CUENTOS DE AMOR PARA NENAS COQUETAS
Publicado en Mar 01, 2012
Cuentos de amor
Para nenas coquetas NORMA ESTELA FERREYRA Fecha del copyright 2009-ISBN 978-0-557-30392-2 Dedico este libro a Guadalupe, Candela y Valentina VALERIA SE ENAMORÓ Desde muy pequeña Valeria se pintaba los labios y jugaba con los zapatos de tacos altos de su mamá porque era muy coqueta. Y cuando cumplió sus nueve Agostos, tenía en la cabeza un manojo de rulos tan largos como los días de verano y un montón de ideas brillantes para hacer que los chicos se fijaran en ella. Era una mocosa hermosa, con esos ojos negros que parecían dos escarabajos abrochados debajo de sus cejas y las otras nenas, también eran muy lindas aunque llevaran trenzas con moños atados o el cabello corto, o sus ojos fueran verdes como las uvas o celestes como la escarapela. Valeria, sabía que la belleza, no era lo único que a los chicos les llamaba la atención, de modo que quería demostrarles su inteligencia. Por eso, aprendió a chatear por Internet, a enviar mensajes de texto por el Messenger o por su celular, a jugar a la Play Stations, en fin, quería ser la mejor de todas las chicas. Pero eso era tan difícil como correr con las rodillas juntas o jugar a las escondidas en un desierto. Además, los varones eran muy tímidos y se sentían tan confundidos como pingüinos en una cancha de fútbol. Y les costaba mucho conversar con ellas cuando compartían alguna fiesta de cumpleaños o los cortos recreos de la escuela. A Valeria le gustaba Damián, un vecinito que todas las tardes pasaba con su bicicleta por el frente de su casa, ida y vuelta, vuelta e ida, mientras ella estaba en la puerta con sus amigas. Él no la saludaba, pero la miraba. Y cada vez que lo hacía, a Valeria se le escapaban todos los miedos y lo miraba también. A sus amigas no le parecía tan lindo, tal vez, porque no estaban enamoradas de él, como ella lo estaba. Pero, tengan cuidado, no se lo cuenten a nadie porque es un secreto. No sea que todo el mundo empiece a decirle que "No tiene edad para pensar en novios". Por otra parte ¿Quién quiere pensar en novios? A ella sólo le gusta un chico, como le gusta el color verde de su vestido. Bueno, un poco más que eso, porque cuando lo ve a Damián, siente cosquillas en su panza como si un montón de hormigas le hubieran hecho un nido en medio del pupo. Y eso nunca le pasa cuando se pone el vestido verde que tanto le gusta. Tampoco le late el corazón en las orejas como cuando él aparece en su bicicleta gris y esa remera roja, con la I de Los Increíbles. Claro que Valeria no se conformaba con una simple mirada. Quería ser su amiga y tenía que pensar en algo para poder saber si su voz tenía el sonido de un trueno o de una flauta dulce. Así fue como junto a sus amigas, planearon como brujitas reunidas en la noche de Halloween, un pequeño traspié. Y esa tarde, Valeria sacó su bici en el momento en que Damián pasaba justo enfrente pero en dirección contraria y ella se cruzó y...........bueno, hubo un pequeño accidente que terminó por el suelo. Pero el susto valió la pena, porque él se levantó enseguida y le tendió su mano para ayudarla a levantarse, mientras sus amigas no podían disimular la risa. Entonces, ella descubrió que era mucho más tímida que él porque no se atrevió a tomar su mano y solita se levantó de entre ese enredo de caños y ruedas. Pero la emoción de tenerlo tan cerca, hizo que a Valeria le faltara el aire, aunque el mundo estaba repleto de oxígeno, y que sus manos transpiraran y estuvieran tan mojadas como si las hubiera metido al río. ¿Por qué será que el amor hace estas cosas tan raras con nosotros? Pero el plan, dio resultados, porque desde esa tarde, de nervios y de golpes, él las saluda con un chaaauuu... tan largo como las pestañas de sus ojos color café y la sigue mirando más a ella que a las otras. Y en el lenguaje del amor, eso significa que Valeria le gusta. Aunque entre los chicos y chicas de nueve, eso no quiere decir que sean novios, aunque más o menos. Pero más menos que más. En fin, es algo difícil de entender porque las matemáticas y el amor, nunca van de la mano. Aunque sus amigas dicen, que quizás dentro de siete u ocho años, él podrá ser su novio de verdad. Y entonces, Valeria