Entrevista
Publicado en Jul 28, 2011
Guillermo Lopez, un saxo alto y la voz del alma
Creció respirando el sonido de los años 90, pero se quedó sin aliento con el jazz de mitad de siglo. “La música actual me parece repetitiva, previsible y sin alma” Como después de la cita ha quedado con su grupo de música, Guillermo trae consigo su saxofón alto. La alternatividad de su estilo es un modelo de lo que me imaginaba de un músico de 18 años. Anda con prisa y con ajetreo a un ritmo vertiginoso. Viste con lo primero que ha visto en el armario, sin seguir convenciones de moda, como el que solo presta atención y preocupación a lo que se va a poner su chica antes de salir. Su chica es el saxo, y con una relación de casi 8 años a sus espaldas, nunca han discutido ni uno ha levantado la voz más que el otro. La música es su fiel compañera de penas y glorias. B.B King decía que “el jazz es el hermano mayor del blues. El blues es la secundaria, el jazz es la facultad”. Si bien Guillermo García optó por el saxo alto y no por la guitarra, su rumbo musical parece seguir a rajatabla el dicho del que fuera posiblemente uno de los mejores guitarristas de todos los tiempos. Elegiste el saxofón, el alto, y aprendiste a palpar esa superficie de latón en una escuela de música de Algorta. ¿Cómo se produjo ese romance? Si, así es. Llevaba coqueteando con los instrumentos de viento hacía ya mucho tiempo. Fue un flechazo, un amor a primera vista, pero ya se sabe que la elección de un instrumento no es la misma que se produce con una mujer. Siempre se tienen dudas. ¿Sabré yo tocar ese cacharro repleto de botones? A fin de cuentas fue la seducción de su sonido, de ese cuerpo lleno de curvas la que me enamoró. Me gustaba porque sonaba como la voz humana, ese sentimiento de identificación que sientes con un viento susurrándote al oído, te vuelve loco. Ahora, siempre hubo dudas al respecto. Un instrumento supone un noviazgo vitalicio y no quería que cogiera polvo (risas). Tanto que llegaste a probar con la batería. Sí. En la escuela donde me enseñaron música había un sinfín de instrumentos, y un día oí sonar una batería y me desgarró su sonido. Esa capacidad de ser el guía de un grupo, el sentido de echarse a las espaldas a los demás músicos me sobrecogió. Probé varios días pero vi que no era lo mío, un desamor en toda regla. Entiendes la música como el amor. Te casaste con tu primer saxofón alto y empezaste a conocer a sus amigas, igualito que en la vida real. Mi casa siempre fue un templo de música. Mi padre, un auténtico fanático de la música, tenía (y tiene) cajas y cajas llenas de vinilos y CDs. Crecí con Miles, Monk o Charlie Parker puestos en un altar, en cierto modo fue un alivio saber que escogiera el instrumento que escogiera siempre tendría un buen grupo de serpas para ayudarme a escalar. Es un tesoro que no merezco, una biblioteca de jazz inmensa que aunque suene cursi o exagerado, me cambió como músico y persona. Coltrane, Sonny Rollins, Charlie Parker, Lester Young…y puedo seguir. Nunca te faltaron ídolos. Como una esponja te decidiste a empaparte de esa generación maravillosa de músicos. ¿Qué influencias fueron más determinantes? Si hay algo que nunca me faltó fue ese rastro que me dejaron los más grandes. Cuando me compré el saxofón tenía 11 años, y lo primero que hice fue acudir a mi padre. “Quiero que me dé un empacho de música, enséñame a los mejores”, recuerdo que mi padre no lo pensó dos veces. Me entregó un disco desconocido para mí en aquel momento, Kind Of Blue de Miles Davis, te lo recomiendo. Lo conozco, con John Coltrane y Cannonball Adderley a los saxos. Una obra maestra que marcó un antes y un después en la historia de la música. Cierto, para mí era nuevo, y lo cogí con ganas y con miedo a la vez. Coltrane era un enigma en cada nota, un espíritu libre que tocaba con el alma, tan innovador y genial. Siempre me sentí más identificado con Cannonball (risas), siendo en esa época un músico no tan avanzado como su colega, pero con una personalidad y un ritmo endiablado que me enamoró