su miedo no iba de fuera a dentro, sino de dentro a fuera. Quiero decir que el objeto de su pánico se encontraba en su propio interior, prueba de ello es que, indiferente a mi presencia, cerró los ojos de nuevo sin decir palabra. Parecía dormido otra vez y una cólera grande se apoderó de mí. Mis manos querían agarrarse a su cuello y gritarle: ¿cómo diablos pudiste escribir aquel cuento? Di, ¿cómo pudiste? -¿Lo hizo? -No, no lo hice. La furia decayó con la misma rapidez con que vino. Sentí una dolorosa opresión en el pecho. Luego, un formidable cansancio se abatió sobre mí, de modo que mis rodillas se plegaban porque no podían sostener mi peso. Me postré, pues, apoyando al tiempo que ocultando mi cara entre los puños, aferrados todavía al barrote de la cama. Una mano se posó sobre mi hombro. Alcé los ojos y vi que Julio Fontenla se hallaba sentado junto a mí, ya con los pies apoyados en el suelo, y yo no había oído nada. Retiró la mano en cuanto se cercioró de que me había percatado de su presencia a mi lado, desvió la mirada hacia la ventana, a través de cuyos visillos entraba la pálida luz del alba, y comenzó a hablar: -« Cuando regresé a mi casa, no recordaba apenas nada del trayecto. Como si lo hubiera hecho en tren, o alguien hubiera conducido mi automóvil de vuelta. Sin embargo tenía en mente el relato acabado. Y me puse a escribirlo esa misma noche porque el hierro hay que batirlo en caliente, sin vacilación alguna lo bastí desde el principio hasta el final. Cuando lo hube acabado, no pude sino sorprenderme por tanta facilidad, porque realmente tuve la impresión de que ese mismo alguien que por la tarde condujo el coche en mi lugar y que conocía asimismo la historia a la perfección, me la había estado dictando hasta la madrugada. Me di mucha prisa en enviarla y al poner el sobre entre las manos de la empleada de correos sentí un gran alivio. Raimundo Lulio sostenía que no era en absoluto el autor de sus libros sino un simple instrumento. Muchas veces me ha pasado esta idea por la cabeza, sobre todo después de haber escrito « El enigma del pintor despavesado », de que el escritor no es más que un intermediario. No se atormente más, Augusto. Usted ha desempeñado su papel en el juego macabro, como lo hacemos todos. Si quiere librarse de la culpa que se le ha quedado pegada en las manos, o mitigar sus efectos, no la huya, asúmala, haga de ella la única carne de su alma. Cuando caiga el telón, tendrán que aplaudir, porque hemos actuado con tesón, hasta agotar nuestras fuerzas.” Tal argumento no hacía sino abundar en mis suposiciones, pero por eso mismo, porque se trataba de suposiciones y no de certidumbres, me alcé en abogado de la parte contraria: -«¡No es verdad –le dije-, usted indagó a propósito de mi vida, o bien todo aquello no fue sino una sarta de casualidades funesta!” –“Mucho me temo que no existan las casualidades –respondió-.” CAPITULO XI MORS TUA, VITA MEA. Con éste último juicio, sabremos al menos lo que opinaba Julio Fontenla de nuestra preocupación fundamental al abordar la presente historia, si bien cada uno es libre de pensar lo que quiera. Por supuesto, Julio Fontenla, escritor reconocido, manifiesta ese punto de vista, en cambio otros grandes escritores y pensadores de todos los tiempos han tratado el mismo tema pronunciándose por la valoración opuesta. Basándose quizás en la pura abstracción del pensamiento, no en hechos como éste, efectivamente vividos. Mi parecer es que, si bien utilizando los instrumentos de razonamiento lógico inventados por la filosofía, cada cual debe afrontar estas cosas como si fuera el primer hombre o la primera mujer que jamás haya existido en la tierra. Ello es imposible, baste con observar a los que nos hallamos aquí, cada uno está influenciado desde el cuesco por su propia cosmogonía. No razonamos individual, sino corporativamente, tal vez por eso nos hallemos en este callejón sin salida. Nos hallamos en este callejón sin salida porque es evidente que cierto tipo de cuestiones no tiene solución. La naturaleza humana es reacia a admitir ese argumento. La naturaleza humana se caracteriza justamente por el oxímoro, por la vocación de hallar un compromiso imposible entre dos tendencias opuestas. ¿No quería ciencia del bien y del mal? Pues ahí la tiene. Antes tendría que haber parado mientes en si daba o no la talla. El caso es que nos hallamos desde hace mucho embarcados en dicha aventura, con respecto a la cual parece regir una regla ineludible, sólo se admiten las huidas hacia delante. Menos mal, porque de lo contrario, puede que Augusto Negroponte hubiera encontrado un argumento para matar a Julio Fontenla. No siempre hacen falta argumentos para matar a alguien. Era evidente que, de haberlo hecho, habría dado muerte al perro, no a la rabia. ¿Pero quién para la máquina del odio? Yo pienso que Augusto Negroponte, agarrado a los barrotes de la cama, no odiaba realmente a Julio Fontenla, estoy convencido de que comprendía sus razones mejor de lo que quiso o alcanzó a manifestar. Sin saberlo, sin tener una clara conciencia de ello, sus ojos estaban vueltos hacia aquél que había dictado el relato a su autor. ¿Cambió simplemente de orientación su odio? No, no se puede odiar a quien ejerce el poder absoluto. Augusto Negroponte, desde la más espesa negrura, vio la luz. Por eso quiso matar al narrador, porque sentía alrededor de su cabeza la aureola de la santidad. Y por eso, acaso, no lo hizo, cuando nada ni nadie estaba en condiciones de impedírselo. Lo primero que hice nada más regresar a Madrid fue enterarme del resultado de la peritación de las monedas. –« En efecto, estas piezas tuvieron curso legal durante el período de la Comuna de París » -concluyó categóricamente el experto.- Luego, previa consulta de un voluminoso catálogo, procedió a declarar el valor aproximativo que obtendrían en el mercado. Escuché la cifra con actitud neutra, pero lo cierto es que esas monedas no las venderé jamás. Antes de subir al apartamento, compré provisiones para un mes, así como un paquete de folios. Para entonces ya sabía qué es ser escritor. Ser escritor consiste en convertirse en el instrumento idóneo. Si lo era o no, después de mezclar y asimilar mi experiencia directa y vicaria, o si podía llegar a serlo, poco me incumbía en ese momento, pues ello se iba a manifestar escribiendo, como es natural. Hay que escribir, por supuesto, y hacer de ello la única carne del alma. Lo que sea sonará, me dije castizamente, y es todo lo que uno tiene derecho a decir cuando alberga una razonable fe en sí mismo, ya que el mundo se crea a cada instante con la palabra, o se destruye; en todo caso es un incienso que quema bien y como poco moriremos aromatizados dándole a Dios la réplica que esperaba u otra distinta, poco importa, pero sin encastillarnos en un silencio cobarde. Recordé la singular frase de Suzanne: -« El arte es un instinto que nos empuja a aprender en una determinada dirección y, como todos los instintos, no obra en nuestro propio interés, sino en el de la colectividad; por eso no lo controlamos nosotros, por eso se llega por él al sacrificio del individuo en beneficio de la especie. Hay una fuerza ciega que nos obliga a descender hasta las últimas consecuencias. » Como frase no estaba mal para una artista del « Sitting Bull ». Tal vez se la oyera a Christophe. O tal vez no, porque para decir frases así basta con haber vivido sin demasiada suerte. Si eso fuera así, ¿qué mérito entonces para el hombre? El único mérito que le veo es el de la pose. Al despedirme, Augusto Negroponte me rogó: -No publique usted la obra, no al menos hasta que yo me haya muerto. -Descuide. -Pero empiece a escribirla ya –añadió-. Los médicos nos han dado, al cáncer que me mata y a mí, pocos meses de vida. Esta misma mañana he conocido el resultado de los análisis. -Lo siento. -No se preocupe. Caía la tarde cuando dejé la sombra fría de aquella mansión para meterme en la habitación del hotel y no abandonarla hasta el día siguiente, con el tiempo justo para tomar el tren. Cuando me canso de escribir, apago las luces, pongo un CD en el cargador y me voy junto a la ventana para contemplar la ciudad dormida, pero esa ciudad ya no es Madrid, ni tampoco ninguna otra, ni a mí me importa demasiado que sea alguna, de este mundo o de cualquiera. De modo casi imperceptible