El cuaderno de poemas escondido en el desvn
Publicado en Oct 02, 2012
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Cuando Pancho Gutiérrez atrapó el pichón de Aguilucho, no podía siquiera imaginar la trascendencia que tal hecho traería a su vida. A pesar que no era la primera vez que salía con los muchachos en busca de huevos de aves (había conseguido de codornices, perdiz cordillerana, tordos, pinzones, jilguero e incluso de halcón de pecho naranja) nunca antes, siquiera estuvo cerca de conseguir cría de ave alguna. Por eso no dudó un instante en asirla del nido y correr cerro abajo, en compañía de Pablo y Gonzalo sus cómplices de andadas. Los niños extasiados se lo pasaban de mano en mano para sentir su suavidad, a pesar del poco plumaje. El pequeño aguilucho estaba tan asustado que ni siquiera graznaba. Esa noche Pancho lo cobijó en una caja de zapatos, envuelto entre un chaleco viejo. Luego con el pasar de los días, y a medida que fuera creciendo lo mantenía amarrado a una pata bajo la cama.


Así se fue desarrollando el ave rapaz, acostumbrándose poco a poco a que lo mantuvieran atrapado de una de sus patas. Lucía, madre del pequeño solía observarle desde la ventana de la cocina y sufría viéndole como el pájaro intentaba zafarse de la cuerda que lo mantenía preso, porque su naturaleza era volar alto y no estar cautivo en el patio trasero remedando los hábitos de una vulgar gallina. Sin embargo y a pesar de sus ruegos, Pancho no quería liberar al aguilucho, llegó incluso a decirle que sin él se moriría. Finalmente, se resignó a sus deseos.


Todo hubiese continuado así, de no ser que cierta mañana un par de aguiluchos se dejaran ver en el pueblo y más tarde se posaran justo en el techo de la casa de Lucia que en esos momentos colgaba ropa. Ése curioso suceso hubiese pasado desapercibido de no ser que su personalidad la llevaba a ser una mujer tremendamente mística y vio en tal suceso una especie de llamado celestial por salvar al aguilucho cautivo. Sin mediar otra instancia decidió a soltar al ave, quien siguió en el mismo sitio a pesar de los gestos y gritos que ella propinaba. Al ver que éste no reaccionaba cogió entonces con su escueta figura la escalera (que usara su marido cuando vivía) para subir con él a la techumbre donde se encontraban los otros rapaces, pero antes de cumplir su objetivo, el pájaro asustado se desprendió para ir al lugar donde habituaba permanecer atado.


Al llegar Pancho del colegio y encontrar al aguilucho suelto corrió a amarrarlo de nuevo.


Esa tarde su madre le contó de los aguiluchos que habían bajado al pueblo y visitado su techo y agregó que a pesar de haber soltado su aguilucho, éste no había volado a juntarse con las otras aves. Desde aquel día, devuelta del colegio se acostumbró a encontrarle suelto. Lo que ignoraba el niño, era de los esfuerzos que hacía cada día su madre por que el ave volara y huyera lejos con los suyos. Había días que el corazón de la madre se agitaba al ver al aguilucho encaramarse en los peldaños de la escalera, pero se desmoronaba rápidamente cuando no superaba más allá del tercero.
Una mañana luego de cogerle logró encaramarlo al techo. Esta vez el ave se quedó quieta y permaneció allí todo el día a pesar que sus semejantes emprendían una y otra vez el vuelo y planeaban sobre él como demostrándole el arte de volar. Antes de la llegada de su hijo, Lucia desconsolada le regresó a su sitio. Esa tarde los ojos del ave y la mujer se encontraron frente a frente, como si aquello fuese una suerte del destino, tragó saliva por sentirse culpable de verle así casi sin vida, tan distinto a sus pares que le visitaban a diario, en tanto los ojos del pájaro a pesar de haber perdido todo brillo, parecían suplicar desde lo más íntimo le liberase de tamaño tormento.


A partir de la visita de las aves, el aguilucho se veía cada vez más alicaído. Lucía entendía que en el fondo de su ser, quería volar, pero no sabía como, su hijo y ella en su afán de retenerlo habían anulado su propia naturaleza. Entonces, decidió sacrificar un trozo de carne que tenía para el almuerzo, lo amarró a una caña acercándolo al pico del ave, pero éste no se inmutó a diferencia de los aguiluchos que se arrimaron al borde del techo atraídos por el delicioso manjar que blandía amarrado a la vara. El más joven de las aves, se abalanzó con las garras abiertas haciéndose del trozo de carne, para emprender luego el vuelo y alejarse con su compañero que le disputaba la presa. Abatida ante los hechos Lucia no lloraba por el trozo de carne que le habían robado los rapaces, sino porque no lograba pese a todos sus esfuerzos despertar en el aguilucho su verdadera naturaleza salvaje.


