UN SUDARIO
Publicado en Aug 25, 2012
Era uno más de los invitados. Estábamos encerrados, como en un salón. Había una puerta grande, muy ancha y gastada, que nadie podía abrir, pero aún quedaba mucho tiempo para ello. Un tanto apartada se hallaba una ventana que estaba abierta y parecía ser el único lugar por donde salir. No lo había notado hasta que vi saltar a algunos por allí. Me asomé apenas, –curioso–, para ver del otro lado y enseguida, una calle vacía donde un hombre arrodillado con las manos unidas por una cadena y la cabeza hundida en su pecho, parecía rezar.
Una mujer anciana tocaba unas cosas sobre un escritorio, como intentando ordenarlas. Pero en realidad no lo hacía, sólo las movía de un lugar a otro y las volvía a dejar como estaban. Ya no tenía nada que hacer. Nada que ordenar. Me empecé a poner inquieto. A través de su sombra, la tomé de un brazo que parecía de hule. Solo entonces me miró. El hombre, que aún seguía allí, rezando, apenas giró su cabeza para lanzar una vista rápida. Pero se volvió enseguida. Ella me resultaba familiar; tenía un semblante rosado, sensual y los ojos cansados y poco abiertos. Aproveché el momento justo cuando me sonrió con profunda ternura para decirle: “¿Cómo llegaste hasta aquí? Me estabas esperando, ¿no?”. “Sí”, respondió. “Alguien debía venir hoy”, y ágilmente estiró el cuello para ver si el hombre permanecía rezando. “Andá y decíle algo a ese pobre hombre que llora sin consuelo; y si no lo hacés –amenazó levantando un dedo, y abriendo grandes sus ojos oscuros–, no te hablo más”. “Pero ¿Qué le digo?”, dije, levantando mis hombros. “Ni siquiera lo conozco”, pensé. “Vos andá, que ya se te ocurrirá algo cuando lo veas”. “¿Por qué está allí rezando?”, pregunté todavía. “No lo sé querido. No lo sé”, dijo la anciana. “Aquí todos estamos preocupados, ¿sabés? Y esperamos una respuesta. ¿Vos viniste a llevártelo?”. “No”, respondí. “Ya me parecía. A ver, peate, peate”, me dijo y después de un rato supe que eso significaba: “esperá, esperá”. Pero no le hice caso y me acerqué a ese hombre, para lo cual, también yo tuve que saltar por la ventana; mientras, ella me gritaba que tuviese cuidado. Cuando estuve cerca lo saludé titubeando, pero él no me respondió. Era como si no me hubiese escuchado. Entonces quise tocarlo, suavemente, para hacerle saber que no estaba solo. “¡No lo hagas!, gritó la anciana desde la ventana, que ya había asomado la mitad de su cuerpo sosteniéndose del marco. No obstante, insistí una vez más: “Buenas”, le dije, pero el hombre seguía inmutable… Un viejo pasaba por ahí, con pasos cortos y ligeros; de repente se detuvo justo al lado del hombre –que seguía inmóvil–, “¡Te vas romper el alma!”, me dijo con voz ronca y como una advertencia, retándome porque seguramente me había visto saltar. Quise explicarle que no había otra forma de llegar hasta allí, pero la anciana, que había aparecido insólitamente, me tomó del brazo y me dijo en voz baja: “Vení, no sigas”. Me conformé con su presencia y caminamos por ese sitio deshabitado. El perfume de algunas flores, era empalagoso y me hacía estornudar. Ella de cuando en cuando, se detenía para acomodar unas plantas, pero al final siempre terminaba dejándolas como estaban. “Qué extraña costumbre que tenés”, le dije, algo molesto. “No te enojes querido”, respondió. “Dejáme, ¿no ves que ya es tarde para cambiar? No quiero resignar ciertos hábitos. Yo soy así, tal como me ves. Decíme una cosa, ¿supongo que no estarás pensando quedarte aquí? ¿No?”, preguntó, como si hubiera querido hablar de otra cosa. “Si vos estás conmigo, entonces para mí sería un placer poder quedarme”, dije sonriente. “¿Dónde podría estar mejor?”, pregunté. “¡Tesoro mío! Pero a decir verdad, no quiero que te quedes”. Confundido le pregunté: “¿Por qué?”