EL DESAHUCIO
Publicado en Sep 25, 2012
Metido como estaba en un descenso vertiginoso, no parecía prudente malgastar el tiempo en absurdas reflexiones sobre los cómos, y sí orientarse urgentemente hacia los porqués. Santiago R., era un hombre solo, que no solitario, uno de esos seres humanos anónimos para la sociedad, aunque familiares para su entorno inmediato. Un hombre de trato afable, educado y hasta divertido cuando los nubarrones de su cielo interior se retiraban y el anticiclón emocional le concedía una merecida tregua. Vivía en compañía de una pareja de agapornis, tan escandalosos como inusualmente obedientes a las órdenes de su dueño. Sus padres habían fallecido hacía unos años por distintas circunstancias, él de un ataque fulminante al corazón que le dejó seco mientras dormía la siesta, y ella de pura y simple tristeza por la desaparición de su media naranja. Santiago, a su vez divorciado emérito de una mujer atolondrada, a la que no consiguió nunca encajar en los preceptos maritales por ser hembra montaraz y poco gozosa, vivía por los pelos como muchos de los pensionistas que comían en el hogar social. El dinero que el estado le ingresaba puntualmente cada fin de mes le obligaba a vegetar en la cuerda floja. Por eso andaba siempre haciendo malabarismos con los euros, porque si hasta la tercera semana el negocio pintaba bien, siempre se metía en la cuarta con escalofríos y llegaba al siguiente ingreso con la lengua fuera, boqueando como un pez fuera del agua. Así venía sucediéndole desde que le invitaran a jubilarse anticipadamente por prescripción médica y un salvaje expediente de regulación. Tuvo la suerte de heredar de sus padres el arrendamiento del piso donde vivía con los pájaros, y que por tratarse de un contrato de renta antigua pagaba muy poco cada mes, lo cual explica por sí solo que le alcanzara, aunque in extremis, hasta la siguiente paga. Y así hubiera seguido sucediendo de no ser por la primera carta que en mala hora recibió, firmada por el administrador del inmueble, un tal Honorato Balcells, donde le comunicaba en pocas palabras, que la finca había sido adquirida por otro propietario y en consecuencia, siguiendo al pie de la letra las instrucciones del nuevo dueño, le exhortaba encarecidamente a buscarse otra residencia, porque el susodicho mandamás quería adecuarla a los tiempos especulativos presentes y sacar jugosa tajada con su venta. Aquella misiva le golpeo en la boca del estómago con tal fuerza que Santiago perdió el conocimiento por espacio de una extensa hora; cuando despertó lo hizo ya instalado en su familiar estado depresivo, con una borrasca de no te menees descargándole en la cabeza. Pero aun siendo aquel primer mensaje la confirmación de un desahucio anunciado, no es menos cierto que los problemas se arrastraban desde más o menos un año, tiempo en que sus vecinos fueron claudicando y marchándose hartos de los cortes de luz, la falta ocasional de agua corriente, las intimidaciones, los robos continuos... Fue un goteo incesante de abrazos y despedidas llenas de lágrimas, moqueos y afectos a flor de piel. No era para menos, muchos habían nacido allí, como el mismo Santiago, y sus vidas sencillas impregnaban elocuentemente cada rincón; cada centímetro cuadrado de descorchados albergaba una historia personal, cada peldaño de aquella marmórea escalera que ahora cruza como una exhalación, había desgastado la suela de muchos pares de zapatos. Tras ese año que duró la forzada diáspora, Santiago se quedó solo en el inmueble y tuvo que acostumbrarse a las velas porque la electricidad dejó definitivamente de acudir a los interruptores, secuestrada también por la avaricia del desconocido propietario. Por la noche escuchaba ruidos de pasos procedentes de las viviendas vacías como si los fantasmas de sus vecinos acudieran a comprobar que todo seguía en orden. Luces de potentes linternas, que en ocasiones trasteaban aquellos espacios sin