la mansin
Publicado en Aug 04, 2010
Entre nubes malva, que se ruborizarían en el cercano mediodía, se elevaba el arco iris que bajaba hacia nuestro destino.
Sorteado un laberinto de calles vaporosas, casi por accidente y gracias a que reconocimos al Peugeot metido en el garaje, logramos llegar a la mansión del terror. -no me gusta, da miedo- dijo Isabel del lado de afuera de portón perimetral. Y, sí, era de terror: el primer asesinado había sido el gusto, brutalmente, con lo sincrético tan propio de un vale todo globalizante de finales de la historia, ese con el que los sucesivos arquitectos, entre toques Miami de tonos pastel y tiesos y horrendos flamencos de yeso apostados en el jardín, buscaron esconder toda la sordidez que transpiraban sus rasgos italianizantes, sus detalles art noveau, algún que otro pincelado neoclásico sobre el fondo barroco y típicamente colonial de los días en que había sido injertada, en aquel lugar y como casco de la estancia, luego de haber llegado a bordo de unos ferrocarriles ingleses de pasadas y patricias épocas. Desde el portón de la entrada a las cocheras Ella (abrazada al cachorro) y yo (sobre el capó de la fiorino) esperábamos al rayo caprichoso de sol y aún no lográbamos ver el famoso malecón. Devolvimos los buenos días al señor mayor y de atuendo gauchesco y alpargata que vino a abrirnos; se llamaba Isidro; aún en el portón, esperamos la oportuna llegada de otro criado que volvía de por ahí, pedaleando una bicicleta. Siguiendo el recorrido de orines del daschound, sobre el mencionado kitsch de las estatuas del jardín, me topé con las orejas mutiladas y en alerta de un casal dóberman encerrado en un canil. Isabel, que ya los había visto, preguntó si "eran malos"al gauchesco y veterano mayordomo, e Isidro, al tiempo que se llevaba al ya gruñente malamute, le aconsejó que cuidase bien a su cachorro. En el interior de la casona también noté que las sucesivas generaciones de propietarios, so pretexto de modernizarla, habían mellado gran parte del encanto y la elegancia originales; pero también ahí dentro el mismo halo de sordidez de la fachada se filtraba por las paredes y se mezclaba al frescor que propiciaban los techos altos. La señora de la cocina, más que con excesivo respeto, con el pudor de una mujer de campo, escondió su mirada y nos hizo seguirla hasta nuestra habitación. Subimos una escalera que, con ínfulas cosmopolitas, miraba al río: a través del muro de cristales saludé a unos bañistas. Los vidrios eran espejados: la señora dijo que, desde fuera, no podían vernos. Nos habían cedido la habitación del famoso malecón, esa habitación en cuyas paredes colgaban un Mandové, un Kowaltski y el retrato de un señor cuyo bigote se erigía hacia las comisuras, retrato que firmara, el tres de abril de 1943, un tal Lucio S. Fernández. La señora nos advirtió que los ventiladores de techo no funcionaban y se fue. Una cama de dos plazas de otras épocas, que tenía el mosquitero de gasa y todo, dominaba la estancia iluminada por la luz que llegaba desde los ventanales que daban al río; en la enorme cuna de madera dura, otra verdadera reliquia que descansaba a un lado de la cama, Isabel alojó al cachorro.
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inocencio rex
facundo aguirre
inocencio rex
abrazo, amigo uruguayo
inocencio rex
inocencio rex
inocencio rex
gabriel falconi
saludos
Delfy
Roberto Langella de Reyes Pea
la Lupe