la farsa
Publicado en Jan 09, 2011
La farsaMario Flecha Muertos, ¿qué muertos? I Cuando el tren cruzó la frontera comprendieron que no regresarían. Mariela dormía entre ellos. Sabían que Pedro los esperaba en la estación de trenes y los albergaría en su casa. II —Mejor no pensar —se dijo Juan Diego Albarracín. Estaba de vacaciones y aprovecharía para componer música. Preparó las valijas, dobló las camisetas sobre sí mismas para hacerlas más pequeñas; hizo lo mismo con los calzoncillos y shorts. Puso las sandalias en una bolsa de plástico. Comprobó si tenía todo lo necesario, buscó otra valija para la computadora, iPod y todas las chucherías electrónicas. Abrió el baúl del coche y, después de acomodarlas, se fue a descansar antes de partir. Saldría por la madrugada para evitar el tráfico. El viaje fue un placer de unas dos horas. Entró a la casa, deambuló por la cocina, los dormitorios y se fue a dormir. Cuando se despertó, los cuartos estaban invadidos por el sol de agosto que se colaba por los intersticios de las puertas y ventanas. Los muros de piedra y las baldosas de los patios quemaban. A él se le humedecían las rodillas y le transpiraban las manos. Todos los veranos cuando esto ocurría (y ocurría todos los veranos) se inquietaba. “Angustia creativa”, le había dicho una vez Pepita. Él lo llamaba sofocación meteorológica. Envidiaba a los gatos que dormían tirados en los rincones escondiéndose del sol. Estaba sentado en el patio oscuro, donde el olor a humedad penetraba lentamente, primero por el olfato, para llegar con insidia hasta los huesos. Pensó en componer un homenaje a John Cage, al concierto 4’33” en total silencio. Sonrió con exagerada complacencia. Contó los segundos en silencio, cerró los ojos para no distraerse. 1, 2, 3... hasta llegar a los sesenta segundos. Repitió el 1, 2, 3... Al llegar a ciento veinte no se detuvo, continuó hasta ciento ochenta, decidió dividirlos por sesenta y le dio exactamente tres minutos, pero al detenerse perdió el ritmo y debió comenzar de nuevo. Está vez se molestó porque entre el segundo dieciocho y el diecinueve se había detenido más de lo necesario. Golpeó la mesa con el puño cerrado. Necesitaría de alguien que controle en silencio su silencio. Necesitaría del silencio, mientras él descubría su significado y lo transformaba en sonido. ¿Quién podría ayudarlo? Recorrió sus posibilidades hasta que las redujo a tres: Juan, Francisca o Pepita. Juan es puro nervios. Francisca se reiría, pensando que era una estupidez. Solo quedaba Pepita, la que fuera su novia en los veranos de su adolescencia. Pepita la fea. A Juan Diego le gustaban sus ojos humedecidos de risas, el tamaño desproporcionado de la nariz y los labios tan húmedos como sus ojos. Pepita se jactaba con arrogancia de que en Francia para saludar se daban dos besos, uno en cada mejilla. —Saludo francés —decía con placer. Ella era ideal para sentarse a su lado en silencio por cuatro minutos y treinta y tres segundos. La llamó por teléfono invitándola a almorzar el domingo al mediodía. Pepita vestía de domingo. Un traje azul masculino y un sombrero de paja de ala muy ancha para protegerla de la tormenta de verano que habían anunciado. En los arcos de la calle principal entraron al restaurante La Farsa, y se sentaron al lado de la ventana que da a la calle. No hablaron de las transformaciones del pueblo; ella con felicidad, él con indiferencia. —Pepita —dijo de pronto Juan Diego. Se sorprendió al escuchar su nombre. —Sí. —Necesito pedirte un favor. —¿Dinero o sexo? —dijo con sorna—. Lo primero no tengo, y lo segundo debería pensarlo, aunque todavía me gustas. Sin embargo creo que te diría que no. —Quiero que te sientes a mi lado con un cronómetro. Yo estaré en silencio por cuatro minutos y treinta y tres segundos. Vos marcarás cada segundo. —¿Para qué? —Quiero sensibilizarme, para poder describir la esencia del silencio y componer una pieza musical en homenaje a John Cage. Necesito meditar sin ser interrumpido durante cuatro minutos y treinta y tres segundos. —¿Cuántas veces? —No sé. Imagínate un alquimista que repite las mismas acciones hasta que el material que está manipulando se transforma en oro. Por decirlo de alguna manera… A Pepita se le dibujaron pequeños hipos en los labios hasta que no pudo contener la risa. Entonces dijo: —El significado del silencio está subordinado a las circunstancias en que se produce. Es la ausencia del ruido. Puede expresar diferentes vivencias. Si te reclaman un minuto de silencio por la muerte de alguien, es para interrumpir la