La Casa (Relato de horror zombie)
Publicado en Jan 21, 2011
La Casa.
Cuando tenía cinco años mi padre me dio la lección más importante de mi vida. La vida no es justa, no tiene qué serlo. Le tienen sin cuidado los deseos que tengas, los anhelos, si hiciste algo, igual te va a patear las bolas hasta que no puedas más. Por eso debes estar preparado para todo. Y éstos dos últimos meses me han demostrado la universalidad de esa ley. No recuerdo cómo empezó, pero para ahora creo que no tiene importancia. Había visto películas donde la gente se ve enferma, agripada, o donde se habla de casos desatados de violencia. Pero las películas se equivocan, Hollywood es una gran mierda, ya lo decía mi padre. En realidad todo empezó con la pérdida de las comunicaciones públicas y la apropiación por parte del ejército. Supongo que no querían que nada se supiera. En su infinita arrogancia, creyeron que podían controlar todo, que no pasaría nada. Sólo comunicaban que los ataques terroristas estaban controlados, pero que había toque de queda. Nadie sabía de qué puñeteros ataques hablaban. En lo que a mí respectaba, todos se podían ir al carajo. Pero luego de repente un día cayó la comunicación televisada y radiofónica, y con ella a los pocos días, la electricidad. Para entonces algunos hablaban de ataques contra seres humanos, que eran mordidos para luego volverse a atacar a otros humanos, pero nunca se cree en ese tipo de cuentos. Es como decir que alguien ha visto hombres lobos jugando con caperucita, simplemente es de orates. Sin embargo eran verdad. Todos hemos visto alguna película de muertos vivientes, pero la realidad es mucho más aterradora. Yo supe que era verdad una semana después que los ataques comenzaron. Volvía una noche del trabajo con mi chica, una hermosa rubia con curvas de miedo. Al dar vuelta a la esquina, una cuadra antes de mi casa, sentí cómo una mano me jalaba hasta llevarme al suelo. Lo siguiente que recuerdo son las tripas de mi chica desparramadas por el suelo y a un infesto imbécil saco de pus lamiendo del suelo. Era verdaderamente repugnante. Mi chica ya no gritaba, fueron segundos los que tardó en morir, y otro imbécil se esforzaba por alcanzarme. Como pude me deshice de él y corrí a refugiarme en casa, con un montón de ellos pisándome los talones. De eso ya tiene un mes y tres semanas. Dos meses desde que iniciara lo que todos llaman el Apocalipsis, y yo llamo mi infierno personal. Me refugié en casa con la esperanza de que todo pasara, pero ya ven las películas, nunca pasa, sólo empeora. Por suerte seguí las reglas de mi padre. Mi casa estaba bien surtida de alimentos, armas e incluso baterías, agua embotellada, galones para bañarme e incluso libros con los cuales entretenerme. Él no esperaba una infestación masiva de Necrófagos, pero sí un terremoto, golpe de estado, etc. Sabía que en una situación así no sólo debes contar con víveres, sino también con armas y los cojones para usarlas. El problema aquí es que mis provisiones, como lo recomiendan los especialistas, eran sólo para dos semanas quizá tres racionándolas, y llevo mes y medio en casa. Pero estaba relatando cómo es que toda mi vida se fue a la mierda. Cuando me encerré en casa, aquellos estúpidos pedazos de carne descompuesta comenzaron a golpear mi portón. Querían derribarlo, de verdad querían un pedazo de mí. Como pude, en mi acojonado estado, perdonarán la expresión, corrí tras unos troncos, grandes troncos, a mi jardín, que esperaban poder ser usados como leña más adelante. Los apilé y corrí al interior de la casa rogando a todos los dioses y santos habidos y por haber que esos putos horrores no tuvieran la genial idea de saltar el muro que separaba mi hogar de la calle. Por suerte eran tan idiotas que no atinaron a hacer otra cosa que seguir golpeando. Ya en el interior lo primero que hice fue prender la televisión. Quería saber si por primera vez desde que la caja idiota se inventó, transmitían algo que valiera la pena verse. Quizá algo sobre lo que pasaba afuera. Nada. Si, simplemente seguían con su mensaje de seguridad y su intento de