al principio, empiezan a surgir a mis espaldas las notas de piano y trompeta con que comienza « When I Fall In Love », el hechizo de Miles Davis, para ir extendiéndose progresivamente sobre el paisaje iluminado, derramándose con mi soledad y mis quimeras por las grandes avenidas desiertas, tejiendo un paño de nostalgia que lo cubre todo con una magia suave y secreta. Yo no había sospechado siquiera que algún día esa pieza pudiera recuperar su título original. Aturdida conciencia, a quien nadie pone barreras. Hacia finales de octubre recibí una llamada de Francisco José de Arenosa. Mientras saludaba con su voz levemente solemne, adiviné el objeto de la misma. En efecto, el antiguo groom de Julio Fontenla acababa de fallecer y había dejado una carta para mí. El entierro tendría lugar al día siguiente. Dije que iba para allá enseguida. Serían las tres de la tarde cuando, tras un breve paso por el hotel, cuyo dueño comenzaba a considerarme un habitual, llegué a la casa mortuoria. Esta vez la portalada estaba abierta de par en par y ante ella aguardaba una veintena de personas, presumiblemente amigos y conocidos de Julio Fontenla, que asistían al entierro de su doméstico tan sólo por deferencia a aquél. Más valía que todo aquello se hiciera pronto. Entre los presentes distinguí de inmediato la imponente cuadratura de Marcos Montseny. Me obsequió con uno de sus temibles apretones de manos. -Esperemos que el tiempo nos deje enterrar de modo honorable a este pobre hombre. Miré al cielo y en efecto presentaba una tonalidad violeta furioso, tirando a negro. Alguien comentó a nuestras espaldas: -Va a llover más que el día que enterraron a Zafra. Le pregunté si sabía algo de cómo habían transcurrido los últimos días del difunto. -Según tengo entendido, desde hacía algún tiempo sufría de fatiga crónica. Los médicos diagnosticaron un cáncer en estado avanzado. Ello acaeció, en palabras del doctor que le atendía y que certificó su defunción, a principios de la pasada primavera. Por cierto que, dicho médico, en cuanto se conocieron los resultados de los análisis le mandó una carta urgente al enfermo convocándolo a su consulta y éste se presentó con más de una semana de retraso. Cuando al fin lo hizo, declaró que no tenía intención de seguir ningún tratamiento. La decadencia fue fulgurante. Hacia mediados de septiembre, al no poder valerse por sí mismo, las monjas del Asilo de Ancianos lo tomaron a su cargo. Según ellas han contado, los últimos momentos fueron en extremo dolorosos, pero el enfermo los soportó con una paciencia ejemplar. Parece ser que en sus postrimerías había encontrado algún consuelo en la religión, o tal vez la había practicado anteriormente en privado. La realidad es que se sabe muy poco de él, como era tan parco en palabras…. Pasé al interior de la casa. El féretro se encontraba justo detrás de las cortinas del vestíbulo. El cadáver que se hallaba tendido en su interior, con las manos puestas sobre sus partes, no era sino la pálida sombra de lo que había sido Augusto Negroponte. El ataúd contenía tan sólo el frágil y decrépito despojo de un anciano enmarillecido. Junto a él, Francisco José de Arenosa ultimaba detalles con el empleado de la funeraria, por lo que no pudo dedicarme mucha atención, limitándose a un fugaz apretón de manos. -Hablaremos después –prometió.- Afronté de nuevo aquella piel deslucida y esmerilada bajo el cerco de las candelas, una sutil envoltura que parecía hecha de pergamino sucio y ajado. Rememoré en pocos segundos todo lo que sabía de aquel hombre, nacido bajo el luminoso cielo napolitano, emigrante en la amurriada y aguanosa París donde ejerció el oficio miserable del tedio, el de amante beatísimo, el de señor de « La mare aux loups », el de recluso, el de mendigo, el de asesino tenebroso y truculento. Me venían a la memoria, sobre todo, retazos del diálogo que sostuvimos durante nuestro último encuentro: « No se atormente más, Augusto. Usted ha desempeñado su papel en el juego macabro, como lo hacemos todos.” Esto lo había dicho Julio Fontenla por la boca de Augusto Negroponte, ante mí, y yo lo ratificaba sinceramente. Judas, después de vender a Cristo se ahorcó, aunque mucho antes de traicionarle ya había recibido su pan mojado. Borges, por su parte, asegura que ese Judas es el mayor santo de toda la hagiografía, a pesar de que no figure en ella. En efecto, hay un enigma terrible en los actos de los hombres. Debe ser curiosa la sensación de quien se espabila repentinamente y mira hacia atrás horrorizado para descubrir que ha cometido lo irremediable. El argumento aumentativo se le ha ido de las manos y he aquí que se halla convertido en un monstruo, en un réprobo. ¿Lo había querido él en verdad? ¿Lo había deseado con toda la carne de su alma? No es posible, por otra parte, lavarles de la culpa, pero sí compadecerles, comprender que alguien, de repente, en un momento de flaqueza, desee sacudirse el yugo de la férrea dictadura de Dios y hacer el mal puntualmente para destruir una justicia que no entiende y que tiene todo el real aspecto de una injusticia flagrante e intolerable. Una vez más surgían ante mí imágenes que no había presenciado, las de la escena que tuvo lugar entre él y Julio Fontenla. Pero sus palabras me devolvían al marco de aquella tarde insólita: « Augusto Negroponte no es sino el personaje de un relato ». No –dije, repitiendo sólo para mí aquella frase que nos íbamos pasando unos a otros como si fuera una carta marcada-, “Augusto Negroponte fue mucho más que eso….” Sí, claro, Augusto Negroponte fue un hombre. Mas él atajaba ásperamente, con una carencia absoluta de piedad hacia sí mismo: “Augusto Negroponte es un asesino… ¡Déjelo en paz con su culpa!” Iba a replicar todavía pero las campanas de la iglesia, situada sólo a unas manzanas de la casa, habían empezado ya a tocar a muerto, solemnes, espaciadas. Era como si hubiera hablado la propia muerte, reclamando perentoriamente lo que es suyo. Entonces, ¿existe realmente la culpa? ¿Con qué derecho le atribuiremos al actor los errores, como los aciertos, por otra parte, de su personaje? Don Antón se puso serio. Vamos a ver si con tanto jugar con el fuego de que la vida es el gran teatro del mundo no nos vamos a quemar realmente. En dicho auto de Calderón, el Autor, Dios, les otorga el libre albedrío a los personajes. A los personajes tal vez, pero no a los actores, ¿qué sería de ese auto o de cualquiera si cada actor dijera lo que le diera la gana? Además, el Autor afirma que todos los papeles son buenos y la recompensa prometida se refiere únicamente a quien los interprete bien. Judas interpretó a las mil maravillas su papel, ¿merece por ello recompensa? Tal vez, ¿quién sabe? Esto me parece una monstruosidad, aunque lo haya dicho Borges. Dejemos de momento el gran teatro del mundo y pasemos a la obra en que Calderón se consagra exclusivamente a defender el libre albedrío del hombre. Dios había trazado en el firmamento el destino de Segismundo, pero éste, con tesón, logró rectificar estos signos y cambiar el contenido del mensaje. En ese caso, ¿la voluntad del hombre prevaleció sobre la de Dios? Pienso que Dios quiere que nos enfrentemos a su creación. Permitió que Jacob luchara con su ángel y le venciera. Pero ¿cómo luchar contra la lógica, o el caos, de los sueños? Los personajes que acabo de citar lo hicieron. El primero creía haber vivido un sueño y se preparaba para el siguiente, mas sabemos que la realidad había sido distinta. Fue justo en ese momento cuando llegó a la conclusión de que la vida es sueño, tal vez dicho aserto arrancara a raíz de la mentira de Clotaldo. Era una metáfora que expresaba la convicción del Autor. Quien se contradice en “El gran teatro del mundo”. Ya he dicho que en esta obra da el libre albedrío a sus personajes. Lo que se contradice con la lógica interna de la misma. Y el narrador de esta novela, ¿no consigue imponerse mediante su voluntad al pánico del primer sueño? ¿No es ésa la lectura que debemos hacer del capítulo de la mare aux loups? Todos vuestros argumentos reposan en la teología, no en la razón, ¿qué pasa si uno no tiene fe? Pues pasa lo que tú misma habías dicho antes, hay cuestiones a las que es inútil buscarles respuesta porque no la tienen y yo reitero mi réplica de entonces, el hombre no está hecho para aceptar esa