El Ciclo de las Almas 04/08
Publicado en Jul 03, 2010
04/08 ―Creo que el panorama no está mejorando, Don Ángelo. Sigo sin entender de qué se trata todo este teatro ―me alejé de él y caminé hasta el bar que estaba a un lado de la mesa. El cristal tras el cual estaban las botellas y copas, me devolvía el reflejo de mi rostro pálido que, a pesar de estar mejor, aún lucía ennegrecido el contorno de los ojos por la falta de descanso. Miré las botellas de vino de cosechas muy antiguas, whisky y demás licores que estaban en el mueble. Otrora me habría provocado sorber un poco de ellos para aliviar mi ansiedad pero, en ese instante, no sentí el más mínimo deseo de probarlos. ―Otra de tus maldiciones, Miguel ―dijo el Galeno. Lo busqué con la vista donde había estado un instante antes pero ya no estaba. En un reflejo, miré hacía la chimenea enorme que dominaba la pared del fondo de la habitación que era el comedor y allí distinguí la figura del Galeno mirando el fuego. ―Afortunadamente también superada, Don Ángelo. ― ¿Desde cuándo? ¿Lo recuerdas? ―Desde que estoy curado no he querido siquiera probar un trago de licor, Don Ángelo. Supongo que mi cuerpo le agradece además de mi moral ―dije. El alcohol había sido uno de mis refugios desde un poco antes de que mi padre muriera, nadie lo sabía, a veces desaparecía con las pocas monedas que ganaba en la panadería de Don Andrés para internarme en bares por varios días sumido en una embriaguez que menguaba mis sentidos. Sin dolor físico ni espiritual, hacía de mi cuerpo un sumidero de basura buscando enterrar la tristeza y la preocupación. Jamás dejaba que mi padre supiera lo que hacía y siempre reservaba unas monedas para él, monedas que, justo antes de perderme, él sabía eran el anuncio de mi fugaz desaparición. Me sonreía y me daba la bendición con un beso, algo que, solo entonces hacía. No sé si supo alguna vez a donde iba a parar su hijo, pero jamás me lo dijo. Cuando yo aparecía, me recibía con los brazos abiertos y me contaba cómo había mejorado su salud, a pesar de que, yo sabía que no era cierto. Sin embargo, el pasaba horas sonriendo y convenciéndome de que la vida le estaba dando un respiro, escondía su tristeza e ignoraba sus dolencias para que yo le creyera. Nunca demostré incredulidad, y eso, yo sabía lo fortalecía más que las medicinas. Hacerlo sentir que hacía algo por mi felicidad, era mucho más efectivo que cualquier píldora, infusión, polvo o droga. Me sentí un miserable en ese instante por ser tan egoísta y entonces el Galeno habló mirando el fuego: ―Es más que eso, Miguel ¿Cierto? ¿Acaso solo es el alcohol lo que rechazas? Aquella pregunta me hizo consciente de algo increíble. Un escalofrío me recorrió el espinazo lentamente subiendo hasta mi cabeza con la respuesta que buscaba el Galeno: No había comido nada en ocho días y al amanecer serían nueve. Pasaba horas leyendo o durmiendo y, al despertarme, solo me distraía pintando un poco, tallando madera, algo que aprendí de mi padre, o dibujando para luego volver a dormir. Dedicaba también algún tiempo para responder las únicas cartas que me llegaban demostrando preocupación por mí salud en esos días de encierro. Recordé entonces a Lucía. ― ¿Miguel? ―llamó el Galeno. Por alguna razón quise apartar de mi pensamiento a Lucia, como si el solo hecho de pensar en ella la expusiera a aquel hombre que comenzaba a aterrarme. ― ¿Qué es lo que quiere pedirme? ―pregunté―. Basta de vueltas. Creo que ya es momento de hablar ―dije calmo. El se rió. Era una sonrisa divertida que rayaba en la carcajada sin serlo. Yo no sabía qué era tan gracioso, no obstante, decidí no preguntar. Algo me decía que mientras menos preguntara, menos dudas tendría. ― ¿La amas? ―dijo finalmente cuando su risa cesó. La lluvia derramándose con fuerza afuera, los rayos rompiendo los cielos y el crepitar de las llamas llenando los silencios entre los truenos. ¿¡Había leído mi pensamiento!? ― ¿Qué quiere decir? ―pregunté con temor. Era algo de lo que no quería hablar con nadie ni siquiera con el Galeno. De hecho, en ese instante, de sentir deseos de conversarlo con alguien, sería cualquiera excepto aquel hombre. ―Solo hay una persona en tu vida con quien cabe esa pregunta, Miguel. Ambos lo sabemos ―dijo él mirando las llamas aún. Yo estaba lejos, aún frente al bar. Delante del Galeno, las llamas parecían avivarse como si sola presencia les inquietara, como