El viaje
Publicado en Aug 19, 2010
Por el camino escarpado el ómnibus bajaba la cuesta. Hacía tres días y tres noches que sus ocupantes viajaban cansados y sedientos, pues en la última parada no había agua y las únicas gaseosas que encontraron fueron para los niños. El chofer con cara decidida tomaba el atajo que terminaba en el viejo puente que conocía de memoria, para después pasar cerca de una estancia, cuyo casco, en medio de las vastas hectáreas, estaba demasiado protegido de la vista de los pasajeros. Los campos secos y los árboles con su follaje quieto, parecían apetecer esa tormenta que nunca llegaba. Andrés, el chofer, miró hacia la izquierda. Una vaca muerta yacía en medio del campo. Adelante se veía una nubecilla de suave color amarillo que corría por la ruta hacia el ómnibus: eran cientos de mariposas; y cuando él la hendió con la trompa del coche, casi sin ver por un momento, muchas de ellas quedaron pegadas al parabrisas y posiblemente estrelladas contra el radiador. Adentro los chicos seguían molestos, y uno, el menor, que había llorado toda la noche, se recostaba en el hombro desnudo de la madre. Ella lo apantallaba con una gastada revista que al mayor se le ocurrió leer, y enseguida fue un alboroto, pues el matrimonio que viajaba a la derecha e intentaba descansar, pidió silencio a los gritos. La pareja de muchachos que ocupaba el asiento trasero se despertó. Uno de ellos señaló la nube de mariposas que se disipaba, pero al otro pareció no importarle e hizo un gesto como quien desea agua. Pasados varios kilómetros, Andrés detuvo el coche en una zona arbolada, y señalando a la derecha primero y a la izquierda después, insinuó delicadamente que era el lugar propicio para que hombres y mujeres atendieran sus urgencias. Regresaron luego en silencio, salvo los niños que peleaban entre sí, mientras los reprendía la madre con la revista en la mano. La señorita sentada al costado de la pareja de muchachos informó al chofer que había buscado un arroyo o una laguna donde refrescarse y quizá tomar agua, sin encontrar nada. Andrés levantó los hombros e íntimamente se dijo:"por aquí lo único que hay es tierra", y reconvino a los pasajeros para que mantuvieran las ventanillas cerradas porque iban a pasar por un camino que los llenaría de polvo. Hubo algunas protestas, pero nadie se atrevió a contradecirlo. La señorita que había buscado el arroyo vió que los jóvenes hablaban en voz baja, y uno de ellos apretaba la mano del otro. El primer asiento estaba ocupado por dos señoras maduras que no comentaron nada desde que el coche saliera de su origen. Parecían no tener hambre ni sed. En cambio el matrimonio tenía abierta una valijita y destrozaba un pollo que no olía bien, compartiéndolo con la señorita que aceptaba con algo de desconfianza. Pronto quisieron tirar las sobras por la ventanilla pero recordaron la prohibición del chofer, y la mujer pidió a su marido que hiciera un paquete y lo ocultara debajo del asiento. Lo más molesto fue cuando ella misma le recriminó haber comido el pollo: ahora tenía mas sed que antes. La señorita, que había mirado distraídamente hacia la ventanilla cuando el hombre ocultó los restos de la comida, no dijo nada, pero se veía en su gesto que no lo estaba pasando bien. Uno de los muchachos preguntó al viejo si tenía alguna idea de cuándo llegarían a destino. Las dos señoras del asiento delantero jugaban a la canasta. No las mortificaba el calor. Cuando el menor de las chicos orinó, la que ocupaba el asiento del pasillo se dio vuelta y vio que el líquido corría en un río hasta el asiento de Andrés. Enseguida todo se oscureció durante algunos minutos pues la nube de polvo anunciada cubrió el ómnibus. El parabrisas tenía enmarcadas pequeñas mariposas que ahora eran marrones, pero distribuídas de tal manera que no le impedían al chofer ver el camino. Aún cuando pensó limpiar el parabrisas, estaba claro para él, que no lo haría. En cuanto empezara a llover no quedaría rastro de ellas. Sacó el pañuelo y se secó la frente, la cara, el cuello, los sobacos. Se lo pasó a continuación a