LA TONTA Y LA BESTIA
Publicado en Jul 11, 2012
Aquella mañana Ricardo desayunaba en silencio, frente a él, su hija Rosario de seis años de edad apenas probaba su cereal con frutas, contra su costumbre, la niña sorbía y masticaba con desgano el alimento. María, la esposa de Ricardo, cabizbaja con el pelo en la cara apuraba a la niña para que terminara de desayunar y llevarla a la escuela. Cuando la mujer levantó el rostro para preguntarle si deseaba más jugo, Ricardo pudo ver con toda claridad el lado derecho de la cara de su esposa, estaba tumefacto, con un color amoratado característico de los efectos de una severa contusión en la piel, el ojo de ese lado de la cara lo tenía prácticamente cerrado por la hinchazón y del parpado excoriado escurría tímidamente un líquido blanquizco mitad sangre, mitad lagrimas. Cuando María se acercó para servir el jugo, Ricardo intentó sujetarla por el brazo, ella se retiró violentamente emitiendo un gemido de dolor físico y su mirada triste se tornó en súplica llena de terror; el hombre se encogió de hombros y se acarició los nudillos desollados, se puso de pie y antes de partir intentó acariciar a su hija, la niña al ver que se acercaba a ella, aterrorizada rompió en llanto y corrió a refugiarse en los brazos adoloridos de su madre.
Camino a la importante empresa donde trabajaba, Ricardo hacía enormes esfuerzos por recordar exactamente lo que había pasado en su casa la noche anterior, recordaba con toda claridad que antes de llegar a su domicilio fue a cenar con Sabrina su nueva secretaria, una joven y hermosa mujer que cubría temporalmente el puesto de Isabel su amante y secretaria particular, pues esta última gozaba de permiso por maternidad, ¡Espero que ésta por fin me de un hijo hombrecito!, no como las otras que me salieron con la pendejada de puras niñas -pensó con ira contenida- Siguió escarbando en su memoria y entre brumas recordó haber llegado muy borracho y ansioso de sexo al lado de su mujer, pues Sabrina extrañamente se había negado a satisfacer sus mórbidos requerimientos. Recordó que María, su esposa, paciente y dócilmente como siempre se prestó a todas sus aberraciones sexuales y al final descubrió que aquello que parecían ser frases de placer en boca de su esposa, era sólo un piadoso rosario que con ojos entornados ella rezaba a alguno de esos santuchos a quienes siempre les estaba pidiendo que él dejara de beber. ¡Claro que estaba justificada la golpiza que le propinó!, mira si era estúpida para querer que él dejara de emborracharse, si lo había conocido bien briago, además -según él- la bebida es la mejor forma de socializar, entre copas había realizado sus mejores negocios, al calor del vino fraternizaba mejor con sus amigos, entre brumas de la embriaguez había logrado convencer de ir a la cama a la mayoría de sus mujeres, ¡es una tonta, merece eso y más! Al llegar a su oficina ya lo esperaba Sabrina con un jugo bien frío y un analgésico, la mujer lucía coqueta la valiosa pulsera que él le había regalado la noche anterior; al quedar solo en su despacho entrecerró los ojos y vino a su cerebro un chispazo de arrepentimiento, pero de inmediato lo desechó; ¡cómo estar arrepentido!, si desde muy joven su padre, Don Melitón Cárdenas le había enseñado que a las mujeres había que tratarlas con firmeza para que siempre supieran quien manda en casa, porque la primera obligación de las esposas es respetar al marido, la segunda quererlo y la tercera obedecerlo sin chistar. ¡Vaya si tenía razón su padre! Luego estaba aquella frase de su abuelo Don Encarnación Cárdenas, ese viejo de toda su admiración, quien en su pueblo logró, aun con la próstata encancerada, empatar con Rufino Gavilán la cantidad de hijos engendrados, cuarenta y dos, nada más ni nada menos; su abuelo, ese gran viejo decía; "A la mujer ni todo el amor ni todo el dinero, y si se porta mal, todos los cintarazos son pocos para que se eduque". Unos suaves golpes en la puerta lo sacaron de sus pensamientos, era Sabrina quien le avisaba la llegada de Verónica Santos, la joven y sensual viuda que recién le había confiado sus negocios, ¡mi próximo amor! -dijo mentalmente- y esbozó esa sonrisa que a las mujeres que no lo conocían les parecía adorable, pero aquellas desdichadas que habían padecido su compañía, la sonrisa del hombre sólo era la mueca de una miserable bestia. Kalutavon
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Eliza Escalante
kalutavon
Pero aceptando esas dos polaridades, está más al alcance de la mujer terminar con esa situación. Gracias por comentar.
Singer
kalutavon