El Encantador de Abejas
Publicado en Jun 28, 2009
El Encantador de Abejas
Pasada la medianoche el hombre extendió los canales acartonados de una sabana sucia sobre el catre maltrecho. No le llevó mas que unos pocos minutos acomodar sus pupilas a la penumbra y a la misma fe ciega de una frase escrita en gruesos trazos de cal sobre el cartón pintado del techo... ésta, puede ser la ultima noche del resto de tus días... rezaba la misma de manera tendenciosa. Para luego cerrar por un instante sus ojos tratando de recordarse a sí mismo en alguna otra tarea que no sea la de estos últimos años; donde se estremecía por entero al ver un electrodoméstico astillado tirado en la vereda o simplemente meneaba la cabeza en desacuerdo al mirarle el molde de los cuencos vacíos a pequeños fetos amordazados, envueltos en bolsas gelatinosas y negras. Anoche, dormir le costó el triple, aquel ejercicio primario de las ovejas y el cerco, increíblemente, le habían fallado. La brisa nauseabunda del basural que circunda el vecindario a medio hacer, le recordó las pestes que soportó antes de sentirse así. Mareado. Dolorido. Seco. Insomne. Sin ninguna musa. Ni una gota de fuerza en los brazos, ningún buen recuerdo a mano que lo arrastrase a los pies de alguna deidad griega. Nada ni nadie para recordar. Para sostener una erección por mas de dos minutos. Para soltarse a la mar arpón en mano detrás del Gran Dick. Nada bueno para recordar. El mismo mal parecía aquejarle a toda la cuadra. Una jauría de perros alzados merodeaba por entre sus paredes. Trotaban en comparsa detrás de aquella pobre perra perdida. Una gran pila de revistas sostenía una pared. Otra pequeña pila de libros al catre. De ahí arranco al libro de páginas cortas y letras en negrita que lograría abstraerlo de toda bulla, de los tiros. De los perros. Acarició las arrugas en el lomo del libro. Las hojas eran pálidas. A su lado, en un vaso de tragos cortos se mecía una marea pastosa, dentro de la misma se conservaba indemne un juego de sonrisas perfectas hechas de acrílico, que al día siguiente adornarían su maloliente - Buen día.- Aquella constante cruel, en nada se asemejaba al pasado peronista fábrofebríl, que todo hombre mayor de 60 años reclamaba en sus suspiros. ¡Viva Perón!¡!CARAJO¡¡ Perón!!!Peroón! QUE GRANDE SO!!CUANTOVALE??? MI GENERAL ¡!!! Gritaban la vieja guardia, los que aun cargaban con el alba, el hambre, y la escarcha. Así aquella costumbre de ganarse el pan hombreando bolsas se resistía a desaparecer. Poniéndole el pecho al barro como al asfalto unas cuadras más allá de la loma. El tan mentado Gral. hacía tiempo había dejado de existir. Y él lo sabia. ¿Pero quien tendría el valor de decírselos? La tímida lámpara de luz, roñosa, intentaba sobreponerse a la fatiga del keroseno, unas pocas gotas se acurrucaban en la base del pequeño tanque. Pero él, dolorido y seco, sin reparar en este detalle, lamió la punta de su dedo índice derecho para despegar una hoja de las demás y darle comienzo a la lectura. 01 Anónimo El Encantador de Abejas Cuentan de su existencia las mismas piedras de cavernas lejanas en donde su figura es un trazo bien marcado, hablan ellas de un linaje perfecto y aun más del motivo de sus pasos, dicen que es el guardián de las brisas, el encantador de abejas. En los atardeceres que yacen sin preámbulos en este paisaje agreste, cubierto hoy de cabañas cobrizas y troncos dorados, hablan de la lentitud y lejanía de sus pasos que una vara seca e irregular en sus formas lo sostiene. Cuentan que vaga en los valles con un amable sombrero que copia y oculta el principio y espesura de su larga cabellera gris, describen con asombro la belleza de las cimas en las que su sombra se proyecta magnifica, hablan