IV
Publicado en Apr 22, 2011
Dolor. Esto era la muerte, es así como se siente la muerte, cuando aún puedes sentir. Es el vacío, el frío, la destrucción del propio corazón. Este cristal clavado en mi pecho, este rubí de sangre trajo el abismo a mi torturada alma. Algo se extendía por todo mi cuerpo, algo que era frío y a la vez quemaba como el fuego. Un dolor que inflamaba y llenaba mis vacías venas, un abismo que devastaba. A pesar de mis alaridos de desesperación, nadie se acercó. Todos los encapuchados permanecían en su sitio, expectantes. Pude ver a la violinista a mi lado. Sus azules ojos me veían con tristeza mientras yo me retorcía en la cama de piedra. Yo sentía cómo el frío estrujaba mi corazón, y se dispersaba por cada rincón de mi ser. Ella se acercó un poco y me dijo al oído:
_ Cálmate, pasará pronto... En ese momento se contrajeron mis músculos, todo mi cuerpo se tensó, me senté en una fracción de segundo y grité como jamás en mi vida. El grito fue desgarrador, asesino, fue la última exclamación de mi vida... Saqué el rubí de sangre de mi corazón y lo examiné a la luz de las antorchas. Cristal. Era un cristal puro y traslúcido. La sangre del cristal estaba ahora dentro de mí, infectándome. Miré a la violinista, y noté que ella, como yo, tenía un agujero en su corazón, escurriendo obscura sangre. Esa sangre me atrajo. Sentí un deseo bizarro. Sentí todo ese dolor, toda esa tortura. Habló de nuevo el imponente ser que presidía la ceremonia: _ Llévenselo, debe pasar esta noche, y el día, a salvo. Tráiganlo mañana. Retírense. Todos se dispersaron. La mayoría se dirigió veloz hacia el castillo, como sombras demasiado ágiles, pero otros cuantos se internaron lentos en el bosque, como fantasmas. Sólo quedamos la violinista y yo en el lugar de la ceremonia. Con dificultad bajé de la piedra, y caí al suelo. Ella se apresuró para ayudarme. En cuanto me puse de pie, apoyado en la piedra, ella tomó el cristal en una mano y me ofreció la otra. Entrelazó sus dedos con los míos y empezó a andar, conmigo, sin dejarme más remedio que seguirle a pesar del intenso dolor que recorría mi cuerpo. Anduvimos en mitad de un silencio que sólo mi llanto desgarraba. Ni siquiera el viento tétrico de hacía unos minutos (o tal vez mucho tiempo, no sabía con certeza) acechaba, sólo el silencio reinó el trayecto. La imagen del castillo envuelto en las nubes se hacía cada vez más cercana, lo cual me hizo notar su inmensidad. Las ramas de los árboles me parecieron garras de monstruos violentos; mi interior temía de cada fragmento del camino, aún más difícil para mí que la ocasión anterior, y la pierna aún me dolía... pero la mano de ella, de mi asesina (pues decidí que ella no hizo más que matarme) me daba alguna seguridad, su casi cálido tacto me comprometía a seguir. Estando detrás de ella sólo podía ver su cabello caer como cortinas de oro que destellaba en blanco bajo la luna, vi lágrimas opacas recorrer su mejilla, pero no eran acuosas, eran sangre. Ella lloraba la sangre que había bebido de mí, ella sangraba de tristeza... Yo estaba tan embelesado observando este hecho que desperté de pronto cuando ella se detuvo. Estábamos de pie frente a las puertas del castillo, ella, cabizbaja y triste, pero hermosa, y yo débil y febril, con dolores por todo el cuerpo y el alma torturada por la ignorancia. Soltó mi mano y empujó la enorme puerta del castillo y entramos. Caminamos por el salón de las armaduras, hasta la habitación donde yo había despertado. Entramos y yo me derrumbé sobre la cama. El calor de las velas fue algo delicioso, el resplandor del oro fue algo reconfortante, y la imagen de la hermosa violinista fue un elixir del que mi alma bebió hasta tranquilizarse... al menos un poco. Ella acercó con mucha facilidad un sillón a la cama, y se sentó a mi lado. Se había limpiado las lágrimas. Yo sudaba, temblaba. Una vez más se acercó a mi oído y me dijo: _Necesito que te levantes, no puedes dormir aquí. ¿Ves esa ventana? Serás destruido si te quedas aquí. No me atreví a desobedecer. Me puse de pie, recargado en una pared mientras observaba: ella levantó la cama contra la pared, demostrando una fuerza superior a lo que jamás me habría imaginado. En el suelo, donde estaba la cama, quedó libre una pequeña puerta de acero, de una apariencia pesadísima, la cual ella levantó con la misma fuerza que contrastaba con la frágil apariencia de su cuerpo, y me indicó que bajara. Despacio tanteé las escaleras, pero la pierna lastimada me falló y caí al suelo. Al instante siguiente estaba en sus brazos, ayudándome a ponerme de pie, sin