LA SALA NMERO CINCO
Publicado en Feb 01, 2011
LA SALA NUMERO CINCO
Recostado sobre una columna torcida de abandono, y esperando que se lo llevaran, Díaz repasaba uno a uno los argumentos que usaría en su defensa ese mismo día, el día del juicio final. Algunos inventados, otros reales, un pasado fabricado a la medida de su futuro, para salir de este presente eterno, como de nada. Washington Díaz quería existir y para eso tenía que resucitar, para eso tenía que matar a su pasado y a sus propios demonios, que lo perseguían como una sombra amalgamada. El edificio era alto, lo acompañaban dos hombres armados, dejó sus pertenencias en la entrada como era de rigor en estos casos; tomó el ascensor, en el corredor miró la ciudad desde arriba, le pareció más chica, como un decorado infantil. En la sala número cinco, su libertad dependía de tres jueces de un tribunal, dos hombres y una mujer, y de un numeroso y obsecuente jurado de la ciudad. Los custodios lo sentaron frente al tribunal, luego lo soltaron, pero se quedaron junto a él. Los jueces acomodaban sus papeles, sus abogados hacían otro tanto. Cuando todos se encontraron en un enigmático silencio alguien empezó a hablar. Díaz alzó la vista en dirección a la voz. -¿No se arrepiente de lo que ha hecho?, dijo, seriamente, sentado en el medio, el que parecía el presidente del jurado. - Pero si yo no he hecho nada. - Justamente señor, Ud. no ha hecho nada, y es por eso que lo sometemos a juicio, porque no ha hecho nada. ¡Nada! - Soy inocente señor. ¡Inocente, imagínense eso!, dijo uno de los jueces, el que estaba sentado a la izquierda. Todos soltaron una risotada al unísono, como en un tonto programa de televisión. "¿Ud. nos toma por estúpidos?", observó el del medio, de apellido Bergés "¿Sabe lo que les pasa a los que no confiesan sus delitos? ¿Ud. no querrá eso verdad? ¿Se imagina, señor Díaz, no tener un pasado ni un futuro, seguir viviendo así porque sí, sin saber quién es y adónde va? No ser nada, ni importarle a nadie. Todavía está a tiempo de salvarse, pero para eso, ya sabe, debe decirnos quienes lo incitaron a no hacer nada; no cometa otra vez el mismo error, ésta es su última oportunidad, debe creerme, Díaz, esta es su última oportunidad". Washington Díaz recordó la última vez que estuvo en ese recinto, pero no sabía cuánto tiempo había pasado, un día, un año, qué importaba ya, si él había decidido no tener memoria ni esperanza, había decidido olvidar lo que fue o mejor dicho lo que quisieron que él fuese, la trampa contra la que se reveló en un pasado remoto, cuando inocentemente creyó que él podría seguir su camino, cuando creyó que se podía escapar del laberinto de ilusiones que ellos le impusieron como un castigo divino. Ahora estaba nuevamente frente a sus creadores, pero no quería caer otra vez en su maldita trampa - Vayamos al principio señor Díaz. ¿Ud. sabe quién es Ud.? - No, su señoría, no lo sé. - Al menos sabe su nombre ¿verdad? - Uds. me lo pusieron en contra de mi voluntad. Yo no lo elegí. - Ese es su problema Díaz. Ud. es un eterno rebelde y mire lo que ha logrado. Ser un don nadie, una persona sin futuro y con un lamentable presente. Nosotros le dimos todo para que encuentre su salvación y tenga un lugar digno dentro de nuestra comunidad. El jurado asentía con la cabeza y lo miraba despectivamente, como a un reo condenado a muerte. Sus abogados también se unían al coro de los inquisidores. Díaz sabía que esos ficticios hombres de la ley eran parte de la parodia, de la gigantesca puesta en escena del laberinto de ilusiones; pero no estaba, otra vez, dispuesto a entregarles su alma. - Si Ud. colabora sabe que algún día podría salir del campo, del "laberinto" como lo llama Ud. y estar de este lado y llevar una vida normal llena de dicha, como la nuestra. Una nueva risotada se produjo en la sala pero esta vez eran los miembros del jurado los que se reían y se miraban entre sí, como si estuviesen en un circo y Díaz fuese la estrella central del espectáculo de esa tarde. - Volviendo a nuestro juicio, podría recordarnos cuál es su profesión. - No poseo ninguna, su señoría. -¿No recuerda Ud. que fue uno de nuestros mejores albañiles, haga memoria señor Díaz, no recuerda que le dimos la responsabilidad de