Especial
Publicado en Aug 10, 2010
Las mañanas nunca me agradaron, siempre me resultaron el momento más aburrido del día, y sobre todo, en el último tiempo hasta había llegado a odiarlas muchas veces. Pero aquella mañana no me desperté con la misma agonía que me acosa cada vez que abro los ojos, esa mañana me desperté con una infrecuente mueca picarona. Era un día especial, era uno de esos días que esperas que sean perfectos, pero que a la vez temes que al llegar la noche, tengas que sentarte en la cama a sentir a la desilusión hincarte sus puñales. Sin embargo, intenté hacer las menos especulaciones viables, hablaba sola y me repetía una y otra vez que no, como una loca en plena escena de rebeldía. No quería esperar nada, porque no sabía que es lo que iba a encontrarme al abrirse la puerta, y ni si quiera, quería saberlo.
Me vestí con insignificancia, no quería que pareciese que me había arreglado demasiado, no quería que se notase que era un día especial, temía que en el trayecto del viaje alguien se percatara y pensara lo incorrecto, no podía darme el lujo de que se advirtiese y sobre todo, yo no quería hacerlo, no quería si quiera acercarme a la idea de la especialidad de ese día, no iba a permitírmelo. Así que busque un punto medio en mi armario, vestí a mi cuerpo congelado y me hice una humilde media cola. Espere a que se hiciese la hora, y salí de mi casa andando despacio pero con una ansiedad que podía olerse hasta en mi perfume. Para ese momento ya era mediodía y los fucilazos del sol jugaban a enaltecer al día, buscaban hacerse participes de ese momento especial, sin embargo hacía un frío atroz que me servía como excusa a mi temblequeo. Aquel viaje en colectivo, se sintió como el más largo de mi vida, y aunque la música en los audífonos me distraía, aunque intentase encauzarme en una imagen de superación y serenidad imperiosa, no podía evitar pensar a cada segundo, en cada pincelada de lo que me esperaba. Por fin, llegué. Caminé las tres cuadras indicadas, las transité despacio, las pasé depositando cada imagen de aquel pasaje en mi mente, quería coleccionar todo a la perfección, porque no sabía si iba a volver a ocurrir. Las calles parecían nubes, parecía que caminaba sobre las sábanas de algodón más suaves y caras. No caminaba, volaba. Volaba en una nube de ilusión infinita. Eso me alteraba por más bien que se sintiese, así que una y otra vez pretendía volver a mi punto de naturalidad. Fracasando, pero creyendo en eso. Entonces, vi la puerta azul y supe que había llegado a mi destino. Los nervios hicieron que me atrasara un poco en tocar el timbre, pero luego de un insondable respiro que me abrasó de valor, lo hice. Y ahí estabas, atrás de la puerta. Ahí estabas, tan hermoso como siempre. Tú también vestías algo simple, aunque seguramente no por mis mismas razones, realmente dudaba de que también fuese un día especial para ti. Llevabas puesto un jean desgastado y una remera violeta que te sentaba a la perfección con tu tes morena, y por debajo... ahí estaban las zapatillas que ella te había obsequiado. A decir verdad, ese fue el único momento en que las miré, porque después procuré borrar por completo su imagen, proyecté la idea de olvidar que existía un "ella" en tu vida. Nos saludamos comúnmente, bajo el telón de una costumbre que siempre nos había acompañado. Aunque no me lo ofreciste, te pedí algo para tomar. Debía apagar los nervios con algo, debía estar ocupada en algo por las dudas, por si tal vez, no tuviésemos nada que hacer (había pasado casi un año desde nuestra última vez a solas y no estaba segura de que tuviésemos mucho de que hablar). Para mi decepción, advertiste igual en mis manos temblorosas mis nervios, y con tu característica de arrogante y el ego en su máximo nivel, preguntaste si tu presencia me ponía así. Fue en ese momento que me subí al pedestal de la superación, y como si te mirase desde mucho más arriba, riendo irónicamente, te respondí que no eras tan importante. Y no mentí....lo creía, creía que no eras tan importante. Yo ya te había olvidado, no cabía en ningún espacio una duda para eso. Alguien especial, pero sin capacidad de generarme ningún movimiento en el suelo. Era así....tenía que ser así. Nos sentamos a comer unos fideos que anticipadamente habíamos preparado, tú hablabas y hablabas, como si todo este tiempo alguien te hubiese tapado la boca con un lienzo, y te lo acabasen de sacar. Se te veía entretenido y locuaz como siempre. No habías cambiado en nada. Y yo tenía ganas de oírte, pero parecía no poder hacerlo. Parecíamos en otra sintonía, en dos puntos de vista disímiles, en tiempos diferentes. Estaba pérdida en un lugar que no sabría describir, pero que solo con ignorancia, me atrevo a decir que era lo más cercano al paraíso, aunque intentaba seguir en mi camino, sin olvidar quién eras, y que me habías hecho. Analista como siempre, observaba la situación desde algún punto lejano. Parecíamos