LOS TRANSENTES
Publicado en Sep 24, 2012
Sólo son fantasmas huyendo de nada para encontrarse con su propia rutina. Seres desolados y temerosos escondidos en el anonimato de la muchedumbre. Por ahí va don Espiridión con la mano dentro de su raída vestimenta, aprisiona con fuerza un pequeño envoltorio de plástico que contiene toda la riqueza de la familia: Unas arracadas de oro, regalo de su madre a Toribia, su esposa, cuando se casaron, dos anillos de boda desgastado por los años, algunos dijes y cadenas que fueron regalos de pretendientes desafortunados de su hija Rosaura, ahora mudos testigos de aquella estudiante que murió arrollada por un camión de la Ruta-B en una mañana tan fría como la de ese día.
Don Espiridión camina con la prisa que le permiten sus cansadas piernas, observa de soslayo a los que caminan a su lado, levanta la vista para mirar con ojos atentos a quienes se acercan de frente, luego, deja escapar un suspiro de alivio cuando es rebasado por alguien de aspecto amenazador. Le urge llegar a la casa de empeño para pignorar sus alhajitas y así obtener algo de dinero para irla pasando. La gran crisis económica que se anuncia, ya está pegándoles a los más pobres de los pobres, y luego la cuesta de enero, va dejando un sabor agridulce a los recuerdos decembrinos. A unas calles de allí, entre los transeúntes, se desplaza ágilmente Ismael Arriaga, un desempleado que habita con su mujer y tres hijos en un cuarto de la vecindad donde también viven don Espiridión y su esposa. Ismael se ha visto obligado por la falta de trabajo, a incorporarse a un grupo delictivo. Por ser novato en las lides criminales, sólo le han asignado la tarea de recoger un "paquete" y entregarlo a otro delincuente a dos calles del lugar. Sofocado ha llegado a la esquina donde se realizará el intercambio, se acomoda junto a un puesto de periódicos y mira sin disimulo a una bella muchacha de cuerpo sensual que se ha detenido a comprar una revista de la farándula, cuando la bella mujer se agacha para recibir su cambio, sus pechos se asoman inquietantes a la vista morbosa de Ismael. Ella, al sentir la mirada lujuriosa de aquel desconocido sólo atina a sonreírle con ademán forzado. Luego se aleja entre los transeúntes. Es Amaranta Díaz, una de las cajeras del banco Internacional, que se encuentra muy cerca de ahí. Para Amaranta ese día será crucial, de la precisión y sangre fría como se conduzca dependerá su futuro económico. Desde meses atrás se ha dejado convencer por su amante para que participe en un asalto al banco donde labora. El plan parece no tener puntos débiles. A su madre, su único pariente, la enviaron a Uruapan Michoacán, de donde es originaria, luego sin avisarle a nadie la llevaron a vivir a Salinacruz, Oaxaca. Abrieron una cuenta bancaria a su nombre, en donde depositarán la parte que les corresponda del asalto; pasado unos meses del atraco, la pareja se reunirá con la anciana para disfrutar del producto del hurto. La trabajadora desleal sólo tendrá que esconder la llave del baño para empleados que está en custodia de una de sus compañeras y entretener al policía que vigila el área de cajas del banco. El momento clave será cuando los empleados de la camioneta de valores hayan entregado la remesa para las operaciones del día y abandonen el banco. 10:34 a.m. los custodios de la camioneta de valores han traspuesto las puertas del Banco Internacional y se alejan a toda prisa del lugar. Amaranta se aproxima a su compañera y le pide la llave para ir a los sanitarios. La mujer busca entre sus pertenencias la dichosa llave; los clientes que están frente de ella se impacientan y comienzan a protestar por la tardanza. Mortificada la pobre mujer hace una seña al policía de la puerta que se acerca para auxiliarla. Le pide acompañe a Amaranta y le permita el acceso a los sanitarios. La mujer camina delante del guardia contoneándose en forma inusual. A cada paso sus glúteos se mueven con mórbida cadencia. El policía está embobado. Ella entra al sanitario y él se queda en la puerta esperando. Desde donde está, alcanza a oír el ruido característico del orín al caer en el retrete. Su imaginación vuela... se enerva y un impulso sexual lo envuelve. Luego escucha la voz melodiosa que le dice: --¿Me puedes alcanzar un poco