las señoras que un asiento atrás contaban los puntos ganados, pero ellas lo rechazaron mirándose entre sí. Sin embargo la señorita se acercó presurosa pisando el orín, y solicitó el pañuelo. Dió dos o tres toques a su frente, y sin desplegarlo se lo pasó al matrimonio que lo abrió y aprovechó para limpiarse las manos sucias de grasa. Luego fue requerido por la señora que diligente limpió los mocos del niño menor, mientras se quejaba del calor y solicitaba permiso para abrir la ventanilla. Después, el pañuelo fue a parar a manos de los jóvenes del asiento trasero, y uno de ellos empapó una parte con saliva y limpió la frente del otro, sucia de tierra. Por fin se lo entregaron a la señorita que ya había ocupado su asiento. Volvió a levantarse, piso el orín nuevamente, y agradeciéndole al chofer, se lo devolvió. Aprovechó para preguntarle si podían abrir las ventanillas. Andrés no contestó enseguida. Ella volvió a preguntar, esta vez mas inquieta, para recibir un gruñido como respuesta. Las señoras que barajaban las cartas quedaron un momento atentas a lo que pasaba, y una de ellas intentó abrir la ventanilla correspondiente. También la señorita quería abrir la ventanilla de la izquierda y pidió a uno de los jóvenes que la ayudara. Desistieron porque estaba firmemente cerrada. No cabía otra posibilidad que avisarle al chofer, o por lo menos decirle al matrimonio de ancianos que abriera la suya. Iban a hacerlo cuando vieron que el viejo forcejeaba el pestillo sin conseguir que se zafara. El viejo desistió e intentó dormir. El orín ya había cubierto el estrecho pasillo y mojaba el paquete con los restos de comida debajo del asiento. Poco a poco el paquete se fue deshaciendo y los huesos de pollo se trasladaron hacia los asientos delanteros, confundiéndose con las cáscaras de la única naranja que momentos antes compartieran los dos niños. El sol bajaba cuando los muchachos pidieron al chofer que hiciera una parada en una zona arbolada. Estaban de acuerdo con la señorita en que debían bajar, caminar un poco, descubrir algún almacén, aunque fuera lejano, y comprar bebidas para todos. La señora que ocupaba el asiento con los dos niños, los apantallaba con la revista, ya que tampoco había logrado abrir la ventanilla. Las señoras de adelante guardaron el mazo de cartas en una cajita de cartón, tratando de apartar los huesos de pollo con sus pies, y parecieron inquietarse por primera vez cuando pidieron al chofer que abriera la ventanilla. El chofer dijo que no podía parar para abrirla porque llevaba demasiado retraso. Igual explicación les dio a los muchachos cuando solicitaron que parara para bajar. Las señoras que viajaban adelante recordaron a su madre muerta, y la más asustada hurgó su cartera y sacó un rosario. Tres Aves Marías para comenzar, todo el pensamiento puesto en la difunta; un Gloria rememorando lo buena que había sido, y un Padrenuestro acordándose ya de todas las injusticias que la muerta cometiera en vida. Todo esto percibiendo el acre olor que subía del piso. La señorita miró hacia afuera y, como si lo dijera al aire, exclamó:"pronto va a llover." Los chicos se tendieron en el último asiento cedido por los muchachos, y dormían a pesar de los golpetazos. Los muchachos ocuparon un asiento detrás del matrimonio viejo y charlaban con ellos. La preocupación de uno, el rubio, era cuándo llegarían. La señora pensó que el moreno podía tener hambre y le ofreció chocolate. El moreno lo rechazó e hizo un gesto como de querer agua. El viejo señaló el cielo y estuvo de acuerdo con la señorita que pronto llovería. El chofer apretaba el acelerador. Una de las señoras que hacía un momento había rezado se sintió descompuesta y quiso vomitar. Se agachó y vomitó en el suelo lo más discretamente que pudo. Nadie lo percibió. El orín, las cáscaras de naranja, los restos de pollo y las regurgitaciones de la señora, formaron una mezcla que llegó a los pies del chofer. Los muchachos comenzaron a quitarse las camisas acosados por el calor; pronto quedaron desnudos como antiguos adamitas. El rubio era totalmente lampiño, mientras