El cubo en la cabeza
Publicado en Jul 21, 2009
Todos me aseguraban que era algo absurdo, pero me arriesgué a hacerlo. Y con el cubo en la cabeza, empecé a desplazarme lentamente. Erraba al principio, porque sólo podía inclinar la cabeza levemente para ver el piso. Choqué con la alacena y luego resbalé en el escalón de la cocina. Caminé hacia fuera, adivinando desde la oscuridad a dónde me dirigía.
Yo sabía que era absurdo llevar un cubo en la cabeza, pero no podía quitármelo. En cuanto lo hiciera, sabía que una luz cegadora lastimaría mis pupilas y gracias al cubo, esto ya no podía ocurrirme. Alrededor sólo escuchaba voces y cuchicheos, pero no veía sus caras. No tenía la intención de verle la cara a nadie, porque la gente que me miraba sabía que yo estaba haciendo algo absurdo. Sus voces se confundían con mis voces internas, yendo y viniendo recurrentemente; entrechocando y desvaneciéndose por momentos. Yo podía hacer frente a esas voces, porque ya estaba habituado a ellas. Pero no quería toparme con acusadores ojos y muecas de desaprobación, pues esas pupilas obligarían a las mías a sentir reproche por lo que estaba haciendo, y lo que yo hacía era algo absurdo. Y por un cierto rato anduve errando por el mundo, sin tener idea de adónde me dirigía. Arriba todo era oscuro; abajo, sólo veía el césped bajo mis zapatos. De pronto, todo esto dejó de ser absurdo, porque con cubo o sin cubo yo era incapaz de entender a dónde iba o qué quería. Y empecé a acostumbrarme al cubo, de tal manera que ya no pensaba en él. Todo venía a mi cabeza como viejos recuerdos o extrañas fantasías. Lo que la gente decía empezó a desaparecer. Ya no escuchaba voces, sino sonidos vibrantes y ondas que se dispersaban por toda mi cabeza y golpeaban con tintineos las paredes del cubo. Luego olvidé mi rostro. Puesto que no había nada que lo reflejara, poco importaba contar con él. Y la sonrisa, o el llanto, o el enojo pasaron a convertirse en cosquilleos en mi espalda. El cubo en mi cabeza prometía ser mi salvación. Por fin lograba desconectarme de todo ese bombardeo mundano que tanto me angustiaba. Todo había desaparecido de repente, no había más qué temer. El hecho era que, al no ver yo nada, no había nada amenazante. Y la nada parecía gustarme, pues era similar a un cuadro vacío, al que yo podía poner el color y el trazo que me diera la gana. Empecé a creer que efectivamente yo era un ser sobrenatural y había encontrado la solución a las desdichas y sinsabores de la vida. Bastaba no verlos, no oírlos, no sentirlos; sino seguir adelante, con la firme convicción de que todo había cambiado y se podía ser mejor sin ver más allá de mis narices. Hasta que, de pronto, ya no ví el césped bajo mis pies. Resbalé y caí en el agua, y aquella estabilidad se conmocionó en todos sus cimientos. En mi derredor no había más oscuridad, sólo una transparencia insultante; la verdad misma. Mis pies se perdían ante la falta de gravedad y no encontraba modo alguno de aferrarme. ¡Perecer en medio del origen de la existencia, existencia que hasta ahora me había propuesto ignorar! Entonces comprendí que nunca había dejado de ser absurdo llevar un cubo en la cabeza. Lw.
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