del manto que lo cubre y que hace de su figura nube pasajera. Pocos tuvieron la suficiente fuerza o valentía de verlo directamente. Las aves que rozan al suelo en un trinar armónico anuncian su presencia en las cimas, la armonía del vuelo, obsequia la melodía del paso de uno a otro día... El hombre se encontraba inmerso en el trazo en las paredes, la yema de sus dedos sentían lo tibio de un fuego lejano, tan lejano como aquel caloventor sin resistencia. Veía la cueva tibiamente iluminada, segura: una revista Gente crocanteaba adrede a sus pies. Una brisa helada recorría su espalda enrojecida. Unas gotas de rocío de la tarde perfecta en el libro le agregaban peso a sus parpados, los ojos de Morfeo se encontraban a punto de regalarle una mirada cuando la flama en el sol de noche comenzó a desvanecerse lentamente hasta desaparecer. - Lámpara de mierda! - masculló, con los dientes apretados, apenas se quedó a oscuras. Furioso, dobló la página del cuento en una punta, cerró sus ojos habituándolos así un poco mas a la oscuridad, estiró sus brazos hacia el piso, tanteó suavemente la humedad del suelo para ver hacia que lado de la cama habían quedado sus ojotas. Esforzar tan abruptamente los ojos le producía un dolor punzante en la sien. Abrió sus ojos poco a poco, a pesar del dolor. Bajó de la cama envuelto en un sudario barato, apoyó el talón sano sobre las grietas del lodo endurecido y sin pensarlo lanzó una carcajada irónica. Recordó los retazos de vela. Puteo a San Cayetano. Pan. Paz. Trabajo. - ylaconchadetumadre.- Gateó hasta un estante. Encontró un encendedor. Cómo todo lo que en el día se le había negado. Unas monedas para el colectivo, un alfiler de gancho, los botones de su mejor camisa. La foto de Miriam. Dos fotos tipo carné. Fotocopia de constancia de trámite. Y el aviso del diario donde pedían sereno. Un retacito de vela. Frotó el chispero una vez, lo encendió. Derritió una gota sobre el pasante del catre. Y se reacomodo al capricho del colchón reciclado. Retomó la lectura una o dos líneas detrás. Que decir del libro, si solo el nombre llevaba a uno a imaginarse un delicioso cuento para chicos, uno de soluciones mágicas de oferta en cualquier supermercado chino. Que esperar de estas letras repletas de leones y conejos correteando en el patio trasero entre chicos que cagan abono a cada paso en un jardín donde todo es verde y cada rama tiene su flor cada flor su porqué, cada porqué su abeja y aguijón. Las letras gruesas, las páginas cortas, el papel fino, dorado y frágil, como de Biblia, útiles nada más que para armar cigarrillos de marihuana. Delante de todo esto, el titulo: El Encantador de Abejas escrito en letras doradas. Los retazos de vela lograron lo que el aparato no pudo, aunque ya pronto amanecería. Otra vez. El relato tierno del principio, se transformó en un dialogo feroz, malicioso. Afín a estos tiempos. La revista Gente la mostraba de cuatro a la Luli, con los pezones parados como antenitas de radio 33 Anónimo El Encantador de Abejas - Niño... destila tu sudor mi aroma, me reconozco en la palidez de tu rostro, en el gesto inequívoco propio del temor, tu sudor se extravía en el aire, se ahoga en la pausa y espesor de tu aliento, niño, todo en ti destila mi aroma... Tras los dichos del Silencio, desde la mirada compasiva del Encantador de Abejas, como en el murmullo de un arroyo entreverado entre ramas de un bosque espeso, surgió suavemente la oración que conformaría una respuesta acorde a tal ofensa. - Una vez mas, tu cruel mirada frente a mi, tu lengua viva y punzante, silenciosa, una vez mas, tu cruel mentira. Jamás tu olfato inútil podría gozar siquiera de un aroma propio, tu, habitante de hombres, aliado y creador de fantasmas, curador ficticio, fabricante de poetas inútiles que se exilian en ti de la verdadera razón de los pasos, del valor de tantos sentidos, seres que no ven mas allá de las colinas que se elevan frente a ellos sin mayor intención que la de alentarlos a crecer. Involucionan hacia la nada misma, has logrado confundir en ellos el valor de la tibieza de cada rayo de sol que ya no se posa en sus pieles...