Con el pasar de los días el aguilucho parecía enfermar, su plumaje lucía raído y su estampa antaño imponente, ahora le hacía ver famélico y abatido. Por lo mismo Pancho le había perdido cariño y ya ni siquiera se preocupaba por él, prefiriendo jugar con sus amigos. Sólo su madre era testigo de su decadencia y sufría al no poder ayudarle. Poco a poco nacía entre el aguilucho y la mujer una conexión especial que no lograba explicar. Se desvelaba por las noches, apesadumbrada como una madre que sufre por un hijo enfermo que agoniza lentamente. De pronto el aguilucho como una enredadera adherida a un muro lúgubre se había apoderado de sus pensamientos, su propia vida le parecía sin sentido, el ave sin quererlo provocó que ella cuestionara su existencia y le hiciera verse reflejada en aquella avecilla que se moría día a día, sin hacer nada. Rememoró los días en que la danza era todo para ella, antes de quedar embarazada de Francisco y su madre la obligara a contraer matrimonio. Amaba a Julián, pero no estaba preparada para ser madre y menos dejar su pasión por la danza, siéndole ambas cosas arrebatadas de su vida abrupta y tempranamente, dejándola vacía, sin sentido hace ya muchos años atrás.


Al amanecer, decidida a encontrar una solución obligó a su hijo a visitar por unos días la casa de su tía Antonia.


Horas más tarde, quienes le vieron, dijeron que lo hacía con una especie de morral portando al aguilucho que mansamente se dejaba transportar. Escaló por las laderas más escarpadas de la montaña como cuando era joven, debía llegar lo más próximo a la cumbre antes del anochecer. Fue así que previo a que el sol se escondiera por la ladera poniente, tenía preparada la carpa donde pasaría la noche. Se arrellanó en el saco de dormir fatigada por el esfuerzo, sus brazos le pesaban, y las piernas y la espalda le recordaban a cada movimiento la fatiga de sus músculos. Se quedó meditabunda abrazando al aguilucho, que cual desvalido no oponía siquiera un mínimo de resistencia. Estaba cansada pero en el fondo su espíritu danzaba en paz bajo la luz de luna que alumbraba todo el paraje con su tul delicado y diáfano arropando el valle. Algo clamaba en su interior con un fervor incontrolable diciéndole a gritos que aquel aguilucho no había llegado por casualidad a su vida, más por mucho que intentaba entender el por qué no encontraba el modo de descifrar el mensaje. Aún así, eso no le quitaba el sueño, lo que realmente le importaba era que él volara, necesitaba casi de un modo enfermizo que lo hiciera, estaba tan conectada al aguilucho que lograba percibir su miedo por volar. ¿Cómo era posible que aquél pájaro tuviera miedo de volar? -se preguntaba- ¿Acaso no era ese su destino? Entonces se acordó de Julián (su marido) cuando él también huía de su destino, nunca cumplió su sueño de ser poeta, pese a que ella le impulsara en más de una ocasión, inspirada en los poemas que él le escribiera durante su noviazgo. Vinieron acompañadas las imágenes de su padre, con quien solía conversar de estas cosas cada vez que discutía con Julián por no luchar por sus sueños y recordaba como con su paso cancino y su voz aterciopelada le decía con esa templanza que dan los años, que eran “sólo unos pocos los que lograban vencer los miedos al fracaso, y escuchar esa voz interior que todos tenemos, y atrevernos a luchar por los sueños” ¡Malditos miedos! repetía una y otra vez en su mente Lucia, previo a quedarse dormida.


Seis días llevaba en la montaña en compañía del aguilucho, en todos ellos había intentado de todo para que el pájaro volara. A veces se quedaba horas y horas contemplando a los aguiluchos que volaban como bailarines celestiales y volvían a su mente los bailes, los vestidos, los colores y ritmos de la danza moderna que tanto le extasiaban, en tanto el pájaro se mantenía a su lado semejando más un perro faldero. Llegó incluso una vez a tomarlo en vilo y estuvo dispuesta a lanzarlo al vacío, pero se encontraba con los ojuelos del aguilucho y esa mirada suplicante la hacía desistir. Cierta mañana en que el ayuno y el delirio se apoderaron de ella, corrió hasta el ventisquero esperanzada que el ave la siguiera y sin más cerrando los ojos y extendiendo sus brazos al viento se lanzó al abismo. Sentía su cuerpo caer, no pensaba en la muerte, de algún modo haber saltado le liberaba de todas sus frustraciones pasadas, hallábase en paz - llegó a creer que tal plenitud era el preludio de la muerte terrenal. De pronto lo vertiginoso de su descenso comenzó paulatinamente a desacelerar, su cuerpo perdía peso y sufría transformaciones extremas, todo ocurría demasiado rápido para su torpe conciencia. Abrió los ojos y se halló convertida en una águila, sacudió sus alas cortando el viento y ascendió como una flecha que quería conquistar los cielos, nada importaba, necesitaba ascender, ascender, la cima de la montaña le llamaba, el plumaje de su pecho henchido soportaba el azote gélido del viento cordillerano, pero nada, absolutamente nada podía detenerla, volaba, volaba, con la sola necesidad de volar. Cuando los picos de las cumbres más altas quedaron bajo las nubes, replegó sus alas y se dejó desplomar, era hermoso sentir la sensación de gravedad y dejarse llevar como un cuerpo inerte. Tras haber perdido mucha altura, recordó su propósito y fue en busca del aguilucho.