tranquilizar a todo mundo. El jodido mundo se estaba yendo al diablo y el gobierno sólo nos decía que todo estaba bien y que nos quedáramos calmaditos esperando ser el siguiente plato en el menú zombie. Porque eso eran, zombies. Había visto mucho cine, mucha serie de tv e incluso mucho pinche disfraz en Halloween. Sí, eran zombies, y estaban pegando en mi puerta como si el universo fuera sólo eso. Tenía miedo, mucho miedo, estaba hasta la madre de terror. Quise llorar, sabía que no podía salir y mi familia estaba a media ciudad de distancia. Pensé en ir por ellas, pero sabía que estaba sitiado. El teléfono. Eso era, podía marcar el teléfono y avisarle a la policía, a mi familia y a toda la ciudad si así me sentía seguro. Levanté el auricular, aunque con miedo de que no hubiera línea. La había. Marqué el número de casa de mi familia. Pude marcar primero a la policía, pero me importaba más asegurar el bienestar de los míos. El que no me entienda es porque tiene muy poca madre. Yo sí tenía, y quería asegurarme de que estaba bien. Sonó una, dos veces, tres, pero nadie contestó. O bien no estaban en casa, o ya nadie podía contestar. Colgué y marqué a la policía, pero una grabadora me desilusionó. Caí en la cuenta de que nadie vendría por mí, ahora era sólo yo y nada más yo. Me dieron ganas de vomitar y por costumbre corrí al jardín de enfrente. Quería vomitar en un lugar que no apestara la casa. Mientras el desayuno, la comida, la cena y la cerveza obscura que ingerí en todo el día salían de mi estómago, los parásitos come carne seguían golpeando, más ruidosamente si cabe. Una vez terminé, la fase traumática había pasado. Razoné que si quería sobrevivir debía ser muy inteligente. Entré en casa e hice todos los preparativos para sobrevivir. Racioné el alimento, poniendo especial énfasis en que durara lo más que pudiera lograr, por si había un rescate no me hallaran rogando por un mísero pedazo de pan. Luego aprovechando la electricidad, sabiendo que si esto seguía no había forma de asegurar el suministro, cargué todas las baterías recargables que pude encontrar, y aproveché el filtro eléctrico de la casa y una doble parrilla eléctrica para potabilizar más agua. Cuando había acabado con todo ello, pasé a lo más acuciante. Saqué mi armamento, una hermosa Remington 750, con mira láser adaptada y acabados de titanio; una Taurus .9 mm, dos Beretta del mismo calibre; una Colt .45mm; dos rifles de asalto ak47; un rifle de asalto m4, de poco alcance pero seguro; dos rifles de asalto m16, para distancias más largas; varias granadas de fragmentación; algunas bombas incendiarias; un par de Ninjatos (espadas ninja) de mi tiempo entrenando; algunas estrellas y todo un set de cuchillos de lanzamiento. Procedí a aceitar, cargar y preparar las armas de fuego, y por dos días me entretuve afilando las punzo cortantes. Cuando hube terminado me sentí mucho mejor. Mi estúpida histeria había pasado. Ahora me sentía seguro, me sentía armado. Podía enfrentarme a lo que sea. Subí al segundo nivel de la casa y desde ahí, binoculares en mano, me dediqué a vigilar mi casa. Todo eran Necrófagos hasta donde la vista alcanzaba. De verdad era una marejada. En verdad el mundo ya se debía haber ido al demonio. Seguí divisando por días, atento a lo que se pudiera escuchar. Un avión, un helicóptero. Incluso colgué un globo de la mitad de mi tamaño en el techo de la casa, con muchos colores y las siglas S. O. S. grabadas en él. Nadie apareció. Nadie, salvo los que eran comidos afuera, llenando de gritos y súplicas de piedad el ambiente. Yo hacía caso sordo, sabía que ahora cada quién estaba por su cuenta. Rescatar a alguien sólo significaba menos provisiones. Pero algo más sucedió. Al tiempo que la soledad y la falta de contacto con el ser humano desaparecía, mi humanidad, contrariamente, comenzó a aflorar. Lo que originalmente había ideado como un armamento para poder escapar, se volvió el último acto piadoso para la gente de afuera, cada vez más cerca de la extinción, aumentando en número la cantidad de No Muertos en la calle. Todo empezó una de las mañanas, no