dos amigos de toda la vida, hablando como si el tiempo nunca nos hubiese alejado, como si nunca hubiese llorado, como si nunca hubiésemos sido algo más y tú no me hubieses elegido. En lo único que podía percibir algo diferente, era en las risas. Al reírnos, éramos los de siempre. Éramos aquellos temerosos intentando ser felices. Y así nos veíamos, felices, pero a la vez, vacíos. Como si lo hubiésemos perdido todo, como si hubiésemos perdido toda nuestra esencia, como si ya no hubiese más nada, como si habláramos por hablar, escuchásemos por escuchar, viviésemos solo para sobrevivir. Pero en las risas, en las risas percibía una sinceridad impecable. Al terminar, encendí un cigarrillo (uno de los miles que encendí desde la mañana para calmar todas esas confusas sensaciones) y por alguna razón, todas las pitadas, se sumieron en un silencio. Solo se oía el cantar de un pájaro, y entre eso, nuestras miradas clavadas. Me intimidabas, tu contemplación parecía comerme a pedazos. Yo jugaba a hacerlo también, pero sabía que no tenía el suficiente poder, y la vergüenza me ganaba, apostando la carta de las risas para no permitir que el silencio me hiciera pensar. Todo surgía como una monotonía, era como una cadena larga de sucesos sin nada extraordinario, pero el paquete entero, esa monotonía insana en su totalidad, se veía única. Nunca creí en el tiempo, pero en aquél momento llegó hasta a ser mi religión. Sentía a la pérdida de tiempo ubicarse en todos los huecos que encontraba en su pasar. Podía percibir al tiempo como si fuese un objeto entre nuestras manos. Hacíamos un esfuerzo sobrenatural por recuperar el tiempo que habíamos dejado ir. Aunque había querido evitarlo, acepté ir a tu habitación. Nada malo podía pasarme. Éramos dos amigos volviéndose a ver, tú tenías un ella, tú la habías preferido y elegido a ella, y eso tenía que tener una suficiente razón para estar convencida de que nada podía pasar. Confié en eso, confié en mí. Tu te recostaste sobre el acolchado blanco que cubría tu revoltosa cama, pero yo (precavida de cualquier piedra) decidí quedarme sentada y encendí la tele para mantenernos distraídos (más bien a mí). Hacía cualquier tipo de comentario estupido, para soslayar la elipsis. No me importaba lo que pudieses pensar, solo me concentraba en nunca encontrar al silencio, temía más que nunca de él. Pero te sentaste, te acercaste a mí y me callaste. Pusiste una de tus manos sobre mis labios, y te quedaste (otra vez) contemplándome fijamente. Aquél minuto frente a frente, pareció ser una vida entera. Esta vez, ya no pude reírme. Ya no pude evitarlo, todas las imágenes de recuerdos, pasaban a la velocidad de la luz. No había nada más, no había ella. Éramos vos y yo, tu mirada y la mía. Penetrantes, torpes y perdidos. Y al quitar la mano, tus ojos me usurpaban cualquier palabra de la boca. Nos separaba solo un centímetro, pero ni nuestras rodillas se tocaban. Solo nuestros ojos ya habían pasado cualquier límite de unión. Mi corazón latía con una rapidez que desconocía, latía como nunca. Las manos me sudaban, y lo único que percibía era el sonido de nuestra respiración, anunciando la catástrofe. Entonces, lo hiciste. Acercaste tus labios con una lentitud agonizante, y nos besamos como nunca antes. Nos besábamos por todas esas veces que no lo habíamos hecho, por toda esa pérdida de tiempo. Tus labios eran como el agua para un naufrago, y tus manos acariciando mi rostro eran como el abrazo de una madre a su bebé recién nacido. Nos besábamos con lentitud, nos besábamos con pasión, nos besábamos con todos esos recuerdos que nos habían mantenido vivos hasta ese día. Fue como perder la conciencia, pero a la vez por primera vez en muchos meses: sentí. Sin que pensase en nada más que la exquisitez de tus besos, y en la felicidad que sentía, perdida íntegramente en ti, emprendieron de mis ojos cerrados, unas lágrimas insólitas que terminaban su recorrido entre nuestros labios enlazados. Caían una tras otra, tratando de hacer ver lo que por fin, mi cuerpo lograba decirme. Me uní conmigo, me uní con todo eso que estaba bajo un millón de candados. Lo había hecho para que me fuese imposible abrirlo. Durante meses había construido una imagen pretenciosa de olvido, había construido un olvido, que en ese momento, se había escapado en el beso. Mi alma se dio a la libertad y rompió con fuerza esos candados. Te corriste, tenías una cara de confusión absoluta. No entendías que pasaba. NUNCA habías entendido que pasaba. Con una voz suave preguntaste - ¿Que te pasa? Perdón, me...- Te interrumpí, no quería escucharte hablar. Me lancé sobre ti, y te abrasé con fuerza. Hundida en tus brazos y entre lágrimas, lo dije: -Te amo Pegué un salto de la cama, aún no sabía si seguía en el sueño o si ya pisaba la realidad. Pero al sentir la agonía, supe que no había día especial para nosotros. Payasa
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Mariela Gmez