construir el puente, el que según Ud. salvaría tantas vidas? Pero Ud. lo usó con otros fines, según sus propias palabras, para "escapar del laberinto que nosotros le construimos", (Nueva risotada generalizada se produjo en el recinto). Díaz sabía que era mentira, sabía que era una trampa, ya había pasado por esta prueba. Efectivamente había adoptado una de las tantas personalidades que le habían asignado en el laberinto, pero cuando lo supo intentó escapar, lo apresaron y lo condenaron a vivir en la soledad de una celda y a hacer trabajos forzados como a un condenado a cadena perpetua. Su única salvación era el silencio y la evocación de sus verdaderos recuerdos, los que brotaban de sus entrañas, como un puro y cristalino manantial de su memoria. "¿No recuerda a su casa, a su familia y a sus amigos, a los que abandonó, de los que se deshizo, sin darles siquiera una explicación? A propósito ¿Quiénes eran sus amigos? ¿Con quién hablaba Ud. en el comedor, en las salas de esparcimiento? ¿De dónde sacó esa loca idea del laberinto? ¿Alguien más piensa como UD? Entréguenos los nombres, Díaz y lo eximiremos de este laberinto en el que se encuentra sumido, como dice Ud. Hágalo por el bien de todos; piense qué pasaría si todos razonaran como Ud. El caos, Díaz, ¡el caos! Recuerde que hay una familia que lo está esperando, la familia del Señor (el jurado asentía con la cabeza en dirección a la imagen en la pared). No me haga repetir una vez más qué va a pasarle sino colabora, no es necesario que lo haga, Ud. ya lo sabe". Pidió un vaso de agua, alguien en la sala se lo trajo. Alzó los ojos por encima de los jueces y el rostro del Señor le pareció gigante, como el de un histórico monumento. El de la celda, al que debía reverenciar todas las mañanas y en todo acto público, era más pequeño, pero no por eso menos aterrador. Sabía que si no colaboraba le esperaría algo peor aún que su celda oscura y húmeda. Conocía el destino de los que no cooperaban con el Supremo. También conocía el futuro de los que sí colaboraban y le pareció más atroz aún. La decisión estaba tomada y era el silencio y su inevitable condena al ostracismo. - Señor Díaz, es imposible que no recuerde quién le sugirió esa loca idea del laberinto, de dónde la sacó, cómo se le metió en la cabeza. Haga memoria, es por su bien y el de todos nosotros. La nación infinitamente se lo agradecerá. Viendo que el acusado se negaba a responder, sus abogados ficticios pidieron un cuarto intermedio en la sesión y llevaron a Washington Díaz a un reservado que tenía la figura del Señor tallada en madera al lado de la entrada y varios cuadros de gente ilustre vestida de juez. Uno de los hombres trató de convencerlo de que hable, antes que tengan que hacerlo por la fuerza. El acusado sabía de lo que estaban hablando. Lo había vivido en carne propia cuando todavía era muy joven. La inyección. La inyección de memoria, la que decía que él era quién era, su maldita carta de identificación dentro del laberinto y frente al Supremo. Un universo de mentirosos recuerdos para edificarle una personalidad dentro del falso mundo inventado por ellos. Un mundo que le era ajeno por completo. Los jueces todavía no comprendían qué lo hacía olvidar; porqué se le borraba de su cabeza todo el efecto de las inyecciones anteriores, qué lo alejaba del poder del Todopoderoso. Díaz se les había ido de las manos, ya no sabían como proceder con él. Ahora advertían que debían aumentar la dosis para que el resultado sea mayor y esperar a que el acusado responda al tratamiento. Estaba preparado para recibir otra inyección más, así se lo hizo saber a sus abogados, quienes, sabiendo lo infructuoso de su labor y resignados a lograr su cometido, dieron por finalizada su tarea. Luego del cuarto intermedio, el acusado, junto con los hombres, volvió a la sala y se sentó frente al tribunal, pero ahora atado a una silla y amordazado con un chaleco de fuerza. El jurado, disperso por la sala, se sentó en sus respectivos lugares. Sabían que venía la parte más dura, la que ellos nunca rehusaron y por eso ahora eran parte del laberinto de ilusiones. Alguien ovacionó al absoluto, su música predilecta. El tribunal comenzó con la fase final del juicio, leyendo la sentencia. Lo hizo