El Ciclo de las Almas 06/08
Publicado en Jul 10, 2010
06/08
Cuando estuve completamente consciente de donde me encontraba, suspiré y me senté al borde de la cama. Pasé mi camisa por sobre mi frente y con el siguiente relámpago que surcó la oscuridad de la habitación observé, sobre su tela blanca, la mancha rojiza que había brotado de mi herida. No era demasiada así que no me alarmé, mi mente, estaba en otro lugar en aquel instante: En el comedor de Villa Luzbel. ¿Había soñado todo aquello? ― ¡Miguel! ¡Miguel! ―escuché que llamaban desde afuera en un grito. Era una voz femenina que me sobresaltó. Mi primer reflejo fue ignorarla, pero la voz seguía insistiendo: ¡Miguel! ¡Por favor Miguel! Me puse de pie y calcé mis pantuflas para caminar hasta la ventana. No recordaba el momento en el que me había ido a dormir y aún me sentí confundido, sin embargo, avancé rápidamente hasta la ventana. La voz solo podía venir de ese lugar. Aparté las cortinas y me froté los ojos para mirar. Una película opaca de humedad dificultaba la visión, no obstante, intenté mirar quien me llamaba. ― ¡Miguel! ¡Soy yo! ¡Lucía! ¡Despierta por favor! ¿Estás bien? ―mi cuerpo se estremeció al reconocer su voz. Con dificultad, destrabé el seguro y luego, con más fuerza de la que esperaba necesaria, corrí la hoja inferior de la ventana. Una ráfaga helada se escurrió por la abertura y me puso la piel de gallina. Sin darle mucho cuidado, corrí la ventana y asomé mi cabeza. Era Lucía. Estaba allí solitaria luciendo un empapado vestido blanco que le llegaba hasta las rodillas, su cabello cayéndole en dos cortinas mojadas alrededor del rostro. Sus ojos se iluminaron al verme, igual que los míos al saber que estaba bien. Lucía Salvador estaba tan hermosa como siempre a pesar de hallarse bajo una tormenta que no paraba de rugir. ― ¡Lucía! ―exclamé―. ¿Qué haces aquí? ―Hace días no sé nada de ti… Tenía que verte Miguel… ¿Estás bien? ―Estoy bien, pero tú puedes enfermarte. Tienes que subir. Ella hizo un gesto indicándome que tenía razón. Me di media vuelta y agradecí a Dios estar soñando. Solo fue un sueño. Gracias a Dios solo fue un sueño. El silencio de mi habitación me invadió los sentidos de nuevo, pero mi mente era un torbellino de sentimientos y recuerdos. La confusión que me llenaba, quedó atrás en aquel instante, y solo quise estar junto a Lucía. Rebusqué en un baúl un viejo paraguas que guardaba, lo tomé y también mis llaves. Abrí la puerta, corrí por el pasillo y bajé hasta la entrada del viejo edificio que compartía con varios ancianos y un par de familias incompletas. Con rapidez, abrí la puerta y sin querer esperar que Lucía fuera a mi encuentro, corrí bajo la lluvia antes de abrir mi paraguas. Ella estaba a unos pocos metros después de la esquina, donde estaba mi ventana. Cuando la vi doblarla aceleré el paso y la abracé. Sentir su cuerpo me hizo volver a la realidad. Enseguida me sentí despierto. Sus figuras se adaptaban perfectamente al vestido mojado y a pesar de la lluvia me transmitían un calor diferente a cualquier otro. Su olor dulce me llenó el pecho y el espíritu cuando respiré junto a su cuello estrechándola contra mí. Me alejé un poco, ella aún abrazada a mi cuello, tomé su rostro suavemente con ambas manos, ella estaba llorando, sus lágrimas se confundían con la lluvia, sin embargo, su mirada no era de tristeza, al contrario me decían lo feliz que estaba de verme. Antes de mediar palabras, la besé queriendo apartar de su mente cualquier pensamiento triste, por si las dudas. Cuando hube tomado aquella bocanada de vida de sus labios, entonces ella me sonrió y me abrazó de nuevo aún más fuerte. ―Vamos, hay que entrar ―dije. Tomé el oscuro paraguas y lo desplegué sobre nuestras cabezas. Abrazados, caminamos ajenos al frío tempestuoso que nos rodeaba. Una vez en mi habitación, cerré la ventana y todo fue silencio. Tomé un par de velas que guardaba en una caja debajo de mi cama y encendí algunas colocándolas en varios puntos de la habitación. Ella estaba sentada sobre mi cama. Quitó sus guantes blancos, luego le tendí una toalla y ella comenzó a secarse. Se deshizo