- El encantador de abejas se elevaba en un zumbido penetrante, ansioso de respuestas... - La eternidad del silencio, has oído esa frase cada día de cada uno de tus inocentes años, recuerdo cada uno de tus pasos, siempre supe que este momento llegaría, resígnate, ocúltate en mi interior, seria menos doloroso que el calce en el que te encuentras. Niño. No es ficción el traje que llevas puesto. -El valle ocultó la furia de aquellas palabras tras las brumas espesas del tiempo, y este, ofuscado ante el celo de un secreto inexistente, sonreía, resignado a ser testigo de otra batalla inútil. Entendía que la lucha era en su busca, sonreía, al ver como unos puntos invisibles al lenguaje y la caída suave unas de hojas secas, eran toda su esencia, su inexpugnable secreto de idas y vueltas. Sonreía, asombrado ante tal idiotez. Inevitablemente paciente, fue testigo de cada pequeño gesto desafiante de estos ante si. Silencioso, fue testigo de otro despertar, uno mas... - Si! es esta la escena ansiada, el despertar, la resurrección que tanto placer y satisfacción me han dado estos infantes del tiempo, las estrellas hoy nuevamente asisten desde los palcos gloriosos del cosmos que es mi estadio y madre, las estrellas, mis hermanas, sonríen complacidas al verme jugar con la piel que viste a estos seres, ellas saben de lo que hablo... Infantes, eso es lo que son estos hombres, niños! Ja!- Las luces anémicas de aquella lámpara agujereada pasaron a mejor vida por culpa del tiempo que no se detiene ante ningún evento sea malo o bueno. La revista Gente esta vez mostraba a otra haciendo burbujitas completamente en bolas. Mientras cada línea se sucede, la tierra se mantiene firme en su tarea de girar, mientras cada trago, cada bocado se sumerge en ácidos, la tierra simplemente gira y el tiempo es esclavo de sus vueltas y nosotros somos esclavos de sus vueltas. Amaneció. Y el Hombre, rebelándose al caprichoso molde ajeno, dispuso que era suficiente. No soportaría otro amanecer, otra vana promesa de mejor día, de día Peronista; en los pasillos, la noche se diluyó en corridas, tiros, reviente y el incesante ulule de sirenas. La jauría bacanal despedazó a la pobre perra. Mientras tanto, el hombre, recostado en el catre, dejó caer sus brazos a los lados del mismo, obligándose a mirar al techo vez más para luego estirar debajo del catre la mano derecha, rozar suavemente la humedad del suelo hasta darle alcance a un aparato oxidado, negro. Pronto, sin que lograra quitarle la vista al techo, un estallido repentino estremeció al asentamiento como pocas veces antes. El día se empeñaba en ocultar su helada piel. Esta vez la escarcha no pudo arropar en el pecho del hombre aquella vieja sensación de hastío, cansancio, fin. Segundos después, la Jenny dejo de amantar al Roberto, marido de la Rómi, cerró la ventanita del kiosco para correr hasta la casilla del Hombre. El libro de páginas cortas y letras gruesas asistió silenciosamente inútil al acto. Reconociéndose así mismo como una simple excusa. La revista Gente dejo de temblar entre las páginas 20/21. Donde una mucama se arrodillaba gentilmente ante un petisero de moda I Zumbidos Los haces que se asomaban por las rendijas ajenas a la oscuridad del suicida, desaparecieron por los pasillos regando a su paso la noticia de su muerte. Las hojas del libro