Perpetuum mobile
Publicado en Apr 21, 2010
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Por Roberto Gutiérrez Alcalá

                                                                                                        Para Salvador Elizondo
  
Detrás de una colina, el palacio surgió, imponente, frente a mis ojos. Un largo camino de piedra me condujo al portón principal. Con una aldaba en forma de mano lo golpeé hasta que salió una figura espigada: era mi buen amigo el extravagante conde Von Wieck.
Hacía uno o dos años que no tenía noticias de él. Nos habíamos conocido en uno de los tugurios a los que solía acudir cuando la soledad me dolía. Quizá fue a finales de 1976. Entre grandes sorbos de cerveza me dijo con su cristalino acento alemán que era conde y que estaba perdidamente enamorado de una de las prostitutas más solicitadas de ese sitio. La incivil carcajada que le espeté en el rostro debió de ofenderlo; sin embargo, nada me reprochó. Un día después confirmé que no mentía: un periódico publicó una fotografía suya y una breve nota en la que se afirmaba que " ... luego de visitar los lugares más interesantes de nuestra metrópoli, el conde Von Wieck partirá mañana rumbo a Alaska." En la noche de ese mismo día, antes que se encerrara con su "amada"en uno de los cuartuchos del fondo, nos juramos amistad eterna...
Al saludarlo me alarmó su palidez excesiva. Así se lo hice saber. Para tranquilizarme, él arguyó que se debía a la falta de luz solar. Yo no ignoraba que la vida nocturna del conde Von Wieck era en verdad intensa, pero de todos modos no quedé satisfecho con sus palabras. Más que alegre desvelo, había en su semblante la oscura inquietud de una preocupación. De eso no tuve la menor duda.
Esa primera noche me acosté temprano. El viaje había sido largo y cansado. El conde así lo supuso; por eso, luego de rememorar algunas anécdotas de nuestra disipada vida en común, me sugirió que fuera a dormir. Él mismo se encargó de mostrarme mi habitación. Con un lacónico auf wiedersehen que quedó flotando en el aire como polvo visto a trasluz, se despidió mientras la amplia escalera de mármol que conducía a la planta baja lo devoraba lentamente.
Cuando me disponía a meterme en la cama, un leve murmullo musical llegó hasta mí. Era una polca alegre y saltarina que parecía provenir del mismo palacio. Le puse cierta atención unos instantes; luego, como es mi costumbre, me taponé los oídos con unos pedacitos de algodón. El silencio que se hizo y la tibia blandura del almohadón en el que reposaba mi cabeza me ayudaron a conciliar rápidamente el sueño.
A la mañana siguiente me desperté con la extraña sensación de no saber dónde me encontraba. Tan profundamente había dormido. El candil que colgaba del abovedado techo de la pieza me ubicó de inmediato. Al quitarme los algodones, lo primero que escuché, no sin sorpresa, fue la misma polca de la noche anterior. Entonces pensé que el conde Von Wieck seguramente había organizado una más de sus singulares francachelas que se prolongaban hasta el otro día. Sin embargo, conforme transcurrieron las horas, deseché aquélla hipótesis: la jocosa danza se repetía sin interrupción una y otra vez.
Durante todo el día, el conde Von Wieck no apareció por ningún lado. Su mayordomo, un hombre todavía joven que cojeaba de la pierna izquierda, aseguró ignorar dónde podría hallarse. Cuando le pregunté qué significaba la invariable polca que se oía desde mi habitación, palideció de súbito y se retiró balbuceando una servil disculpa.
Después de recorrer el palacio y descubrir la aparentemente inexpugnable puerta detrás de la cual aquella música tenía su origen, me resigné a esperar en la biblioteca al conde Von Wieck. Cuando se presentó, ya había anochecido. Una voz cavernosa brotó de su garganta:
-Te debo una disculpa...
-No importa, hombre.
La mirada extraviada del conde Von Wieck me demostró que su pensamiento estaba en otra parte.
-He hojeado varios libros -dije-. Sólo primeras ediciones, ¿verdad?
-Sí... -musitó.
-Víctor, desde ayer te noto preocupado. ¿Tiene algo que ver esa música que se repite y no cesa ni un segundo?
-Y no cesará nunca -agregó él.
-No comprendo.
-Siéntate y pon atención -dijo con un tono de voz enérgico y decidido-. En realidad te invité a mi palacio para revelarte un secreto que ya no quiero ni puedo ocultar. La soledad me ha hecho tanto daño...
-Pero no estás solo. Tu mayordomo...
-Apenas me cruzo con Siegfried en este laberinto de habitaciones, pasillos y escaleras -atajó-. Los dos evitamos encontrarnos. No hace mucho que él también lo sabe todo. Sin duda no tardará en largarse..., o quizás... -El conde Von Wieck se dirigió a la ventana- Pero esa es otra historia... El origen de todo se remonta a finales del siglo pasado. Johann Strauss, hijo, el célebre músico austriaco, había compuesto años antes una juguetona polca a la que bautizó, irresponsablemente, con el nombre de Perpetuum mobile. Lleva el opus 257 y un subtítulo aterrador: "Una broma musical". Strauss concibió esa obra de manera infinita, es decir, compuso unos cuantos acordes que tuvieran la propiedad de formar una especie de circunferencia sonora. No en vano, la teoría del eterno retorno, de Nietzsche, estaba en boga en aquel entonces. Ahora bien, dicha concepción infinita era sólo teórica, pues, en la práctica, el director de orquesta, al cabo de dos o tres repeticiones, dejaba la batuta a un lado del atril, se volteaba en dirección al público y gritaba con evidente placer: "¡Etcétera!" Aún hoy se sigue haciendo este juego en las salas de concierto de todo el mundo, sin considerar las consecuencias que puede acarrear.