se lo contará a todos. Pero por ahora es un secreto, que deberemos guardar en el cajón de los sueños infantiles. IGNACIO Y SELENE Los dos iban al mismo cole y al mismo Club, Selene con su amiga Solange e Ignacio con su montón de amigos. Y ninguno de los dos podía ocultar que se gustaban. Era como pretender esconder a la luna cerrando la ventana. Todos se daban cuenta de que cuando ella aparecía, él se ponía nervioso y hacía cosas raras, como esa vez, que por querer ser el mejor con la patineta, no vio a su compañero en la pista y los dos se desparramaron sobre el piso, como el pasto para los reyes. Por unos días, Ignacio no fue a la escuela para que Selene no lo viera todo amoratado y caminando como un pato sobre el hielo. Ella siempre solía quedarse después de clase para verlo con ese casco amarillo, mientras hacía mil piruetas con su patineta verde en la cancha de básquet, hasta que llegaba el profesor y junto a todos los varones se preparaba para jugar un partido. Él le presumía tanto, que a veces, no embocaba la pelota por mirarla de reojo y sus amigos se enojaban. Entonces bravuconeaba con ellos para hacerse malo. ¿Por qué será que los chicos coquetean de esa forma? -se preguntaba Selene- que cuando eso ocurría, se marchaba de allí, simulando no darse cuenta de nada. Ignacio pensaba todo el día en ella, pero no se animaba a hablarla. Lo máximo que había podido hacer era guiñarle un ojo, cuando ella lo miraba. Entonces ella cambiaba la mirada porque sentía vergüenza, pero su corazón latía tan fuerte que se miraba el pecho porque creía que los latidos se le notaban por encima del guardapolvo. ¡Qué tonto es el amor, a veces! ¿No? Cómo se le van a ver los latidos por afuera-se decía ella misma- Es como si dijéramos que aquello que pensamos se no viera en la frente. Y aunque su amiga Solange le había dicho que el amor siempre se notaba en los ojos, ella no creía que eso fuera cierto, porque de ser así, ya todos se hubieran enterado de su enamoramiento. ¿Se imaginan? Pero lo que Selene no sabía, era que eso ya no era un secreto para nadie, porque Solange se lo había contado a sus amigas y así, el secreto, llegó hasta los propios oídos de Ignacio, quien a su vez, se lo contó a casi todos los varones de segundo año. Y así, una mañana en que ella caminaba con Solange durante el recreo, Selene vio sonrisitas misteriosas en la cara de algunos pícaros y estuvo bien segura de lo que eso significaba. Se puso furiosa. Tenía deseos de llorar como si hubiera llegado el fin del mundo, o como si le hubieran pedido que interpretara el papel más triste del teatro, o como si Ignacio se hubiera cambiado de escuela y no fuera a verlo nunca más. Tenía deseos de un llanto largo y movedizo como las ramas de un sauce, pero no lo hizo. No tenía edad para andar llorando. Y de repente, cambió las lágrimas por una sonrisa. Ignacio estaba acercándose y caminaba hacia ella como si nadie más existiera a su alrededor. Se paró delante de las dos y le pidió a Solange que los dejara solos. Selene estaba emocionada, pero muerta de miedo. No sabría qué decirle cuando él dijera algo y su temblor empezaba en los pies y le llegaba a los rulos . Su confusión le hacía mirar al piso, aunque era a él a quien ella quería mirar. Cuando quedaron solos y después de unos instantes que a ella le parecieron varios días con todas sus noches y sus siestas, Ignacio le entregó un sobre, desplegando una sonrisa como si fuera un paraguas cuando empezaba a llover. Te invito a una fiesta que haremos en el Club-le dijo- es mi cumple y vamos ha hacer algo con los chicos, puedes invitar a tus amigas-agregó. Cuando se marchó, ella se dio cuenta que no le había contestado nada y se había quedado tan inmóvil como un árbol, con todas las flores por florecer. Se sintió muy tonta. Pero a la salida, se recompuso y casi a los gritos, le dijo que el domingo estaría allí. Y él se sonrió de una manera tan dulce que parecía un caramelo de coco. Faltaban cuatro días para la fiesta y ya había vuelto loca a su madre y no pensaba en nada que no fuera sobre lo que iba a ponerse, cómo se peinaría y esas cosas que no tienen importancia cuando dos chicos se enamoran, porque lo único que hacen es mirarse a los