la mujer, la que estaba sentada junto a Bergés. Una potente luz blanca le impedía al acusado ver la cara de la mujer. Se lo acusaba de disidencia y desobediencia civil. No cabría otra cosa que la inyección de memoria. Se lo condenaba a vivir con una personalidad introducida por el Señor para poder vivir en armonía dentro del laberinto. Antes de la votación final le preguntaron al acusado si quería manifestar alguna última cosa. Inesperadamente, el acusado dijo que no Sin perder tiempo, el tribunal procedió como estaba estipulado. El jurado votó su culpabilidad en forma unánime. Le esperaba entonces, la inyección que no tardó en llegar. Atado y aturdido por la luz, se le fue administrando el líquido por uno de sus brazos, pero ahora en una dosis mayor a la anterior, para asegurarse que no fallaría esta vez. Su mente se fue llenando de recuerdos, su pasado volvía al presente modificado por sus creadores. Una vida llena de armonía y devoción empezó a circular por sus venas. Primero se reconoció quién era en el laberinto y frente al supremo, luego recordó episodios de su infancia y de su juventud, ocurridas dentro del laberinto. Se vio de repente que él era Washington Díaz, que tenía un trabajo de albañil, una vida, un hogar y alguien a quien reverenciar todas las mañanas y en todo lugar. Lo sacaron del tribunal en una camilla y lo pusieron en una ambulancia. El trayecto fue corto. El laberinto lo aguardaba, pero no ya su celda oscura, sino una casa luminosa y llena de vida. Lo habían ascendido dentro de la comunidad. Lo esperaba una familia y un gran cartel de bienvenida con el rostro sonriente del supremo. A él le debía todo lo que poseía, la cuota de felicidad que ahora llenaba su vida para siempre. Esa noche, calma como el mar antes de la tormenta, la durmió entera. Afuera, el viento se rumoreaba en la fragosidad de la maleza. Al despertar se encontró con Washington Díaz en el espejo, un poco más viejo que la última dosis del tratamiento. Recordó que era constructor y que lo esperaba una tarea, la terminación del puente, así se lo sugería la medicación. Apenas reparó que no vivía sólo. Sus recuerdos se fueron acomodando en su mente hasta formar una personalidad vigorosa y llena de certezas. Su vida volvió a la normalidad. ¿Cuánto tiempo estuve dormido?, se preguntaba, mientras se dirigía a su trabajo en el tren comunal que lo llevaba a la obra. En la puerta, la imagen luminosa y casi religiosa del supremo le sugería abnegación y agradecimiento. Lo recibieron como a alguien que estuvo enfermo, ausente. Se sorprendió de su memoria y de las habilidades de albañil que todavía conservaba. A pesar del tiempo que había transcurrido todavía mantenía su rango dentro de la obra. Su condena se había cumplido, ahora era un hombre feliz y tenía una tarea que cumplir en los límites del laberinto al que ahora llamaba comunidad. Sus días siguieron todos iguales, guiado por el Señor en la soledad de la carretera, el puente como recompensa en un extremo del laberinto, el regreso por las noches a su casa, la compañía desinteresada de su mujer, la tranquilidad del hogar que el supremo le armó para su vida. ¿Qué más podía pedir? Era feliz y no se lo cuestionaba, el tratamiento había sido exitoso, el puente, su gran satisfacción, estaba casi construido. Así fue todo por un largo, largo tiempo, recorriendo como un autómata, el circuito cerrado que hábilmente entretejieron en sus neuronas. Pero la desconfianza no tardó en llegar. Una noche frente a su televisor, en uno de los tantos programas estúpidos donde regalaban premios y proclamaban al supremo, creyó ver a uno de los jueces del tribunal. Parado frente al todopoderoso, el juez Bergés lo exaltaba y lo abrazaba en la inauguración del puente. Recordó entonces el falso juicio, el tribunal obsecuente, el laberinto en el que estaba encerrado y la inyección. Se sintió atrapado, sin aire y manipulado por un grupo de hombres y mujeres que complotaban contra él para destruirlo. Decidió escapar una vez más. Sabía de una salida secreta que él mismo había construido cerca del puente, en los confines del laberinto. Esperó la complicidad de la noche. Su familia dormía. Salió de su habitación, pero nuevas puertas se le cruzaban en su camino, puertas