Estábamos casi todos encerrados en casa porque la tarde solo había dado para morir a balazos enmedio de la calle. Oscurecía, el cuarto donde nos encontrábamos agazapados era como un último refugio, el sentir todos la pared a nuestras espaldas. Mi madre aún tenía el plato de la comida sobre sus piernas. Y además había recogido el del abuelo. Mi hermano pequeño medio dormitaba a mis pies, recogido en el suelo. Papá ya había apagado la radio, el gato negro, al otro lado de la habitación, y sus preciosos ojos verdes observándonos de un modo que nos confundía...
Yo sabía que algunos de los nuestros rezaban en su interior, otros echábamos una triste mirada atrás para despedirnos del viaje conjunto tan enriquecedor como lamentable. El abuelo soltó una imprecación por lo bajo (la impotencia no tiene límites ni estadios), papá me sonrió mostrándome sus bellos ojos azules cual garantía de que no podía sucederme nada malo. A mis doce años tendía a creer que él todo lo podía: era el dios que velaba por todos. Pero aquella tarde la ciudad se encontraba llena de seres que presumía eran más fuertes que él. Por ello, mi pena ante el dios derrocado era muy honda. Casi a oscuras nos adivinábamos los rostros y cada uno con su miedo iba a enfrentarse o no al destino terrible. Primero se escuchó el abrir de la puerta que daba a la calle, luego los rápidos pasos, a la carrera, subiendo los escalones. Y de inmediato un aporrear salvaje en nuestra puerta. Entonces fue cuando todos sentimos un frío desconocido. Papa se puso de pie y dijo:
-Yo abriré.
Abriría sabiendo que al otro lado se había concitado el infierno.
 
*Uno de los días marcados en rojo en Vilkaviskis, asesinatos en masa durante el verano de 1941. En memoria de lo sucedido a mi bisabuelo Raimondas, su hija Gabija, su esposa Ugne, Gintas... en fin, casi toda la ciudad, menos quienes colaboraron.