ojos, sonreír y esas cosas que nada tienen que ver con la ropa. Pero había algo peor, tenía que pensar en un regalo que le gustara mucho, mucho, mucho. Y no se decidía, porque mientras más pensaba menos sabía. Pero por suerte, Solange le dio una idea genial. Y el domingo ella se lo llevó envuelto en cuatro papeles y cinco moños, pero le pidió que no lo abriera delante de nadie. Y él lo guardó. Al día siguiente, Selene no veía la hora de llegar al cole, donde él parecía estar esperándola. Tenía una sonrisa tan alegre como si alguien lo hubiera nombrado rey en el País de las Maravillas. En cuanto la vio, sacó un envoltorio parecido al que ella le había llevado el día anterior y se lo entregó, pidiéndole que lo abriera cuando llegara a su casa. Y ella hizo como él le pidió. Llegó casi sin aire y apurada por abrirlo se encerró en el baño. Se sintió la chica más feliz del mundo cuando vio la foto que él acababa de regalarle. Después de todo, había sido una gran idea la de regalarle la suya para su cumple. Se sintió tan feliz, que tenía deseos de trepar al Aconcagua para gritarlo al viento o de bucear por debajo del mar para encontrar la Sirenita de los cuentos y decirle que había encontrado a su príncipe, pero que no había perdido el habla como ella. Aunque de eso no estaba muy segura, porque cada vez que lo tenía delante suyo, no le salían las palabras. FELIPE, UN REGALO DE REYES María se había quedado encantada con un chico que a ella le parecía tan hermoso como los girasoles del campo. ¡Qué digo! Como un cielo lleno de estrellas o como un lago lleno de peces de colores. Se llamaba Felipe y hasta el nombre le parecía dulce como un helado de fresas cubierto con chocolate blanco. Por eso, María se vestía con esa solerita llena de flores rosas y todas las mañanas se ponía perfume para que cuando ella pasara a su lado, él suspirara profundamente, al oler ese aroma de rosas, que ella desparramaba por el mundo entero. María escribía cuentos de terror y estaba haciendo uno que daba escalofríos. Y se los mandaba por e- mail a toda su familia para ver si se asustaban. Así fue como una noche, su abuela abrió el correo electrónico y vio que su nietita le había mandado un mensaje y lo leyó, pero enseguida dijo. . ¡Qué horror! Se asustó tanto con ese perro que estaba partido por la mitad y para peor, justo se le cortó la luz. Y estaba sola. Menos mal que enseguida se encendieron de nuevo y pudo terminar de leer el cuento. Ella se dio cuenta de que su nieta sabía escribir muy bien y le respondió con otro e-mail, felicitándola por la historia terrorífica que le había dedicado a ella. No le dijo nada del miedo que había pasado porque sentía vergüenza. ¡Cómo iba a tener miedo de un cuento! María tenía la intención de regalárselo a Felipe pero no se animaba porque era muy tímida. Pensó que, algún día, cuando se hicieran más amigos le regalaría uno, para saber si era valiente o se moría del susto. El último día de clases todos estaban contentos porque venían las vacaciones. Todos, menos María, porque pensaba que iba a pasar mucho tiempo hasta volver a ver a Felipe y eso la ponía de malhumor. ¿Qué digo de malhumor? La ponía furiosa. Tanto, que se puso a escribir cosas terribles sobre vampiros que no sólo le chupaban la sangre a los mosquitos sino que derretían los huesos de los sapos o sobre fantasmas que se aparecían reflejados en la sopa o de brujas que montaban sobre las nubes para poder entrar en las casas transformados en lluvia. María tenía mucha imaginación y un día inventó uno, que más que un cuento, parecía un salón de peluquería porque te ponía los rulos de punta y además, se lo mandó como regalo a Papá Noel junto con la cartita adonde le pedía un muñeco que se llamara Felipe. ¡Qué caradura! El hombre de la barba blanca se rió mucho cuando leyó el cuento y como conocía su secreto, le colgó en el árbol de navidad, un sobre blanco para que lo abriera en la Nochebuena. María estaba triste porque no vería a su amor secreto hasta que empezaran las clases, pero tenía curiosidad por saber lo que había en ese sobre que todavía no podía abrir. . Por fin, cuando llegó la Navidad, ella rompió el sobre y leyó: "A Felipe te lo traerán los Reyes Magos"-decía la