De impunidad y de ignorancia
Publicado en Jan 22, 2011
Lamenté encontrarte, pero ya no podía arrepentirme. Sentí tu mirada penetrando la penumbra y, aunque no podía asegurar que me hubieras visto, permanecí inmóvil. Ya frente a mí, sonreíste fingiendo un gusto imposible. Yo correspondí el saludo inclinando levemente la cabeza y extendiendo la mano, la cual no tomaste en cuenta. “Y qué, ¿qué haces por aquí? No me digas que ya dejaste el hábito de aburrirte hasta morir.”, me dijiste como si no hubieran pasado al menos diez años. “Desde luego que no, pero aún sigo perfeccionándolo.”, respondí con el espontáneo sarcasmo que me provocaban los comentarios mala leche. Ya no dijiste nada. Estaría adivinando si dijera que te había callado o que fue prudencia de tu parte. “¿Quieres algo de tomar?”, pregunté seguro de tu negativa. “Jótabe con ginger, ¿y tú?” “Una botella de agua.”, respondí preparándome para otra dosis de mala leche. “Tarde lo dejaste, ¿no?” “Para nada. Es lo mejor que me ha pasado en la vida. Provocar tu huída por borracho y después de tu partida, dejarlo definitivamente.”, te dije sonriendo de oreja a oreja. Nuevamente, silencio, ahora sí seguro de que este no tenía nada que ver con la prudencia. Noté que en diez minutos nadie se nos había acercado. No había nada que preguntar, ambos estábamos ahí solos. “¡Patético!”, pensé con la sonrisa de quien recordara algo divertido, sin embargo, no preguntaste nada. Llegaron las bebidas. Concluiste el primer trago con un gesto de repugnancia inaudito. Me invitaste a probarlo para confirmarme que no exagerabas a sabiendas que no podía. No tenías sólo mala leche en los dichos sino también en los hechos. ¡Seguías siendo la misma! Como respuesta a tu petición di un largo trago a la botella de agua el cual concluí con un gesto de repugnancia igual o mayor al tuyo. También te invité a confirmar que no exageraba. Luego empezó lo serio. “No creerás que te encontré aquí por casualidad, ¿verdad?”. Sí lo creía. “¿No?”, pregunté fingiendo sarcasmo. “¿Por qué me sigues?”, continué, buscando borrar el último vestigio de mi inocencia. “Necesito tu ayuda.”. Seguramente no pude disimular la sorpresa, porque continuaste de inmediato. “No te preocupes, no es nada malo. Te lo pido a ti porque tú eres el único que puede ayudarme.”. El efecto fue contrario a lo que buscabas, ya que la curiosidad y dudas se hicieron mayores. Sin embargo, no podía negarme inmediatamente, aunque sabía de antemano que la respuesta sería “No”, pero antes quería oír la historia completa. La pregunta lógica, “¿Por qué soy el único que puede ayudarte?”. “Bueno, no eres el único, pero si el que hasta cierto punto tendría más experiencia.” De nueva cuenta mi cara de interrogación y de nueva cuenta la justificación. “No es nada malo. Necesito un consejo para salvarme,…bueno no a mí,…mi matrimonio.”. “¿Qué? ¡Estás casada!”. “Sí, pero si no me ayudas, por poco tiempo.”. Sonreí, sin poder limitarme sólo a eso. Empecé a carcajearme sin ningún escrúpulo. Los que nos rodeaban voltearon a verme asumiendo que había tomado de más. Sólo me observabas y por más que trataba de controlarme no podía. No hiciste ni dijiste nada. Te quedaste observando hasta que terminó por si solo el incidente. “¿Qué esperas que haga?” “Necesito que hagas que mi marido me sea infiel.” “¿Qué? Creí que estabas un poco desorientada hace diez años, pero ahora, ¡estoy seguro que estás loca de remate! ¿Cómo se te ocurre eso? “¡Ni lo conozco, ni me conoce!”. “Tranquilo, sólo no sabes quien es,… pero sí lo conoces.” Ahora el que quedó callado fui yo. Esto de los “egos machistas” es una verdadera crisis existencial. No era posible, pero apareció una sensación muy parecida a los celos por alguien que no sabía quien era y que tenía, al menos, diez años saliendo contigo. Sin embargo, el sólo saber que me conocía, me había inquietado de tal manera, que ahora ni yo me soportaba. “¡Ridículo!”, me dije tratando con todo de no reflejar mi estúpida molestia. Insististe, ”¿No quieres saber quién es?”