recuerdo cuál. Un niño, de no más de cinco años, corría gritando, intentando alejarse de todo el horror. Antes de que pudiera correr cien metros, uno de ellos lo derribó y le mordió la pantorrilla, arrancando tejido, músculo, tendones. El niño gritaba con horror, suplicando. Yo había visto lo que pasaba. El virus tardaba menos de treinta segundos en hacer efecto, así que antes de ser devorado lo suficiente como para morir totalmente, los Zombies se darían cuenta que ya no era carne pura y le dejarían, para luego verlo levantarse y engrosar sus filas. Así que oyendo los gritos de horror hice lo único benévolo que podía, sabiendo que no podía hacer nada más. Levanté mi fusil y apuntando a la cabeza disparé. Sus sesos explotaron con la bala como si fuera una piñata. La masa cerebral salió lento por el orificio y todos los hijos de puta zombies voltearon hacia la casa. Ver el orificio en la cabeza del niño casi me vuelve loco, sobre todo después que una de esas malditas aberraciones, una mujer morena, desnuda con los pechos caídos y sin un pedazo de pierna, introducía los dedos por el orificio y sacaba un pedazo de masa encefálica para llevársela a la boca. Pero el niño, ese angelito que sólo había cometido el error, quizá, de alejarse de sus padres, si no es que se encontraban entre todo el mar de muerte, tenía una cara de absoluta calma. Vomité otra vez, y luego cerré la ventana mientras abajo se oían los golpes de esos infelices. Durante el tiempo restante, las semanas, me dediqué a vigilar, casi sin apetito a comía mi ración de comida cada que era momento, con precisión casi de minutos. Luego me sentaba en la ventana, apuntaba mi fusil, y a veces mataba a algún infeliz que me resultaba especialmente repugnante, igual mataba a algún pobre humano que había caído en sus fauces. Poco a poco mi artillería se iba acabando, igual que la comida, mis bebidas y el agua para bañarme. Pero no la echaba de menos. Sabía que había sido más humano que en toda mi desperdiciada vida, y si me quedaba sin armas y sin comida, era lo mismo que tenerla, porque si pasaba mucho tiempo sólo, ahí, me iba a volver loco y quizá hasta dejara entrar a esos mierdas a hacer una cena show conmigo. Así que disfruté de lo que tenía, baleando a diestra y siniestra, viendo volar las cabezas de todos esos mentes vacías. Hace recién una semana, algo pasó. Me enteré que mi vecino, un presumido del asco, aún estaba en casa. Me di cuenta porque, a la media noche, como si la obscuridad fuera a ocultar a alguien de esas bestias estúpidas, salió de su casa intentando alcanzar su auto, supongo que queriendo huir de nuestro particular círculo del infierno. No había dado más de tres pasos fuera de su puerta, cuando tres zombies se abalanzaron sobre él. Uno de ellos, un joven de unos quince años, sin manos, a quien logró quitarse de encima de una patada tirándolo al suelo, se estiró de su lugar en el asfalto y mordió a mi vecino entre los genitales, arrancándolos de tajo y masticando con locura. Otro mordió su carótida y antes de que me diera cuenta o pudiera hacer lo mismo que con todos los humanos anteriores, ya estaba muerto. Me quedé quieto observando. No sólo porque fuera horripilante, pues ya había visto esa escena muchas veces, sino por saber que le sucedía a alguien cercano. A un conocido. Los zombies comían de él con vehemencia. Antes de que pasaran cinco minutos, sólo quedaron sus huesos. Los tres se levantaron y siguieron buscando comida. Yo continué inmóvil hasta los primeros rayos del sol. Sin embargo, al amanecer algo me llamó fuertemente la atención. En el suelo, a escaso medio metro de los huesos sangrantes de mi vecino, se encontraban las llaves de su auto. EL auto, podía usar su auto. Sólo era cuestión de llegar hasta ahí y huir hasta donde esos infelices nunca hubieran llegado. No obstante, unos minutos después cambié de parecer. No había a dónde ir. Era suicida llegar al auto. Aunque mis provisiones estaban bajas, ¿a dónde iría? Un momento, pensé. No podía servirme para huir, pero mi casa era perfectamente segura. Llevaba un mes y dos semanas y