clase de obstáculos. Prefiere engañarse a sí mismo. Corre el riesgo de entrar en el laberinto de sus propias fabulaciones. En las que acaba creyendo y eso es lo que suele llamarse la locura. La locura o la luz, es el gran salto mortal que debe efectuar todo hombre siguiendo los impulsos de su íntima naturaleza. Tras unas aceleradas exequias y una primera despedida del duelo, la cual, por cierto, tuve que presidir ante la insistencia de Francisco José de Arenosa, un menguado cortejo inició a pie la marcha hacia el cementerio, ritmada por el gorigori sacerdotal. Al dejar atrás los últimos edificios de la ciudad y salir a campo abierto, observé que, sin decir palabra, algunos echaban rápidas ojeadas al cielo cada vez más amenazante, arrepintiéndose, tal vez, de haber persistido en llegar hasta el final de una ceremonia celebrada en honor de alguien que, a decir verdad, nadie conocía. Observé que, entre la exigua comitiva, había un sujeto a quien la tormenta que se estaba preparando parecía importarle, como diría el bueno de Berceo, una nuez foradada y aún menos. Tenía el aspecto de un mendigo, sin afeitar, con unas ropas muy usadas y colgantes. Su cuerpo era rechoncho, su cara completamente redonda, tosca como un pan de centeno. La única actividad que ocupaba toda su atención consistía en pedir durante el trayecto el mayor número posible de cigarrillos y en fumarlos con gran delectación, mediante caladas profundas que debían llegarle hasta las plantas de los pies. -¿Y ése quién es? –pregunté, fascinado, a Francisco José de Arenosa.- -¡Ah, ése! Le llaman « Pepet, el de los entierros ». No se pierde ni uno. Sin saber leer, acude a todos. No es que se presente en la iglesia, sino que es siempre el primero en acudir a las puertas de la casa mortuoria. Nadie se explica cómo puede hacerlo. Si no lo vio en el entierro de Julio Fontenla, debió ser sin duda a causa de la multitud, pero allí estaba. Posiblemente haya que concluir que tiene un fascinante instinto por la muerte. -O por los cigarrillos. -En todo caso, tiene la muerte en Sajará un curioso acólito. Después añadió: -No se preocupe por la lluvia, Marcos Montseny nos aguarda en el cementerio con el coche. Apenas avistamos bajo unos eucaliptos formidables la entrada del camposanto, cuando estalló el primer trueno. Sonó igual que una carga de dinamita en una cantera, apenas un segundo o dos después del destello. Alcé los ojos y vi un ángel por encima de la fachada en actitud declamatoria, parecía que había sido él quien había hablado con su voz terrible. El cielo era entonces un inmenso molde de plomo, como una descomunal mascarilla mortuoria que se resquebrajaba, amenazando con caernos sobre las cabezas. Sin pérdida de tiempo, se procedió a la última despedida del duelo. Tras la cual, apretando el paso, trasladamos el féretro con un carretón cuyas ruedas chirriaban a cada vuelta, hasta el nicho abierto donde aguardaban ya dos sepultureros, provistos del material y los instrumentos de albañilería necesarios a su oficio. Había oscurecido tanto que casi parecía de noche. En cuanto concluyeron los latines rituales del cura y la caja hubo desaparecido por aquel agujero negro, Francisco José de Arenosa me alargó un sobre cerrado. -Esto es para usted. Me disponía a abrirlo, pero alguien me tiró de la manga. -¡Un cigarro! Era « Pepet, el de los entierros ». Antes que acertara a desplegar los labios, Marcos Montseny le dio uno de mi parte. -¡Fuego! El mechero del escritor proyectó una luz rojiza sobre un rostro teratológico. El de la muerte misma. Vade retro. De repente, una racha brutal sobrevino al tiempo que pasaba el sacerdote con alba, casulla y estola ondeando al viento, acompañado de los monaguillos y las cruces, retirándose en silencio, cual si fuera un ave del paraíso asombrosa que alzara el vuelo, en medio de un revoltijo tremolante de blancos, dorados y malvas, hacia los eucaliptos lejanos. Se percibía en el ambiente un embrión de fin de mundo, como cada vez que se entierra a un hombre, pero esta vez con alguna que otra nota siniestra suplementaria, cual si ese cuadro tenebroso que se ofrecía alrededor quisiera significar gráficamente que quien acaba de transponer el umbral estaba siendo esperado con un ansia particular desde hacía algún tiempo. Abrí el sobre al fin. « Sr. Santamaría: Por la presente le nombro a usted mi albacea testamentario. Sabrá que Julio Fontenla poseía bienes considerables, en capital y en propiedades, producto no solamente de sus ganancias como escritor sino también fruto del patrimonio familiar. Todo lo cual, en ausencia de herederos, me legó a mí, como compensación por el « desarreglo » introducido en mi vida con la publicación del cuento « El enigma del pintor despavesado ». Como usted comprobará con la lectura de mi testamento, excepto una parte, mínima en cuanto al volumen global pero decisiva para la interesada, que reservo a mi hermana, cedo todos mis bienes a la que fue mi esposa, Suzanne Laumier. Rogándole a usted que, en calidad de fideicomiso, tenga la bondad de comunicar a la mencionada Suzanne Laumier el tenor de este documento. Y para que conste, firmo: Augusto Negroponte. » El hombre que había escrito esas líneas se encontraba ya del otro lado de la paredilla fresca que los sepultureros acababan de enfoscar. No bien hube concluido la lectura, me llamó la atención la voz de bajo profundo del Gran Chambelán. -El jefe ha encargado que les pregunte si alguno de ustedes conoce el nombre completo del difunto, así como los demás datos personales. Las monjas del Asilo lo conocían como Augusto y aunque prometió que, en cuanto mejorara, les proporcionaría una fotocopia de su documento de identidad, jamás lo llevó a efecto. Bien es verdad que tampoco tuvo la ocasión de hacerlo, pues no llegó a mejorar nunca. -Este hombre se llamaba Augusto Negroponte –respondí, adelantándome-, natural de Capodimonte, Italia. Y yo soy su albacea. Miré de reojo a Marcos Montseny y a Francisco José de Arenosa, quienes se habían quedado como de piedra, clavados en el suelo. Dos estatuas sin pedestal en un cementerio de provincias. En el que, además, se estaba acabando el mundo. Otra centella extendió sus ramificaciones a lo largo de todo el cielo, iluminando con luz cálcica los tres rostros, seguidamente un redoble de explosiones lo recorrió de punta a punta. Fue la señal para que empezaran a caer las primeras gotas. -En caso de tener necesidad de algún dato más, ¿dónde podríamos localizarle? -Me alojo en el hotel, donde me hallarán a su entera disposición. Satisfecho, dio media vuelta y se alejó con la visera alta, tieso como una garrocha. Sólo el diluvio que sobrevino de inmediato logró sacar a los otros dos de su inmovilidad pasmada. El ángel de la muerte, alcanzado por el soplo del amor. Esto es inmoral, impresentable. A mi modo de ver debería suprimirse este fragmento de la novela, es incitar al lector a que simpatice con el mal. Una obra de arte, considero, debe plantearse orientar al hombre hacia el bien, es la regla más elemental del decoro. La naturaleza profundamente inmoral de la realidad en la que nos hallamos inmersos nos asalta a cada paso, entonces mejor orientarle hacia la verdad. Al final del recorrido, tal vez nos encontremos con que ambos objetivos eran uno solo. Tal vez, pero si ello fuera así, razón de más para no separarlos ahora. En todo caso, por el momento, nada hace presagiar que así sea. Todavía me veo allí, absorto junto al amplio ventanal, contemplando de cerca un cielo furioso por el que sólo desfilaban crespones negros. La habitación del hotel poseía vistas magníficas sobre el parque y el asilo, como un tocón comido de termitas, donde, ahora lo sabía, había concluido sus días Augusto Negroponte. Entre ambos, la vía del tren. Suzanne, tu nombre exótico exhala aún con largueza un aroma bronco de higuera silvestre, el denso olor de la tierra recibiendo el beneficio ansiado de la lluvia. Suzanne, trasunto, símbolo y compendio de mujer, ¿qué locura incurable me llevó a beber el licor fuerte que guarda tu boca? Si no fuera por el deseo, te huiría, piel llameante con fuego que no quema. Estaba de camino, venía, la iba a encontrar de nuevo en el crisol de Sajará, hundido en un mar de brasas. La veía ya en cada objeto que ella podría rozar, observar, transfigurar, cuando estuviera