que aparecían en cualquier lado y en cualquier lugar como disparadas desde su cerebro. Las sorteaba como podía, no tenía mucho tiempo, sabía que ellos llegarían en cualquier momento, sentía su aliento en la nuca, como perros sabuesos. Sus rostros lo miraban y lo seguían desde los televisores. Bajó las escaleras hasta llegar a la planta baja. La última puerta era de acero. Logró romper el vidrio con una herramienta de la obra, pero una aguda alarma sonó. ¿Dónde estoy? Se preguntaba Díaz. ¿Dónde estoy, qué me pasó? Los abogados, esta vez sorpresivamente vestidos de blanco, aparecieron de inmediato, como si lo estuviesen esperando; lo maniataron y lo sujetaron fuertemente. Díaz cayó al piso; una doctora, que estaba de guardia, acudió al instante. El internado reconoció la voz de la juez, y gritaba que lo dejen libre, que no le introduzcan más otra personalidad, que le abran la puerta del laberinto para ser libre al fin. Maldijo al tribunal y a sus abogados, ahora enfermeros, desconociendo la verdad, la que decía que estaba en una clínica y era uno de los pacientes internados. La realidad se le apareció, de repente, como si hubiese estado archivada en el cajón de su memoria. -¿Qué le pasó?, dijo uno de los enfermeros. - Es el de la sala cinco, que no responde al tratamiento. Denle algo para dormirlo, dijo la joven y seductora doctora. Vive en su propio delirio, piensa que lo estamos manipulando. Para él yo soy una supuesta juez que condenó a un inocente y no su doctora -, manifestó con una ligera sonrisa. Quizás me hubiese ido mejor como abogada. Los enfermeros sonrieron al unísono y procedieron de inmediato. Era muy tarde, todos dormían en la clínica. Afuera, la noche se perdía en un abismo de silencio. - Es paciente del doctor Bergés -, dijo uno de los enfermeros, acomodando a Díaz sobre el frío piso de mármol. Hace tiempo que está con problemas. Se despierta sobresaltado a cualquier hora de la noche. - Lo sé, es "el albañil"- dijo irónicamente, mientras le introducían la aguja con Valium.- Hay que avisarle al doctor, es un poco tarde, pero sería mejor llamarlo, esta vez se lastimó con la puerta, (de donde habrá sacado esa herramienta, se preguntaban los enfermeros). Lávenle la herida antes de llevarlo a su habitación y por favor, cámbienle la ropa, y si pueden, llamen a alguien para que arregle la puerta de acero. Qué manera de empezar el año -, dijo la mujer. Los enfermeros siguieron sus instrucciones, la joven doctora les dio una breve charla sobre el síndrome paranoico del supuesto "albañil" y luego se retiró a su despacho y llamó a Bergés, su jefe. Le esperó en su oficina con una taza de café caliente, su cara maquillada, su pelo arreglado, la ropa resaltando su figura. Era su primer día después de la licencia. El doctor no tardó en llegar. La joven sabía que no venía sólo por Díaz, sino por ella, teniendo en cuenta que hacía un mes que no se veían. Al rato, oyó a su auto estacionar en la sombra del jardín de la clínica; a ella le fascinaba el ruido de ese motor, lo había echado de menos durante su descanso. Cuando sus pasos se hicieron latentes, se abrió la puerta y una silueta se materializó en forma de hombre. -¿Viniste volando?, le preguntó la mujer con cierta ironía y con sus piernas hábilmente entrecruzadas como sólo ella lo podía hacer. - A esta hora no hay nadie en la autopista -. El psiquiatra entró con sigilo, se cubrió con la túnica blanca de rutina, se sentó y prendió un cigarrillo, sin sacar los ojos de la entrepierna de la mujer. - Espero que sea por un motivo serio, dijo Bergés. ¿No te parece que es un poco tarde para llamar a un psiquiatra? - Al mejor de todos, no, dijo soltando una risotada. ¿Acaso yo no lo soy? ¿No soy un motivo serio para que vengas a la noche, como lo hacías antes, sin pones reparos en nuestros encuentros? Quiero una contestación ya. No respondiste a mis llamados, me ignoraste durante un mes. No te puedo esperar más. Es el tercer año que paso en soledad. No te creo más. Esto se acabó. - Antes quiero saber que pasó con Díaz, somos médicos ¿te acuerdas? - Nada nuevo, sigue con sus delirios, la obsesión del laberinto, las inyecciones de memoria, dijo la mujer prendiendo un cigarrillo, endureciendo su rostro, apretando levemente