de sus zapatillas dejándolas un lado de la cama para secar sus piernas desnudas. Yo solo la miraba saciando mis ojos con su presencia tal y como había querido hacer hace mucho tiempo. Estaba sentado en una viaje butaca frente a la cama. Lucía fue quien habló primero: ―Tu carta tenía tres días de retraso, Miguel. Pensé que algo andaba mal― dijo con su voz suave―. Cada vez que el cartero llegaba a la hacienda, le preguntaba si no tenía algún paquete para mí. Su respuesta siempre era la misma: Nada ―no supe que decir cuando ella hizo una pausa y pasó a secar su cabello―. Más tarde le pregunté por ti, le dije que averiguara con las gentes del pueblo, pero nadie te había visto salir de casa en días. Pensé que me habías mentido sobre tu recuperación, que habías recaído... Incluso pensé que habías… ―ella hizo un gesto para contener las palabras, pero ya yo sabía lo que ella había pensado―. No podía soportar no saber de ti y decidí venir… ―Pero… ¿cómo? ―Tomé prestado uno de los coches de la hacienda. Aunque, solo logré llegar hasta el cementerio del pueblo, creo que se quedó sin combustible así que caminé hasta aquí. ― ¿Tomaste prestado? ―pregunté―. ¿Eso quiere decir que robaste un auto a tus hermanos para venir a verme sin su permiso, verdad? ―Más o menos ―sonrió con desgano. Algo andaba mal―. ¿Has recibido mis cartas? ―soltó de repente. ―Las he recibido, si. Pero algo pasó… no recuerdo cuando fue la última vez que respondí. ―Veinte de mayo ―dijo ella. Su tono era rígido. ― ¿Qué día es hoy? ―pregunté. Estaba desorientado. ―Hoy es veintisiete de mayo, Miguel. ¿Qué sucede? No entiendo… ―Lucía, llevo días durmiendo casi todo el día, no me podía mantener despierto. Creo que es el tratamiento, pero, Don Ángelo me dijo que hoy terminaba, ya no tengo que tomarlo más ―mentí―. Ya estoy bien. No voy a mentirte Lucía, estuve a punto de morir. Ella sonrió triste. Me acerqué y me senté junto ella. Ella pasó deslizó la toalla para secar su cuello y su pecho, luego, la dejó a un lado y me besó. Aquel beso lo sentí más sincero que el primero y antes de que se extendiera por un instante más, un trueno nos sobresaltó. ― Me alegra que estés bien. Tenemos que agradecer a ese hombre. No habría soportado perderte ―dijo y me dio otro beso―. ¿Aún tienes lo que te envié para que me recordaras? ―preguntó. Lucía me había enviado un hermoso espejo y un peine, también me había escrito que eran muy especiales para ella y que quería que yo los tuviera como una forma de recordarla. ―También conservo tu espejo ―le dije. Me puse de pie y tomé ambos objetos del baúl que era casi el único mueble en aquel cuarto, excepto por la litera, una mesa de noche y la silla. Estaba en envueltos en un trozo de seda blanca, los saqué y se los entregué volviendo a su lado. Ella los tomó y comenzó a cepillar su cabello largo a la vez que yo le sostenía el espejo. ―Gracias. Jamás pensé que volvería a usarlos ―dijo al terminar. ―No es nada ―respondí. ―Miguel, estás sangrando ¿Estás bien? ―preguntó al ver la mancha en mi camisa. ―Solo fue un rasguño, me golpeé al levantarme. Creo que tuve una pesadilla ―le dije señalando el lugar donde aún sentía el escozor del golpe. ―Déjame ayudarte ―ella tomó uno de sus guantes húmedos y lo pasó por mi frente. Sentí que me ardía al contacto con la tela húmeda pero no me quejé. ―No es nada Lucía. Estoy bien ―dije tomando su mano. Ella se puso de pie y miró por la ventana. ―Ha estado lloviendo por varios días ―dijo. ―Es la primera vez que se de lluvias, al menos estando despierto ―respondí. Ella se dio vuelta y me sonrió. Luego, caminó hacia mí. ―Te extrañaba tanto. Es la primera vez que rio en mucho tiempo. ―También te extrañé, y ahora, no pienso dejarte ir. Luego de esta noche tus hermanos… ―No importa lo que pase luego de esta noche, Miguel. Eso déjamelo a mí ¿sí? ―se acercó. La estreché contra mí. Nuestras sombras se habían fusionado en la pared y bailaban con la trémula llama de las velas. ―Luces muy bien, Miguel. Incluso diría que luces mucho más apuesto que antes ―me dijo. Quise decirle que era porque antes estaba enfermo y que el Galeno me había ayudado, pero