Se hacía de noche, afuera el atardecer sorprendía con una fina llovizna a los transeúntes que presurosos pasaban frente a los grandes cristales desde donde Mónica y Jerard los observaban impávidos sin parpadear siquiera, con una sonrisa congelada que invitaba a la reciprocidad. Algunos despistados se detenían frente de ellos, mas por guarecerse de la lluvia que por prestarles atención, pues una vez estando  bajo la cornisa protectora terminaban por darle la espalda a la pareja que a pesar del desdén seguían sonriendo.

-Nunca entenderé a esa gente- Comentó Mónica a su compañero.
-Son anodinos, indecisos, volubles, otros perversos soñadores.
-No intentes comprenderlos- Contestó el aludido, sin regresar a verla.
-A mi me pasó lo mismo cuando llegué a este sitio. Ahora ya me acostumbré a sus miradas, a sus gestos, desaires y comentarios insulsos que alguna vez les he escuchado.
-¿Eres nueva aquí verdad? ¿Cuántos cambios de piel llevas?
-No me gusta medir el tiempo, a mi lo que me da vida son las miradas.
-Me excita cuando me miran, cuando me desean-
-Siento placer cuando me quitan la piel para imaginarse, al cubrirse con ella, que son como yo- Dijo ella vehemente.
-Jamás serán como nosotros, ellos viven en las sombras de sus mezquindades, prisioneros de sus deseos insatisfechos, pendientes de sus necesidades materiales y afectivas, esclavos de sus pasiones y agobiados por sus miserias. Comentó Jerard con mucha seguridad.
-Tienes razón, nosotros vivimos en medio de la luz, de frente a todos, no tenemos sentimientos que ocultar, no pedimos ni damos explicaciones, simplemente nos mostramos ofreciendo nuestra piel y cada uno de ellos forjan sus propios sueños. ¡Pobres, cuánta lástima me dan!-

Unas horas después la noche cubrió la gran ciudad de claroscuros, sólo donde se encontraban Mónica y Jerard estaba profusamente iluminado. Ellos callaron cuando un hombre se acercó frente al cristal que los separaba de los otros, de los distintos a ellos. El sujeto que había llegado se quedó mirando fijamente a los ojos de Mónica y le sonrió, sabía muy bien que ella correspondería a su gesto con su sonrisa de siempre, como consintiendo lo que seguía. Luego el hombre, sin importarle la presencia de Jerard,  metió su mano izquierda dentro la bolsa de su pantalón e inició su juego onanista mientras entrecerraba los ojos de placer. Cuando el clímax sexual estaba a punto de alcanzarlo, se agachó y miró debajo de la ropa de Mónica para comprobar su desnudez, ésta no hizo ningún intento de cubrirse y le siguió sonriendo. Luego la mano se movió más frenética hasta que en el pantalón quedó una huella mojada como muestra de las miserias mentales del individuo. Y se fue sin voltear a mirarlos, llevaba en la mente regresar la próxima noche.

¡Miserable agalmatofílico!, escupió Jerard.
-Mientras no salpique ni ensucie mi piel todo está bien- Comentó ella con desparpajo.

Nuevamente volvieron a callar pues escucharon algunas voces a sus espaldas:
-Miren muchachos, -ordenaba alguien-
-A esta preciosura me la visten con el último modelo de la colección verano-invierno de Giorgio Armani, el de tonalidades azules para que combine con los ojos de esta belleza- Se escuchó que decía una voz feminoide.
-Al otro llévenselo de aquí, ya no nos interesa- Comentó con desprecio.
-¡Por favor Mónica, diles que no me lleven, que no me muevan!-
-¡Avísales que padezco lo que ellos llaman kinesofobia!-
-¡Ayúdame por favor!- Gritaba Jerard desesperado.

Mónica ni lo regresaba a ver, estaba inmóvil entre varias manos que la desnudaban, que le arrancaban la piel para cubrirla con otra nueva. A pesar de que carecía de sentimientos, los gritos desgarradores de su compañero provocaron que dos lágrimas se deslizaran por sus mejillas... porque en el universo de la imaginación, ¡También los maniquíes lloran!