dinámica de la vida y entrar en un espacio de dolor. Por otro lado, podés ingresar al silencio con placer después de hacer el amor. Juan Diego se sintió incomprendido. —¿Lo harás o no? —Sería inútil. Salieron del restaurante separados por silencio. Para evitar la tormenta de verano, se refugiaron debajo del paraguas. Los persiguió una joven africana con la cara hinchada de lágrimas y un bebé en sus brazos. Caminó al lado de ellos mientras con la voz entrecortada y urgencias intentaba comunicarles algo que no alcanzaban a descifrar. Desconcertados, miraron al bebé que dormía y se pusieron uno de cada lado de ella protegiéndola. —¿Qué te pasa? Barajaron todas las posibilidades. Llegó aquí después de una travesía infinita que la llevó por varios continentes; está en el país ilegalmente; si la descubren los de inmigración la suben a un avión y la devuelven a su país. ¿Cuál país? Quizás cayó en manos de una banda de traficantes humanos que la empujan a prostituirse o la explotan en los sudaderos; tal vez fue usada por contrabandistas de drogas como mula, ella se escapó, y ahora la abandonan a su suerte. Tal vez es inocente y está asustada del futuro. —Ayúdenme —dijo ella con cierta claridad—. Vienen por mí. —¿Quiénes? —preguntó Pepita. Al doblar en la esquina... —Ahí están —gritó ella, dándole el bebé a Pepita y lanzándose a correr bajo la lluvia. Antes de que pudieran reaccionar se fue perdiendo detrás de la cortina de agua. Allá a lo lejos pudieron distinguir las siluetas de dos hombres que la forzaban a entrar en un coche. Escucharon gritos y el rugir del motor del auto antes de desaparecer. —Vamos a devolver el bebé. —¿A quién? ¡Ahora es mío! —dijo Pepita —¿Qué decís? —Que es mío o, mejor dicho, es nuestro. —No, mío no es. Dejémoslo en el hospital. —¿Cómo lo vamos a explicar?... Una señora nos siguió, depositó el bebé en mis brazos y se fue corriendo; vimos cómo la introdujeron por la fuerza en un coche sin identificación para luego desaparecer. Eso no es creíble. —No lo sé. —Tienes miedo de que el bebé interrumpa tu silencio. Ella lo apretó entre sus brazos, buscaron un testigo que los ayudase, pero las calles estaban desiertas. —Podemos ir a la policía. —No entiendes: nos preguntarán el nombre de nuestros abuelos, no creerán ni una palabra. Ser policía es tener la virtud de revolver mierda. Nos interrogarán para saber qué hicimos con la madre del bebé ¿Dónde está? No podemos decirles que desapareció adentro de un coche. Nos preguntarán por el color, la marca y el número de matrícula del coche, cuántos hombres la forzaron a entrar al auto, cómo estaban vestidos, si tenían uniforme o estaban vestidos de civil. Estoy segura de que nuestras descripciones serían contradictorias y nos meteríamos en un lío. ¿Quién nos va a creer? Te repito, tenemos que buscar un testigo si querés deshacerte del bebé, alguien que haya visto todo y nos dé una coartada. —Mirá, no hay nadie. Lo podemos dejar aquí e irnos. —Andate con tus silencios y dejame sola; yo me las arreglaré. —No seas pendeja, en esto estamos juntos, nos guste o no. El bebé lloraba. —Tiene hambre. Encontraron una farmacia de turno. La empleada desconfió. ¿Qué hacían ellos con un bebé negro? —¿Cómo se llama el bebé? —preguntó al pasar la farmacéutica. —Pedro —dijo la Pepita, sin darse cuenta de que el manto que lo cubría era de color rosa. —Creí que era una nena —dijo la farmacéutica. En casa de Pepita, la bautizaron Mariela. La farmacéutica llamó por teléfono a la policía para advertirles que una pareja de jóvenes actuaban sospechosamente. Han comprado cosas elementales para el cuidado de un bebé. El policía de guardia escuchaba y anotaba en un libro con la neutralidad de quien había perdido la facultad de asombrarse. —¿Y qué piensa usted que han hecho? —No lo sé. —Gracias —dijo el policía terminando la conversación. El inspector estaba furioso, se les había perdido la hija de la inmigrante que habían arrestado. Las órdenes de actuar con discreción se veían comprometidas. Debían evitar cualquier publicidad negativa y expulsarlas discretamente. “La farmacéutica del pueblo nos ha dado un indicio, les vendió a una pareja que llevaba un bebé de origen africano. ¿Es posible que sea nuestro bebé?” —se preguntó el inspector. Desde las oficinas de la comisaría se podía escuchar a la africana murmurando en francés, mientras se golpeaba contra las paredes y lloraba con todo su cuerpo. Cuando se calmó, la hicieron compartir la celda con dos hombres recién arrestados. El inspector estaba organizando un grupo de agentes de civil