El Cclope
Publicado en Feb 11, 2009
La mirada del Cíclope
Por Claudio Di Renzo Tomás jamás imaginó horror semejante. Sin duda para él, no podía haber en este mundo o el que fuera algo más horripilante y espantoso. Eso creía. Hasta hoy. Aquel día, hace ya unas semanas, Tomás Frascino se acostó a la hora de costumbre, tras haber disfrutado una suculenta comida casera, producto del amor y la labor de su querida esposa Ana. Los mates no faltaron y nada mejor que una buena ducha antes de acostarse. Una dosis de sexo matrimonial, y a dormir. Asuntos de oficina inconclusos demoraron su sueño unos minutos, pero finalmente logró pasar al mundo de los durmientes. “Silencio en la noche, ya todo está en calma”, entonaba Gardel desde algún piso en el paraíso. Tomás creyó ver su sonrisa entre las nubes. Los blancos dientes de una sonrisa rea. —Gardel… —balbuceó en su lecho, casi sin sorprenderse de estar en medio de una ruta, y a plena luz del día… ¡Sobre su propia cama! Bueno, al menos la cama era lo único razonable, por así decirlo, de la escena, ya que se suponía reposando en su habitación. Presuroso saltó de las dos plazas, corrió descalzo unos metros. ¿Dónde estaba Ana? Se volvió para echar un vistazo pero no la encontró entre las sábanas… ¿negras? Jamás hasta hoy había sabido de tales mantas, las cuales flameaban como alas de algún imaginario pájaro sobre la cama que yacía en medio de la ruta. Sintió el calor del asfalto bajo sus desnudos pies, y, tal vez temiendo la embestida de algún bólido sorpresivo, corrió a la banquina, dando pasos hacia atrás, sin dejar de mirar la cama. Se detuvo, se fregó los ojos con fuerza, se cacheteó ferozmente, como impotente ante la inminencia de no despertar en su habitación. Las mantas de la cama crepitaban merced al violento viento que se levantaba y aumentaba su intensidad. Imposible. Imposible. Imposible. Quiso correr, pero… ¿hacia dónde? Y en pijamas. ¿Qué diría al llegar a casa? Papó sus bolsillos, no tenía dinero. Además, no se atrevería jamás a subir a un ómnibus vestido así. Un ómnibus. ¿En qué dirección? ¿Hacia dónde? No se veía ningún cartel en la ruta. No reconocía las sierras y montañas que la rodeaban. Tembló ante la certeza de no estar en Buenos Aires. Se despeinó con fuerza y se sentó sobre una roca que tenía pintada una leyenda peronista. Al menos estaba en su país, No podía quedarse allí. Esperaría que alguien pasase y le explicaría que estaba perdido. Iría a algún hospital alegando amnesia o algo así. No podía explicar la verdad. Si ni siquiera él estaba seguro de no estar demente. Lo primero que se le ocurrió fue esconder la cama, para evitar sospechas y preguntas sin duda difíciles de responder. Se quemó los pies hasta el mueble, y empujando con fuerza, jadeando, lo llevó hasta un rincón bastante apropiado de la montaña más cercana. Recordó la tarde de agosto de 1970 cuando la había comprado junto con su mujer en una tienda de Flores. Usada y todo fue muy fiel y aguantadora. Mas se erguía ahora allí, como un demonio negro, culpable o sospechoso de causar semejante horror en un sencillo empleado bancario. —Ana… querida. ¿Dónde estás? —llorisqueó impotente. Era lo que más quería en la vida. No la podía perder así. Miró el cielo e imploró en silencio. Esperó y esperó ver nuevamente a Gardel entre las nubes. Tal vez cantaría “Volver”. Pero no. Gardel no cantó, pero algo mucho más horrible y sofocante apareció en el cielo azul de ese medio día. El cielo pareció… ¿arrugarse?, y como una tela tenue que separaba dos mundos paralelos se abrió un pequeño agujero del que salió un enorme dedo, que rasgó la tela un poco más- Y apareció el ojo. Un ojo azul de pupila pequeña que miraba nervioso a un lado y a otro como sorprendido. ¿Cómo puede imaginarse el horror de sentir que un ser gigantesco nos busca desde el más allá del techo de nuestro mundo? ¿Cómo compatibilizar todo lo conocido hasta ahora en materia de astronomía