de papel? Por favor- El policía duda, su sentido del deber le dice que no, pero la excitación le dice que sí. Por fin se decide, entra al cubículo y se encuentra con una escena arrebatadora. La mujer lo espera apenas incorporada, con las ropas arriba y los calzones abajo y una sonrisa más que sugerente en los labios. El guardia enardecido apenas atina a cerrar con llave la puerta por dentro y cuando está despojándose de su arma reglamentaria para empezar a bajarse los pantalones, se escuchó el tiroteo aquél. Hombre pistola en mano y mujer subiéndose las bragas corrieron para ver que pasaba, al llegar al lugar de los hechos fueron recibidos por una ráfaga de metralla que les quitó la vida. La sociedad había perdido un policía cachondo y un maleante se deshizo de su amante y cómplice. Después todo se fue en gritos, amenazas, improperios y una loca huida. Los asaltantes tenían preparados dos vehículos en marcha para escapar, pero el destino les había preparado una sorpresa. Resulta que uno de los transeúntes de esa hora por ese lugar era Chanito Mejía, un soldado jubilado que siempre portaba su arma "Por si las moscas", decía él. Aquel veterano de ninguna guerra, pero si de múltiples sesiones de tiro en el cuartel, acudía al banco a cobrar su mísera pensión, desenfundó su arma y disparó con precisión sobre los que salían del banco. Dos delincuentes fueron abatidos; uno se tiró de cabeza al vehículo preparado para la huida que tenía las puertas abiertas y el hombre que estaba al volante aceleró para huir del lugar; otro más inició una loca carrera zigzagueando para evitar el tino del ex militar. No fue del todo precavido, una bala lo alcanzó en la espalda y lo convirtió en una fiera sanguinaria herida. Su desenfrenada huida lo acercó al puesto de periódicos donde Ismael esperaba a su contacto. Cuando escuchó los balazos, el aprendiz de maleante empezó hacer flexiones de las piernas y breves ejercicios de calistenia, porque sabía muy bien que tenía que correr a toda prisa. Luego vio entre los transeúntes un tipo que avanzaba de prisa con pistola en mano hacía el lugar donde él se encontraba, cuando el sujeto estuvo cerca, le salió al paso y le gritó: --¡Dame el paquete!- Dos balazos en el pecho fue la respuesta del forajido, que siguió corriendo hacia un callejón próximo al lugar. Trastabillando por la herida recibida en la espalda, el asaltante escondió entre unos botes de basura la parte del botín que llevaba consigo. Todavía alcanzó a huir entre la gente, hasta que fue abatido por una mujer policía que al grito de: -¡Párate cabrón! Le vació todas las balas de su arma y luego, al mejor estilo del Viejo Oeste, sopló satisfecha sobre el humeante cañón de su pistola. Los cuerpos policíacos, como suele suceder, llegaron tarde para acordonar el área. Con la suficiente demora para que los delincuentes tomaran ventaja en la huida. Cuando don Espiridión salió del montepío, reinició su penoso andar entre los transeúntes, ahora de regreso a su casa, llevaba entre sus ropas otro envoltorio que aprisionaba con fuerza, eran los billetes recibidos en el empeño por sus alhajas. Al menos tenía para comer unas semanas. Más adelante se encontró con un grupo de personas que rodeaban un cuerpo caído. Era el cadáver de su vecino Ismael a quien los del servicio médico forense, también como suele suceder, se habían demorado en recoger. Apesadumbrado el pobre viejo, buscó algo con que tapar, al menos el rostro del vecino muerto. Fue al callejón cercano a buscar periódico viejo para realizar su buena obra. Al poco rato salió con una bolsa entre las manos y mirando con temor a todos lados. Ya ni hizo caso del cadáver del amigo. Tampoco necesito de ejercicios de calistenia ni se acordó de sus reumas para caminar a toda prisa hasta perderse entre los transeúntes con una sonrisa alegre en el rostro. Meses después, en las calles de Salinacruz, Oaxaca, una vieja andrajosa pregunta a los que encuentra a su paso por su hija de nombre Amaranta. Al no encontrar respuesta estira la mano lastimosamente pidiendo limosna. La mayoría de los transeúntes la ignoran, porque ellos al igual que la mujer, sólo son transeúntes, fantasmas que en las grandes ciudades huyen de nada para esconderse en su propia rutina.
Página 1 / 1
|
Eliza Escalante