LAS CANICAS AZULES
Publicado en Jan 09, 2012
Enterró a su hijo en una fecha señalada, el día de todos los Santos; cuando los cementerios se llenan de gente que acude a presentar sus respetos a quien llevan años lejos del mundo de los vivos. No era capaz de recordar si había mucha o poca gente acompañándoles, porque ella se sentía tan sola como cuando le dio a luz. Al fin y al cabo eran dos momentos parecidos e igual de dolorosos. Poco importaba que entonces y ahora hubiese gente a su alrededor y que algunos incluso le sostuviesen la mano unos instantes e intentasen consolarla. El dolor no se iba a marchar por meras palabras de consuelo ni palmaditas en la espalda. Le habían quitado una parte de su alma y sentía que hoy de nuevo aquel niño que había parido hacía 24 años volvía a desgajarse de sus entrañas y tenía que devolvérselo a la tierra, dura y fría en aquella mañana de otoño.
¿Cómo llegó de nuevo a su casa cuando todo acabó? No podía recordarlo; no era capaz de decir si había llegado a pie desde el cementerio, tan cercano, o si alguien había tenido el detalle de acompañarla. Sólo sabía que en algún momento tuvo que haberse tomado una pastilla para dormir, porque a las once de la noche abrió los ojos y estaba acostada en su cama. Había dormido un sueño artificial, que no la dejó descansada, pero sirvió para anestesiar durante un rato su alma doliente. Se levantó despacio, sintiendo en cada hueso y en cada músculo el peso de sus cincuenta años, pero sobre todo de su dolor y su tremenda soledad; de su vacío. Necesitaba estar cerca de su hijo; no soportaba dejarle solo aquella primera noche. El cementerio era tan frío, en lo alto de aquella loma desde la que se veía el mar y el pueblo entero, asentado a los pies de la montaña, enroscado como un animal de piedra que se dispone a dormir la siesta. Sin pensarlo dos veces se vistió y emprendió el camino desde su casa al cementerio. Llegó pronto, porque estaba tan cerca que no necesitaba caminar más que cinco minutos. La cancela estaba solo entornada; no tuvo más empujarla suavemente y ya estaba en el camposanto. Los nichos de su familia, donde estaban enterrados sus padres y abuelos, y ahora aquella joven vida que ella había traído al mundo, estaba en uno de los extremos del cementerio, dando al mar. Aquella noche ardían las velas por el alma de los difuntos, y el lugar resplandecía en la noche oscura y callada. Se acercó despacio al lugar donde las coronas y ramos de flores señalaban el lugar donde yacía aquel cuerpo que ella tanto había amado y cuidado. No lloró; el cuerpo humano tiene un caudal limitado de lágrimas y ella había acabado con el cupo hacía ya mucho tiempo; quizá cuando se enteró de la enfermedad que tarde o temprano se llevaría a su hijo. Sus ojos estaban secos y pensaba que ya siempre lo estarían. Pero no hace falta llorar para sentir dolor, porque es un mal que va por dentro, que lacera el alma y corroe las entrañas como un ácido. Se sentó en el suelo, al pie del frío nicho de piedra, del último hogar de su hijo. Y rezó como nunca lo había hecho, para que hallase la paz, para que en algún momento, de alguna manera, ella pudiese tener la tranquilidad de que se hallaba bien, allá donde estuviese. Se daba cuenta de que no quería dejarle marchar todavía, y por eso buscaba una señal que le permitiese tener con su hijo un último acto de amor: dejarle ir. Pero, ¿Cómo podía hacerlo si no tenía la seguridad de que iba a estar bien? Pensaba que de alguna manera podría aprender a vivir con su dolor si sabía que el alma de su hijo estaba en un sitio distinto de este nicho de piedra y cemento. Cuando el día clareaba entre las copas de los árboles que se mecían a la entrada del cementerio, abrió la madre los ojos. Lamentaba haberse quedado dormida, porque había venido a velar el alma de su hijo, y al final el cansancio la había vencido. Pero por otra parte se encontraba extrañamente aliviada, porque por primera vez no había tenido pesadillas ni había oído los lamentos de una cruel enfermedad, sino que había soñado que su hijo venía a verla tal y como le gustaba recordarle: alto y fuerte, risueño, animoso, y le decía que la quería, que estaba bien, y que ya debía marcharse, que le esperaban lejos. Lástima que fuese solo un sueño. Se levantó trastabillando de cansancio, con los huesos entumecidos por la noche pasada al relente. Y fue entonces cuando se dio cuenta de que tenía en la mano dos canicas azules, apretadas en el puño. Las mismas que había metido en el bolsillo de su hijo cuando ella misma le amortajó. Aquellas canicas le habían acompañado siempre en su infancia, en sus juegos, y ella quiso que le acompañasen también en su último viaje. Quizá, solo quizá, aquello no había sido un sueño. Emprendió el camino a casa con el corazón más ligero y por un momento pensó que tal vez fuese capaz de seguir adelante.
Página 1 / 1
Agregar texto a tus favoritos
Envialo a un amigo
Comentarios (0)
Para comentar debes estar registrado. Hazte miembro de Textale si no tienes una cuenta creada aun.
|