Tixtla
Publicado en Jul 05, 2009
Tixtla La Virgen de La Natividad es la Santa patrona de este pueblo. Cada ocho de septiembre -cuando se venera- renace su portentosa fe de entre música de viento y tenues luces de la aurora. Hoy es la víspera, un día entreverado de repiqueteos de campanas del valle cerrado en el que se escuchan -a veces muy cerca, a ratos, ¡tan lejos!-, tonadillas con clamor de rezos que reverberan anunciando honores a su festejada, Madre y Señora. Para ella también, es el raudal de cadenas tupidas con flores de cempasúchil amarillas y conchas blancas que frotan en su piel de madera, para besarlas luego, tal si cada pétalo fuese el milagro que mitiga su desconsuelo. Se amalgaman los vapores del atole de maíz que hierve desde muy temprano con el sudor de los sembradores, o el de las vendedoras de quelites; de cebollas;... todo se combina con oleadas del jazmín que brota en patios y jardines, transformándose en la esencia que a ojos cerrados distingue el olor inconfundible de esta tierra. Leonor -mi abuela- está ahí, abre el portón principal de su casona añeja, al destrabar el aldabón resuenan hazañas de esa la única de cinco entradas que no pudieron quebrantar las huestes del general Navarro durante Revolución de 1910; es la puerta que el abuelo abrió a ‘punta de patadas' cuando entró cargándola en brazos, sonriendo jactancioso porque se había salido con la suya: -"Apenas cumplidos sus quince años después del Te Deum, -¡"Y, que me la rapto! Este par de hojas de madera -señalaba también él- era el vaivén de la serpiente que algunas veces asustó a tu abuela Leonora al arrastrase por entre su cabellera esponjosa que llegaba al piso cuando se sentaba en la grada a platicar en las noches, hasta que el sereno apagaba los quinqués que agigantaban su sombra." Ahora recargada allí espera muy dispuesta a socorrer -como todos los años- a familias humildes que vienen entre las procesiones cabalgando cinco noches para cruzar la imbricada montaña. Ávidos de vender sus fragantes cajas y baúles, prometen a la Virgen aumentar el diezmo para su templo. Es de madrugada, y la luna, y el sol, irradian en el pantano que en otro tiempo... laguna Espejo de los Dioses, fue. Madre de mi madre es ella, la que no pierde de vista más allá del puente: -"allá abajo", hacia el sur, donde se acoge el menesteroso barrio del Santuario. Sueña con la costa del mar mientras alisa sus encanecidas trenzas; como si emergiera de las olas, suspira - no como siempre- sino, que un mal agüero la estremece; el alboroto inusitado de los gallos aumentan la batahola de nebulosos presagios. Por eso cambia de puerta y sube al balcón apoyada de una tranca debido a que su propia corpulencia le impide empinarse ligera. Mi anciana tiene pelo escaso que se ondula flotante después de su baño de agua de luna. Es una melena rala, tersa; hilos refulgentes contra los que batalla para que se le acomoden en curva; que peina y peina, una y otra vez... haciendo caso omiso del sudor que perla su frente y escurre por su nariz enrojecida. Bien sabe la `abue' Nona que sus brazos -cortos y gordos- son un gran obstáculo que le impide cruzar su cabeza, como si tratara de remontar una montaña, se obstina en peinarse desde muy temprano: -"Mira tú", me dijo sosteniendo su cepillo entre su dentadura una tarde que la contemplaba sin que me hubiera permitido ayudarle. -"¡Este es mi primer reto durante el día!". Y así es siempre, hasta que logra sostener su cabellera con el par de antiguas peinetas de carey -que precisamente le regaló su difunta hija Leonora-, a la sazón, permanece sosiega, respira hondo y así empieza agitada con la faena diaria en su taller de cera. El rostro de mi anciana, aunque se le ha quebrado por el pasar de casi ochenta años de tanto de reír y llorar, según, por todo. Frente al borroso espejo suma sus arrugas, acostumbrada a que con frecuencia le aumenta una, se percata que ha transcurrido el tiempo como un péndulo que oscila entre ironía y sufrimiento; de esta dual forma