si el viento las soplara. Al notar que me daba la espalda, Don Ángelo dio media vuelta, arregló su corbata y me miró esperando respuesta. Tuve la impresión de que conservaba el reflejo de las llamas en los ojos, pero cuando parpadeé ya el destello no estaba. Estás asustado, cálmate. No hay qué temer, me dije. ―El amor es algo complicado… ―comencé a decir. ―Ambos sabemos lo que es el amor, Miguel. Cada uno a nuestro modo, no hay convenciones. Te pido que respondas según esa premisa ―dijo el tajante frente al fuego. Lucía Salvador era una mujer de clase media. Su padre, Juan Francisco Salvador, tenía una tienda de libros en la Avenida Miranda, la cual, yo visitaba con frecuencia durante el último año. Compraba muchos libros por encargo del Galeno y otros más por mi propia cuenta, todo con dinero de Don Ángelo. Llegué a entablar una amistad con el librero, Juan Francisco. Era un hombre culto que había plantado el hábito de leer en su hija Lucía así como el arte de los negocios relacionados con la literatura, un hombre de libros que tenía el olor de las páginas en sus dedos y el aliento de las letras y la nicotina. Con veintitrés años, Lucía ya tenía en su haber más de un centenar de libros y la experiencia para saber hacer un buen trueque con los clientes de su padre. A Don Juan Francisco le gustaba negociar, y el dinero existente para él era de diversas clases. No le bastaba el habitual cambio de monedas por libros que a veces era injusto para él, sino que le encantaba cambiar libros por libros o simplemente libros por ganas de aprender. Sin embargo, Los Libros de Don Juan, como se llamaba la librería, era un negocio prospero que alimentaba sobre todo el alma al viejo y a su hija. Otro de los tres hijos de Don Juan Francisco, se había dedicado a la imprenta, dos más a la cría de animales y a la siembra y comercio de alimentos en una enorme finca en los campos a la salida del pueblo, rumbo a la gran Valencia al norte. Sus hijos ganaban suficiente dinero como para que su padre dejara de trabajar, pero él, había decidido seguir haciéndolo. Lucía le ayudaba con la tienda y le cuidaba la tos además de moderarle la cantidad de cigarrillos que lo estaban matando. Más tarde, según Lucía, tendría que encargarse de Los Libros Don Juan durante un tiempo sin su padre. Estuvo atendiendo la librería sola a causa de la enfermedad del librero, y en ese tiempo yo había logrado conversar de la vida fuera de los libros con ella. Descubrí que yo era divertido, tierno, caballeroso e incluso un poeta. Mi padre solía decir que: En el amor, uno tiende descubrirse a sí mismo. Sin libros, el había dado con aquella verdad. Pasaron las semanas y había logrado hacer no sé qué para ganarme más que las sonrisas y suspiros de Lucía. Me gané un beso, al que siguieron dos y tres, todos escondidos de su padre y hermanos. Así Lucía y yo comenzamos un amorío escondido. Yo pasaba más tiempo de lo habitual en la tienda y eso comenzaba a molestarme. Quería llevarla a otro sitio. Poder salir como otras parejas e incluso pedir su mano a Don Juan, pero ella insistía en que se estaba recuperando de su enfermedad y no quería darle una noticia como esa por el momento. Entendí que tenía razón. Decidí esperar lo que fuera necesario por ella y hasta entonces trataría de seguir educándome con Don Ángelo para lograr un trabajo donde pudiera ganar el dinero suficiente para que Don Juan Francisco, no tuviera que preocuparse por el bienestar de su hija cuando se casara. A pesar de nuestro idilio escondido, una noche decidí ir a su encuentro. La llamé bajo su ventana, ella se asomó y le pedí que bajara con la excusa de ver las estrellas en la azotea del edificio donde yo vivía. Con una gran sonrisa bajó de inmediato. Ambos estábamos claramente nerviosos y luego de algunos tragos, risas y charlas sobre literatura y astronomía los nervios cedieron un poco, bajamos a mi habitación y fue entonces cuando conocí el calor de una mujer. Mi padre decía que: El calor de una mujer solo abrigaba del frío si estaba hecho de amor, de lo contrario, era como frotar las manos sin una fogata. Lucía Salvador se había convertido en mi única razón de reír y en mi razón de vida luego de que mi padre murió, era el único motivo que tenía para luchar: La amaba. Una tarde su padre descubrió lo que sucedía al llegar de improvisto a la tienda, yo estaba por irme y Lucía se despedía de mí