El campito
Publicado en Sep 21, 2012
Cuando Ana Graria volvió una noche de su trabajo, vio a su padre moribundo en el campito de enfrente de su casa. El hombre, que estaba recostado e inmóvil al pie de un árbol, con su corazón extirpado y a simple vista, ocultaba la herida con sus temblorosas manos, pero extrañamente la postura de su cuerpo se mostraba en forma de ángulo recto. Era una escena casi perfecta para el horror y esa circunstancia le llamó tanto la atención que tuvo que sacudir la cabeza por largo rato sin poder reaccionar. Absorbida todavía por la desolación, miró a su alrededor mordiéndose los labios, como buscando un alivio y con la esperanza quizá de encontrar a alguien, aunque sin saber bien para qué, pues su temple no le caía bien a nadie. «¡Esto no es cierto!», se dijo.
Ella estaba sola. Se sentía sola. Como pudo, se deslizó hasta apoyarse en el tronco del árbol porque ya tenía náuseas; su rostro comenzaba a empalidecer; la transpiración la había envuelto por completo y, prueba de ello, su vestido –todo mojado– dejaba traslucir sus partes íntimas. Pero, sin embargo, no podía quitar la vista de ese corazón: algo se lo impedía. Mas bien, por el contrario, la mantenía hundida en ese cuerpo y, en cierta forma, parecía estar sepultándolo. Sus pies se habían clavado en la tierra como si alguna fuerza subterránea la hubiera inmovilizado plenamente. De modo que optó por sentarse allí mismo sobre ese pedacito de tierra húmeda, sin pestañar. Por un instante creyó estar delirando: «¡No puede ser!», pensó. «Mis imberbes caprichos en desobedecerte al cruzar por aquí, sometida por el mandato de llegar a tiempo a mi trabajo, ese maldito trabajo. Y vos que al espiar por la ventana te preocupabas por saber si había vuelto sana y salva a casa, esperándome a la mesa con la cena preparada dispuesto a encontrar cualquier excusa para conversar, aunque más no fuera por un breve instante, instante que yo despreciaba, aunque lo esperaba. Pero vos lo tolerabas e insistías, apartado de todos y sin rendirte jamás, mi viejo, luchabas por querer saberlo todo acerca de mí, como un verdadero padre sabe hacer, atendías mis necesidades transformándolas en lo único y primordial en tu vida. ¡Si hasta en los detalles más insignificantes te fijabas! Y ahora, ¿de qué te ha servido todo eso padre? Lo que tanto temías que me ocurriese, finalmente te ocurrió a vos. ¡Qué estupidez!». Al cabo de un rato, como una densa niebla, le sobrevino una espantosa sensación de miedo… Ana se había hecho la costumbre de atravesar el campito para tomar un atajo hasta la parada de ómnibus que estaba del otro lado. De no ir por allí, debía dar una vuelta alrededor, lo que a decir verdad, le resultaba incómodo y no estaba dispuesta además a realizar ese recorrido porque no soportaba llegar tarde al trabajo: una fábrica textil donde debía ocuparse especialmente de que la tramada de las telas mostrase un bordado bien alineado. Ella tejía con las manos, y también con la mente. Buscaba la perfección por sobre todas las cosas. Aunque en varias oportunidades el padre se había esforzado en decirle que no anduviese por el campito porque: «No me gusta ese sitio; Ana, hija mía, ocurren cosas raras allí», la joven desoía esa advertencia y volvía a pasar por allí tantas veces como podía. Tal vez lo hacía fuera de toda mala intención, pero con frecuencia solía demostrar buena predisposición en llevarle la contra. Como un capricho inexplicable. Su propósito parecía estar lejos de ir en busca de alguna ayuda, como si no hubiera una razón que pudiera justificarlo, y con asombrosa insensibilidad trabó la puerta de la casa con cerrojo; sin embargo, eso tampoco la conformaba. Entonces, ante el pánico –ya evidente– con gran esfuerzo, arrimó un sillón muy pesado sobre la puerta, para asegurarse de que fuera imposible abrirla. Se acercó a la cama, acompañada de un pequeño bostezo, porque simplemente estaba cansada. Incluso, antes de dormirse, se elogió por haber sido precavida en que aquello no le hubiese ocurrido a ella: «¡Qué bien estuviste!», se dijo Ana, como si le hablara a otra persona; y enseguida hizo un penoso silencio. Estuvo a punto de ir a verlo otra vez, pero le faltó coraje. Encontró una excusa que consideró perfecta para no hacerlo. Recordó cuando, la última vez que lo había visto, y en medio de una discusión –que nunca supo bien por qué se había desencadenado–, el padre le había dicho: «Cómo has cambiado Ana, ¡ya no eres la misma!», y ella secamente respondió: «Tus lamentos me tienen harta. Parecés un hombre que ya no quiere vivir. ¿Acaso es eso lo que estás buscando? Hemos