yacían boca arriba, a un costado del catre, aplaudiendo el final de aquella obra, por un pequeño agujero recién parido en la pared se colaba un aire que helaba los tobillos sorprendidos. El gentío curioso se amontonó en la puerta, minutos después en los pasillos se enumeraban cada uno de los pecados del hombre. De sus buenas acciones ni recuerdo, pero así somos nosotros, los supuestamente valientes, maliciosos, egoístas, envidiosos. Los suicidas simplemente son cobardes. Luego de unas horas no se había acercado nadie a reclamar parentesco ante nadie; la Jenny, la primera en llegar, reclamó para sí al caloventor. Las más dolidas fueron las paraguayitas que reinaban en silencio desde el último pasillo del laberinto. Fue en sus cuerpos donde el dolor se hizo carne, como cáscara en las narices que se dejaban adornar por él con unas monedas, apenas ponía un pie en el laberinto. Las paraguayitas, maulas, bien putas, esa noche desvirgaron al hijo de la Juana a pesar de los trozos de barro que colgaban de sus rodillas raspadas como de los ruedos rotos del nene. A los cuadros que colgaban de los trastos hechos pared, se los repartieron los vecinos como a niños huérfanos sus parientes, al más pequeño, se lo llevó el de mayor espacio en el patio, el cuadro mayor, que no cabría en ningún otro lugar más que en esas ruinas, lo dejaron ahí. Junto a la repisa y el catre que nadie quiso. En el camastro chillón encontraron el cuerpo y en la repisa polvorienta reposaban rastros de una vela recién apagada junto con unas veinte estampitas de santos desconocidos. Los vecinos aun creían en algo, y el simple acto de abandono fue la muestra inequívoca de ello. Querrían en la mala suerte, sobre todo. Con el correr de los días nada de lo que fue aquel Hombre quedo en pie; con la casi tonelada de diarios, los chicos de la entrada se compraron un papel. El cuento del encantador de abejas terminó en manos de Pablo que fue desvirgado en el último pasillo la noche posterior del suicidio. Este también se imaginó un cuento de hadas desnudas corriendo de magos excitados entre margaritas silvestres, sonrió, y por un segundo en su rostro se dibujo la misma mueca del Hombre. Creyó, como el hombre, que el texto alivianaría su pasaje a otro día, que la lectura, como muchas veces pasó, lo ayudaría a olvidar que la noche anterior caminó hacia las paraguayitas. Hecho feto, hombre, feto, hombre, feto. La luz tenue del velador sobre su hombro dibujaba formas extrañas en las paredes. Hojeó las primeras paginas sin que ningún párrafo lograra seducirlo, daba vueltas sobre si. Y por sobre toda la noche sobrevolaba un cuerpo extrañamente liviano, este sostenía una boca pequeña pintada de rojo, y una mirada de senos gelatinosos, puntiagudos, que, dicho sea, mezclados con la luz en el techo no eran dos, sino mil, como el numero de vueltas en la cama. Dejó reposar el libro sobre sus piernas, cerró sus ojos. El frío de una gota de sudor sobre su frente logró arrancarle un estornudo, apenas pestañeó. Vio que afuera todo seguía a oscuras. Las hojas frágiles del libro aplaudían el final de aquella escena, brillaban. El insomnio, complicado una vez más con su mejor pierna, secuestró la inocencia del niño. El delirio formaba parte del laberinto. Las manos húmedas del chico tomaron al manojo de hojas desde cualquier página. Se dispuso a leer. Afuera, aun, todo estaba a oscuras. 