¿CÓMO IMITAR A MI MAESTRA? Un ensayo crítico para reflexionar sobre el amor por la lectura
Publicado en May 28, 2009
¿Cómo imitar a mi maestra?
Germán Alexánder Molina Soler A Rita de Sierra: mi maestra de siempre... Siempre he querido saber qué sucedió en la primera parte de mi vida para que hoy, sin mucho esfuerzo, pueda sentarme a disfrutar un Libro Literario; o realizar una consulta y esculcar los textos hasta exprimir de ellos el máximo significado que puedan dar, sin que alguna presión agobie mi disciplina de estudio. Cada vez que lo pienso, obligadamente, acude a mi memoria aquella maestra que me enseñó a leer y escribir, durante los tres primeros años de mi vida académica. No tuve oportunidad de asistir a un Kínder o a un Preescolar; y, desde que inicié mi primero de primaria hasta tercer grado, admiré a mi maestra por su vocación, complacencia y entrega para atender tres grupos al mismo tiempo. Aún recuerdo aquel tablero que giraba y nos conectaba con el mundo escolar de mis compañeros de segundo. Ellos recordaban lo que habían visto el año anterior y nosotros nos adelantábamos, en cada vuelta del tablero, a lo que un año después tendríamos como temas de clase. Estoy plenamente convencido de que mi maestra no conocía ninguna de las teorías de Piaget, Decroly, Montessori, Freinet, y tampoco manejaba los conceptos sobre consciencia lingüística, dominancia lateral, ritmo, equilibrio o ubicación espacio-temporal que tanto me preocupan hoy día; pero, conservo intacta su imagen de Ternura y Pedagogía que nos arrastraba a través de su discurso narrativo, - con historias bíblicas, cuentos maravillosos, anécdotas fantásticas, - por el camino de la construcción del conocimiento. Siempre le he agradecido los trabalenguas, las rondas infantiles, las canciones y los juegos de palabras que compartió conmigo. Más que con un niño habló conmigo como adulto; y sin saber de constructivismo, construyó conmigo mi propia lengua. Así como me gustaba imitar su manera de hablar y cada vez le robaba de su vocabulario palabras raras, me fascinaba leer como ella; apropiándose del texto y vibrando los significados. Su voz suave y acariciadora no se desfiguraba para imitar voces de animales; simplemente, desdoblaba su ser integral y reflejaba los sentimientos, deseos e ideas de cada uno de los personajes: la picardía del Gato con botas, la audacia del mandarín, la humildad de Cenicienta, la astucia de la Zorra, la habilidad del Conejo, la candidez del tío Tigre, la arrogancia del León.... Cada sábado, nos transportaba a la historia bíblica y llevado por su voz interior adquiría normas de vida que aún conservo; inculcadas en mi espiritualidad a través de su ejemplo y de los procesos de internalización que cumplía cada texto, en su significación implícita. Sufrí cuando José fue vendido por sus hermanos, cuando Abraham casi sacrifica a su hijo, cuando Jonás fue arrojado al mar; sentí satisfacción cuando el Faraón declinó ante los poderes de Moisés, cuando los Israelitas llegaron a la tierra prometida, cuando David venció a Goliath. Mucho tiempo después, al releer esos pasajes bíblicos y sentir, otra vez, la necesidad de sufrir con José, Jonás o Daniel; o gozar con el pueblo de Israel, con Esther, con Ruth o Josué; tanto como lo había hecho cuando leía con mi maestra; supe, sin ninguna duda, que había aprendido a leer. El mundo de la sílaba apareció en mi vida cuando llegué a cursar el tercer grado y hubo la necesidad de reconocerlas como la última partícula pronunciada, o la penúltima, o la antepenúltima; y cuando fue necesario descubrir cuál de ellas llevaba el acento prosódico, el acento ortográfico o el circunflejo. Antes de ese momento, sólo tuve la obligación de reconocer, significativamente, palabras completas y oraciones cortas que mi maestra nos hacía construir en el salón. En gran medida le agradezco a la vida haberme puesto en el seno de una familia humilde que no tuvo dinero para comprarme una cartilla. Hecho compartido por la mayoría de mis