por completo. Pasaba horas escuchando la archiconocida “So What” al detalle, eran músicos irrepetibles y quería aprender de ellos. Recuerdo muy bien mi desesperación y el duro trabajo, mezclado con ese espíritu de revancha cuando el saxo no sonaba como en el disco. Fue muy bonito y emocionante. Aprender a tocar un instrumento es conocerse a uno mismo, a saber decir lo que las palabras no pueden o no quieren decir. Despierta sentimientos desconocidos en el alma. Así es. Cuando empiezas a aprender, quieres ser el mejor en dos días. Lo bonito está en el aprendizaje, que te envuelve y te impone una disciplina increíble. Ahora no tengo tanto tiempo para fantasear siempre que quiera, pero recuerdo que llegaba después del colegio y el primer beso se lo llevaba el saxo. Llega un punto en que la adoración a lo que intentas dedicarte es tan grande que la obediencia se convierte en un factor irrebatible. Tu madre mosqueada… (risas). Dejaste la escuela de música después de 4 años. ¿Sentiste que dejabas algo demasiado importante para seguir evolucionando? Lo cierto es que siempre me pregunté qué habría sido de mí si hubiera continuando cursando la enseñanza. En la escuela conocía a mucha gente que sabía música y tocaba instrumentos, y comprendí que lo que me faltaba era la compañía de una banda. No hay nada más gratificante que tocar con unos amigos en un garaje. Fue entonces cuando conocí la capacidad terapéutica de la música. “La música es para el alma lo que la gimnasia para el cuerpo”, eso lo dijo Platón. ¿En qué medida supone la música una vía rápida para paliar el dolor? Bueno, todos tenemos días malos. Unos darán un paseo para despejar la mente, otros se rodearán de payasos que les hagan reír, y otros nos encerramos para sentir a través de las notas. Personalmente creo que la música ofrece algo único, esa manera involuntaria de alimentar los sentimientos, la improvisación es como la espontaneidad del llanto o de la risa. El pesimismo siempre ha rodeado ese círculo de músicos, como si la tristeza fuese una fuente infinita de inspiración. Eso es muy interesante. Robert Johnson, un antiguo bluesman de principios de siglo, decía que “el Blues no es más que un hombre que se siente mal, un hombre que llora por la mujer que nunca le hizo ningún caso”. A mí esa idea de la música me fascina y me pone la carne de gallina. Yo siempre he visto ese vínculo en el Jazz y en el Blues, una sensación de llanto en cada nota, como un testimonio de lo vivido y que nos ha hecho algún daño. Creo que en ambos géneros la tristeza y la música siempre han ido de la mano. Claro que la alegría también es parte de la vida y por tanto lo es de la música. ¿Que opinas sobre la importancia del Jazz y el Blues en generaciones como la tuya? Está realmente presente en las tendencias musicales actuales? Siempre se ha dicho que el jazz es la más popular de la música culta, y la más culta de la música popular. Hoy en día sorprende ver a dos chavales de 18 años como nosotros mantener una conversación sobre Louis Armstrong o Bill Evans, la música se ha desviado a otros horizontes, y la popularidad de ambos géneros se ha visto perjudicada. Personalmente, no me gusta la mayoría de la música actual, la que escuchan mis coetáneos, me parece repetitiva, previsible y sin alma, compuesta en pocos minutos con un ordenador, pero sería absurdo querer volver al pasado intentado reinventar lo que ya está inventado. ¿Alguna sugerencia? No, la verdad es que no. Pero creo que es indispensable que la música no pierda su verdadera función, que es mostrar los sentimientos. A mí lo de ahora me suena todo hueco, sin una historia con verdadero fundamento. Creo que el Jazz tiene (o tenía) esa pureza de la improvisación, una virtud que se ha visto pisoteada, en mi opinión, por las tecnologías. Quién sabe, puede que acabe siendo adorada dentro de 50 años, a mí, la verdad, me dice muy poco o más bien nada.
Página 1 / 1
Agregar texto a tus favoritos
Envialo a un amigo
Comentarios (0)
Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.
|