"Poco después de la muerte de Strauss, en junio de 1899, se organizó en este palacio una fiesta en la que se tocaría su Perpetuum mobile. Un legajo que por pura casualidad tuve en mi poder cuando conocí la Biblioteca del Congreso, en  Washington, hace ya quince años, refiere minuciosamente los hechos.
"Según aquellos papeles clasificados como secretos, los músicos empezaron a interpretar la vivaz polca hacia la medianoche. Y ocurrió que ya no pudieron, o no quisieron, interrumpirla jamás. Los invitados y los sirvientes huyeron despavoridos... Al mes, el dueño del palacio, un tal conde de Umbría, decidió venderlo. Dos años después murió en un hospital psiquiátrico de Baviera.
"Parece que el nuevo dueño, un rico empresario norteamericano, de apellido Smith, vivió encerrado aquí mucho tiempo. A nadie recibía. Hasta la fecha no se sabe a ciencia cierta qué fue de él. Hace cinco meses al fin pude ponerme en contacto con uno de sus hijos. Le propuse comprarle el palacio. Para mi sorpresa, accedió de inmediato."
El conde Von Wieck se limpió unas gotas de sudor que le corrían por la cara. Luego me pidió que me levantara y lo siguiera. Atravesamos varios salones y nos plantamos frente a la puerta fatal. El conde Von Wieck introdujo una llave en la cerradura, y la abrió. Yo permanecía callado. Entramos.
La habitación estaba a oscuras y hedía... El conde Von Wieck accionó un interruptor y se iluminó. Nunca olvidaré lo que vi entonces.
Un grupo de veinte músicos, aproximadamente, formaba un hemiciclo en uno de los rincones de aquel salón. Sus vestiduras lucían sumamente sucias y desgastadas. La mayoría de ellos rezumaba tedio por todos los poros; en cambio, cuatro o cinco sonreían al tiempo que tocaban sus respectivos instrumentos. A los pies del primer violín advertí un montículo de huesos casi consumidos. Horrorizado, aparté la mirada.
-Mientras no dejen sus instrumentos, estos músicos no envejecerán ni sentirán hambre ni sed ni cansancio. Como ya te habrás dado cuenta, ha habido algunos claudicantes. Casi instantáneamente se transforman en cadáveres putrefactos o en un montón de huesos, todo depende del tiempo transcurrido desde que empezaron a buscar la vida eterna. Dichos casos, por supuesto, no son frecuentes, pues la perspectiva de morir fulminado si se deja de tocar, robustece el instinto de conservación. -El conde Von Wieck movió la cabeza- Ésos que sonríen sólo llevan unos cuantos años tocando. Ocupan los lugares de los que decidieron claudicar. Aún conservan la enjundia y el entusiasmo de los que emprenden una aventura. Pero en veinte o treinta años, a más tardar, sin duda se apreciará en sus rostros el desencanto y la terrible aburrición que exhiben los restantes... -El conde suspiró largamente- Debo confesarte algo: desde que vivo aquí paso la mayor parte del tiempo en este salón. La atracción que ejerce sobre mí es irresistible, aun cuando me deprima la sola idea de vivir por los siglos de los siglos bajo tales circunstancias. Mujeres, viajes, diversiones, todo lo he postergado para concentrar mi interés en este reducido espacio eterno...
El conde Von Wieck se mesó el cabello y dio unos paso al frente. Yo creí que volvería a tomar la palabra; sin embargo, se quedó observando a los músicos, que, en ese preciso momento, comenzaban a tocar, por enésima vez, las primeras notas de la polca... Fue entonces cuando estuve a punto de decirle que vendiera el palacio, que se distrajera..., en fin, que olvidara aquel infierno, pero al verlo tan absorto comprendí que de nada serviría: él ya sabía qué hacer.
Al día siguiente abandoné el lugar y me reintegré a mi mundo cotidiano: intenté enamorarme de nuevo, exhumé viejas nostalgias, me emborraché concienzudamente...
No obstante, al poco tiempo regresé, preocupado por la suerte de mi amigo. Desde esa segunda vez lo visito regularmente para comprobar, no sin tristeza, que aún persigue la vida eterna con una viola entre las manos.
                                                                          
                                                                                                       De El corrector de estilo
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Foto del autor Roberto Gutirrez Alcal
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Descripción

Palabras Clave: perpetuum mobile Strauss viola vida eterna

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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