COMO MUCHOS PUEBLOS, MUCHOS NIÑOS: MI PUEBLO, MI NIÑEZ
Publicado en Apr 18, 2012
De pequeño, recuerdo como estructura urbana algo sucedido en la mayoría de pueblos de zona templada en Colombia. Ese villorrio donde el verano era el polvo eres, producido en calles sin pavimentar. Polvo esfumándonos cuando los caballos bajaban de las fincas, cargados de café, o uno u otro carro -vistas como berlinas, ahora con su nombre deslumbrante de taxis- nos cubría y terminábamos siendo personajes reales de un cuento de Rulfo.
La reminiscencia es intensidad de vida. No poetizo. No. Dicho paisaje me marcó. De igual manera la plaza de mercado donde no existían sino toldos donde se vendían carne y víveres en general. Un mercado oliendo a cebolla, a hueso. El poema de la vida donde vibraba el mundo entre machete y cortada, de manera tan romántica, de esta forma todo no pasaba de ser un rasguño de corazones tristes, así las cabezas rodaran hasta la gramera donde se pesaban las lágrimas de haber nacido. Muchas acciones del hombre asustan. Fue una época de vorágines. Un estadio de vida donde se fecundó una de las más crueles épocas sufridas por nuestro país. Quizás a mi edad, la muerte no la sentí sino en forma inconsciente. De una cantidad de madera, casi imposible, se formaba una casa. Casas y casas. Muchas, tal vez por el sinnúmero de ventanales se veía toda una ciudad, una metrópoli. Aunque siendo concretos, es mejor hablar de una capital de ventanas y no de casas. No sé, todo se me confunde, aún es hermoso ver algunas de ellas, como huella histórica. Del hospital no recuerdo mucho su estructura sino el olor a hospital, no del azul, si era azul -sólo estoy pensando en el azul propuesto por Neruda para los hospitales del mundo- olor insufrible, el cual padecí y me conmovió, a pesar de la corta edad cuando fui operado. Una iglesia hermosa, como me parecen todas las iglesias - lugares turísticos dignos de admiración – era para mí una catedral de vitrales cautivando mi mirada con extraordinaria impresión hasta sucumbir mis sentidos en el asombro. Acaso sea ésta una de las primeras imágenes generadora de mi capacidad de enternecerme, de deslumbrarme, de sentir lo poético de cuanto existe. También evoco el Parque de las Palmas. Recuerdo las palmas hechas parque. Palmas, mujeres de leña sensitiva. Espectacular monumento al trino, al hombre compenetrado con la naturaleza. Aún permanecen, para el recuerdo de mi infancia. La zona de prostitución la rememoro como si yo hubiese sido el viento veloz pasando por allí. En una ocasión, huyendo de una tunda, fue un universo en el cual se deslizaban todos mis sentidos, putas y lunares, música y licor, minifaldas encantadas de piernas, cuerpos donde algún dios gesticuló la hermosura y la fealdad de igual manera, senos y sombras de mujer acompañados de culos primorosos. La miseria atroz dándole, en forma paradójica, alegría a la ridiculez del machismo. Todo esto se desbocó dentro de mí en un transcurrir increíble. Se quedó para siempre, a pesar del miedo y la tunda. La cárcel, la cual vi a modo de cárcel sólo cuando corrió la noticia de la fuga de varios presos. Fui a curiosear. Ahí entendí el significado de una cárcel: lo lúgubre, la energía triste emanada por fuera no daba para entenderla como algo diferente, a pesar de mi corta edad. Hubo una escuela. Desde luego, existían varias, una tenía bóveda como de cementerio. Sólo más, mucho más inmensa, donde cabían mil muertos, entre ellos yo. Siempre fui un muerto a cuyo espectro lo obligaban a estudiar. En aquel crematorio del pensamiento se me rebajó de tercero de primaria a segundo, por ser el alumno más lerdo de aquella institución. Ahora, el otro ahora se fugó a un cuento de hadas. Quedan unas cuantas ventanas mirando al niño de mí ayer cuando les miro el estoicismo del árbol divisándose en su madera. Lugares presentes para siempre, en mi cerebro, instituyéndose hasta mi muerte. El colectivo humano con dificultad lo evoco. Recuerdo un personaje: el loco Benjamín. Un loco natural. No de esos artificiales de estos tiempos, puro como la cascada, igual al loco de Gibran. Puro lirismo de nervios desbocados, fue el primer hombre del cual me sentí culpable. Tendría yo siete años, cuando otro niño me señalo al loco Benjamín. Me volví loco. Sin entender nada de locos ni del término, le grité: Loco Benjamín, y ahí empezó una de las odiseas más peligrosas de mi vida. Este hombre esperó unos minutos. De un momento para otro, alcancé a ver un filo semejante a tajada de luna en un machete con la longitud del horizonte. El mundo se me vino al suelo. Corrí sobre un suelo, causándome alas y miedo. Yo era la ráfaga y él un arma lista a desgajar una cabeza. Por suerte, sólo la planicie de aquella herramienta dio contra mi cráneo. Golpe justo recibí de este ser humillado, al poco tiempo muerto por la hija de una señora a quien iba a exterminar. Colectivo humano habitando en una criatura buena, reaccionando contra bufonadas de un párvulo ignorante de la legitimidad del hombre, sobre el universo el cual es cada quien, por loco que sea. Miro de manera retrospectiva mis sueños, un zumbido de avión me alerta al paso del primer bus visto en mi vida. El aire arrebata tricolores al día. Gozo. Centellea de verde azul el humo que impregna mis sentidos. Caicedonia aquella, sombras…Mi pueblo, mi niñez.
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