allí. Suzanne, estaba en cada faceta de su pensamiento, en cada reflejo de su mente. Se echó sobre la cama, con los ojos cerrados, como quien se lanza a través de la boca de un pozo en cuyo fondo abismal se borran todos los rostros, todas las convicciones y hasta sus últimas esperanzas, pero allí ardía ese nombre escrito con sangre de luciérnaga, Suzanne. Allí estaba también su conciencia de autómata para repetirlo: Suzanne, Suzanne. Has querido jugar con fuego, pequeño gilipollas de mierda, mas ahora te abrasas porque no supiste ver que tu cuerpo, o tal vez cabría decir tu entera sensibilidad, se hallaban llenos a rebosar de gasolina. Y ahora, mal conocedor de ti mismo, sólo sabes repetir Suzanne, Suzanne, dentro de tu cabeza, aun convencido de que no sirve para nada, de que el tiempo está contra ti, de que el espacio está contra ti, de que Dios y el Papa y hasta el último monaguillo están contra ti. Incluso tú mismo estás contra ti. Pero la vas a ver de nuevo, miserable papa natas atolondrado, y a lo mejor hasta te hace el amor, para grabar de una vez por todas en tu memoria, a fin de que no te olvides nunca más y recuerdes mientras vivas, para tu mal, qué es y cómo habla y cómo ríe y cómo calla y cómo mira, una mujer que sabe ser todas las mujeres del mundo. El eterno femenino, siempre que un varón maneja la pluma. ¿También eso forma parte de la verdad, o en ese aspecto, como en otros, el hombre prefiere adentrarse en el laberinto de sus propias fabulaciones? Las mujeres generáis una magia a la que, por naturaleza, sois inmunes. Sí, el viejo y trillado refrán de una literatura hecha por hombres, para hombres. La literatura no obtendrá una imagen lúcida de la mujer hasta que la sociedad no produzca un número semejante de escritores de uno y otro sexo. Puede que no, recuerda la frase de Flaubert: Emma Bovary soy yo. Mi opinión es que entonces, por el contrario, encontraremos al fin una imagen idealizada del hombre. ¡Pues sí que estamos apañados, no les arriendo la ganancia! Os tendréis que fastidiar, como nosotras nos hemos aburrido con tanta donna angelicatta por aquí, tanta donna angelicatta por allá. Bueno, la literatura masculina ha dado Electras y Medeas. Algunos casos aislados de buena literatura masculina. De todos modos, ése es un problema que concierne a los que buscáis la verdad en literatura, no a mí. Ese hombre que taloneaba aquella habitación de hotel era yo mismo, pero entonces aún no me reconocía. Ahora admito tal desazón como una segregación más de mi cuerpo y sólo espero que, al dar el punto y final a esta novela, consiga exorcizar mis fantasmas. Decidí salir. La tarde de provincias sigue ofreciendo un marco viril aunque decente, anticuado y segregacionista sálico, si bien sosegado, espacioso, dotado de una elegancia y una rémora decimonónicas que parecen lastrar el pensamiento moderno pero propicio a la imperecedera tertulia ibérica, que se denomina casino. El de Sajará ostenta el saludable nombre de « Deportes », también conocido por el casino liberal. Justo enfrente del casino liberal, se encuentra el casino carlista. Pero… ¡por todos los diablos que conocían Dante y Leopoldo Marechal juntos…! ¿Será posible que todavía existan carlistas de carne y hueso en este calderoniano y calenturiento país al que seguimos llamando España, aunque nos duela? Si bien presumo que de carlista sólo le queda el nombre y algún que otro retrato desleído en su interior. En el « Deportes » suele reunirse el pandemónium conocido en la casa de campo de Francisco José de Arenosa. Aunque tal vez tenga que esperar algunas horas hasta encontrarme con alguno de ellos, pues es tarde ya para el café de la sobremesa y pronto para el chocolate o el café con leche o la cerveza con patatas fritas de la merienda. Poco importa, en este país uno se toma un café y una copa de coñac, solo o acompañado, cuando le da la real gana y al que no le guste, que no mire. En efecto, la inmensa sala está vacía por completo. Los golpazos de los tacones expanden su retumbo a ras de suelo a la par que en las alabeadas curvas de las altas bóvedas, cual si de un templo luminoso y reservado se tratara. Junto a los vastos ventanales, en los mullidos divanes tapizados de rojo, se estará bien viendo a los que van dejándose ir en esta hora morosa de la siesta. Claro que, si todavía existen camareros así, camisa blanca, servilleta al hombro, pantalón negro, corbatín, mínimo bigote, es probable que existan igualmente carlistas de carne y hueso en este caldeado y calderoniano rincón de Europa al que, con toda propiedad, llamamos España. Pero a mí, lo cierto es que me importa un comino ya que existan carlistas y requetés y falangistas e incluso comunistas, rojos, azules o verdes, como si a alguien le diera por querer ser comunero o cruzado o ingresar en la Orden de Calatrava. Yo, ahora mismo, tengo una angustia. Y esa angustia no sabe qué hacer conmigo. -Café y coñac. Asiente con una leve inclinación de cabeza, da media vuelta y se va. Después de todo, si alguien quiere paliar el efecto de una angustia o dos mediante una copa de coñac, ¿a quién puede importarle? Un camarero así debe estar acostumbrado, no se adquiere esa enjundia camareril de la noche a la mañana, es preciso haber vivido larga e intensamente su oficio y tener muchas tablas para ostentar semejante empaque, de modo que, por fuerza, tiene que haber servido infinidad de copas con objeto de mitigar angustias diversas y variadas : el campo malvendido para satisfacción de acreedores, el pedrisco, la enfermedad recién descubierta, la tristeza irrestañable de los naranjos, la helada, la negra voracidad de la fosa, el amor, tal vez, que no se resigna a abandonar la carne enjuta, ajada, reseca, macerada por los años y las decepciones, que la hacen más digna cuanto más humilde. No serás tú el único en haber tratado en vano de guardar las apariencias con una inverosímil sobrecarga de serenidad. Espera, si sólo se trata de un coñac, todavía no pasa nada. A tu lado están las riendas, sabes que aún puedes tirar de ellas. Claro que no se te oculta la sed de aturdimiento que pugna por brotar de tu interior. Un solo coñac a nadie llama la atención. Pero sientes las dentelladas del desasosiego más abajo del estómago. En Sajará, ciudad levantina de tercer o cuarto orden, se cruzan sólo para ti dos líneas perpendiculares, una que baja desde París y otra que viene desde Madrid contigo. Por cuya razón estás aquí, en tanto que albacea testamentario de un hombre que nació en la Italia meridional y luego vivió en París, esperando a una mujer que jamás había oído hablar de esta ciudad levantina de tercer o cuarto orden, pero que ahora acude a ella como se acude a una idea insospechada entre la niebla de la confusión, pero repentinamente brillante después con los primeros rayos de sol. Verdad es que acude para heredar una fortuna con la que no contaba, lo cual siempre viene bien, aunque uno no se encuentre en la extrema necesidad. Una fortuna cuya existencia no hubiera podido ni siquiera imaginar y menos aún que le llegara de la parte de un hombre al que ella misma sacó de la pobreza para luego devolverlo a ella, por su mala cabeza, la de él. Pero sobre todo viene a recuperar la más ansiada de las libertades, la que sobreviene cuando desaparece el miedo. Sajará, ciudad con desplazado nombre arábigo, aunque por razones históricas no sea la única, en cristiana tierra, lugar donde, además de existir todavía un casino carlista y un soberbio camarero de antañona horma, rota ya para siempre, tienen que cruzarse tantos vectores absurdos. Y tú debes ser testigo parcial de todo ello. Tu papel consiste en ser fideicomiso del que fue esposo de esa mujer, a la que tú llamas la mujer, y fingir que no se te disuelven, con la angustia, las entrañas en presencia de ella. Pues claro que no, ¿por qué se te iban a disolver a ti las entrañas? Si ella es por lo menos veinte años mayor que tú. Que te haya hecho el amor algunas veces no carece de lógica, incluso parece verosímil que haya albergado para contigo ciertos sentimientos… ¿cómo catalogarlos ?