. Me tomó otra vez del brazo: “Vení, vení”, me dijo y haciendo un chasquido con la boca agregó: “Acá las cosas son diferentes. No es tan espantoso como muchos creen. Yo a ustedes los veo llorar, sufrir… ¡Ah! ¡Dios mío! ¡Si supieran lo bien que se está acá! Aunque a veces, nosotros también extrañamos… ¿no viejo?”, dijo, y el viejo que caminaba detrás de ella, asentía con la cabeza, siempre erguida, y la mirada perdida. Caminamos los tres calladamente. El viejo ya no iba detrás, sino, al lado de ella, casi enlazado. Fuimos recorriendo distintas callecitas, que parecían de mentira, circundando parcelas y bajas construcciones con enormes escalones y puertas raras, frías y oscuras. “Chocha, ¡Por favor! Dejá de llorar ¿querés?”, le decía el viejo al encender un cigarrillo, lo que ciertamente me había llamado la atención, pero no sabía bien por qué. “Está bien Mario, perdoná, es que hacía tanto que no caminábamos con alguien”, respondió ella angustiada. De pronto me miró agudizando su vista y me dijo: “Mirá, ¿ves esa bóveda que está allí?”, “Sí”, respondí. “Bueno, ahí vivimos nosotros”. Me quedé helado, y con poco aliento, apenas pude continuar: “¿Cómo?”, exclamé, “¿Entonces ustedes, están muertos?”, pregunté pero con toda la intención de no querer escuchar la respuesta; con temor y temblando. Ellos se miraron. “No”, respondió la anciana. “Sin embargo, debo ser sincera con vos, querido: ¿Sabés? A veces nos sentimos un poco confundidos, quizá por eso, ahora, es que estamos felices por tu presencia”. “No entiendo”, le dije. “No te preocupes, ya entenderás”, señaló. “No debés desvelarte por nosotros, más bien, hacélo por vos mismo, porque al menos aquí tenemos dónde dormir; allí en ese lugar que te mostré, y eso no es poco”… Nos desviamos de ese camino y nos metimos por otro alternativo, pero tampoco éste mostraba ninguna diferencia respecto del aquél. “Esto… parece un cementerio”, murmuré tímidamente. “¡Dejáte de macanas!”, respondió don Mario haciendo un brusco ademán con la mano. No me había dado cuenta, cuando entonces llegamos al mismo sitio del principio; donde estaba el hombre, siempre en la misma posición. Esta vez lloraba y murmuraba cosas, algo así como quejas o lamentos, no lo sé… Ella, entonces, se paró a su lado y lo ayudó a ponerse de pie tomándolo de un brazo delicadamente y lo miró a los ojos, mientras le secaba las lágrimas con un sudario todo arrugado, que había traído secretamente en un puño. “¡Abuela!”, exclamé repentinamente. “Quiero quedarme acá con vos. ¿Debo hablar con alguien para ello?”, pregunté. Ella giró su cabeza pero, sin embargo, parecía que le hablaba sólo a uno: “Insistís, ¿eh? ¿Realmente querés quedarte?”, dijo. “¿Acaso, tenés que hablar vos entonces, con ese alguien?”, le pregunté desesperado. “No es necesario hablar con nadie, vos ya sabés dónde estamos y eso es suficiente, porque ya lo has visto todo. ¡Uy! Mirá”, exclamó de repente, “La puerta grande se abrió. ¡Corré! ¡Saltá por la ventana y cruzá esa puerta! Apuráte… No pierdas tiempo, mi tesoro… No pierdas tiempo”, señaló con voz apagada, pero amablemente. Fue la primera vez que obedecí el consejo de un mayor. Desolado, me dí cuenta de que los movimientos de aquél hombre al correr, finalmente eran los míos y llevaba en mis manos, ya sin cadenas, un sudario que ella me había alcanzado.
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Guille Capece
pero es lo que me surge luego de leerlo.)
Felicitaciones y abrazo
Guillermo
Gustavo Milione
Verano Brisas
Gustavo Milione