Las bicicletas Claudio Di Renzo No resulta en absoluto extraño ver a una pareja paseando en bicicletas. De no haber sido por el peculiar lugar por el cual andaban, esos dos paseantes no habrían llamado la atención de Jorge.
Alrededor del cementerio. Ni más ni menos
Hay sitios más adecuados, por cierto, pensaba Jorge y se sonaba la nariz suavemente, como temiendo molestar a los ciclistas. Su rubia cabecita de nueve años brillaba a la luz de la tenue luna de julio. Serían como las once de la noche, y a esa hora los niños estaban en la cama soñando con los angelitos. Pero a nuestro pequeño observador nada le aburría tanto como un dulce sueño con ángeles que se esfuman al despertarse uno. Por lo tanto, siempre se las arreglaba para salir a merodear por el vecindario, y así, ver la luna si no había muchas
nubes, dialogar con los gatos y perros vagabundos, o cazar tramposamente alguna que otra arañita hambrienta por medio de un palito.
“Siempre caen, las muy forras”, se dijo Jorgito dándose importancia. A esa edad, ciertamente, cazar arañas puede ser una gran aventura, y observar paseantes nocturnos, un real acto de espionaje.
Es por ello que los observó. Detenidamente, sin perder detalle. Desde la vía del tren seguía los “pasos” de aquellos dos personajes misteriosos, que a las once de la noche no tenían nada mejor que hacer que cabalgar sobre sendas bicicletas enclenques.
Rodeando la Chacarita… ¡Qué cosa rara!
El llevaba puesto un saco blazer azul de adolescente secundario. Bajo este vestía una camiseta a rayas muy graciosa. Ciertamente todo su aspecto despertaba la risa de uno, o más bien una tierna simpatía. Su cabello rizado y cobrizo flameando como una bandera. La bandera de su mente, pensó Jorgito. Sus ojos tiernos y serenos miraban adelante cuando no deslizaban una amorosa mirada sobre su compañera. Oh! Olvidé relatarles que su acompañante de viaje era una simpática damita de su misma generación, unos 22 o 25 años, ataviada con un largo vestido rosa con volados que apenas dejaban entrever sus finas piernitas, tan flacas como las de él
. Su cabellera rizada y rubia sumaba atractivo a tan singular cuadro de película. ¡Quién necesita soñar para ver ángeles!, se decía Jorgito, mientras su roja boquita daba lugar a un bostezo sin prejuicios. Si estos no eran ángeles, realmente importaba poco, Al igual que aquellos, apaciguaban el alma.
Lo que para otros hubiera sido signo de locura y macabra perversión, despertaba, por el contrario, en el pequeño niño un sentimiento de paz y ternura sin igual. Ellos no parecían de este mundo. Su suave y rítmico pedalear les daba un aire de sapiencia y certeza de sus accionar.
No parecían de este mundo. Pero sin duda lo eran. O debían serlo.
Daban vueltas y vueltas al cementerio sin parar. Jorgito no tenía la dura fijación normativa de los mayores, pero eso no pudo evitar la sensación de asombro al contemplar semejante cuadro. Asombro de lo que veía, y también asombro por no rechazar la imagen. Pensó que sin lugar a dudas era aterrador un cementerio. El solo hecho de recordar las toneladas de carne podrida que hay allí hace vomitar a un escuerzo. El solo pensar en muertos, fantasmas y apariciones surgidas de las tumbas u otros elementos comunes a la necrópolis hace tiritar al más valiente.
Sin embargo, esas dos figuras delgadas pedaleando entre cruces y lápidas le caían a Jorgito de lo mejor. Había un sentimiento de amor entre ellos que podía percibirse, y como todo amor –aunque Jorgito aún no lo supiera por su corta edad–disipaba el temor. Una alegría desbordante y sin embargo pacífica inundaba a las tenues siluetas de los dos ciclistas del cementerio. Una paz singular. Una paz de la nada, como de muerte.
Jorgito tembló de repente ante la idea de estar viendo dos fantasmas. Pero ese miedo le duró tan poco como dura la seriedad a los 9 años.
Hay cosas que solo los niños sienten. Que solo ellos ven y comprenden.
Es por ello que no se inmutó al oír hablar del accidente. Ni parpadeó al escuchar de labios de su mamá al día siguiente la historia de dos personas que habían sido arrolladas por un tren frente al cementerio la noche anterior, tras intentar cruzar las vías en bicicleta.
Es extraño. Tampoco se sorprendió Jorgito al verlos de nuevo, al día siguiente, pedaleando en el cementerio, observándose con el mismo amor de la noche anterior, cuando aún eran de este mundo.
Y mucho menos lo inmutó el aura blanca que los rodeaba cálidamente ni la tenue luz blanquecina que despedían. Claro, ayer no eran blancos por fuera, pero Jorgito ya había sentido su blancura. Siluetas del amor, blancas y muertas, pero con más vida que muchos VIVOS.
Jorgito se rió, y mucho más se alegró al notar que ellos lo observaban con ternura desde sus rodados, sin dejar de pedalear entre las tumbas de otros muertos que nunca aprendieron a andar en bicicleta.
Era julio y los labios de Jorgito se llenaron de decisión al pedir su regalo para el día del Niño: una bicicleta blanca.
No hay duda. Hay cosas que solo los niños ven, sienten y comprenden.