… de ternura tal vez. Causados por… ¿afinidad? ¿simpatía? Pero el amor, la palabra en sí ya te asusta (así que imagínate a ella), es harina de otro costal. El amor requiere algún tipo de concreción para no convertirse en una vorágine destructora, el amor necesita un punto de apoyo para que el mundo pueda moverlo, sin el cual nadie quiere ni siquiera oír hablar de él y se contentan con llamarlo sexo, aventura galante, en fin, cualquier cosa con tal de evitar referirse a lo esencial del concepto amor, porque, en determinadas circunstancias, asusta. Por eso tú tendrás que seguir llamándolo angustia. Lo malo será si no desaparece con el primer coñac, si no desaparece con la primera novela. Ya sabes que de nada sirve rebelarte contra el absurdo que rige la realidad, a causa de la desproporción de fuerzas. La necesidad sigue rigiendo los acontecimientos que te encauzan y tú todavía no eres lo bastante como para evitarlo, porque combates en su terreno. ¿Qué estás diciendo? Tienes que meditar más tus palabras y en especial éstas. Ahora no, pues viene el café y el coñac. -Aquí tiene. -Gracias. Quédese con la vuelta. -Muy amable. La vida es una taza de café, una cucharilla, dos terrones de azúcar que se resisten a disolverse. Y tú venga darle vueltas. Escuchas con atención los ruiditos del metal contra la loza, evalúas la resistencia que se opera en el interior de la taza contra la cucharilla que tú gobiernas y sigues removiendo el café con fe, continúas contemplando absorto el trazado del círculo, siempre el mismo, siempre igual. El azúcar no se deja disolver fácilmente, cuesta mucho trabajo disolverlo. Pero al final se disolverá y entonces ¿qué harás? ¿te beberás la vida? Pero tu vida, tal y como tú empiezas a entenderla, es un asunto que no te concierne. Ten valor para terminar la gestión con la asepsia de un cirujano, con la ecuanimidad de un notario, con la frialdad de un desahuciado y luego vete a sepultarte vivo en tu apartamento. Olvídate de la eternamente injusta contingencia del mundo, no te dejes moler por sus engranajes de acero. Piensa que jamás llegarán a satisfacerte sus espejismos. Ten valor y adopta una máscara cualquiera, dale un poco de satisfacción al destino porque es más fuerte y más bestia que tú. Y luego vete a casa, cierra las puertas con llave y escribe. Escribe hasta que ya no sientas tu cuerpo ni tu angustia, hasta que tus ojos no vean porque estés muerto. Sólo entonces habrás triunfado, con tu fuerza tranquila. Sólo entonces te será acordada la paz, que es aquello por lo que se hace la guerra. No tengas cuidado, déjate llevar, procura no sentir, procura no amar. Bebe un sorbo y mantén tu serenidad, que no va a pasar nada. Dentro de unos días te darás cuenta de que tampoco esta vez ha pasado nada. Nunca pasa nada. Claro que, si por el contrario te decidieras a vivir…lo que no te aconsejo, a lo mejor acababas aprendiendo a ser un poco más humilde. Porque el amor, ¿qué es con exactitud eso que todo el mundo denomina desenvueltamente con este término y a lo que tú te ves obligado a referirte con la palabra angustia, aunque seas capaz de ubicarlo con toda precisión en una parte determinada de tu cuerpo ? Vamos a ver si consigues desenvolverte como ante estas otras cuestiones que son de tu dominio: ¿qué es literatura? ¿qué es poesía? Hombre, pues yo diría que es una atracción natural por la belleza, verdad y bondad, cuando están encarnadas en una persona. ¿Y cuando falta alguno de estos ingredientes? Pienso que, de un modo u otro, deben figurar todos. ¿Hay que añadir algún requisito más? Creo que no…. ¿Y cuánto dura el amor? ¡Qué sé yo! No me vengas ahora con el subterfugio manido de la fugacidad del tiempo. ¿Acaso existe el tiempo? Bien, parece que vayas a confesarme que vale la pena amar, aunque sea un segundo. Sí, vale la pena, aunque sólo sea un segundo. Serás gilipolla… ¿Por qué ? ¡Porque lo pareces! Bueno ¿y qué? Pues nada, que has perdido la vergüenza. Toda la existencia me la he pasado odiando a muerte la vergüenza…. Evasivas…. Recuerda que la Tierra y el Amor sexual son hijos del Caos. Incluso los dioses nacieron de esa procedencia, pero siempre con un marcado instinto parricida. Este es el pecado original del que la humanidad no debe redimirse, si quiere existir. Y a ti tu novela de marras no te conduce al Cosmos, como debiera, sino que te lleva de cabeza al Caos. Objeción, pedante abogadillo, Suzanne Laumier, por ejemplo, puede que sea hija del Caos, como todos, mas su rebelión enarbola la bandera de la armonía, concepto que encierra las potentísimas fórmulas del Cosmos. Pienso que fue ésa precisamente la fuerza de Zeus, con la cual consiguió que Kronos, su padre, vomitara a todos sus hijos, los dioses. Sin embargo a ti, el amor de Suzanne te devuelve dolorosamente al tiempo. Me hace bajar a la cancha, es verdad, en la que cada uno lucha contra sí mismo, en permanente guerra civil donde el enemigo empece desde el interior, mas la conciencia es un universo con infinitos campos de batalla. La copa de coñac estaba vacía sin remedio, pero su desaparecido contenido no había emborrachado tanto mis sentidos como la punzada lancinante de la escisión interna, que deforma las percepciones, las degrada y propicia la sinestesia. Los sólidos soportales de berroqueña parecían tambalearse allá en la acera de enfrente, agitarse y salir de la sombra fría como los muslos de un titán, miembros gigantescos obedeciendo a una inteligencia enigmática, recién salida del océano tenebroso de la duración infinita, sin sol y sin hogueras. Me mareaba el miedo, no tanto a las réplicas que resonaban en mi interior, sino más bien a la sólida, palpable, dura a la par que flexible, nocturnidad de mi otro yo. El movimiento que la sensibilidad perturbada soñó en los porches, adquirió apariencia humana con el andar lastrado de Marcos Montseny cruzando la calle y aproximándose a la puerta cristalera del casino. Entró probablemente con la convicción de encontrarse la dilatada sala vacía por completo y se alegró, al parecer, de verme. Cuatro zancadas bastaron para traer la vasta sonrisa que rasgaba su rostro hasta la orilla de la mesa, mostrando como una herida blanquísima su dentadura de no fumador. Alargó una mano tan dura y seca que no parecía natural, sino tallada en leña de olivo, con la cual ni siquiera intentó el gesto de apretar, para no desterronar la mía por descuido. -Celebro que haya sido tan madrugador. Durante las horas de la siesta, ni puedo hacerla, ni me es dado trabajar tampoco. -También a mí me ocurre lo mismo. Lo cual constituye tal vez una prueba de que pertenecemos a una generación desarraigada. -Sobre todo por lo que se refiere a la expresión de la primera imposibilidad. -Cierto. Yo prefiero dormir un buen tramo durante la noche y levantarme con el sol, o antes, si es invierno, por supuesto, para después utilizar cada compartimiento del día. ¿Y usted? Sólo entonces me vino a la memoria que ya tenía conocimiento del tipo de actividad al que solía consagrarse Marcos Montseny durante la mañana. -Únicamente a partir de las siete o las ocho de la tarde puedo comenzar a trabajar… Claro, no es, hablando con propiedad, trabajo lo que Marcos Montseny efectúa desde el amanecer hasta el mediodía. Es preciso denominarlo de otro modo, si bien en algún momento, no ahora pues debo entender que comienza a vivir de su producción literaria, dicha actividad constituyó su única, aunque exigua, fuente de ingresos. Pero aun así más que trabajo, o paralelamente a ello, era en verdad un ejercicio curioso. No resulta nada difícil comprender que ese tío, más que trabajar su huerto, se trabaja a sí mismo. Trabaja su voluntad, trabaja sus huevos, se vacuna contra el desengaño y también contra la ambición. Trabaja por la idea que se ha hecho de sí mismo y es preciso reconocer que consigue no apartarse de ella. Pienso que he tenido suerte al conocerle, su ejemplo me será de gran utilidad en el futuro, cuando sepa más sobre mí mismo, cuando posea una idea medianamente clara del modo en que quiero consumir el puñado de días que me ha sido acordado. Cada ocasión en que sobrevive al filo del cuchillo constituye una prueba más, incluso las más duras de entre las carnes necesitan una señal, de que ha sido elegido por los dioses para traer el fuego sagrado hasta el fondo de este abismo miserable. Marcos Montseny está hecho de la pasta del soldado que corrió hacia la muerte para facilitar la victoria de su pueblo en Marathon. ¿Pero qué puede importar la victoria cuando uno se ha muerto? Los honores, la gloria inmarcesible, el copón, la corona