44 Anónimo El Encantador de Abejas - La audacia con la que cada ínfimo fragmento de tu ficción se hizo impalpable a los sentidos, el arrebato de carácter con el que me enfrentas, la vehemencia con la que niegas todo nexo con estos seres. Simplemente por lo que acabas de balbucear sobre los poetas y demás grumo de cobardes que vulgarizan mi suelo, simplemente por eso, te has ganado, este, mi, entrañable afecto.Que no es poco, sino mira las puertas de mi reino, pululan en el mercaderes y mendigos, canjean sus cruces por licores absurdos, y todos, aun así, son amos de verdades esquizofrenias, hablan del rencor y las mieles del perdón, Ja! Pues no existe tal miel, ni uno de ellos se merece un segundo del tiempo que espere por ti - Contestó el silencio, El encantador de Abejas miró en rededor, tomó el sombrero con una mano, despojándose de harapos se hizo silencio, en el horizonte se asomaba el sol. Los ojos rojos de un radio reloj apuntaban las seis de la mañana, los de Pablo, un insomnio desesperante. En los pasillos la vigilia de los crios era innecesaria, dos de los cuatro vigías permanentes, se prestaron a seguir ahí firmes, esperando a que algún habitante del laberinto valore su tarea con unas pocas monedas. Las paraguayitas esperaron sentadas hasta bien entrada la mañana a que el chico fuera hasta ellas, mientras este, a la vez, las veía desnudas entre las lineas que sopesaba sin ningun interes. Soñaba con todas ellas. II Agua Purpura Durante el día la ruta del sol transcurrió entre alaridos de sirenas perdidas, puteadas y trompadas entre choriflautas de cuarta, que el esstereo y la video por un papel, que la remera por un fazito - ¡Doña!¡¡!! Doña!.- Esta sería, desde los tiempos en los que el zanjón dejó de ser tal, la norma habitual de un día en el laberinto. Los que temprano en la mañana habían puesto fin a la vigilia, en la tarde decidieron ir en busca de un poco mas de dinero, terminada la siesta, el cielo se fue poblando de pequeños e inquietos nubarrones, el atardecer se hizo cómplice perfecto de sus intenciones, y la lluvia cortinaría los gritos de algún eventual cliente asustado. Robar a esa hora estaba bien. - Trajistel caño, vamo a labura!? - Preguntó Elémi a su mejor pierna, al más osado, el negro no respondió, un dolor punzante en la frente hacía que sus párpados pesen el triple que ayer. Apenas tildo un movimiento suave de cabeza, para luego seguir en silencio, esperando que en la cortina de agua se abriera una brecha. Elémi convencido de su pierna, arropo sus intenciones con una sonrisa amable. El negro se encontraba atrapado en una mueca sombría, murmurando por lo bajo que - nopasaná!lógi- . Una sórdida explosión de ansiedad y abstinencia abrió un pasaje en la lluvia, la brecha extensa se abandonaba complacída a sus pasos silenciosos, livianos, los charcos en los que se hundían hacían aullar la oscuridad de mas de un perro, y más de uno apuntó un tarascón a sus talones, por suerte, estos siempre fueron mas veloces que aquellos colmillos, sus sombras se mezclaban con los aleros de los techos bajos y las cercas de jardines nauseabundos. A ese ritmo pronto llegarían a destino. Sabrina, la nueva, la paraguayita, la que coge con Elémi, vive en el último pasillo. Es la Doña quien carga con el pago de las cuotas que Sabri se encarga de usar. La Doña es quien paga las tangas y el plato de guiso repleto de chorizos colorados verdes, camuflados de moscas en un rincón. El negro apretó el fierro en un bolsillo de su rompevientos azul, tiritaba delante de Elémi que parado en la puerta del local, espiaba mas allá de la curva siguiente. El negro apuntó. Paró de llover. Sonó un tiro y el despachante cayó al piso apretándose el vientre. Elémi corrió en dirección al laberinto sin mirar cual de los dos había caído, el policía que los vío pasar dos cuadras atrás corrió para el lado contrario, topándose en la carrera con quien huía del lugar. Sin mediar palabras lo bajó de un tiro, el Negro, mientras, metía manos en los bolsillos del despachante, en el zamarreo preguntaba por la caja. - ¡!Dondestalaguíta¡¡ laconchatumadre!