con semejante aseveración visual? Tomás buscó el Sol, y horrorizado descubrió que allí estaba, donde segundos antes, brillando y calentando. Entonces… alguien lo miraba desde el infinito. ¿Cuál era la dimensión de ese ser fabuloso? Horrorizado, sintió toda su existencia temblar shockeada ante el horror de imaginar todo el mundo reducido al tamaño de una pelota de football. Aulló ante la comprensión de tal realidad palpable. Todos los misterios que lo habían acosado por años confluyeron en su mente. El infinito, la eternidad, la vida, la muerte… todo… el todo. Las enormes distancias que separaban los planetas. —¡Oh… dios! —jadeó mientras caía arrodillado. ¿Dios? Sí, tal vez, él. Sólo él… Sólo Él. El Cielo se abrió aún más y vio a Dios personificado en un fabuloso ser de un solo ojo que parecía buscarlo. Era calvo, de grandes orejas movedizas. Su boca parecía no cerrarse jamás y sus dientes brillaban como el oro. La nariz era pequeña y chata. La ciclópea figura celestial pasó su mano hacia el universo y esta, cual saeta celeste, recorrió en segundos la infinita distancia hacia el planeta Tierra, y, horriblemente, tapó la luz del sol para Tomás. ¡Estaba encerrado bajo su mano! Se tendió de espaldas sobre la tierra y levantó los brazos inocentemente como queriendo resistir, sin poder evitar ese gesto genético de protección. Palpó la candente carne de esa palma que cubría el sol en un radio de miles de kilómetros. Sintió el rugir del Cíclope mientras él mismo lloraba de terror. Sintió sacudones tremendos e irracionales. Gritaba y gritaba, presa del mayor pánico imaginable, ante la inminencia del desastre. Gritó por él y por todos nosotros. Es increíble la solidaridad lastimosa del último minuto ante la certeza del fin de la naturaleza humana. Tocó la tierra bajo su cuerpo. Era suave. Y mullida… como un colchón… levantó sus brazos en la oscuridad total, pero no llegó a percibir la mano del Cíclope… y cantó Gardel… … Desde el séptimo piso. Se prendió la luz de la habitación y casi se desilusionó al ver a Ana en la cama… verde a su lado, quien lo miraba extrañada. —¿Qué te pasa? —inquirió su mujer— Tomás… Cayó sobre la cama, y, sintiendo el colchón, lloró ante el mayor horror posible. Hasta hoy. Hoy, Tomás Franscino recuerda el real sueño de semanas atrás. También recuerda cómo creyó despertar. Cómo insistió sobre la veracidad del cíclope y cómo se debatió día tras día entre la certeza de lo visto y la incredulidad. Hoy Tomás recuerda dos semanas durmiendo por minutos, viendo nuevamente día tras día al cíclope y su ojo que lo busca, palpando su carne, despertando con la sonrisa de Gardel entre las nubes. También recuerda Tomás hoy la pelea con su familia. Su inasistencia al banco, su telegrama de despido. Recuerda su duda. Su gran duda. ¿Cuál era la pesadilla? ¿La del cíclope… o la de ver a su mujer e hijos cerrando la puerta de calle para no volver? No sabía cuál era la realidad ni desde dónde soñaba. A veces creía soñar desde su cama que despertaba en una ruta, y otras creía desde la tierra del cíclope tener la pesadilla de despertar solo en su pieza, barbudo y desaseado, solo y sin ganas de vivir… abandonado. Es horrible, pero a Tomás lo echaron del departamento por no pagar el alquiler. Y ahora duerme bajo un puente en Constitución, en compañía de otros vagos que le prestan su amistad. Y lo peor de todo es que ya no sueña con el cíclope, ya no ve su ojo en sueños. Ahora duerme plácidamente todas las noches, creando en su mente un pensamiento que lo aterra más que la inminencia de la destrucción terrestre en manos de un dios de un solo ojo… Tomás jamás había imaginado horror tal como el del sueño… … Hasta hoy. Hasta hoy, día en que Tomás empieza a mirar al Cielo buscando entre las nubes la sonrisa de Gardel, cantándole “Volver”… buscando el ojo del Cíclope, para que termine de una buena vez con todo esto.
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