no quise hablar de eso. Solo respondí: ―Gracias. Tú luces tan hermosa como siempre. Pero… ―sonreí delatando mis intenciones―… creo que deberías cambiarte, si quieres, puedes usar algo de mi ropa. No quiero que vayas a enfermarte ―dije. ― ¿Tu ropa? ¿Estás seguro que quieres que use eso, Miguel? ―Realmente no ―contesté y la besé queriendo apartar de mi mente la horrible pesadilla que había tenido. El beso se extendió sin pausas. Para ambos, detenerse era como dejar de respirar. Mis manos curiosas recorrieron su cuerpo acariciándola, ella respondió de esa forma que me pedía seguir, sin usar verbo alguno, me pedía que fuera un poco más allá, me decía exactamente a donde ir y con los ojos cerrados yo me hacía una idea de su desnudez. Sus formas eran tan exquisitas como las recordaba y al contacto con mis manos, le sugería que hacer con las suyas, quemando poco a poco la inocencia que antes nos había llevado a un dulce beso, convirtiendo las cenizas en un exquisito manjar para ambos. Caímos al suelo despacio derribados por una fuerza delicada. El frío había cedido ante nuestros cuerpos que poco a poco quedaban expuestos al brillo dorado de las velas, entre sombras y luz, se hacían uno. Fui descubriendo su piel, las formas que mis manos me habían sugerido resultaron ser más hermosas y perfectas a mis ojos, y ahora mis manos reemprendían su viaje vagando por su piel, sintiendo la belleza de la mujer que amaba. No había pasado ni futuro, así lo habíamos decidido en ese instante. Solo presente transformado en entrega. Mientras las velas se consumían, el tiempo avanzaba hacia la oscuridad que nos rodearía mientras subíamos los peldaños hacía el cielo en aquel acto de amor. Yo sentía que cada beso, cada roce delicado contra su vientre aumentaba mis ansias de ella y que cada caricia la hacía desear otra más, así aquel ciclo que parecía nunca terminaría, encontró el final cuando ambos perdimos el aliento. Ella estaba desnuda con medio cuerpo sobre el mío. Las velas aún iluminaban vivas aunque su tamaño se había reducido a la mitad. ―Te amo ―le dije y la besé en la frente. Pasamos algún tiempo en silencio. Acostados en el suelo, solo vestidos por la luz de las velas. ―Miguel… ―comenzó a decirme pero se detuvo. ― ¿Si? ―Ese hombre… Al que llamas El Galeno… También pregunté por él al cartero, pensé que tal vez estabas con él. ―Es un buen hombre. Ya lo conocerás… ―Miguel… Él ni siquiera supo de quien le hablaba. ― ¿A qué te refieres? ―pregunté. ―Ese Don Ángelo Luzbel, como dices que se llama, ni mi padre, ni mis hermanos lo conocen ―Lucía tomó su ropa y comenzó a ponérsela mientras hablaba―, jamás han escuchado de él, jamás lo han visto. ―Tu padre lo conoció. Ha ido muchas veces a la librería conmigo, yo mismo se lo presenté ―expliqué. Ella me mostró una expresión triste y suspiró antes de decir: ―También he preguntado por la vieja casa del Conde Granda, la casa en las colinas, el sitio que llamas Villa Luzbel. ― ¿Y…? ―Me han dicho que el lugar está en ruinas, Miguel. Como ha estado por años. ― ¿Crees que es mentira lo que te he dicho? ― Tenía que estar bromeando. ―No creo que mientas, Miguel. No tienes por qué hacerlo ―respondió. ― ¿Entonces? ¿Qué es lo que crees? ―ella se puso de pie y se cubrió con la cobija de mi cama a la vez que se sentaba donde había estado antes. ―No importa lo que yo crea. Solo quiero ayudarte, Miguel… ― ¿Eso qué quiere decir? ―pregunté. Yo tenía idea de lo que insinuaba. ―No estás bien Miguel. La muerte de tu padre… ― ¿Crees que estoy loco? ―pregunté―. ¿Es eso lo que me estás diciendo? Ella no respondió, en sus ojos, estaba la respuesta. Mi mundo se venía abajo. Lucía Salvador me creía un loco.
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Francisco Perez
luis jos
Saludos.
Luis.
Irmary
Francisco Perez
Verano Brisas
Francisco Perez
Niza Moreno
es magnifico me haz dejado en ascuas, esperare tus escritos,
y porsupuesto que me agrada tenerte entre mis amig y acepto tu solicitud.
Sige adelante estrellas te mando para iluminar tu seda.
Saludos : Niza Moreno
Francisco Perez
María de la Paz Reyes de Langella
Francisco Perez