sus labios. Esta vez su ataque fue más violento, rompió la puerta con un martillo, por eso te llamé ¿Ya te olvidaste que es un enfermo peligroso? Lo que no sabemos es de donde sacó el martillo. Le di un antipsicótico y lo dopé, está en su habitación. Suerte que estaban los enfermeros cerca, sino creo que se hubiese escapado. - Lo conozco desde hace mucho tiempo, vos lo sabes muy bien y no es peligroso. Vine por él, ese es el motivo por el cual acudí a tu llamado. No pienses que fue por otros motivos. Lo nuestro ya se terminó. Díaz es mi responsabilidad y no sé qué le está pasando últimamente. Algo no anda bien y creo que vos tenés algo que ver en toda esta historia. ¿No es así? La joven se sentó y se puso a llorar sobre el pupitre desconsoladamente. Bergés aprovechó el momento para ir a ver a Díaz al primer piso. Saludó a los enfermeros cuando cruzó por el pasillo. Al poco tiempo volvió y le ofreció un café a su joven amante para consolarla. "Está todo en orden, duerme" dijo, fue un desajuste en su tratamiento. No es la primera vez que sucede esto y no entiendo qué le está pasando. Sabes, a veces pienso que en realidad no está tan loco como parece. - Ya lo sabía. - ¿Qué quieres decir? - Simplemente que ya lo sabía. -¿Me estás diciendo que vos lo volviste loco? Bergés sabía que ella era capas de algo así e incluso, algo peor, lo sospechaba desde tiempo atrás. No era la primera vez que lo llamaba en altas horas de la noche. Ya lo había hecho antes sin motivos aparentes. Lo que al principio había sido sólo un juego, ahora era un dolor de cabeza para Bergés. Ella lo tenía amenazado con contarle todo lo de su romance a su mujer con la que estaba casado por más de veinte años y tenía dos hijos. Esto lo aterraba y lo tenía atrapado en la telaraña de su irresistible seducción. Bergés sabía que si no le seguía sus caprichos, la joven estaba dispuesta a todo y mucho más. ¿Qué dosis y qué sustancia le estuviste dando a Díaz? - La que Ud. me ordenó doctor Bergés -, dijo la joven, acercándose, desabrochándole su corbata, tratando de seducirlo una vez más. Es un tipo peligroso, mató a su familia, ¿no es verdad? - Eso nunca se comprobó fehacientemente, en todo caso no llegó a tiempo para salvarlos. Por eso se enfermó, a cualquiera le puede pasar algo así. Voy a pedir un informe al laboratorio, para saber qué dosis le estuviste suministrando y de qué sustancia. Lo voy a hacer en este mismo momento. - Si lo haces, olvídate de mí. - Si compruebo que manipulaste las dosis estás despedida. Además, ya no quiero verte más. Al diablo con tus bonitas piernas. Luego del portazo, la mujer rompió en llanto y supo (lo reconoció por primera vez), que su romance con Bergés estaba terminado. ¿Habría otra joven en disputa, pensó? Ya no tenía nada que perder, sólo faltaba el inevitable desenlace. El plan lo había trazado de antemano, durante su mes de descanso. Conocía la dirección de su casa, sería algo sencillo e indoloro, ya que estarían todos dormidos. Llegaría en un instante, antes que el resultado del laboratorio; a estas horas, la autopista estaba vacía. Bajó a la entrada sin su túnica y dispuesta a subirse al auto de su jefe. Las llaves estaban en la mesa de su despacho. Las del suyo se las llevó con ella. Antes, pasó por la habitación de Díaz, se puso guantes y se deshizo de él con el martillo que formaba parte del plan. No quería testigos. Su objetivo marchaba a la perfección. Entendía al dedillo las normas de seguridad, esperó una distracción del guardia. Antes de retirarse hizo sonar las alarmas sellando la clínica por dentro y cortó el cable del teléfono. Sabía que cuando esto sucedía era muy difícil lograr escapar de la jaula en que ahora se había convertido la clínica. Luego del agudo sonido, se escuchó el crujido grave del auto del médico perdiéndose en la sombría noche. Después que Bergés comprobara en el laboratorio que sus sospechas estaban bien fundadas y que la doctora no sólo había manipulado las dosis, sino que además le había suministrado otras sustancias al paciente, y con los papeles revoloteando por los corredores, como mariposas encendidas, corrió hacia su oficina, pero el agudo sonido lo mantuvo en la puerta, paralizado con la imagen de ella saliendo por el jardín con su