. Mi respuesta no pudo ser más pueril, “¿Para qué?” Sonreíste, “No entiendo a los hombres. ¡Estás celoso!”. Era tu turno, empezaste a reír sin control. Nuestros vecinos de copas ahora te veían a ti como “la tomada”. Yo sólo te observaba aguardando terminara pronto el efecto de tu descubrimiento, pero este tardó más de lo que yo esperaba. Una vez que estuviste de nueva cuenta en tus cabales. Me miraste conteniendo al máximo una carcajada. “Es Iván Samperio” “¿El que te cantaba Tómame o Déjame hace quince años? No lo puedo creer. ¡Creía que ya se había muerto!” “No, el que se murió fue su hermano.” “¿Quieres que ese güey te sea infiel? Ese cuate no le sería infiel a una muñeca inflable. Está muy raro lo que me estás pidiendo, ¡surrealista totalmente, estás loca! Esto no puede terminar bien. Las cosas tan torcidas y atípicas siempre tienen un final desastroso.” “Cálmate, lo único que tienes que hacer es orillarlo a la tentación de la infidelidad. La verdad no sé cómo, tal vez…¿pagando? Yo te daría el dinero” “No, no aceptó. Es una locura y tu misma eres una locura. No sé cuál es tu finalidad, ni quiero saber, pero no es nada cuerdo y no te voy a ayudar. Nos vemos dentro de otros diez años.”, terminé de decir esto y me dirigí a la puerta ansioso por salir. Una vez en la calle, me percaté que nadie me había detenido y que no había pagado la cuenta. Iba a regresar, pero no lo hice, “Una de cal por las que van de arena.”, pensé. Mi coche no estaba lejos, pero al ir avanzando las ideas respecto a este encuentro se volvían alucinantes e iban desde la locura que pensaba hacer esta mujer hasta los alcances que puede tener un ser humano con tal de lograr algo. Cuando llegué a mi carro, vi, recargado en él, a un hombre de mediana estatura entre los límites de la obesidad y el sobrepeso, calvo, de lentes gruesos, pero modernos, vistiendo un traje blanco que le apretaba. No lo reconocí, pero cuando empezó a hablar, de inmediato supe quién era. “Que te pareció mi esposita. Dónde fuego hubo…”, sonrió. No contesté nada. Me mantuve a la expectativa. Él continuó hablando. “No sé por qué las personas no se conforman con lo que tienen, ¡eso hago yo! Así no me meto en problemas.” No necesitaba que me dijera más, el imbécil creía que su mujer y yo lo engañábamos. “¡La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida! ¿Qué está pasando? ¡Qué hago, qué le digo!”. Una torpe creatividad oratoria empezó a acumularse cuando vi, a medias, la cacha de una pistola asomándose por debajo de su vientre. En principio quise mantener la calma. Pensé que mostrar nerviosismo era lo mismo que declararse culpable. Por otro lado, decirle la verdad, “Lo iba a tomar con una burla”, ¡quién iba a creerme! “¿Cómo estás Iván?”, pregunté en automático. “¿Iván? Creo que es la primera vez que me llamas así. ¿No te acuerdas que me decías El Mocedad?” Sonreí por reflejo, sin pensarlo, pero la realidad volvió a ponerme serio de inmediato. Estaba frente a un estúpido marido celoso, armado y a punto de iniciar un cuestionamiento para el cual no tenía una sola respuesta congruente. “Sí lo recuerdo, pero eso fue hace mucho tiempo, ¡muy inmaduro de mi parte!”, le dije sin querer ahondar más. “En su momento, te causaba mucha gracia.” Ya no respondí. Me fui directo a tratar de aclarar la situación. “Creo adivinar lo que estás pensando, pero te aseguro que estás equivocado.” “¿Qué estoy pensando?” “Que tu mujer y yo…”. No pude terminar la idea. Los gritos de su mujer a mis espaldas me detuvieron y me dieron el alivio de sentirme a salvo. “¡Iván!”, gritaste previniendo un ataque que, aunque yo también lo pronosticaba, aún no ocurría. Luego, ocurrió lo más confuso. “Lo acepto. ¡Te engaño con él, pero todo ha sido sólo para recuperar tu amor! Creí que celándote con el hombre que más detestas volverías a mí.” No sabía que decir, que hacer. Esto era una locura. ¿Cómo había sucedido todo esto? “Iván, Iván, ¡no es cierto! Tengo sin verla diez años. La encontré aquí por casualidad.”