de laurel esculpida sobre la lápida, cuando uno ya se ha muerto. Sin embargo, Marcos Montseny sigue con toda probabilidad desafiando cotidianamente a la muerte para confirmar su destino y después de todo es posible que su destino, una vez cumplido, le importe un comino. Atenas se descuajaringa en gritos de júbilo; ciudadanos, hemos ganado la batalla, la civilización puede continuar pues Grecia vive. Los caminos de los hombres son tortuosos y, de vez en cuando, sublimes. Pero Marcos Montseny necesita saber que todo ese esfuerzo más allá de la desesperación no es una broma, sino la mera voluntad de los dioses. Y si los dioses lo han decretado, de nada vale oponerse. Ellos velan por la humanidad, que es su obra, pasman las manos que blanden cuchillos, eligen a sus soldados y les exigen el sacrificio supremo. Tras el café de Marcos Montseny y por encima de la albugínea camisa que lo traía, se presentó la figura enjuta y erudita de Francisco José de Arenosa, de modo que el camarero partió con su tercer encargo consecutivo. Otro café, por supuesto. La piel misma de Francisco José de Arenosa parece estar construida con un barro de acusado matiz castaño, amasado con café. Pero se trata de una pasta tranquila. Francisco José de Arenosa tiene una escritura reposada, cadenciosa, como el fluir de su propia dicción, su pensamiento es sereno y cabalga frases largas, sinuosas, si bien con todas sus piezas perfectamente ensambladas, que lo llevan lejos y acaban por depositarlo sosegadamente en suelo llano, donde y cuando todo el sentido ha sido agotado. Se dice que Balzac solía escribir con hábito de monje. A Balzac lo imagino con un hábito de monje negro, mientras que a Francisco José de Arenosa, quizá por influencia de su nombre pero también sin duda por la frugalidad que envuelve su carácter, me lo imagino con hábito pardo de franciscano. Es como si lo estuviera viendo entrar sigiloso cual garduña en su despacho, antes del amanecer, alumbrar el flexo y ponerse a escribir de inmediato, sin apenas transición con respecto a su sueño. Todo escritor es comparable a un pozo, no seco, desde luego, y ese agua que contiene puede estar turbia o clara, según. Está turbia cuando al escritor lo agitan las pasiones y las necesidades de este mundo. Está clara cuando no hay nada ni nadie que lo desasosiegue. Un escritor debe ser capaz de ver a través del agua su fondo y poder describirlo hasta el mínimo detalle. Lo que ocurre afuera tiene una importancia secundaria si no está reflejado, o arrojado, dentro. Lo esencial es lo que ocurre en el interior y la transparencia de las aguas en el pozo es algo primordial. Toda agua es clara. No hay aguas que sean más claras que otras. No obstante, tiene su importancia que el pozo se encuentre al abrigo de cuantos accidentes puedan remover su fondo terroso. Un pozo debe poseer pues un buen brocal de piedra y hasta una tapadera, si es posible. Francisco José de Arenosa escribe muy bien, su pensamiento cabalga frases largas, densas, que lo llevan lejos y lo depositan serenamente en el suelo, cuando ya ha visto mucho, cuando ya ha mostrado mucho. Francisco José de Arenosa posee asimismo el fuego sagrado de los dioses, qué duda cabe, pero también posee una considerable fortuna. El arte tiene ases que oculta en la manga, porque no puede permitirse perder la partida. A Francisco José de Arenosa me lo imagino con hábito de franciscano, aunque todos los escritores de su clase deberían escribir con hábito de jesuita, por aquello de que el fin justifica los medios. De nuevo la nacarada manga se desplegó entre nosotros, como un gallardete imprevisto, para depositar en el centro del mármol la espuma ocre flotando en la loza. -Aquí tiene. -Gracias. Francisco José de Arenosa utiliza el mango de la cucharilla para rasgar el papel que envuelve los terrones de azúcar. Si la vida fuera una taza de café, una cucharilla, dos terrones de azúcar que se resistieran a disolverse en el líquido marrón matizado de negro y Francisco José de Arenosa venga darle vueltas y tú contemplando el trazado del mismo círculo, siempre igual, una y otra vez, en el sentido opuesto al de las agujas del reloj, entonces tal vez hubiera un arte de beberse la vida consistente en rasgar el papel del azúcar con el mango de la cucharilla, remover con pulcritud, uniformemente, con la misma seriedad concentrada que si se le estuviera quitando la espoleta a una granada de mano, con la misma preocupada atención con que se decide la posición de un batallón sobre el mapa. Sí, la vida no es moco de pavo. Y si uno no está continuamente pensando en cómo ganársela, a lo mejor tiene la cabeza lo suficientemente despejada como para adquirir ese arte propio, difícilmente canjeable, de servirse de una cucharilla, de un mechero, de un talonario, de una pluma estilográfica, de un jersey de cuello alto, de un traje de buen paño y hasta de unas gafas de concha con cristales bifocales. Pero tú, antes de aprender a servirte de todo eso, tienes que hacer de la escritura la única carne de tu alma. Don Ernesto Cárdenas también pide café y coñac, pero este último de marca selecta, decididamente le estamos haciendo reconocer su propiedad al impávido camarero a la antigua usanza, lo mismo que el habano, del cual se desprende una ceniza clarísima y un humo que parece evaporación de espuma de mar, o de almidón puro. Don Ernesto Cárdenas posee unas manazas peludas que ocultan y descubren relumbrones de oro macizo y unos dedazos que rasgan sin embargo con gran habilidad el envoltorio de los terrones de azúcar sin necesidad de emplear el mango de la cucharilla y sin mengua de arte y prosapia con respecto a Francisco José de Arenosa. -La Tierra y el Amor sexual son hijos del Caos, postula la cosmogonía griega…. Debo haberme distraído mientras desfilaban los prolegómenos. -….Los dioses y los hombres nacieron de esta procedencia. Ahora dirá: « He aquí el pecado original del que la humanidad no debe redimirse… » -Éste es el pecado original del que hay que ir purgándose….. Vaya…. -La necesidad es la materialización progresiva de aquel dios primigenio, para quien la humanidad no es sino el grupo indiferenciado de los nietos de los nietos. Se dice que a partir de los biznietos, el amor desaparece. La necesidad no persigue pues un fin humano, ni siquiera divino. Pero a la necesidad se le opone la voluntad, que es al tiempo divina y humana. El Caos viene a ser como un asteroide del que conocemos tan sólo un segmento mínimo de su órbita. El resto de ella ni siquiera nos interesa. Lo único que queremos es crear un universo en el que nuestra existencia tenga sentido. Como consecuencia de todo este tinglado, nos vemos envueltos en una tasquera sin cuartel en la que hay que pelear todos los días. Sin duda alguna, el atajo tomado por Augusto Negroponte y el nihilismo del Rilo representan una forma incorrecta de ejercer la voluntad, porque, por razones obvias, la libertad de uno no se puede comprar con la destrucción de la libertad de otro y parece que los pocos medros que se pueden dar son transacciones de esta naturaleza. En este mundo todo son habas contadas. Sin embargo, si uno se sale valientemente de él, lo cual no quiere decir de golpe, o de un tiro, sino poco a poco, a medida que se va inventando otro donde poder vivir a sus anchas, puede que encuentre su salud. Tal vez la escritura alcance a operar ese acto de potencia creadora, construyendo espacios vacíos para amueblar según el gusto particular de cada cual, regidos por otras leyes menos inhibitorias. La voluntad podría hacer que estos espacios conquistados fueran en aumento, ganando cada vez más parcelas de la existencia, acaso hasta llenarla por completo. Entonces la diabólica red tendida por el más antiguo de los dioses se cerraría sin ti, todo seguiría rodando más allá de las montañas, como una tormenta que se aleja definitivamente. Pero para eso hay que perderle el miedo a la soledad. Todo está atado y bien atado, quiere significar ese dios ceñudo y egoísta y en cada yema de la naturaleza aparece su sello. Por ahí no hay ninguna senda abierta a la libertad. Cualquier esfuerzo humano, aunque momentáneamente consiga imponer su criterio, lo negará la razón, por las buenas o por las malas. Y Zeus se resiste a divulgar la receta de la tríaca secreta, mediante la cual consiguió que Kronos, su