CUANDO LLEGUE EL MSICO
Publicado en Jul 07, 2012
Solo como siempre y ebrio. Esta noche cuando él llegue susurrando alguna nueva composición que a nadie le importa, y él supone la mejor hasta ahora compuesta, no se lo digan. Yo no voy a decírselo. Por lo menos no cuando llegue, sino en la madrugada cuando esté echado sobre el piso y no pueda reaccionar. Cuando llegue trasbocando una canción que nunca se convertirá en partitura, mostrándonos su capacidad de improvisación, no le digan que vendimos su saxofón. Fue forzoso venderlo. Aquí todos tenemos miserias. Apetitos. Inmoralidades. No es el primero en sucederle. Hasta aquí no llega el jazz con hambre y nos vimos obligados a vender el saxofón por mucho menos de cuanto valía. Sus otros instrumentos corrieron con la misma suerte. No ha sido el único a quien le suceda esto… Le hago una lista. Una extensa lista si quiere. Si no duda de mis afirmaciones. Cuando vendimos el primero, sollozó en un rincón del bar sin decir nada. Golpeó con sus manos un ritmo sobre la mesa, haciendo chocar vasos y botellas. Sin embargo siguió aquí y no tenemos la culpa. Ha debido irse desde cuando vendimos su trompeta. Con el producto de la venta nos alimentamos varias semanas. No era mucha la comida pero logramos sobrevivir. Y tuvimos fuerza para cantar solos y con él. Después de tener un rato la boca abierta como cuando cantaba, mostrando toda su dentadura, lloró. Entre lágrimas aseguró que éramos ladrones. Que ninguno de nosotros sabíamos nada de jazz. ¡Ladrón yo! Mi piano fue lo primero que vendimos. Quién sabe de jazz, me pregunto siempre, quién sabe entre lágrimas o risas, quién. A los cantantes, por ejemplo, siempre se les quedó por fuera de su voz alguna tristeza que no fueron capaces de expresar. Ahí están Louis Armstrong, James Brown, Billie Holiday, Aretha Franklin, Ella Fitzgerald, Jimmy Rushing, Joe Williams. No le nombro más. Era el maestro aunque lo habían echado de todas las orquestas. Dijo en voz baja esas cosas normales de un borracho cuando no quiere cantar más. No le hicimos caso. Habíamos lloriqueado primero no solo por su instrumento sino por los nuestros. Cuando la tristeza es lánguida, hiere más. Se dilata mucho más ese desánimo sin notas, sin música, sin ninguna letra. Tristeza y nada más, con ánimos de llegar a cualquier pequeña alegría. Cantamos pero también nos da hambre y frío. Cada objeto con el cual te encuentras, se transforma en tajante puñal abriéndote la piel, los músculos, los recuerdos, los huesos y la desesperación. No hay jazz que valga. No valen los blues. Hemos hecho todo lo posible por descubrir el tema que ahuyente de este lugar tanta agonía pero, si una se va, llegan otras más tristes. Ocurre con nosotros los músicos de jazz. Cuando uno tiene que vender los instrumentos de los amigos, esas tristezas tienen sabores que no son los mismos sabores poéticos de las canciones. Cuando llegue, y ya está por llegar, debe cantar sin su saxofón. Confiar en su voz nada más o retirarse. No cantar. Llorar. Insultar. Todo es lo mismo cuando de fondo alguien pone un jazz para hacerle dúo a nuestra melancolía, a la soledad suplicándonos no más jazz, por favor, no más jazz. No hay salvación entonces. Si no desea cantar, debe alejarse de este lugar, como se fueron Louis Jordán, Quincy Jones, Lionel Hampton y Art Farmer, entre otros. También a ellos les vendimos algunas de sus herramientas. No lo tomes a mal. Es es una de las normas de este sitio. Puedo acompañarte golpeando los vasos de cristal con una cucharilla. Otro día compraremos uno. Hay tiempo para ti y para mí. Eso creo. Tiempo. Días y noches. En algún lugar debe haber otro saxofón esperándonos, igual de solo que tú y yo. Como yo, hablando sin nadie que me escuche. Tocando en vano esta puerta para que me abran.
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