. Iba a contarle lo que me había pedido, pero estaba seguro que complicaría la situación. “¡Eres un cobarde! Claramente te dije que todo debía terminar porque lo único que quería era recuperar a mi marido. ¡Por eso saliste como saliste!”. “No es verdad Iván, ella quería que la ayudara para que tú le fueras infiel.”, cuando terminé de decirlo, sabía que estaba perdido. “Pero mejor decidiste ayudarla a ella a serme infiel.”, me dijo al tiempo que sacaba la pistola. “¡Sube al carro!”, me ordenó. Subí en la parte de atrás y puso los seguros para niños. No pasó mucho para que pronto estuviéramos en la soledad y obscuridad de una carretera de doble sentido que no identifiqué. El carro avanzaba a velocidad media, con precaución, como si buscara un entronque donde dar vuelta o un lugar donde estacionarse. Después de treinta o cuarenta minutos detuvo el auto al lado de la carretera. No dijo nada ni dije nada. Esperaba la indicación de que bajara del carro, pero esta no llegaba. No hablaba, tenía la vista clavada al frente. Unas luces aparecieron. Avanzaban con lentitud. vi. que sonreía, como si todo lo planeado estuviera resultando. Lo que parecía ser otro automóvil, en realidad eran dos motocicletas con dos tripulantes cada una de ellas. “Espérame aquí”, le dijo a su mujer, a mí ni me volteó a ver. Caminó hacia donde se encontraban los motociclistas. Estos no desmontaron, esperaron que llegara hasta ellos. Curiosamente ninguno de los tripulantes se quitó el casco. En el auto ambos permanecíamos en silencio. Al parecer ella tampoco entendía nada. Iba a reclamarle, pero me contuve, que caso tenía. Sin embargo, ella empezó a hablar, “Perdón, pero ya que tu no querías ayudarme, tuve que inventar algo para justificar mi salida y al mismo tiempo demostrarle que no quiero perderlo.” No dije nada. No quería decir nada. Ella iba a continuar, pero se detuvo cuando vio que Iván venía de regreso. “¿Qué pasó?”. Fue lo último que dijo. El estallido ensordecedor y el resplandor de luz que emitió la pistola la calló. La cara se le desfiguró en el mismo instante que la sangre salpicaba pulverizada el vidrio de la ventana. Yo no reaccioné. Esperaba mi turno paralizado, pero sorprendentemente tranquilo. El pensar que no había nada que hacer me incrementó la extraña paz que trae consigo la resignación. Cuando volteo a verme, sostuve la mirada directamente hacia sus ojos, buscando el indulto por valentía. Sin embargo, mi actitud no tuvo ningún efecto. “Puedes irte, ya todo está aclarado.” Dudé en moverme, pero no repitió nada, sólo insistió con la mirada que bajara y que lo hiciera rápido. Pensé en pedirle una explicación, pero mucho más fulminante de que apareció la idea, apareció su rechazo. La deseché abandonando el coche de inmediato, pero aún sin sentirme aún a salvo. Pensé que podía aplicarme “la ley fuga”, pero después de haber recorrido unos cincuenta metros comprobé que en verdad sí me estaba permitiendo alejarme, ya que él ya estaba concentrado en bajar el cadáver del auto. Después de eso, no volví a saber de Iván, tampoco escuché o leí nada de lo ocurrido aquella noche. Por mi parte, nunca lo mencioné. Me traicionaron y me salvé, no sé cómo, ni por qué, pero estoy aquí. Creo fervientemente que mi silencio me mantiene con vida. Desde luego que muchas veces he tratado de comprender lo que pasó. ¿Qué le dijeron los motociclistas a Iván? ¿Qué confirmó? Sin embargo, mi curiosidad no llega a tanto, ¡hay tantas cosas que no se saben!
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Guillermo Cervantes
Divertido, novedoso, me encanta como escribes amigo, ya como ansias por el que sigue.
Felicidades Hermano,