también piensa que hoy -quizá-, no lleguen los feligreses: -"Tal vez porque algo malo les habrá pasado", dice para sí, pues alrededor de su enorme sala nadamás recuerdos sombríos danzan una velada música. En el estentóreo bullicio que revolotea su mente, la abuela siente que va a perder el juicio, reza cabizbaja al tiempo que arrastra una silla ancha de paja tejida para distender su orondo cuerpo y estirar sus piernas varicosas carcomidas por llagas. Lleva puestos sus zapatos de paño bordado que no alcanzan, rozan apenas el piso, y sin saber por qué, comienza a columpiarlos al son que tañen las segundillas de la iglesia. Entra en repentino desánimo, asomándose cada vez más y más ansiosa, para distinguir "allá abajo". A tanto repetir la práctica, se cansa y otra vez se sienta, y de nuevo aflora la molestia inexplicable, recóndita y, que por alguna razón, -también involuntaria-, hace que vuelva a repasar su historia: Evoca justo a su tierna Leonora: La última vez que le besó la frente, como si intuyera que momentos después le sorprendería un trágico accidente, se despidió colocándole aquel par de peinetas con sus iniciales de chispas brillantes; ambas suspiraron en el abrazo fuerte. Tomadas de los hombros, una a la otra había tratado de reconfortarse. Leonora, frágil pretendió sin suerte que su madre la mirara a los ojos ya que resistía agachada asentando que prefería estar así para no verla partir, contra su voluntad imploró: - Ya vete... ¡No!, mejor quédate y la bendijo -"Por siempre Hija Santísima"- Luego señaló la Cruz con esa inusual pesadumbre, arrobada por una presencia de espanto, y porque tampoco se atrevía a revelar lo que -de manera insalvable-, estaba casi adivinando. Pero su hija insistió hincada para cerciorarse que no rompiera en llanto, sacó entre las alforzas de su blusa, un pañuelo: -Del encaje azul que se hace de la nada, para secar el sudor helado que transpiras, Madre -musitó con entereza la tía Nona, intentando también ocultar una repentina desazón que al fin y al cabo, controló para proseguir con sus halagos y animarla: -¡Te ves hermosa, pareces una ‘manola'!, y desapareció finalmente la tía Leonora impávida, perseguida por su cerúlea estela, como si la devorara el mismo camino que -este día-, de idéntico modo, la abuela Leonor contempla sobrecogida, como si nunca -de ahí- se hubieran movido. Semejante frialdad ronda otra vez sin cesar la galería de aquella despedida. Un desfile de hormigas negras borda el lecho de larvas del balcón arratonado, divididas en filas al tiempo que se bifurcan y entran por decenas de orificios, propalando el ensalmo terco que intenta agobiar misterioso a Leonor, entonces ya no duda que se trata de la voz letárgica de su hija que canta a su oído: •- "¡Ay, mama!, ¿por quién esperas? •- Pues, ¿por quién habría de ser? -¡Por los peregrinos! Se reincorpora esta mujer, mi abuela, jesuseándose en -"Señal de la Cruz", casi al tiempo que la besa, exclama: •- ¡Dios Nuestro!, ¿pues qué ya hablo sola?; antes de responder para sus adentros, intenta distraerse con la romería, que ya viene bañada por el esplendor cósmico. De entre su pecho, la abuelita "Nono" saca un pañuelo que destila el olor de su pasado remoto. En su fino doblez, le bordó diminutos capullos sepia: -"Son mis veinte primaveras que completaré por cada lado"; los acaricia sarcástica entre las yemas de sus dedos, como si contara sus años; una historia entera que en tan efímero lapso, acorta distancia y tiempo; y le hace sentir un caótico abismo que le abruma al recordar que la vida es breve. Vaga en su mirada el reflejo de una nostalgia amarga, que le embelesa el alma aprisionada por un insólito miedo, a la vera de su balcón esperando a los peregrinos. Como cada ocho de septiembre en Tixtla, truenan los cohetes; esta vez los estallidos sonaron diferente. •- ¡Mis compadritos! - reavivó sus deseos Leonor contenta, cuando creyó verlos y de inmediato pidió ayuda a su nieta -Alicia-, quien ya desde entrado el verano había venido a