vida, se colaban furtivamente por debajo de las puertas y creaban extrañas formas luminosas que se proyectaban caprichosas en las paredes de la escalera. De todo eso era mudo testigo Santiago, que asomado a las alturas de su séptimo y último piso, contemplaba temblando el fantasmagórico espectáculo, armado en evidente desventaja con bata y pantuflas. Un día sí y otro también, recibía la visita de unos matones con aspecto de ejecutivos, que aporreaban la puerta de su domicilio hasta que el viejo inquilino rompía a llorar y a suplicar, desde la indefensión de sus años y la penumbra de sus miedos. Implorávales el huérfano su perdón, porque no tenía ni a dónde ir, ni parientes que le acogieran, ni hijos que le consolaran. Y tanto rogaba el bueno de Santiago a aquellos gorilas de gris y corte de pelo germánico, que paulatinamente fue perdiendo la voz y adquiriendo una ronquera imposible de suavizar. Cuando en raras ocasiones se aventuraba a salir a la calle para hacer las compras, amparado por la luz del día que iluminaba cenital los rellanos desde la claraboya, pensaba que no lograría sortear el umbral de la portería sin antes interponerse fatalmente al filo de alguna navaja; y cuando regresaba, a menudo reconfortado por las palabras de consuelo de alguno de los tenderos, y se enfrentaba a la cruda realidad de las alturas, al desafío de los siete pisos cuesta arriba, y a la incógnita de la invulnerabilidad de su domicilio, su ánimo, apenas apedazado por la solidaridad vecinal, volvía a naufragar en la ventisca de una inmensa depresión. De buena gana se hubiera dejado cazar por aquellos energúmenos encorbatados que tanto empeño demostraban en cumplir las órdenes del propietario, pero sabía que rendirse equivalía a ocupar un portal en la calle y en consecuencia quedar a merced de esas bandas juveniles que asesinan mendigos por puro divertimiento. Y no fue hasta que esta segunda carta remitida desde los juzgados, se colara furtivamente por debajo de la puerta, que el hombre se desmoronó. Ya no le quedó espacio para la esperanza, ni fe en la justicia que pudiera impedir el acto precipitado, cuyo desenlace extremo se ha postergado para mejor conocimiento de las causas. Inútil es sin duda, como ya se dijo en su momento, preocuparse por los cómos, que el método de tentar al vacío es en sí mismo, tan sencillo, como evidente lo es la ley de la gravedad que nos gobierna. Dicen los que entienden de estas cosas, que cuando estamos en trance de muerte toda la vida desfila por un instante ante nuestros ojos, conduciéndonos de la mano por un estrecho túnel, en cuyo final una luz cegadora nos aguarda con los brazos en cruz. Pero el pobre Santiago, en contradicción con esa creencia popular, se sumergía en un pozo ciego que no parecía tener fin ni luminaria que le mostrara sus límites. Desacelerado sólo por exigencias de la ficción, se abatía en cámara lenta desde su séptimo cielo camino de reventar en solitario sobre el duro terrazo del rellano. No le dio tiempo a más, que ya bastante hemos estirado los segundos en explicar lo absurdo de aquella caída libre, como para agregar más preámbulos a lo inevitable. Por lo tanto sin más dilaciones llegó al final de esta breve historia de desencuentros entre la realidad y el artículo 47 de la Constitución Española, con el estruendo seco de órganos en colisión y el consecuente desparrame de sangre inocente. El derecho que todos los españoles tenemos a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, sonó a cuento chino en la semioscuridad del vestíbulo. El desalojo ordenado por el juez, con el pretexto de peligrar la integridad del edificio, se había cumplido a rajatabla. Santiago R., el último inquilino del inmueble sito en la calle Hospital número 280, escogió la línea recta por ser la distancia más corta entre dos puntos y emigró a otro barrio del que jamás conseguirán ya echarle.
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