darme tiempo de encontrar una explicación a su velocidad. Dentro, encendió unas velas y me mostró algo que sacudió mis mismas entrañas: en el centro de la cámara relucía un ataúd negro. Volteé a verla, esperando que no me indicara lo que yo imaginé, mas fue así. Ella levantó la tapa del ataúd. _ Lo necesitas. - me dijo mientras yo me recostaba dentro - Debes dormir aquí, no hay sitio más seguro ni más tradicional para lo que somos. Mañana te explicarán todo, sólo les gusta hacerse los misteriosos. Ahora, muere en paz. - Y cerró, dejándome en penumbra - No dormí ni un instante. Fueron una noche y un día de pura agonía, una agonía que no llevaba como destino a la paz de la muerte, no llevaba como destino a nada, no cesaba. Pasadas varias horas, comencé a darme cuenta de a qué cambios se habían referido en la ceremonia. En mi boca, mis caninos superiores se habían afilado tanto que, al rozarlos apenas, había hecho un corte en mi dedo. De dicho corte, sentí brotar poca sangre, porque la herida se cerró de inmediato. Y el hecho más aterrador que descubrí fue que esa sangre me tentó de manera diferente. Llevé ese dedo ensangrentado a mis labios, probé la sangre y tuvo un sabor distinto, no físico, no proveniente de los sentidos, proveniente de la maldición que cargaba esa misma sangre, y que ahora era parte inherente de mí y era impulsada por cada latido de mi ahora bizarro corazón... ¡Mi corazón! Asustado, intenté tocar la herida que había hecho el cristal de sangre. Nada. Se había cerrado igual que la herida del dedo. Esta maldición no iba a permitir que nada le sucediera a mi cuerpo... tal vez la pierna también habría sanado. Escuché la puerta de acero. No sabía cuánto tiempo había pasado, mas me había parecido una eternidad de dolor, los cuales ahora habían terminado, ahora no sentía nada mal, me sentía hasta fuerte, pero con una extraña ansiedad en mi interior, en mis labios... Abrí la tapa del ataúd y, a la escasa luz que se colaba de la entrada, vi a la violinista, con un vestido rojo intenso, sus labios divinamente coloreados y sus rubios cabellos rizados enmarcando su azul mirada. _Tonto, te levantaste. Hiciste menos dramática la escena. - dijo, sonriendo. A pesar de la belleza del momento, me intrigó demasiado esta interacción. "¿Tonto?", pensé. ¿Ahora era graciosa? ¿Era cómica, amistosa y risueña? La noche anterior había sido misteriosa, silenciosa y terriblemente triste. Su música había sido un canto gloriosamente deprimente del inframundo y ahora su risa era la inocencia de los querubines. _ Perdona que no hablara mucho contigo ayer, mi nombre es Isabel - continuó, mientras yo miraba perplejo - Sé que estás asustado y no sabes lo que sucede. Pero todo te lo explicarán. Anda, no querrás llegar tarde. Ella hablaba como si de algún compromiso familiar se tratase, y su ánimo era casi infantil. Se apresuró a salir de la cámara y yo la seguí, comprobando que ya no me dolía la pierna... comprobando que nada me dolía. En cuanto mis ojos se posaron en la habitación, todo fue un derroche de belleza. Si antes me parecían hermosos los pequeños artículos de oro, los muebles y cada detalle de la habitación, ahora eran mis dioses, ahora, a mis nuevos ojos eran todo hermosura, todo divinidad recién nacida. Como si las deidades más poderosas hubieran rociado de amor la habitación, la hubieran hecho perfecta y un encanto en todo sentido. Isabel me agitó, sacándome de mi ensoñación, y la vi. La vi, como una magnífica obra de arte, a la luz de las velas su belleza era el sueño de mi vida, sus ojos azules eran las lágrimas perfectas de una diosa, su piel, blanca e inmaculada, era el paraíso infinito de lo eterno. Ella rió. Me sentí "tonto", pero no había podido evitarlo, ahora veía todo con unos nuevos ojos. _ Te encanta verlo todo, ¿no? - inquirió, divertida - _ Sí, todo es tan distinto, todo es tan... - comencé a decir, pero no encontré una palabra para terminar. - _ Es lo dulce de morir, siempre hay algo de romántico en la muerte - dijo, mientras se acercaba y apartaba algunos cabellos de mi rostro, y los arreglaba con un peine de oro - todo lo que existe nos parece hermoso o terriblemente funesto, aquello que no existe nos parece divino, del mismo Dios del cielo, y lo divino es lo único que tenemos prohibido. Así, encontramos hermosas estas nimiedades, estas sábanas de seda. Tú y yo, como seres que de forma natural somos imposibles, nos admiramos como obras de arte de ensueño, arte condenado a un destino incierto… - dejó perderse su mirada y calló unos momentos… - Y por eso debes apurarte. Vístete, nos