carta. Ella quedó un poco desconcertada, pero no podía enojarse con Papá Noel, porque él sabía lo que decía. De modo que tuvo que esperar. Esperó tanto que los días le parecían noches y las noches siestas. Y mientras duró la espera, la risa no le daba risa y sus cuentos no le daban miedo sino que la hacían reír. Hasta que al fin, llegó el seis de Enero y corrió hasta donde había dejado sus zapatos. Pero lo único que había allí, era otro sobre. Pensó que se trataba de una broma, pero igual lo abrió. Al ver lo que había adentro se puso tan feliz que no sabía si cantar, bailar o salir corriendo hasta el infinito. Pero... ¿A que no adivinan qué había adentro? No. Tampoco. No. Tampoco. No. ¿Se dan por vencidos? Bien, mejor les digo: ¡UNA FOTO DE FELIPE! Pero lo que no pude saber es cómo la consiguieron. ¿Ustedes, qué dicen? UNA NIÑA ENAMORADIZA A Isabel siempre le había gustado volar con su imaginación. Bueno volar lo que se dice volar como una paloma, no. Tampoco como un barrilete. Pero desde muy pequeña, cuando alguien le contaba un cuento de princesas, ella pensaba y pensaba.... y de tanto pensar creía que en verdad lo era. Y buscaba en sus sueños a un príncipe encantado del cual se iba a enamorar Y tanto soñaba con ser princesa que, a veces, su pantalón vaquero le parecía un hermoso vestido rosado llenos de vuelos que le llegaba hasta los tobillos y sentía que sus cabellos cortitos, crecían hasta enredarse en las masetas del patio y se enroscaban formando esos bucles como los que tienen las princesas en los cuentos. Y hasta sus manos se llenaban de anillos y su cuello de bonitos collares. Se sentía aún más hermosa de lo ella era. Tanto como una sirenita que bajara de la luna llena. O como una estrella reflejada en las olas del mar. Cuando Isabel fue a primer grado creyó encontrar a su príncipe en ese niño tan simpático que se sentaba detrás suyo y tenía dolor de cuello de tanto darse vueltas, cada vez que lo escuchaba reír. Ella siempre lo miraba de frente y a la cara, como queriendo hipnotizarlo con sus ojos de peluche y pestañas largas. Y él parecía saber que a ella le gustaba, porque siempre se ponía serio cuando eso sucedía y luego bajaba su mirada llena de chispas, como si sintiera vergüenza ajena. A veces, se ponía rojo o verde como una ensalada de tomate y lechuga. Parecía tímido pero no lo era, porque siempre hablaba con ella de cualquier cosa, sin importarle que los demás se burlaran de tanta atención que le prestaba. Otras veces, él se sentía fuerte y le sostenía la mirada hasta que ella se rendía y miraba para otro lado. Isabel sentía cosas muy raras, como si un montón de burbujas le caminaran por el cuerpo o como si un viento frío la sacudiera en pleno verano. Dicen que eso ocurre cuando uno se enamora. Isabel, al principio no lo creyó, pero tuvo que hacerlo cuando una tarde, él le preguntó si quería ser su novia y a ella le empezaron a temblar las rodillas y su corazón parecía latirle justo en el estómago. Tuvo tanto miedo, que le dijo que no, aunque luego se arrepintió de no haberlo pensado un poco. Pero estaba feliz. Su príncipe no le había prometido un reino ni un castillo, pero había querido ser su novio. Y eso era lo mejor que le había pasado en toda su vida. Pero un día, de esos que más vale perderlos que encontrarlos, Isabel sintió que todo se había acabado, que ya no pensaba en él y no le importaba tener que faltar a clases y no verlo. ¿Por qué será que el amor se termina tan de repente? - Se preguntaba. ¿Por qué será que ahora le gustaba más llegar a su casa para ver pasar al vecinito nuevo? Él no era simpático como Sergio, su compañero, pero tenía un "no se qué", un "aire de príncipe" que a ella le fascinaba. Isabel no veía la hora de llegar de la escuela para merendar con su hermana y luego salir a jugar al tejo a la vereda, por donde él pasaba todas las tardes. Claro, que antes de salir se desataba esos ridículos moños de su pelo, que su mamá le había hecho, se cambiaba de ropa y se ponía el perfume de Barbie. ¿Por qué tanto revuelo? -le preguntaba su madre sin entender. Un día, Isabel se enteró de que él se llamaba Santiago, porque un amigo lo llamó a los gritos, como si hubiera ocurrido un incendio. Y desde