Allá donde los ataúdes son arrojados encima del difunto
y se pierden las nociones oscuras del tranvía.
Allá donde la noche es una muchacha frívola en los tajamares
y la cortejan los sátiros de suculentas corbatas
y se suicida todo indígena al perder su penacho
y las piedras más grises son allí crucificadas.
Me siento en la debilidad extrema de un eslabón diminuto
y considero que es el momento de emprender mi partida.
Las hembras más abstractas sobre mí se perdieron
y me ladraron tristes como perros al alba.
He ahí una soledad que se me hace insoportable
como un martillo inmenso que golpea mi cráneo.