compañeros y muy bien comprendido por mi maestra. Mi primera cartilla, "extraoficial", en la Iglesia a la cual asistía mi madre, fue la colección de historias bíblicas titulada: "El Amigo de los Niños". De manera "oficial", fue un libro de narraciones maravillosas que me regaló el hijo mayor de mi maestra cuyo título jamás olvidaré: "La Alegría de Leer". Las historias sobre "El mandarín", "El pastorcillo sabio", "El largo, el gordo y el tonto", "La lechera"...y muchas otras, de las cuales ya no recuerdo sus títulos pero sí sus situaciones y personajes, siempre han convivido y convivirán conmigo. Nunca tuve tiempo para atender los llamados problemas de aprendizaje; quizás porque mi maestra siempre me mantuvo ocupado leyendo. A cambio de Dislexia y disgrafia, me dejó como compañeros de vida: el Acumulado Significativo, la Lógica Lingüística, la Aptitud verbal y la consciencia plena del Ser Lector. Ah, y cuando no leíamos, aún era más agradable: !Ella se "inventaba" cada juego! Me parece verla saltando a "la golosa", corriendo a "pegarnos la lleva", contando hasta cien mientas nos escondíamos o arañando el aire con sus manos tiernas intentando encontrarnos como "gallina ciega". Me gustaba mucho jugar con ella... Siempre me dejaba ganar. Sus dedos se enredaban con las fichas del "Yaz" o corría la ficha equivocada en el "parqués", o se dejaba encerrar fácil una "dama china"; nunca le atinaba a mis "tanques de guerra", siempre terminaba "ahorcada"; nunca entendía las adivinanzas y menos le atinaba a las canciones; la piola de su "yoyo" terminaba como trenza, nunca le salió el "telón", la "malla" o la "pategallina"; y ni qué decir con el trompo o las canicas... ! En verdad me gustaba jugar con ella! También reconozco ahora porqué me fascinaban sus castigos. Jamas tuve que quedarme encerrado leyendo o haciendo planas durante los recreos. El castigo drástico era no poder disfrutar de sus juegos ni saborear el dulce o la gaseosa que ella otorgaba como premios al final de cada "tarea" a quienes mostraban agrado, esfuerzo y progreso. Aún me parece escucharla: "Desenrede esta pita...","vuelva pedacitos estas hojas de periódico...", suelte esos nudos...", "convierta estas hojas en barquitos o aviones (ella me había enseñado cómo hacerlo)..", "haga un cajón o una casa con estos palos de helado...", "cuente piedritas... ", "desmenuce barro...", "raye este papel hasta que se canse..."... No importaba que me castigara. No me agobiaban sus castigos. No le temía a la Escuela y menos a mi maestra. Odiaba el domingo por que me separaba de ella. Pero no aprendí a quererla porque me estuviera enseñando a leer o a escribir, o porque jugara conmigo. No me daba cuenta de éso; estaba muy niño para entenderlo. Por eso, por todo lo anterior es que la quiero ahora. En ese tiempo, aprendí a quererla, sencillamente, porque ella me quería. No sentía fastidio de mi camisa remendada, de mis pantalones derruidos o de mis zapatos gastados. A ella, eso no le importaba si le hacía caso a sus exigencias de limpieza. Aprendí a quererla porque cada día me esperaba con un "buenos días", un abrazo sincero y una sonrisa franca; porque quería a mi mamá, porque le sabía el nombre a mis hermanos y porque sabía sumar a sus problemas las necesidades y vicisitudes de mi familia. Lamento tener tan mala memoria y no poder contarles otras tantas bondades que caracterizaban a mi maestra; sin embargo, eso también me alegra porque he olvidado sus defectos, sus regaños y sus rabietas. Y no me pregunten cómo era. Tampoco lo recuerdo. No me llega a la memoria la forma de su rostro ni el color de sus ojos ni el tamaño de sus manos; pero aún me persigue su caricia en mi rostro, la bondad de su gesto y el calor de su mirada... El día que decidí matricularme en la Facultad de Educación y ejercer la Docencia como parte sustancial de mi vida fue para intentar, aunque fuese de manera muy sutil, imitar a MI MAESTRA.
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nora
SEÑORA ANA MARIA MUCHAS GRACIAS!