EL RBOL DE LOS CHINGUES
Publicado en Nov 28, 2010
EL ÁRBOL DE LOS CHINGUES Una miríada de nubes negras y amenazantes se arremolinaba en el cielo como una fiera al acecho cuando Colqui bajó al sendero junto a sus dos compañeros de juegos. Habían estado toda la tarde atrapando lagartijas y robando huevos de codorniz en el pie de monte que se extendía junto a los cerros de la Cordillera de Nahuelbuta. -Va a llover dijo algo inquieto el pequeño Colo Colo -Mansa novedad, ¡Es invierno! replicó Manque con desgano. Si cayeran piedras debería darte susto cabro chico -Pero mi abuelo dijo que esta podía ser una lluvia terrible, un temporal - Los viejos dicen puras cabezas de pescado, no hay que hacerles mucho caso -El que está hablando tonterías eres tú terció Colqui Mi Abuelo habría dicho lo mismo. Él sabía escuchar el lenguaje de las tormentas. -Pero tú Abuelo está muerto ahora no te va a decir nada. Colqui no respondió el insulto de Manque, había aprendido de su Abuelo que cuando alguien te ofende es mejor guardar silencio hasta que el ofensor se calme, reflexione y busque la forma de reparar el daño. Por lo demás, Colqui sabía que el Abuelo Pali no estaba muerto. Desde que se había marchado a la eternidad cantando sobre el lomo del gran pez dorado. Su abuelo siempre le acompañaba, especialmente en los momentos difíciles, cuando el temor cubre la imaginación con un denso manto de desesperanza. Deberían haber bajado inmediatamente a la aldea antes de que cayera la noche, estaban a menos de doscientas medidas de la primera choza, pero siguieron jugando; Manque propuso que derribaran a pedradas los enormes hormigueros que estos insectos habían levantado junto a unos troncos viejos del lugar y todos se pusieron manos a la obra, felices y despreocupados de la hora, incluso Colqui, que le había jurado y rejurado a su Padre que no tardaría en volver. Antes de que el sol desdibujara su último rayo de luz, ya estaba lloviendo con inusitada fuerza.Todo el Wallmapu se había cubierto de una oscuridad tormentosa e inquietante. Los tres niños corrieron aterrorizados por los violentos relámpagos, en especial, por el horroroso ruido que les precedía, ¡Trarcas! Como los llamaban los antiguos. Buscaron el camino de regreso, pero la lluvia que les mojaba la cara y el miedo les impidió darse cuenta de que estaban a un paso de la seguridad y la tibieza de las chozas familiares. Comenzaron a gritar pidiendo auxilio, pero el ruido del aguacero impedía que sus padres, que a esa hora, ya debían estar preocupados; los escucharan y vinieran a rescatarlos. Colqui trató de tranquilizarse y pensar en qué le recomendaría su Abuelo ante una situación tan aterradora: ¡Busca el árbol de los chingues! le habría dicho con una sonrisa cariñosa. Donde los chingues cavan sus cuevas y se guarecen de los grandes temporales, ese es el árbol que resistirá cualquier embate de la naturaleza, por algo los zorrillos araucanos que son tan débiles, en apariencia, resisten los desastres que se llevan a otros animales que parecen tan poderosos. Colqui les comunicó a sus amigos lo que decía su Abuelo cuando ocurrían estas lluvias y, a tientas, los pequeños mapuches se acercaron a un par de árboles de Chingues que estaban frente a sus narices y se introdujeron al interior de estos gigantes de madera noble. Sus troncos eran tan espaciosos que en su interior podía guarecerse una familia mapuche completa, es decir, noventaicinco niños y cincuenta adultos con sus respectivas provisiones. La lluvia no amainaba, por el contrario; parecía hacerse más intensa en cuanto avanzaba la noche, por lo que los niños, incluido Manque, mojados y muertos de frío no hacían más que temblar y llorar dentro del árbol. Ya debía ser casi la medianoche cuando un par de familias de chingues salieron de sus pequeñas cavernas y vinieron a acompañar a los niños en un gesto de hermandad. Zorrillos y mapuches se reunieron