vemos fuera del castillo. Isabel apuntó al sillón, donde reposaban algunas prendas, y salió de la habitación. Su explicación me intrigaba, a pesar no quedarme del todo clara. Luego hablaría con ella. Tomé la ropa del sillón y noté que hacía juego con la de Isabel, ele. Un abrigo largo de terciopelo rojo intenso era lo más llamativo de la combinación, me vestí y me apresuré al salón de las armaduras. Caminé hacia la salida del castillo, no sin antes mirar la noche por las ventanas. La luna era bellísima, más de lo que jamás me había parecido. Era la imagen de un sueño hermoso, si tal cosa pudiera ser cierta, si esas estrellas no fueran sólo ilusión mía. Salí y me encontré a Isabel. _ ¿Listo? - me preguntó, como ansiosa - _ ¿Para q...? Con una rapidez impresionante, incalculable, tomó mi mano fuertemente y echó a correr. Era una velocidad desmesurada, los árboles pasaban zumbando por nuestro lado, el aire me escocía el rostro y agitaba mis largos cabellos. Veía las estrellas agitarse, como si apenas pudieran seguirnos el paso. Íbamos tan rápido y, sorprendentemente, pude mantener la velocidad. En cuestión de segundos llegamos de nuevo al sitio del ritual, ambos nos detuvimos y yo esperaba estar cansado, respirar dificultosamente, pero no fue así. Ninguno de los dos pareció afectado por correr de esa manera, nos quedamos quietos, como niños asustados ante la seriedad de los adultos, pues el círculo de encapuchados había sido sustituido por mucha gente, pálida y terrorífica, pero elegantemente vestida. En el centro había una silla e Isabel me dijo "corre, siéntate". La obedecí, mirando a mi alrededor, algunos rostros expresaban intriga, otros desdén, algunos me veían como si les pareciera un niño tierno y otros como si quisieran irse al instante de ese lugar. Me senté y quedé de frente al rubio hombre que, como la ocasión anterior, presidía la ceremonia. _ Joven. ¿Cuál es tu nombre? - me preguntó, imponente, como siempre - _ Damián. - respondí, entre respetuoso y asustado - _ Damián, hoy, como parte de todos nosotros, mereces formar parte de la ceremonia y no prescindir de ella durmiendo o gritando de dolor, como la ocasión anterior. - Hubo algunas risas. Su forma de hablar era profunda y cautivadora, tenía a todos escuchando atentos. - Notarás que hoy no venimos todos de negro, pues ya no usamos los ropajes de luto. Esto es porque, en esta ocasión, no vinimos a presenciar tu muerte, sino tu nacimiento a algo nuevo y potencialmente eterno, hoy saldrás de aquí como uno de nosotros, como un genuino Vampiro. Y yo te contaré lo que sucedió en la ceremonia anterior, El Ritual de Sangre: >>Hay muy pocas formas de crear un vampiro, y muchas de destruirlo. Es necesario que la sangre del vampiro, en este caso de Isabel, entre en el corazón del mortal. La sangre de los vampiros sólo mantiene su poder dentro de cuerpos, o dentro de cristales. Por ello, tras beber tu sangre, tras llevarte hasta el borde de la muerte, Isabel clavó una estaca de cristal en su propio corazón, imbuyéndola con su sangre, y después hizo otro tanto con tu corazón. Así, al tiempo que te asesinaba, te daba una nueva vida. Este proceso no siempre funciona, y frecuentemente resulta letal para ambos. >>Como ambos sobrevivieron, ahora eres un vampiro. Evita de cualquier forma posible el sol y el calor prolongado del fuego o de las llamas. Eres demasiado joven y, por tanto, en cuanto la poderosa sangre de Isabel dentro de ti se consuma, sentirás una sed y una avidez de sangre casi insaciables, tus ojos se tornarán rojos, tu piel se mostrará pálida e inflexible, y parecerás un ser genuinamente muerto. Debes evitar eso a toda costa. Y debes alimentarte de sangre humana, exclusivamente humana. Jamás debes probar sangre animal, pues esta te enfermará, y la expulsarás de tu cuerpo, más sediento que nunca... - Guardó silencio unos momentos. Sus palabras me habían paralizado de horror. ¿Beber sangre humana? ¿Exclusivamente humana? Me vería forzado a convertirme en un asesino. Si ante la sed, ante la avidez de sangre mis ojos se tornarían rojos y mi aspecto demacrado y mortecino, ¡entonces todos los pares de ojos brillantes a mi alrededor significaban vidas perdidas, asesinatos! ¡Probablemente decenas de vidas! Todas humanas, todas únicas y bellas... Era demasiado horror para soportarlo, y sin embargo ahí estaba yo, sentado, preguntándome ¿Cuándo me vería forzado a cobrar mi primera víctima? ¿Cómo sería?... Sollocé. Miré hacia mis piernas, donde caían, frágiles, mis primeras lágrimas de sangre...
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