entonces, comenzó a soñar despierta que él venía en un carruaje de caballos negros y le pedía que se casaran. Hasta que una tarde y sin que aún hubieran hablado ni una palabra, que no fuera hola o chau, ella se dio cuenta de que las pecas de su nariz, ya no le gustaban tanto y hasta su perro, que antes le parecía un blanco caballo de príncipe, ahora le parecía un perro común y vulgar, como cualquiera de la calle. ¿Acaso se había desenamorado otra vez? ¿Qué le pasaba que ya no quería salir a la vereda y prefería chatear en la computadora? Y ya no quería dejarse crecer las uñas como para rascar a las estrellas y no le importaba que la viera con esos moños atados o desatados. De pronto, el tejo había perdido su encanto y hasta le molestaba estar en la puerta por el ruido de los autos. Estaba tan preocupada por lo que le pasaba, que se lo contó a Clara, su mejor amiga, quien luego de reírse a carcajadas y le dijo que lo que ocurría, era que ella era enamoradiza. Lo que quería decir que se enamoraba y se desenamoraba enseguida. Isabel no entendía muy bien y le preguntó a su prima, que ya tenía catorce. Por suerte, ella la dejó tranquila porque le dijo que todas las niñas lo eran, hasta que crecen y se enamoran de verdad.¡Qué alivio! ¿No? ¿QUÉ LE PASA A CAROLINA? Carolina había cumplido diez y su mamá estaba preocupada, porque pensaba que a su hija le pasaba algo. Desde hacía un tiempo, la notaba muy distraída, o tal vez, esa no sea la palabra, pero cuando le preguntaba alguna cosa, tenía que hacerlo varias veces porque, al parecer, ella no la había escuchado y últimamente, tampoco sabía si tenía tarea, o si la maestra le tomaría lección de ciencias. Carolina siempre había sido una alumna responsable y ahora que estaba en quinto, parecía en la luna. Qué digo luna, parecía en Júpiter que está mucho más lejos. Ahora estaba pendiente del pelo, que quería dejarlo crecer hasta que el cinto no se le viera por la espalda y le había pedido a su mamá que la llevara a la peluquería para que le hicieran un desflecado, que ella describía a la perfección para que cualquiera le entendiera. Ya no quería que el perro la tocara, porque decía que tenía olor a perro, como si el pobre tuviera que tener otro olor que no fuera el que la naturaleza le había dado. Tampoco jugaba con su hermana menor y los cuentos que antes le encantaban, ahora le resultaban aburridos. Prefería escuchar música para bailar, de esa cuyos pasos había practicado con sus amigas. Y si bien su madre sabía que su hija estaba camino a ser una adolescente, no quería que llegara a esa edad tan rápido, como trepada en patines y en bajada, porque se podía dar un porrazo, de esos que pueden aflojar algunos dientes y llenar de cáscaras negras las rodillas. De modo que decidió hablar con ella como quien toma a una cabra por los cuernos, es decir, de frente y decididamente. Su respuesta fue contundente. Estoy enamorada de un chico de mi grado- le dijo. ¿Qué tiene de malo?-agregó Carolina. Nada, en absoluto-le respondió su madre- fingiendo una tranquilidad que no tenía. Imaginen que su hija, le tire en sus oídos algo como eso y tan de repente y al descuido, como si embocara un bollo papel en un cesto de basura. La mamá de Carolina, no quiso ni pensar en lo que hubiera hecho su propia madre si a los diez, ella le hubiera dicho que estaba enamorada de un chico, como si dijera: "mamá, ya terminé de tomar la leche". Claro que eran otros tiempos, porque a los diez, seguramente, ella no hubiera ido a la escuela con varones. Porque aunque no lo crean, había escuelas de nenas y otras de nenes. Recién en la secundaria se podían mezclar y eso era alrededor de los doce o trece, cuando la cara se llenaba de granitos y la timidez cerraba las puertas a toda conversación entre mujeres y varones... y los ponía colorados, como la pulpa de una sandía. Pero volvamos a Carolina, que todavía está esperando que a su madre se le pase el susto. Parece que ella no entendía mucho sobre el amor porque no sabía qué decirle, de a ratos se reía o se ponía seria, pero parecía que la sorpresa la había dejado aturdida, como una noche de truenos. -- ¿Y quién es el chico?