con un beso cuando él llegó. No dijo nada y, torpemente, yo tampoco. Cuando regresé a la librería una semana después en la que no tuve ningún contacto con Lucía esperando encontrarla, solo hallé al viejo librero. La actitud de Don Juan Francisco no había cambiado conmigo, sin embargo, no volví a ver a Lucía en la tienda en los días siguientes. Sin preguntarle, el librero me dijo que sus hermanos le habían solicitado como maestra privada para sus hijos y que ella había accedido y se había ido a vivir con ellos al campo. Más tarde, Lucía me explicó en una carta que aquello no había sido exactamente una decisión y solo manteníamos contacto por correspondencia. La tristeza me invadió, bebí otra vez a escondidas del Galeno y fue cuando empezaron las jaquecas y los sueños extraños. ―Así es Don Ángelo: La amo ―respondí. No quise explicar nada, solo me limité a hablar lo justo para no decirle que no quería hablar de aquello. Me di cuenta de que el Galeno me había envuelto de nuevo en su retórica esquiva y agregué: ― ¿Va a decirme qué es lo que quiere de mí? ¿De qué se trata todo esto de que estoy muerto y de que su nombre no es Ángelo? ¿Quién es usted? ¿Cómo logró ayudarme? ―perdía la paciencia. ―Mi nombre no importa muchacho. Me llaman de muchas formas así que no tiene importancia, si quieres llámame Don Ángelo, eso te hará más agradable conversar conmigo luego de lo que voy a decirte. ¿Son esas todas tus dudas, Miguel? ―preguntó él. Un trueno selló sus palabras y yo pensé todas las preguntas que tenía por hacer. ―Hay dos más: ¿Habla en serio cuando dice que alguien morirá esta noche? ¿Qué tiene eso que ver con que yo esté vivo? ―pregunté. Estaba asustado pero no advertía ni mis latidos ni mi respiración. Estaba calmado. ―Buena memoria, Miguel. ¿Seguro que son todas? ―dijo él. Me faltaba una pregunta y yo sabía cuál era exactamente: ―De hablar en serio: ¿Quién morirá? ―dije. El se paseó en frente de la chimenea con sus flamas inquietas y respondió: ―Solo te corregiría una pregunta. No dije nada. Me limité a escucharlo, entonces dijo: ―Debiste preguntar en lugar de quién…: Qué… soy. Pero… hagámoslo a tu modo Miguel: ¿Qué quieres saber primero? ―Quiero saber ¿Con quién hablo? ―me costaba creerlo pero agregué―… ó ¿Con qué? ―sentía que estaba mareado―. Para hablar con alguien creo que es necesario conocer su nombre. Su verdadero nombre quiero saber a quién agradecer mi vida. El sonrió. ―Bien ―dijo―. Le debes tu vida a Don Ángelo Luzbel ¿Qué no lo entiendes? ¿Tantos libros y aprendizaje y no te das cuenta? ―preguntó―. ¡Acércate mi querido Miguel! ¡Acércate! ¡Ven! ¡Vamos! ―pidió excitado. Caminé hacía el fogón y me detuve junto a él con miedo. El se paró junto ambos de frente al fuego. ―Mira… ―pidió en un susurro. ―Don Ángelo no creo… ―comencé a decir mientras veía como el hombre acercaba su mano al fuego y la manga de su traje comenzaba a arder. Él gritó de dolor y yo aparte su mano de las llamas pero lo solté espantado cuando sus ojos encendidos me devolvieron la mirada en medio de una carcajada que nació desde su grito y luego dijo con su voz de serpiente: ―Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, que fue destinado para el diablo y sus ángeles ―hizo una pausa yo caí al suelo a sus pies―. ¿Quieres saber qué soy, Miguel? ¡Te lo diré!― gritó. Las llamas se habían avivado y rugían con más fuerza soltando lenguas de fuego fuera de la chimenea. Gritos lejanos se escuchaban como si los lamentos del infierno brotaran de la chimenea―: Salmo noventa y uno, versículo tres: Un cazador; Mateo trece versículo veinticinco: Un sembrador de cizaña; Génesis tres: Una serpiente; Juan diez versículo doce: Un lobo; Primera de Pedro capítulo cinco, versículo ocho: Un león rugiente; Apocalipsis doce versículos tres y cuatro: Un dragón rojo…―El Galeno se había envuelto en llamas frente a mis ojos y seguía gritando citas de la biblia que yo no conocía a diestra y siniestra; entonces evocó aquella que explicaba bien su falso nombre: ―…Segunda de Corintios capítulo once, versículo catorce… ―…:“Y no es de extrañar, pues aun Satanás se disfraza como ángel de luz”―cité de memoria. Los gritos y las llamas que rodeaban al Galeno se extinguieron mostrando su traje impecable de nuevo y el destello de sus ojos se apagó con una sonrisa mientras me tendía la mano para levantarme. ―He allí tu primera respuesta, Miguel. Mi nombre es Satanás.