no había logrado entrar ningún zombie hijo de puta. Así que sólo necesitaba salir, tomar el auto, y buscar provisiones. Conocía la ciudad como la palma de mi mano. Podía salir, subir al auto y todos los dioses me protegieran, si todo salía bien, ir por provisiones, regresar y hacer lo mismo cada que lo necesitara. Era un mini Cooper 2008, algo pequeño, pero que muy bien me podía proporcionar el espacio suficiente para adquirir alimentos y algo de cerveza, bendita cerveza. Corrí a traer una escalera, un gancho de ropa y modificándolo, por encima de la barda jalé las llaves sin que ningún puto chupa médula se diera cuenta. Luego regresé a la casa, me armé con las pocas municiones que me quedaban, las granadas, mis cuchillos y mis ninjatos, y una vez estuve listo, tomé aire, me fajé los pantalones, me apreté los huevos temiendo que los come carne me dieran el mismo tratamiento que a mi vecino y tendí una cuerda amarrada a las vigas de la casa, para luego pasarla por la barda. Subí a la escalera cuidando que la cuerda no se regresara y salté. En ese instante tomé dos granadas y las lancé lo más lejos que pude. Abrí lo más que pude la boca para que las explosiones no reventaran mis tímpanos y comencé a correr al tiempo que las granadas estallaban. El efecto fue inmediato. Todas las alimañas corrieron tras las granadas. Yo corrí, saqué las llaves, abrí el carro y entré. El interior olía a tapicería nueva, a pesar de no ser un nuevo modelo. Pero no me fijé mucho en ello. Tanto hijo de perra no da oportunidad de apreciar lo bonito de la vida. Metí la llave en el contacto, pero a punto de prender el motor, me di cuenta que los niveles de gasolina casi estaban en ceros. Puñetera suerte. El único auto y sin combustible. Busqué dentro del auto, sólo había una mochila. Antes de que algún zombie me viera, salí del auto, aunque sin cerrarlo con llave, regresé corriendo a la barda y cuando comenzaba a subir, los primeros brutos carne podrida se dieron cuenta, pero para cuando llegaron a la pared, ya era muy tarde. Yo estaba del otro lado. Me senté a llorar, comprendiendo mi suerte. Podía desplazarme por diez minutos quizá, no más. Desesperado busqué a ver lo que había en la mochila, pero lo único que encontré fueron inútiles folders y una barra energética. Todo el riesgo por una jodida barra energética. Eso si era el colmo de la ironía. En toda mi puta vida nunca comí una barra energética, y ahora, me había arriesgado para encontrar únicamente eso mismo. Me decepcioné y seguí disparando como de costumbre, hasta el día de ayer. Me quedé sin balas, salvo una, en mi amada Taurus, que esperaba pudiera usar en mí mismo si llegaba el momento en que me quedara sin nada. Pero entonces vi a lo lejos algo que me asombró y me hizo recuperar la fe perdida. A lo lejos, precisamente a unos diez minutos de camino hacia el sur, una luz se prendía y se apagaba de manera intermitente, pero irregular. Era clave Morse. Alguien hacía clave Morse. Me sentí feliz, no era el único superviviente en la ciudad. Alguien había tenido los cojones suficientes para resistir. Además, el mensaje no pedía ayuda. Decía: Casa de seguridad, alimento a cambio de manos que empuñen armas. Un mensaje complejo, sólo para que alguien entrenado lo viera y lo comprendiera. Eso era lo que buscaba. Decidí jugarme el todo por el todo. Así que así sería. No, así será. Hoy me lo jugaré todo. Saldré bajando la pared, usando otras dos granadas, luego subiré al carro y conduciré. Viajaré atropellando hueso y carne, hasta llegar a pedir refugio. Después de todo aún tengo armas y la astucia para usarlas. Me aceptarán. Me he armado de nuevo, he puesto la cuerda y estoy a punto de salir. Si no lo logro, al menos espero que algún superviviente lea esto, que estará en una pequeña mochila que llevo al cinto. Pero lo lograré, soy un guerrero. Fallar no es una opción. Así que quizá este sea el adiós, aunque no lo creo, gracias a quien lea estas páginas, y sepa que un hombre resistió… No puedo creerlo. En verdad no puedo creerlo. Ésta es la cosa más loca que me haya pasado, o que quizá le haya