que el moreno estaba cubierto por un vello negro y rizado. La señorita trató de apartar cuatro veces la vista de ellos, sin lograrlo. Al matrimonio de ancianos les pareció bien que se desnudaran ya que se trataba de viajar con la mayor comodidad. Cuando una de las señoras se dio vuelta y creyó ver lo que pasaba, lo comentó con la otra que nuevamente tuvo accesos de vómitos. Se levantó del asiento para buscar en un bolso una colonia inglesa, y miró horrorizada los cuerpos de los jóvenes y los pechos desnudos, cubiertos de sudor, de la madre de los niños que dormitaba. Cuando los niños despèrtaron también quisieron desnudarse, y como en un juego lo hicieron, tirando sus ropas en un asiento vacío. A los ancianos les pareció correcto dada la elevada temperatura que había dentro del ómnibus. La esposa del viejo empezó a sacarse las medias; los zapatos los había olvidado hacía dos horas debajo del asiento. A continuación se sacó la blusita de organdí manchada por los inconvenientes del viaje. El marido no dijo nada; sólo la miró. Miró también a la señorita que no podía censurar a los jóvenes, porque para ello debía dirigirles la palabra, y la lengua y el paladar le dolían a causa de la sed. Se atrevió a sacarse el pañuelo de gasa blanca que le anudaba el cuello, al tiempo que lo disponía sobre los pechos de la mujer dormida. Por un movimiento fortuito de la mujer el pañuelo cayó y se embebió de orina. La señorita pareció constreñida a levantarlo y depositarlo nuevamente en el cuerpo de la mujer. Pero lo dejó ir, tocándose levemente el cuello. A los pies de Andrés el pañuelo bogaba junto a los demás desperdicios. Los muchachos, y después el matrimonio, gritaron a Andrés para que parara. Si bien era de noche alguna ayuda podrían encontrar. Los chicos tenían hambre, las dos señoras estaban a punto de desvanecerse, la señorita parecía aturdida por el calor que no había mermado. Andrés no escuchó. El ómnibus siguió enfurecido su marcha por la carretera. Volvieron a gritar. "En algún momento deberá parar para cargar nafta", pensó el rubio. "Ahí bajaremos, hablaremos por teléfono a algún lado, pediremos bebidas, una ambulancia para las señoras." Comunicó el plan a su amigo, y éste lo tradujo al oído del viejo. La señorita estaba totalmente desesperada para entender nada, por lo que se la omitió del plan. Luego empezó a llorar histéricamente.La madre de los niños se acercó por tercera vez al chofer para rogarle que parara: los niños deseaban descargar sus intestinos. Andrés miró de costado los pechos desnudos de la mujer, y pareció murmurar:"ya llegaremos." Las señoras de adelante parecieron movilizarse nuevamente y acusaron al joven moreno de llenar el vehículo de humo. El cigarrillo debía ser apagado de inmediato. Se negó el muchacho y exhaló y tragó humo a intervalos parecidos. Más tarde, y tras un corto recorrido, el cigarrillo fue a juntarse con las cáscaras de naranja, los huesos, el vómito, el orín, el pañuelo de gasa blanca, y los desahogos de los hijos de la mujer. A medianoche, la señora de adelante que ocupaba el asiento de la ventanilla, tuvo un sueño atroz y despertó gritando. Poco caso le hicieron. Pero su hermana buscó el frasco de colonia y se la hizo aspirar. La madre de los chicos fue la única en preguntar si se sentía mal. Los viejos comenzaron a agitarse en sus asientos y a pedir auxilio. La señorita chillaba diciendo que quería recuperar el pañuelo. Los niños lloraban arrinconados en el último asiento. Los muchachos consiguieron un grueso hierro, y pensaron: "con esto le daremos." Pero no había forma. Andrés debía detener la marcha aunque fuera un instante, o por lo menos aminorarla. Sólo así, acercándose por detrás, lo golpearían hasta desmayarlo. Después, conducir hasta un poblado sería fácil. La señorita pidió que por favor el rubio la apantallara. Se lo agradeció con sus ojos verdes llenos de miedo; de a poco fue calmándose. El muchacho le desprendió la blusa y el corpiño para que se sintiera mejor, y la trasladó al asiento trasero. Ella lo miró nuevamente agradecida, y más tranquila pudo