en un tierno abrazo, adheridos como la hiedra a la roca, quizás pensando que así sentirían menos frío, quizás creyendo que iban a morir. De pronto Colqui sintió que estaba flotando suavemente en una burbuja de cristal, afuera la lluvia arreciaba e inundaba los campos de sembradío, cercando los poblados y las montañas. Colqui y sus amigos, animales y humanos, se hallaban a salvo, de tanta destrucción, deslizándose sobre un mar de nubes blancas como la nieve. La diamantina burbuja de cristal pasó por sobre la comunidad mapuche y, a través, de sus muros transparentes los niños saludaron a sus padres y les enviaron besos para que estuvieran tranquilos y conservaran la fe en los bondadosos pillanes ya que la fuerza de sus espíritus mantendría intacto el equilibrio del universo mapuche. En un momento determinado, la burbuja se detuvo sobre una araucaria, se abrió una puerta invisible y los niños bajaron a la tierra, deslizándose por las ramas que se alargaban como los brazos de una madre, frente a ellos se extendía una pradera infinita. Pródiga de frutos silvestres, zapallos dulces y hierbas aromáticas, delicadas como la seda. Los niños y los animales corrieron y comieron hasta hartarse, probando cada una de las exquisiteces. Continuaba la lluvia, pero ahora las gotas eran tibias y levemente refrescantes como una bebida a la hora del crepúsculo. La noche se desplegaba en toda su vastedad aquí se podían observar a simple vista los planetas del sistema solar y sus órbitas, las galaxias espirales, la superficie del sol y sus explosiones internas, las estrellas cuya luminosidad extinguida hace miles de años era una viajera incansable del tiempo y del espacio, los cometas y sus colas. Uno de aquellos pasó junto a los niños y los subió sobre su lomo incandescente, otro que venía más atrás recogió a los zorrillos que también querían volar y reír hasta cansarse. Primero se bajaron en el Sol y recorrieron en barcazas de oro macizo, sus océanos dorados e hirvientes sin sentir un asomo de calor o sofocación, luego continuaron su viaje por Mercurio y Venus, hasta descender en Marte, rojo como una espada de cobre. Manque se lanzó en piquero sobre Júpiter y descubrió que éste era casi translúcido como una tela de fibra vegetal, luego Colqui y sus amigos rodaron por los anillos de Saturno que estaban compuestos por decenas de miles de planetas mullidos como pelotas de algodón, sin alejarse hasta no saltar, de uno en uno, sobre los veintitrés satélites naturales que lo resguardan. -Colqui, Colqui gritó Manque a su amigo, perdóname nunca quise decir que el Abuelo Pali estaba equivocado, Tampoco lo estaba tu Abuelo, Pequeño Colo Colo; ésta en verdad sería una lluvia excepcional. -No te preocupes amigo le respondió Colqui sólo sigue corriendo -Manque no alcanzó a replicar y mientras corrían sobre la cola del cometa en viaje alcanzaron a divisar las azuladas montañas de Neptuno, en espacial a su octava luna donde aprovecharon de saludar a sus millones de habitantes, gobernados por príncipes virtuosos y sabios. Finalmente visitaron Urano con su superficie fría y calcárea, en los confines del Sistema solar, donde sólo las primitivas mariposas gigantes y los cormoranes más desarrollados podían arribar. ¡Colqui! ¡Manque! ¡Pequeño Colo Colo! ¿Donde están? escucharon los niños que gritaban algunos adultos -Papá, Papá aquí estamos dentro del árbol. El Werkén se acercó a su hijo y lo abrazó junto a Manque y Colo Colo ¿y estos amigos? Preguntó el Papá por los 9 zorrillos que se arrimaban tiernamente a las piernas de los niños. El enorme vientre del dios de la lluvia ya parecía vacío y la lluvia declinaba lentamente como el recuerdo de una pesadilla, lejana y derrotada. -Ay que nos dan preocupaciones estos niños murmuró aliviada la mamá de Colqui que aunque se veía molesta no podía contener una lágrima de alegría.
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