llegado a un punto del cual ya no hay retorno». Y habían continuado aquella discusión fuera de la casa. El caso es que, a pesar de ello le sobrevino una intranquilidad que exigía sacar de su alma alguna compensación más soportable. Entonces, enloquecida, revolvió su ropero para quedarse con una de las mantas que había tejido en su trabajo que tenía unos bordados en forma de ángulos rectos, y tras correr el sillón de la puerta, –golpeándose varias veces–, la abrió con cuidado y se dirigió de una corrida al campito, más precisamente hacia ese mismo árbol donde estaba su padre. Lo abrigó con la manta y regresó tapándose la cara con las manos. Luego, volvió a dejar todo como estaba y cuando retornó a su cama, prefirió darse vuelta, pero esta vez, como si aquello la hubiese conformado, finalmente consiguió dormirse. Al despertar, muy temprano en una lluviosa mañana, Ana, que no había logrado deshacerse ni de su confusión ni de un presunto miedo ni siquiera después de haber jugado con el agua de la ducha –como cuando era niña–, sintió un hambre irresistible y decidió sentarse tranquilamente a desayunar. Intentaba espantar de ese modo sus pensamientos que ya empezaban a transformar su paciencia en una gran molestia. De cuando en cuando, corría la cortina y espiaba por la ventana de la cocina para ver si el padre aún seguía allí. Primero se cambió de ropa para ir a su trabajo, como todos los días. «¡Por el amor de Dios!», exclamó respirando hondo. «¡Qué sueño horrible he tenido!»; pero asimismo, de haber sido un sueño, no se había extrañado de que su padre, –tal y como era su costumbre– no hubiese desayunado con ella esa mañana. Definitivamente no se trataba de un sueño. Estaba inquieta. Fue al dormitorio del padre, pero giró y salió rápidamente. «¿Qué pasaría si, por ejemplo, hiciese la denuncia y dijese que estaba enfermo?», pensó. Pero eso sería poco creíble e incluso dudoso, porque él no había dado muestras de estar enfermo y ni siquiera, en tal caso, habría en su sangre algún rastro de enfermedad. De modo que prefirió olvidar esa idea. Ya estaba pronta para afrontar otro día de rutinario trabajo. Lucía más hermosa que nunca, fértil y brillante. Se calzó unas sandalias nuevas, que una vez le había regalado el padre, y elevó sus brazos para acentuar un suspiro: «¡Listo!», y se echó un largo vistazo en el espejo que había en su ropero porque ya no era la misma y lo sabía: «Estoy preparada», dijo ahora. De pronto, miró el reloj que silenciosamente le indicaba algo: «¡Pero qué tarde se me ha hecho! Si pudiera detener el tiempo al menos por un rato. ¿Necesitará algo?», insistió. «¿Ya se habrá levantado de ahí?», agregó todavía, con fastidio, pero esta vez sin espiar. Conservó esa misma postura vacilante más de la cuenta. Hasta que tuvo que tomar una decisión. Una decisión que, probablemente, había sido la más apropiada con sus viejos planes… Y fue tristemente inaudita su sorpresa cuando, al salir, pudo ver un grupo de vecinos que se arrimaban lentamente al campito refugiados bajo sus paraguas. «¡Es el señor Graria!», señaló uno, «¡Ha reventado!», dijo otro, mientras rodeaban consternados el cuerpo de su padre que aún yacía en el mismo sitio. Sin vida. Al pasar junto a ese tumulto de gente, Ana sonrió y por primera vez tomó el camino alrededor del campito. Su andar provocaba una fría sensación de indiferencia; dejó que el viento la guiara y, como si todo aquello no hubiera sido en verdad un asunto de su cargo, se alejó de su padre con soltura.
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Guille Capece
volvi a leer tu segunda version de El campito. Creo que se han salvado ciertas improntas, y que asi se beneficia al cuento.
Abrazo; seguire leyendote.
Guillermo
Gustavo Milione
Gustavo Milione
Guille Capece
hay tension creeciente,e intriga.Las escenas estan narradas prolijamente.
Todo el cuento es expectante.
La relacion distante y fria de la hija hacia elpadre -que la hija interpone- no deja vislumbrar el final de gran indiferencia; es un logro.
No alcanzo a percibir la simbologia de la plumita...
Buen cuento, felicitaciones
Abrazo de tu amigo
Guillermo
Gustavo Milione
Verano Brisas
Si un narrador avezado le ve carencias, tendrá sus razones. Como soy apenas un poeta, quizás se me escapen asuntos técnicos, pero por lo demás, creo que lograste un trabajo bueno y serio.
En cuanto a comentarios, es obvio que en este medio las personas suelen no leer textos largos, y eso es una limitación para la prosa. Casi todo el mundo está de afán.
Te mando un abrazo y el deseo de que sigas superándote permanentemente.
Gustavo Milione