lassez faire
Publicado en Sep 09, 2010
Mi campera que fue su pocho era ahora taparrabo.
Habíamos llegado a la clínica caminando y una enfermera nos había prohibido la escalera cercana sin siquiera esforzarse por ocultar el tedio que le significaba nuestra sangrante emergencia, así habíamos debido rodear un cuarto de manzana para llegar a la sala de emergencias, sita en otro ala del edificio, en la que me enredé en un primer ataque de pánico, ese ataque que me atoró el pecho cuando comprendí que yo, que nunca había creído que existiese algo así como un depósito de buena fortuna, me encontraba con los dedos vueltos trenzas ante los dados ya lanzados, bajo los florescentes del mismo blanco pasillo en el que el médico pasaba de aquí para allá, con cara de preocupado... clamando al cielorraso yo, que nunca creí eso de que un ser todopoderoso nos resguardase del dolor inevitable y pendiente, intrínseco a vivir, y menos aún que eso lo hiciera a cambio de solemnes lamentos, huecos clamores o plegarias a figurines; yo, que creía que aquello no era más que el milenario negocio de prelados, ahí estaba, de rodillas y con las manos anudadas al rosario de Isabel, elevando por ella mi primer abracadabra de ciega fe en años, queriendo, pueril, volverlo todo atrás, creyente en que tal superchería obraría para que el inefable abandonase su porfiada mudez e interviniera, al fin, en el lassez faire de la causalidad... Quise incorporarme de un salto, una brusca maniobra que tuvo nefastas consecuencias: terminé golpeando mi parietal con un matafuegos que se desplomó con estrépito. El calor de la sangre fluyendo en cascada bañaba mi oreja izquierda cuando me desmayé.
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Verano Brisas
inocencio rex
inocencio rex
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Guillermo Capece
saludos
inocencio rex