padre, le vomitara a él junto a sus hermanos, los dioses. -Debemos conseguir adormecer el tiempo, escamotearle los instrumentos con que nos mide –terció Francisco José de Arenosa,- con los cuales calcula el volumen negro de nuestras conciencias. Tendríamos que engañarle, darle falsas pistas. Hacer todos los días lo mismo, pero soñar cada hora una época distinta, sin orden ni concierto, ser un sacerdote egipcio, el jefe de los misterios del templo de Amón en Menfis, un senador romano componiendo discursos con la ciudad sitiada, un escriba asirio redactando anales interminables, tableta tras tableta, en los escritorios de la biblioteca de Asurbanipal, un científico de la NASA, un médico renacentista, un bárbaro pudriendo las pieles que viste haciendo la guerra a los romanos sin bajar del caballo, hostigando las guarniciones de frontera, un asiriólogo en su despacho acolchado, desempolvando las tabletas que el escriba redactó hace miles de años. Dar un nombre diferente a cada uno de ellos, atribuirle una biografía, una pasión, un objetivo y una espera. Transmitir a cada uno su propia angustia, atributo inherente al género humano, dando por descontado un deseo inconfesable de amar haciendo daño, estrujando la carne tierna y desprevenida, al constatar que ningún agua logrará jamás aplacar el ansia inextinguible de nuestra sed, el pujo delirante de nuestro ego, transmutado en un odio que acaba confundiéndose con el amor y un amor que vira imperceptiblemente al odio. Así como un tiempo individual, único, desacordado, el cual, muy a pesar suyo y nuestro, nos medirá siempre el ovillo de la conciencia con una parsimonia intolerable. Una dolorosa, cruel, sensación de impotencia y de fracaso al pretender inútilmente acelerar su paso, porque la vida será siempre ese dolor olvidado que nos mata con la exasperante morosidad de un veneno lene. -Cada uno de esos personajes –intervine- no conseguiría ser sino un grano de tiempo flotando en la eternidad, es decir, un grano de nuestra propia locura, flotando en la inconmensurable locura de Dios. -Que no tiene tiempo –replicó Francisco José de Arenosa-, pues es eterna. -Nuestra angustia puede que sea multidimensional, pero afortunadamente es finita. -Bueno, romper la linealidad del tiempo es ya ganarle una batalla. -Cierto, aunque perderemos la guerra. Sufriremos derrota en la más loable de todas ellas, una guerra en la que no se mata pero sí se muere. Una guerra por la liberación, no de un pedazo de tierra que no nos pertenece, ni de una pomposa patria convertida en deslucida entelequia, sino por aquello que, por ser tan dolorosamente nuestro, ocultamos más allá de todas nuestras mentiras, conducida y combatida contra la terrible opresión de encontrarse vivo. Una extraña guerra que se perdería ganándola y que se gana perdiéndola. Pero que, al igual que las demás guerras, requiere valor y ciertas nociones de estrategia. Se trata de un enfrentamiento desordenado y sin uniformes, un « totum revolutum », una guerra en que el más amigo es el peor enemigo y el que más quiere, el que más hiere. Una guerra sin valores, sin verdaderos héroes, puesto que todo buen guerrero debe albergar cristales de crueldad en el corazón. La novela es una epopeya de falsos héroes y cabe preguntarse si realmente vale la pena escribirla. Comparto el escepticismo del narrador expresado en esta última frase. Una novela que posea las características recientemente descritas no puede ser de ninguna utilidad a la sociedad que la produzca, antes al contrario, será una rémora, un atajo que lleva directamente al caos. Reconozco tu argumento sin compartirlo, pero antes quisiera hacer una observación respecto a esa misma frase; en mi opinión, el narrador considera esa guerra de la que habla como una guerra legítima, cuyos combatientes son portadores de valores esenciales; se pregunta, simplemente, si, atendiendo a sus consecuencias, cualquier guerra puede considerarse, propiamente, legítima. Considero, sin embargo, que se trata de un momento de flaqueza censurable. Ese narrador no es sino el alter ego de alguien que yo me sé al dedillo y que no hace sino encontrar excusas, remodelaciones más o menos necesarias, refundiciones, supresiones, en fin, pretextos, para no dar su novela a la imprenta. Y no lo quiere hacer por razones diversas y variadas, pero todas ellas hijas del miedo. Sabe que si lo hace deja esa hoja cuadriculada, prevista para efectuar sobre ella toda clase de operaciones matemáticas, que es su vida, para entrar en un mundo imprevisible, desconocido, turbio y turbulento, una vasta desolación por descubrir en la que lo más fácil es perderse y a la que sólo se puede acceder y dar los primeros pasos en medio de la más absoluta de las oscuridades. Teme igualmente la soledad, la incomprensión, la censura, el rechazo. Sospecha que va a tener que romper el juramento efectuado ante la sacrosanta razón y que, tras ello, su barco navegará a la deriva por las aguas amargas de la locura. No obstante, yo quisiera decirle, por si acaso me está oyendo, que todos esos recelos son certeros y están provistos de fundamento, los escollos que presentan son reales, mas ha llegado el momento de dar un paso al frente, o de quemar todos estos papeles para siempre. A la vuelta de una semana, me hallaba de nuevo avanzando por las mismas calles del cementerio de Sajará. Pero tenía a mi lado a la mujer más bella que haya visto jamás, por lo menos en carne y hueso. Tanto que dudaba si, a pesar de estar vestida de medio luto, no se asomaban detrás de nosotros los muertos para verla pasar. De no ser así ya no tendrían otra oportunidad como ésa hasta la trompetería del Juicio Final. Lucía un sol esplendoroso que llevaba las flores de Todos los Santos hasta los confines extremos del rojo. Por todas partes se oía un concierto de voces de jilguero, verderón y pardillo, aunque la tierra se hallaba todavía empapada y estremecida a causa de la gran tromba de agua, acompañada de nutrido aparato eléctrico, caída durante los días precedentes. Nos detuvimos un instante ante la tumba de Julio Fontenla y luego seguimos adelante por las alegres y fragantes calles de los muertos, donde el alabastro de las losas reverberaba al sol como montones de cal. Finalmente llegamos ante una sencilla lápida de mármol negro, que sólo incluía una fotografía y la inscripción: « Augusto Negroponte 1948-2003 R.I.P. » Se trataba de una fotografía anterior a la enfermedad. Aún así, Suzanne se inclinó, incrédula, a contemplarla de más cerca. Al fin, tras dudar unos instantes, concedió: -Sí, es él. -¿Quiere que la deje unos instantes? -No. Quédese. Respeté su silencio. -Me pregunto por qué lo haría. -¿Haría…. qué? -Legarme toda su fortuna. A pesar de haberlo desdeñado de aquella manera. Sin dejar de leer una y otra vez los escasos caracteres grabados en la lápida, respondí: -Porque la quería a usted, Suzanne. -¿De veras piensa que un hombre puede llegar a quererme? La frase era una frase de comedia musical, pero en el lugar en que nos hallábamos no sonó así, o no me lo pareció en aquel momento. Aparté pues la mirada de la fotografía de Augusto Negroponte para posarla sobre aquel rostro deleitable. Ella no se daba cuenta de lo mucho que me estaba complaciendo contemplarla, aun en semejante paraje y circunstancias. Sus ojos observaban fijamente la losa negra y me llamó la atención la extraordinaria concentración de que eran capaces. -Creo sinceramente que un hombre puede amarla hasta el delirio…. Porque es usted todas las mujeres al mismo tiempo. Sonrió levemente, pero con melancolía, desviando tan sólo unos instantes la mirada hacia mí. Yo sabía que aquella era sobre todo una ceremonia destinada a sancionar una situación de mors tua, vita mea, mas conociendo que la vida nunca es tan sencilla como una sola sentencia, así como la percepción y la sensibilidad humanas, continué : -Augusto la amó de esa manera…. Me abstuve, sin embargo, de mencionar la teoría de los celos defendida por Fabien Longuet. -Hay algunas cosas que usted no sabe todavía -dudé.