- se animó a preguntarle. Carolina no sólo le dio el nombre sino que le dijo que era hermoso, más bajito que ella y usaba lentes. -- ¿Lentes? -le preguntó su mamá- como si le hubiera hablado de platos voladores. -- Sí, mamá. No me digas que nunca viste un chico con lentes, en mi grado hay tres que los usan-le aclaró. -- ¿Y de qué hablan?- Le preguntó, esta vez. -- De nada. Sólo nos miramos. Pero le dijo a Claudia que quiere ser mi novio, le dijo ella --¿A Claudia? - le preguntó como si no entendiera. -- Sí, mi amiga- tuvo que aclararle a pesar de que la había visto muchas veces. -- ¿Y entonces? -insistió -- Entonces nada, nos pusimos de novio y listo- le dijo. -- ¿Y de qué hablan? ¿Y qué hacen? ¿Se toman de la mano? -le preguntó -- No, mamá. ¿Vos nunca estuviste de novia?-le preguntó Carolina. Entonces su madre suspiró tan hondo, como si se estuviera cayendo de un avión. Y hasta se sonrió. ¿Por qué será que las madres, a veces, son tan raras? ¿Será que nunca se enamoraron? EL SECRETO Te contaré un secreto, le dije a mi hermana, una noche en que ninguna de las dos tenía sueño. Era una de esas en que mamá y papá habían discutido por una estupidez y no tuvieron mejor idea que sacarnos de la escena, pidiéndonos que nos acostemos porque ya era tarde, a pesar de que todavía no había empezado el noticiero de las nueve. Ya en nuestro cuarto, que en ese momento nos parecía una cárcel, nos pusimos a conversar bajito y le conté que Ariel me gustaba y que siempre me miraba cuando subía al transporte escolar. Los dos íbamos a quinto, pero con distinta maestra. Un día él se sentó a mi lado y después de preguntarme el nombre, me dijo que tenía una hermana que se llamaba Azul, como yo. Cuando terminé mi historia, noté que mi hermana se hacía la dormida y no me respondía. Pero yo sabía que nadie se duerme cuando le están contando un secreto. Y en ese momento, no entendí por qué lo hacía. Pero al otro día, cuando quise mostrarle quien era Ariel, me dijo que ya sabía y que no le importaba. Su tono no me gustó, pero creí que estaba enojada porque no le había querido prestar mi vincha. Recién a la semana siguiente, cuando le conté que él me había dado la mitad de su chocolate y me dijo que no le interesaba nada de ese chico, me di cuenta de que la cosa era con él, porque traté de recordar qué había ocurrido entre nosotras y nada malo me venía a la mente. Si hasta le había ayudado a tomar la leche, para que mamá no la retara. Cuando volvíamos a casa entendí lo que le pasaba. Y entonces le pregunté, de repente, que si a ella también le gustaba Ariel. Y la muy caradura, me dijo que sí, que ella lo había visto primero, pero como yo era una egoísta ni siquiera me había dado cuenta. ¿Qué les parece? Y pensar que mi hermana se llama Ángeles y más se parece a una bruja montada en una escoba ¿Qué digo? Mejor, montada en una aspiradora, porque es tan rápida para mentir, como si funcionara a motor. Esa noche, ni le contesté cuando quiso hablarme. Y al otro día, no le preparé la leche, como siempre lo hacía. Y tal vez, para vengarse, esa noche le contó a papá que yo tenía un novio que se llamaba Ariel. Por suerte, él estaba viendo el partido y sólo dijo: ¿Sí? Ella me miró y yo le hice orejitas de burro. Pero tuve la mala suerte de que mamá me vio y me mandó a mi cuarto. Mi hermana estaba tan preocupada que yo le cortara el rostro, o mejor dicho, que la ignorara como si fuera mosquito después de ponerme repelente de insectos, que me escribió una carta, que me pasó por debajo de la puerta, porque por más que golpeó yo no quise abrirle. Cuando escuché sus pasos en retirada, como soldado que pierde la guerra, la levanté del piso, la abrí y al leerla, me emocioné. Me pedía perdón y me decía que ya no le gustaba Ariel, porque era el culpable de que yo no hablara con ella. Y me dijo hasta que le tenía odio. Entonces abrí la puerta y la llamé. Vino volando como el ángel que ella es. Y nos dimos un beso. Mamá nos llamó para cenar y las dos fuimos a la cocina sonrientes, porque las peleas entre hermanas duran lo que una nevada en primavera. Pero algo me pasó a partir de ese instante: A mi tampoco, ya me gustaba Ariel y se lo dije mientras comíamos, pero en secreto. ¡Qué misterios tiene el amor! ¿Verdad?
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