contemplarlo tapándose los senos desnudos por recato. El muchacho se acostó junto a ella, y todo duró hasta que los relámpagos inundaron de luz el vehículo. Los viejos gritaron al chofer para que parara. Bajarían a la lluvia para empaparse, abrir la boca y tragar agua. Pero los relámpagos persistían sin que lloviera. Los niños que habían estado espiando a la señorita y al rubio quisieron imitarlos. Se tendieron en el asiento, uno arriba del otro, y simulaban movimientos. La madre los golpeó fuertemente con la revista y masculló una maldición. Las dos señoras rogaban a Dios en voz alta, y una recriminaba a la otra no haber puesto la Biblia en el bolso de mano. Desde la ventanilla los ancianos veían pequeñas lucecitas muy lejanas. El viejo-porque la mujer se lo pedía- se levantó y fue hacia delante. Cuando llegó hasta donde estaba Andrés le pidió que por favor parara. Se desalentó y temió a la vez porque el chofer no le hizo caso, y en cambio le gritó: "a sentarse." El viejo lloroso se arrodilló desmañadamente a los pies de Andrés. "Por favor, por favor", le dijo. Las dos señoras que miraban la escena dijeron a continuación: "en nombre de Dios." El ómnibus seguía. El muchacho moreno había prendido un nuevo cigarrillo, y un poco mareado lo dejó caer en el asiento. El humo se hizo franco y las llamas aparecieron al costado. Él las percibió enseguida, y con la ropa amontonada de los chicos inició la imposible tarea de apagarlas, pues insidiosamente cobraban más tamaño. Gritaron los viajeros, agitando los brazos y culpándose entre sí. La pareja de ancianos se abrazó mientras tosían casi asfixiados. El muchacho moreno quiso romper la ventanilla con un zapato; el rubio se acordó del hierro y lo buscó por los asientos chocándose con la señorita. Pero para todos había un hecho que era comprensiblemente claro: Andrés seguía con obstinación conduciendo por la carretera vacía. Visto desde el campo, el ómnibus envuelto en llamas corriendo por la ruta, era una desorbitante bola de fuego que disparaba hacia un lugar lejano y preciso a la vez.Guillermo Capece marzo1978
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Guillermo Capece
gracias por tus conceptos, gracias por tus felicitaciones. Te va mi pedido de amistad.
Abrazo
Guillermo
Gustavo Milione
Guillermo Capece
Muchas gracias por tu comentario; viniendo de una escritora, lo valoro mucho.
Guillermo
Elvira Domnguez Saavedra
Guillermo Capece
gracias porque te resulto interesante mi cuento; y si bien estamos lejos podemos charlar algo (auque sin copita) por este mismo lugar en Privado. Ademas, creo que vos tenés mi direccion electronica que es la misma que el MSN, agregame.
Abrazo
Guillermo
miguel cabeza
Abrazos
Guillermo Capece
muchas gracias por tu cometario tan amable.
Abrazo
Guillermo
Daniel Florentino Lpez
Clima bien logrado
Muy Bueno!
Saludos cordiales
Daniel
Guillermo Capece
te agradezco tu opinon y el que hayas sido el unico que ha leido mi cuento, hasta ahora. También me parece muy inteligente el analisis que hacés. Trate, cuando lo escribí, ya hace mucho, de no inmiscuirme mucho como escritor, sino tomar distancia y ver todas las situaciones que se daban casi desde afuera.
Como habras advertido Andrés, que es el unico personaje que se nombra, es simbolico (PoderPoder, pensamiento represivo, etc.) El cuento fue escrito en 1978, momentos desesperantes para nuestro pais que estaba manejado por mimitares.
Un abrazo, y nuevamente gracias
Guillermo
Arturo Palavicini
Increíble relato; es asfixiante, sofocante. Pareciera como una interpretación del mundo y la sociedad actual, como si la vida del mundo entero fuera ese omnibus corriendo sin sentido hacia la nada a pesar de que en su interior urge detenerse, replantear, atender miles de cosas.
La atmósfera del interior del camión es un verdadero infierno; la acumulación de desperdicios y restos de comida podrida, orines y demás recrea en mi mente la condición actual de las sociedades de todo el planeta. Vivimos en la mierda y nos sumergimos más en ella.
Extraordinario cuento. Felicitaciones amigo mío.
Arturo Palavicini