- Sabrina acababa de despertarse, casi sonámbula cargaba agua en una vieja palangana de loza, se veia de frente con quien no quiso ser nunca. Trapo húmedo en mano, y con mucho esmero, borró toda la noche anterior de su rostro. Arrancó un celofán de la cartuchera de polvos y lápices despuntados. Aspiró. Secó su boca, sació su hambre y comenzó a dibujarse una nueva sonrisa. Para la noche, otra vez, sería la más hermosa del laberinto. La que mejor y más barato coge, al menos con Elémi. -Alto!- Maquéaltolaconchadetumadre! - dijo el negro y se desplomó con un agujero en el lomo del rompevientos. Justo a la altura del tatuaje de la Romi. Segundos más tarde comenzó a sonar la serenata mas temida. El coro de plomo que ninguna madre desea. Sabrina seguía de frente al retazo de espejo, la Doña miró al cielo. Adivinó el mensaje cifrado de los tiros. Rajó una puteada . Los había visto partir. Trás un profundo suspiro y sin mirarla a los ojos le dijo a la Sabri quienes y como habían muerto. Ella no dejó de oír que Elémi ya no volvería. Aun así, siguió observando el silencioso remolino donde se hundia parte de su rostro en un agua púrpura. Ella no derramaría una sola lagrima. No lo hizo hace tiempo, cuando en lo oscuro un hombre decía ser su papito. Ssssshhhhh.... - III El 203 Ramal Tigre -Buenaaass- gritó Pablo. Estiró el pescuezo por el costado del pasillo, miró desde la cerca para ver si había luz en el interior de las chapas. Nada. En el medio del barrio, en un circulo irregular de comentaristas, algunos nieris se lamentaban, otros, acurrucados en un rincón de la manzana 300 ni se habían percatado. En la tardecita acá nomás a tres cuadras- decía una. - Laputamadre! - Rajó para allá la Jenni. -Buenaaaaaaaaaas!- gritó impaciente esta vez. -Lacón!!!!!!- gritó Sabrina desde la cama. - Quéqueré!! Nene, qué queré?- respondió Sabrina con cierto ira en su voz. -Puedo pasar?- preguntó Pablito con la vena entre los dedos. - Si, pero un polvo y te va, cuánto tené?- Contestó, sin otro remedio. - Si si, uno solo, tengo 20 mangos- respondio Pablo. - Epa!... si, si, pasa.- Antes de terminar la frase el niño se encontraba con los pantalones abajo junto a la puerta. Tras el polvo y los veinte mangos entre las tetas arrugadas y el corpiño de cartón, Pablo desató un rosario de promesas. Él, con trece años, y ella más puta que cualquiera simulaba creer en todo lo que, ya para ese entonces, su prometido juraba. - laputaesta se rajo con el pibito!- la Doña revolvía el catre. - Pendeja de mierda! Puta! Quien te dio de comer? Yo! LaconchatumadrePuta!, terrrajaste conel pibitopelotudoeste!- Se preguntaba y respondía todo en un solo grito, su preciado capital había desaparecido. Sabrina revisó el bolso que colgaba de su hombro, juntó las monedas que tiritaban entre hebillitas de carey y pintalabios de Avon. Llegó a 2.50. - Con esto llegámo.- pensó. Subió al colectivo detrás de Pablo, que apenas podía cargar con las mochilas, pidió dos boletos. El sol se asomaba a sus espaldas, cuando se miraron a los ojos por poco y no se reconocen, pero ahí estaban, sentados uno junto a otro huyendo de un pequeño laberinto hacia otro. FIN El Encantador de Abejas
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Humberto Guido Meoli
Fui entrando lentamente en ese universo tan especial, tan logrado. Al principio me resistí, lo confieso, pero a medida que avanzaba en la lectura me fui involucrando en ese mundo: sus imágenes, sus olores, sus ruidos.
Noto una encantadora y particular manera de escribir. Muy original. Personal.
Fantásticos los contrastes. El extraño y poético relato del encantador de abejas frente a la crudeza de ese mundo violento.
Felicitaciones.
Saludos
Humberto