cuidarla, en tanto lograran sanar al abuelo en un hospital de la Ciudad de México. Al momento que repercutió el eco de súplicas de la abuela, Alicia hablaba por teléfono, de inmediato apartó el auricular de su oreja sin saber que hacer, miró el aparato con horror tal si fuera Belcebú y presurosa lo azotó, como si los quejidos que provenían de la bocina fueran llamas; una voz nada familiar, insistió: --"Alicia, Alicia" Paralizada de horror, la joven no pudo correr ni a uno ni a otro lado de donde la llamaban. Temblorosa, atragantada menudeó: -"No puede ser", cayó al suelo despavorida se arrastró de rodillas, y al fin logró gritar: ¡Abuela! Leonor no escuchó esos lamentos, así que decidió no esperar más y se adelantó a recibir a los viajeros. Al bajar de la grada de barro y cemento, una helada fuerza embargó el cuerpo de mi ancestral señora, porque en efecto, llegó hasta ella primero un cortejo de mujeres mortificadas quizá por un dolor más profundo que el de su penitencia al soportar la cera de los cirios y velas ardientes que escurría entre sus manos. Tratando de consolar a la propia Leonor, ésta hizo un retobo y no quiso escuchar más razones que la suya al cerciorarse que la procesión, contra la costumbre de pasar primero que recibir la bendición del sacerdote de la Iglesia, esta vez un cortejo fúnebre venía directo hacia ella a darle una inesperada noticia que empezó a sentir que la sangre le hervía. Volvió el repiqueteo de campanas y el olor de la pólvora se mezcló con los demás vapores, con el del sahumerio. Así comenzó a recorrer la sensación de un Día de Muertos. Cuando ya estuvieron en el umbral de la puerta, doña Leonor, se fue de espaldas a la pared, impávida soltó sus brazos en la contraventana, cuando la sombra añil con la que momentos antes dialogaba, tiñó un féretro: el del abuelo; seis hombres lo llevaban a cuestas, enclenques hicieron reverencia hacia los puntos cardinales del pueblo. Leonor respiró hondo y volvió a sus rezos en tanto los demás formaron un altar adornado con gladiolos y coronas de flores hasta que la sala se convirtió en un salón fúnebre. Al abrazar a Leonor, los gemidos estallaron recios. Ella sin embargo, parecía entera, sigilosa auscultó su pecho donde se guardaba una caja miniatura con olor a sándalo, la sustrajo y de ésta, su Rosario. Se mostró ecuánime frente a sus demás hijos y otra vez extravió la mirada hacia lo lejos, hacia el infinito camino del retiro. Cuando estuvo bajo la frondosidad de su huerto, sintió que le tocaron la espalda, entonces volteó resuelta pero tras de ella no había nadie. Alguno le alisó sus canas. Al tiempo que ella intentó atrapar la mano de quien, oculto, tallaba sus peinetas y le hacia caricias un viento trémulo arrastró la hojarasca. Ya nada parecía escuchar mi abuela; pronto su respiración tomó un ritmo tranquilo, los atisbos dejaron de serlo y su alma se fundió entre la fantástica realidad con incierto destino. Regresó flotante entre tanta gente, igual que cuando miraba "allá abajo... más allá del puente" las tinieblas de color índigo - que ahora- persiguió sonámbula hasta que formaron la silueta de alguien en un rincón al final de la sala fue a sentarse la silla desvencijada a implorar cabizbajo y cubierta la cara con sutil velo de murmullos: -"¡Ay, Mama! Cada vez más los secretos se expanden como hormiguero, llevan a cuestas misterios como éste que habita en el balcón roído. Noviembre de 1999
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rocio nava
miguel cabeza
Tu relato es maravilloso, es excepcional, es...
Realmente a veces lo de las cinco estrellitas sabe a muy poco. Me lo llevo a favoritos, allí le buscaré un espacio para irlo libando con calma.
Miguel
rocio nava
Diego Lujn Sartori
Cinco estrellas, este texto se merece mil más. ¡Qué hermoso relato! lleno de amor filial.
Te invito a leer con respecto a la fe: Estigmas
Con respecto a mi abuelo: "Pará patrón" y la casa del abuelo
Por mi madre: bodas de oro
Espero tus comentarios
Gracias.
Diego
rocio nava