Charlas, humos, soplos, cenizas a la deriva:
Palabras que tomaban forma de monzones simbólicos.
El río de lava de doctos intelectos:
La verdad dicha como en los tiempos de Aristóteles.
Sobre los manteles, siempre blanco, hablábamos
y de las bocas salían ideas y sus semillas.
Todo estaba fuera de nuestra mirada y nosotros absortos
no en el esmalte de las brillanteces, sino en su esencia.
Derivabamos de la mañana al anochecer
entre las más sencillas moléculas de los acontecimientos.
Hablábamos del conocimiento con la limpidez de Plutarco
y nos reíamos de los afanes que tienen los diarios aconteceres.
Era pues un lugar cosmopolita de cerebros soltados a su albedrío
que viajaban por sus memorias y las certezas acumuladas en ellas.
De todos los continentes y de todos los polos éramos
y nuestra conversación ejercía más atracción que la más magnética antípoda.