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Francisco Perez
Guillermo Capece
estoy de acuerdo con Roberto que no deberia extenderse tanto el suspenso de saber que Don Angelo es Satanas; la escena de la revelacion en la chimenea esta magnificamente narrada.
Francisco Perez
Con respecto a la confesión... Creo que hay muchas preguntas por resolver y esa es apenas la punta del iceberg; por otro lado, María, está la historia entre Lucía y Miguel de la que, a su tiempo, mostrare más detalles, paciencia... Haberles dejado con la curiosidad de saber más de estos dos es algo bueno, así que pronto sabrán más... En cuanto al ritmo de la historia, pues, le debo eso a mi obsesivo afán por describir el entorno físico y psicológico de los personajes en pro de hacerlos algo más que títeres de letras... En fin, agradezco d nuevo su generosa y VALIOSISIMA colaboración con mi aprendizaje...
Un abrazo! Y saludos desde Venezuela!
Roberto Langella de Reyes Pea
Respecto del episodio de Lucía, quizás no nos explicamos bien; no te pedimos que anticipes información que ya tenés decidido presentar m´sa adelante, sino que esta misma información acerca del personaje y sus circunstancias, que rpesentás aquí, nada más que le des más tiempo a la narración, el tiempo que merece, sin necesidad de agregar más información. No sé si me explico a qué me refiero. Bueno, lo seguimos conversando. Un abrazo.
María de la Paz Reyes de Langella
Roberto Langella de Reyes Pea
Con todo, de todos los capítulos éste me parece bastante desparejo en relación con los anteriores; en un punto, creo que la conversación entre los protagonistas se demora demasiado, en pos de mantener un suspenso, que de por sí requiere de una resolución un poquitín más rápida. Por otra parte, me parece que la narración del episodio de Lucía, merecería un poco más de desarrollo, o cuando menos, afiatar un poco más el ritmo.
Tengo la sensación de que quizás estés demasiado atento a la durabilidad de este relato, como que cada capítulo debe durar tal y cual número de páginas, lo que te lleva a necesitar decidir entre estirar o contraer situaciones, para alcanzar o cerrar en tal número de páginas.
Sin grandes defectos, no obstante me parece a este capítulo le falta una última pasada de corrección, aparte de lo señalado encuentro fallas de construcción en frases; pequeñas desprolijidades como la de la página 7, en la línea 2, cuando decís "Era un hombre culto que había cultivado", en fin, es una redundancia, y en la página 14 (línea 1/2) cuando decís: "yo aparte su mano de las llamas pero lo solté espantado cuando sus ojos en llamas", ese usar dos veces la palabra "llamas" en una misma línea, no queda para nada bien.
En fin, amigo, son problemas de forma no de fondo, es decir, nada que no se pueda arreglar. Sobre todo, te diría, no demores tanto el diálogo y la confesión de Don Angelo; en este tipo de género, el terror o la fantasía religiosa o supersticiosa, uno esta en riesgo permanente de terminar creando una parodia de los elementos con los que trata, no lo olvides.
El suspenso está instalado. Continuaremos leyendo. Un abrazo.
Francisco Perez
Angelica
Al fin Don Angelo muestra su verdadera cara! Ya vemos por donde van sus intenciones! Espero mas de esta historia pronto! Me encanta!