para ir en busca del bebé, cuando escucharon gritos y golpes provenientes de la celda, y vieron a los jóvenes golpeándola ferozmente. Ella tirada sobre el suelo, cubriéndose la cara con las manos; ellos pateándola indiscriminadamente por todo el cuerpo. Al escuchar los pasos de los carceleros se retiraron a un rincón de la celda. —¿Qué hicieron? —La matamos. —¿Qué? ¡Locos de mierda! ¿Por qué lo han hecho? —Vienen al país a robarnos, a prostituirse. Decidimos darle una lección —dijo uno de ellos—. En nuestro país no queremos este tipo de gente. —Ustedes son un par de asesinos. —Gente como ella no merece vivir. Desesperado, el inspector los envió a otra comisaría, mientras decidía cómo deshacerse del cuerpo de la víctima. ¿Cómo presentar la muerte bajo su custodia sin despertar sospechas de brutalidad policial. Sin ser acusado por la prensa opositora al gobierno de utilizar métodos violentos para controlar la inmigración? —Mierda, ¡esto tenía que pasarme a mí! Juan Diego y Pepita alimentaron a Mariela, y discutieron como deshacerse de ella y resolver el misterio de la mujer raptada. Decidieron que él iría a la comisaría a denunciar la desaparición de la mujer, y luego ella, a entregar el bebé al hospital. Juan Diego se presentó a la comisaría. —¿Nombre? —Juan Diego Albarracín. —¿Profesión? —Músico. —¿Número de documento? —022247680 —¿En qué puedo servirlo? Sorprendido, el policía de guardia dedujo que ocultar el crimen iba a ser más complicado de lo esperado. Creían que nadie los había visto raptarla. Se equivocaron, porque del otro lado del mostrador había un hombre denunciando el secuestro. —Perdón, ¿usted está acusando a la policía del rapto de una mujer? —No, no estoy seguro de quién lo hizo; he visto a dos hombres arrebatarla de la calle y desaparecer antes que pudiese reaccionar. El policía lo abandonó sin responder. Pretendió ocuparse de otros asuntos, salió y entró varias veces de la oficina, ignorándolo. Entre entradas y salidas, Juan atisbó el cuerpo de la mujer sobre el piso del pasillo. —¡Es ella! —dijo. —¿Quién? —Ella, la mujer; está tirada ahí sobre el suelo. El policía se desentendió y salió nuevamente. Al rato volvió. —¿En dónde estábamos? —En el cuerpo que está en el pasillo. —No entiendo, en el pasillo no hay nada. —Yo la he visto. —Mire, usted asegura que vio cuando la raptaban y no puede describir nada, no sabe la marca, ni siquiera el color del auto, y ahora dice que está en el pasillo. Puede pasar y comprobar que no hay nadie. Me parece que usted tiene alucinaciones… —sonrió, abriéndole la puerta. Se asomó y el corredor estaba vacío. Descubrió un jirón de la tela del vestido que ella llevaba puesto, y lo escondió en su bolsillo. —El bebé lo… —trató de decir. —Me parece que usted está fatigado —dijo con desprecio—. Tal como comprobó, aquí no tenemos a nadie. Por favor váyase, me está haciendo perder tiempo. Juan Diego apretó el pedazo de tela que había levantado y salió de la comisaría. “Puto silencio” —pensó de camino a la casa de Pepita. —La vi tirada sobre el suelo; después la hicieron desaparecer, pero no del todo; se olvidaron de ocultar un pedazo de tela de su vestido que tengo aquí —dijo abriendo la mano y mostrándoselo a Pepita que escuchaba aterrorizada. —¿La mataron? —Es posible. —Tienen todos tus datos. —Sí. Mariela dormía. Ellos, agotados, se sentaron en el sofá frente a la televisión. Una locutora leía ininterrumpidamente la mezcla de informaciones y desastres cotidianos. —Últimas noticias: “Esta mañana fueron encontrados los cuerpos de dos jóvenes drogadictos, posiblemente baleados por narcotraficantes. En la vivienda también se hallaba el cadáver de una inmigrante ilegal. Se sospecha que los jóvenes asesinaron a la mujer tras una pelea. La naturaleza del enfrentamiento no podrá ser determinada hasta nuevas investigaciones”.
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VERONICA MOLINA DIAZ
Gustavo Adolfo Vaca Narvaja
Un abrazo
gabriel falconi
pensé por un momento que era parte de una novela corta o algo asi
igual esta barbaro ....
saludos y felicitaciones
te dejo mis estrellas
Leidy Mar
Es una narracción excelente.Los sueños guían a Constantino al lugar donde las ratas tienen poder sobre todo, y donde debe darse la inevitable cita con la muerte.
Pleno uso de los elementos de ficción: La confusión, el desorden cronológico y el elemento onírico alcanzan a distorsionar la realidad del lector. El ambiente está bien recreado con las descripciones y los diálogos, como siempre, muy bien logrados.
Saludos.
doris melo
mario flecha