Con movimientos vigorosos que denotaban un gran don de mando, alineaba y movía sus piezas frente al ejército opositor. ¡Adelante, ataquen! gritaba arengando a su tropa a la que posicionaba ventajosamente en el campo de batalla que tenía a sus pies.
Sus soldados empujados por él, arremetían contra el enemigo, la lucha se desarrollaba cuerpo a cuerpo, las bajas eran considerables en las primeras líneas de los contingentes que luchaban por la victoria en aquella batalla convertida en costumbre.
Su instinto de militar victorioso le apremiaba terminar con aquel combate, pero el enemigo era numeroso, imponía verlo desde la perspectiva desde donde él estaba. Su experiencia en innumerables guerras en las que participó le decía que ese combate tardaría horas en decidirse por cualquiera de los bandos que peleaban en aquella ocasión.
Entonces tomó una resolución que para él fue novedosa. Buscó entre sus pertrechos guardados algún arma de destrucción masiva. Dejó de lado la candorosa idea de que la lucha cuerpo a cuerpo entre los oponentes era sinónimo de valentía y de espíritu guerrero.  También se puede exterminar al enemigo a distancia -se dijo-
Claro, no es la misma satisfacción que se siente el acabar con el oponente cara a cara y empaparse con su sangre, pero la victoria siempre será mejor que cualquier otra cosa.
Tomó entonces de entre su caja de juguetes aquella pelota de gran tamaño y la arrojó con fuerza, hasta con rabia, sobre el montón de soldaditos que había agrupado como el ejército enemigo en la batalla de aquel día, era su juego recurrente, el preferido, que en aquella ocasión terminaba de forma diferente...  La destrucción fue masiva y el niño sonrió entonces con picara satisfacción.