auto y la puerta de acero sellada, convirtiendo a la clínica en una pequeña cárcel dentro del extenso campo vació que la rodeaba. Su corazón, multiplicándose, desencadenaba un torrente de incertidumbres entre sus venas. La creía capaz de todo, hasta de la más terrible de las pesadillas. No disponía de mucho tiempo. Cuando al fin los guardias controlaron la situación y el sonido de la alarma se cayó, trató de salir, pero la puerta seguía cerrada y los hombres estaban abocados a desbloquear el sistema que los tenía atrapados. Recordó el arma que tenía Díaz, la herramienta que misteriosamente poseía en su habitación. Subió a buscarla a la cama número cinco, pero Díaz no estaba, sólo encontró el martillo ensangrentado sobre su cama. Pensó que lo peor aún estaba por venir. Bajó reconociendo, sin embargo, que algo de real había en las palabras delirantes de su paciente, ya que sin su auto y en la noche le sería difícil atravesar el campo hasta llegar a la autopista. El tiempo pasaba y la imagen móvil (que ahora se le hacía eterna) del auto por la autopista lo atormentaba. Un verdadero peligro acechaba a su hogar. Rompió el vidrio de la puerta, los guardias lo ayudaron a abrir el acero con gruesas tenazas. Salió al campo en medio de la negrura. Los guardias le suministraron una de sus linternas. Tomó el primer camino que encontró, pero al rato se perdió en la frondosidad. Retrocedió para retomar su ruta pero al cabo de un tiempo se encontró sólo en medio de la penumbra. Caminó hasta quedar tumbado en el suelo casi sin aire. Pidió, en vano, ayuda. Su súplica se evaporó como un frío aliento. Cuando despertó vio que estaba en el borde del laberinto cerca del puente, con la ropa ensangrentada. Salió del laberinto corriendo hacia su casa, con el martillo en la mano, pero cuando llegó ya era tarde. No fue su culpa, lo dijo una y mil veces, pero nadie le creyó. Lo repitió hasta el hartazgo en la sala número cinco. GABRIEL FALCONI
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gabriel falconi
MAVAL
te dejo mi saludo ...y mi felicitacion por encontrar un nuevo escrito tuyo
ya con mas tiempo lo leere y te comentare...por lo que dicen los demas comentaristas parece
ser muy bueno...
saludos!
mario flecha
gabriel falconi
concuerdo contigo en que tengo que corregir la entrada abrupta de la doctora
si fuese un corto de cine quizas no chocaria taanto pero en un cuento si
voy a tener en cuenta eso de Denevi
nunca lei nada de el y si me parezco sera casualidad!!!!!!!
beso
norma aristeguy
Concuerdo con Daniel, tiene de todo hasta un dejo de humor escondido entre líneas, siempre lo absurdo mueve a risa.
No pude evitar tener a Kafka presente en un principio con el "Proceso", a Orwell en la manipulación de la población, que tiene un dejo también de Foucault cuando nos habla de la biopolítica.
Cuando el jurado habla de su vida "normal" y de escapar del laberinto, que es su propia vida (Borges) recordé a Ionesco.
El temor al caos remite al temor del poder a la propia locura (Huxley)
La valentía del personaje en su rebeldía y su silencio.Las puertas que va rompiendo son las de su cerebro, las de su mordaza.
Los seguidores desde los televisores, otra vez el absurdo, casi surrealismo,
tiene como dos partes, quizás las podrías alargar un poquito apareciendo más temprano el personaje de la doctora y demostrando ya sus rasgos, para que sea menos abrupto el hecho de su conducta.
Vuelvo a recordarte a Denevi, no porque aquí te le parezcas, sino porque tiene novelas muy cortas, como cuentos extensos como el tuyo. Dale un vistazo a un libro suyo, y verás que es cierto lo que te digo, incluso los acorta más porque algunos tiene imágenes.
Bueno mi lectura ha sido profunda, porque me fuiste llevando por el camino de la intriga y el suspenso, y el final buenísimo.
Ya no me sorprenden tus buenas historias.
Un abrazo amigo querido.
gabriel falconi
lo escribi hace tiempo
creo que este cuento a medida que se va leyendo va mejorando
el final cre oque es lo mejor porque deja varias incognitas
saludos
Daniel Florentino Lpez
Tiene un poco de todo
y en la dosis exacta
Algo de Kafka, suspenso,
erotismo, y un final electrizante
Lo leí de corrido
Muy entretenido
Felicitaciones!
Un abrazo
Daniel
Leticia Salazar Alba