- En cuanto salió del presidio, fue a verla al “Sitting Bull” muchas más veces de las que se imagina. Cuando comprendió por qué ya nunca más podría entrar allí, empezó a seguirla por toda la ciudad, o si perdía su pista, regresaba a esperarla rondando la puerta de su casa hasta altas horas de la madrugada e incluso entraba con llave maestra en su apartamento para leer sus cartas y aspirar de nuevo su aroma, Suzanne, para hacerse por un momento la ilusión de que nada había ocurrido y él estaba allí en el lugar que le correspondía, aguardando tan sólo su regreso. Una noche llegó a entrar en su apartamento mientras usted dormía…. Suzanne se estremeció. La tomé de los brazos para confortarla. Ella se dejó traer dócilmente, apoyando su frente sobre la mía, pero entonces era yo quien sufría y sentía fiebre. Fue la última vez que confundí la fragancia de su piel con la tibieza de su cuerpo. …… -no para hacerle daño, de eso estoy seguro, sino para verla de cerca una última vez. Me pregunté si no la estaba acaso culpabilizando. Callé un momento. Miré de nuevo el retrato y supe que había algo que era preciso añadir: -Augusto debía ser consciente de que usted no necesitaba la herencia. Si se la concedió, fue sin duda para decirle de alguna manera, cuando ya la palabra es impracticable e inútil, que seguía amándola más allá de la muerte. También ésa era una frase de comedia musical pero qué diablos. Esta cláusula no se la debía a Augusto, sino a la verdad de la historia que estaba escribiendo, si tanto me costó encontrar esa dichosa verdad, la honraré hasta el final, aunque me pese. Los ángeles negros también aman, con su amor negro. No, tampoco es eso, esa frase se la debía a ella, porque no me era indiferente que lo supiera todo. La observé de nuevo para tratar de adivinar el efecto que le había producido, me hubiera gustado saberlo. La encontré distendida, contemplando la lápida con una serena concentración que a mí me transmitió, durante unos instantes, una paz insólita, inesperada. De repente echó a andar, dándome la espalda. -No tenía que haber matado a Christophe –dijo.- Ahora que la novela está casi terminada, veo que se halla impregnada de muerte. La de Christophe Laumier, la de Julio Fontenla, la de Augusto Negroponte. Tres vidas apasionadas, intensas, que fueron buscando paso a paso, página tras página, su propio moridero. Mucho fuego que ardía estrepitosamente sobre el lar se ha convertido ya en ceniza. Pero así sucede con las historias de los hombres, por eso mismo es verdadera, y quien dice impregnada de muerte, dice también impregnada de vida, devoradora infatigable de fábula, alimento que la regenera y multiplica, que la sustenta y tal vez la justifique en última instancia, pues no se le conoce otro objeto más que el de encontrarse a sí misma un sentido, es decir, convertirse ella misma en fábula. La escritura ha sido lenta, superponiéndose al insoslayable trabajo de existir. Mil veces estuve a punto de abandonarla como una pretensión vana, porque no hay nada de extraordinario en las cosas que cuento, vivir, morir, deleitarse, padecer, banalidades; pero no lo hice porque comprendí que escribir no es en modo alguno vanidad ni anhelo de viento, sino el único procedimiento que conozco para mantenerme vivo, cuando todo lo demás se hunde alrededor, a veces ocurre, o se difumina en una bruma de miseria y de vacío. Estos personajes han tenido que morir para que yo viva y han tenido que vivir para que yo muera como ellos, distinto, cambiado. Tal vez después nacerán y morirán otros, hasta que venga aquella que pone fin a los goces y dispersa las reuniones. Cuando la fatiga de escribir me gana, me pongo a escuchar jazz. Mi exigua colección de grandes clásicos: Miles Davis, John Coltrane, Duque Ellington, Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Thelonius Monk, Charlie Parker y otros… Pero cuando lo que me gana es la melancolía, el desaliento, la desidia, y eso puede que ocurra también alguna vez, cuando el verbo que predomina es el verbo ceder, entonces pongo en el cargador un CD mágico, porque el antídoto suele estar en el propio mal o muy cerca, en el cual he grabado « Hello Dolly » de Louis Armstrong y Bárbara Streisand una y otra vez, copia 1, copia 2, copia 3…. desde el principio hasta el final. Abro los ojos y estoy en el “Sitting Bull” de París. Saltan en el aire unas cortinas rojas y entra Suzanne en escena, seguida de seis bailarines y de una música milagrosa que hace de mí un hombre nuevo, como bañado por un agua consagrada. Luego entra Louis Armstrong caminando apoyado en una silla como sobre un bastón, cantando con voz cavernosa, entablando con Suzanne un diálogo meloso, rebosante de sensualidad, aunque con una punta de humor y simpatía. En el aire flota una tensión de campo magnético cuyo centro es ella convocando todos nuestros deseos. Y el refrán de su canción es el rayo de luz que, incidiendo en un punto secreto de la memoria, acciona todos sus resortes, dejando los recuerdos al descubierto: que nunca se te ocurra marcharte de nuevo, « Never dare go away, again ». En ese momento la belleza de Suzanne hace daño, pero el rostro del placer y el del dolor son siempre el mismo, se unen en los extremos. Este es, según creo, el mayor arcano de nuestra pobre existencia. Cuando caigan al fin todos los telones, tendrán que aplaudir la función, en efecto, porque habremos actuado con tesón hasta consumir nuestras fuerzas, con mucha fe en el monstruo de la comedia, cierto, aunque viendo también bajo el agrietado afeite de los artistas convertirse las ilusiones en polvo, o más bien en un reguero de palabras que alineamos en surcos negros con perseverancia redentora, agricultores meticulosos, sobre una tierra siempre estivada y albar. Esperando siempre obtener un fruto. Esperando siempre encontrar un sentido tras los actos propios y ajenos, tras un determinado encadenamiento de los sucesos, que de momento se nos escapa entre las manos. Eso es bueno saberlo para no llegar desprevenidos al instante supremo, el único que realmente cuenta, en que veremos el pulgar hacia arriba o hacia abajo. Nunca volví realmente al « Sitting Bull » pues no quería ver a Suzanne Laumier así, rompiendo más la resquebrajada costra de polvos de arroz con una desmañada tentativa de sonrisa. Yo a ella la necesitaba entera, dura, tal y como se hallaba en la memoria. Esa es quizá la merecida tregua, o tal vez la única pequeña venganza al alcance de nuestra mano, ya seamos reos o elegidos, circunspectos o impacientes. Ni siquiera regresé a esa ciudad que llaman de la luz porque ya no brillará nunca más como en el recuerdo. Abandoné un momento mi atalaya para llegarme hasta la gaveta donde guardaba aquellas monedas que, según tasación pericial, fueron acuñadas allá por las calendas de la Comuna de París. Poco importa si alguien cometió la torpeza de dejarlas olvidadas en el tren, si así fue tanto peor para él. Ellas son portadoras en todo caso de un mensaje que me concierne a mí exclusivamente. Las puse en el hueco de la mano como si fueran oscuras semillas de tiempo y cerré el puño. Todo ese cascajo herrumbroso había sido mi salario, al fin recuperado. Apenas tuve tiempo de percibir el frío y la humedad contenidos en la fosa, pues casi de inmediato comencé a oír voces seguidas de unos pasos precipitados cuyo trapaleo sonó mucho más cerca, luego el jadeo irrefrenable de alguien que debió sentarse un instante, tratando desesperadamente de recuperar el aliento, sobre la lápida misma que me cubría, la cual, encontrándose quebrada, osciló una o dos veces haciendo tabletear la piedra a un lado y a otro, revelando su fragilidad. Sonaron tiros de fusil y el cuerpo se desplomó con un ruido sordo, con la blandura de una masa de carne que choca contra aristas duras. Abrí los ojos sobresaltado. Me hallé contemplando de nuevo las negras monedas. Sea como fuere, esas monedas poseen un poder germinador inmenso. Entonces alcancé a comprender que el texto de la comedia en cuestión, ése que nos hace desfilar como marionetas por el escenario y cuyo contenido se nos dicta en última instancia, si bien es cierto que está escrito con caracteres indelebles, también lo es que se halla plagado de acotaciones, en las cuales nos ha sido acordado justamente el privilegio de insertar discursos sin coto, hasta construir una trama nueva, más tupida que la anterior y por esta razón, en cierto modo, distinta, una existencia, en suma, que esté por fin a la altura de nuestra expectativa de hombres. FATA VIAM INVENIENT. (Acon, 6 de julio del 2008)
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