pasado a alguien. Seguro que nadie me creería si no lo viera. Es de pinche película de horror. Me aterroriza y al mismo tiempo me hace conocer mi suerte. Quiero contar lo que me pasó el día de anteayer, o esto jamás estará completo. Salí de la casa con las granadas y los cuchillos en mano. Antes de poder lanzar alguna de las granadas, tuve que clavar mis dos cuchillos en la cabeza de una adolescente rubia que, seguramente antes del infierno, había sido toda una preciosura. Debí sentir lástima por ella, pero estaba muy ocupado en salvar mi culo. Luego solté las granadas, dos nuevamente y corrí al auto. Estaba por llegar a la puerta cuando un maldito zombie se me puso enfrente. Era un mastodonte de quizá cien kilogramos, parecía fuerte, así que no me arriesgué, tome una de las espadas y le rebané la cabeza finamente en diagonal. Cayó muerto al suelo y para mi jodida suerte, la puerta del mini Cooper achaparrado quedó bloqueada por esa mole de carne podrida. Me acerqué y jalé con fuerza para quitar el obstáculo, y a punto de abrir la puerta, un dolor punzante, que quemaba y penetraba a la vez, se hizo sentir en mi muslo. Era uno de esos pútridos cadáveres ambulante, que había logrado morderme. No tenía piernas, se arrastraba moviendo su abdomen sobre la acera. En un ataque de locura o furia, o quizá de ambas, le puse la pistola en la cabeza, esa en la que guardaba la bala para mi y disparé. Su cerebro quedó regado por el suelo, al tiempo que abría la puerta y me metía en el vehículo. La mordida me quemaba, pero extrañamente no sangraba. Sabía lo rápido que ese virus era, y que estaba perdido. Lamentablemente había perdido el juego y me iba a volver alguien como esos. No, no podía permitirlo. Tomé las llaves, las introduje y en un nuevo arranque, aceleré el auto y me perdí rumbo a la casa segura. En mi mente había una lucha entre dos pensamientos. Uno que me aseguraba que si llegaba a esa casa todo estaría bien y otro que me indicaba que todo estaba perdido. Había sido mordido. Pero de golpe me di cuenta de algo. Todos los humanos mordidos que había visto, sucumbían al virus en menos de un minuto. Yo ya llevaba al menos dos al volante, llevándome No-Muertos entre las llantas. Algo sucedía. Me vi al espejo. Mis venas saltaban, como las de todos esos infelices, pero poco a poco disminuían. Por lo demás sólo sentía un hambre infinita. Aceleré y en unos minutos estuve a media cuadra de la casa de las luces. Descuidado de la carretera, y acelerando el paso, estuve a punto de chocar con un muro. Giré bruscamente al darme cuenta y en lugar de chocar, mi coche se volcó. Inmediatamente los zombies voltearon, pero igual vi reacción en la casa, que apagaba las luces. Abrí la puerta y salí arrastrándome del auto. Inmediatamente eché a correr con esos cabrones persiguiéndome. Seguí hasta la puerta de la casa y grité que me abrieran, que traía armas. Se oyeron postigos moverse, pero eran muy lentos. Hice lo único lógico que pude para ganar tiempo. Tomé mis únicas dos bombas incendiarias y las lancé contra toda la congregación de parásitos que me seguía, de la que pronto quizá yo también formara parte. Los zombies ardieron al instante, luego la puerta se abrió y un grupo de manos me jaló hacia adentro. Después de quitarme las armas estuvieron a punto de matarme, pero cuando dije que yo podía ser una cura todos se quedaron mudos. Expliqué lo que me pasaba, luego todo sucedió muy rápido. Fui confinado, alimentado con carne, aunque nunca pregunté de dónde provenía, quizá de una pequeña reserva, pues en realidad ayer me di cuenta que me basta con poca carne, aunque no tolero ningún otro alimento. Me han regresado mi libreta, y han prometido hacerme estudios en busca de una cura, y si demuestro que no hay peligro, me dejarán libre. Mientras tanto tengo suerte, sobreviví a lo que otros no pudieron. Y si lo que quieren es matarme cuando terminen, bueno, te tengo una noticia. También se cómo hacer de mis manos un arma, y tengo la fuerza y los sentidos de esos que nos persiguen allá afuera. FIN.
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