Ahí estaba mirando en la orilla del precipicio justo en el lugar donde ella había caído, sin saber que hacer. Efectuó una serie de giros hasta quedar detrás de él, y se abalanzó logrando empujarle con sus patas evitando hacerle daño. Instintivamente el pájaro sacudió sus alas y empezó a volar, tenía una edad madura para que éstas se comportaran como tal y rápidamente fue sintiéndose pleno y tomando confianza. Ella lo abordó por la derecha y le invitó a que la siguiera, volaron sobre la cima de lo cerros planearon rozando las crestas de las arboledas y se elevaron a lo más alto a contemplar el valle donde había vivido todos estos años pegado al suelo. El aguilucho parecía despertar de un largo sueño, y ambos irradiaban felicidad, fue así como en un instante desplegó sus alas en dirección al pueblo como si le conociera de toda su vida. Se detuvo en la techumbre de la iglesia a esperarla y luego continuó viaje hasta el cementerio, sólo cuando se posó sobre su tumba, Lucía logró entender todo.


Días más tarde mientras se realizaban los funerales de Lucía, nadie en el pueblo podía entender que la llevó a quitarse la vida. Del aguilucho nada se supo. Pancho Gutiérrez, esa tarde no lloró, estaba lleno de dolor y odio, y esa noche se sumergió en un profundo mutismo. Todos pensaron que el niño había enloquecido y su tía Antonia, decidió sacarlo del colegio.


Solían verlo pasear por el parque por donde antaño paseara su abuelo con su madre, portando un cuaderno bajo el brazo y se quedaba largas horas contemplando los pájaros que acudían a beber agua o refrescarse al lago. Nadie lo sabía, pero aquel cuaderno se hallaba lleno de croquis de diferentes aves.


Una noche tuvo un sueño que cambiaría su destino para siempre. Se hallaba de pié en la cima de una montaña, el aire fresco revoloteaba su cabellera, no recordaba nunca haber estado en un lugar semejante, se respiraba paz, el verdor de los pastizales era tan eléctrico que casi le encandilaba, y el cielo tan azul como jamás hubiese imaginado. A lo lejos dos águilas volaban haciendo del vuelo un arte, más que aves parecían bailarines que danzan por los cielos, sintió envidia y ganas de volar. Cerró los ojos deseando poder volar como ellos, y a medida que las ganas crecían su cuerpo se hacía más liviano y comenzaba a flotar, no quería abrir los ojos para darse cuenta de lo que estaba pasando, definitivamente estaba volando. Entonces sucedió lo mágico, sintió la voz de su padre que le llamaba ¡Ven hijo, déjate llevar por tu sueño! Su madre también estaba ahí, le escuchaba aún sin abrir los ojos, sentía su presencia a su lado, de pronto la tierra y todo lo seguro se alejaban, pese a ello no tenía miedo y sintiéndose un aguilucho desplegó sus alas y fue tras sus padres. Volaba tan alto, que a la distancia ya no podía distinguir el pueblo, el río que cruzaba por el norte parecía ahora un ligero riachuelo, no quería volver a la tierra, se sentía pleno con sus padres, entonces creyó estar muerto. Padre ¿Estoy muerto? – preguntó. Sólo dormido hijo - como todos los mortales – contestó su padre. ¿Y que hacen ustedes acá? Practicar el vuelo, practicar y practicar, volar es un arte que merece mucha disciplina hijo – contestó la madre. ¿Quiero quedarme con ustedes? Si debo morir, eso no importa, me lanzaré al vacío como lo hizo mamá. No es tu hora hijo – dijo el padre. Pero yo quiero estar con ustedes. Debes lograr lo que nosotros no pudimos. Y ¿Qué es? preguntó. ¡Aprender a escuchar tu corazón! ¿Sólo eso? – inquirió el muchacho. Es más que suficiente, sólo así lograrás ser feliz dijo el padre y desapareció.


En ese momento Francisco dejó de volar como pájaro y comenzó a caer aterrado, el miedo a morir le invadía, su corazón estallaba en su pecho, una angustia enorme le apresaba y gritaba por despertar, fueron tales los gritos que alarmaron a su tía Antonia y le despertó.


Abrázame tía, abrázame que tengo miedo decía el muchacho aferrándose a la mujer que con lágrimas en los ojos le consolaba. Ya mi niño, no tenga miedo, no estás solo, me tienes a mi. Esa noche conversaron de sus miedos, de sus sueños, de cómo ella acostumbrada a la soledad ahora le confesaba no podía vivir sin su compañía, y que trataba de suplir el amor de madre que le diera en el pasado su hermana Lucía. Fue esa noche cuando le contó del cuaderno de su padre y que encontrara escondido en una caja en el desván con poemas que le escribiera a su madre, su único y gran amor, y de cómo desperdició su vida trabajando en el ferrocarril, mientras sus sueños de poeta morían en el anonimato en el desván de su casa. Cuando Pancho despertó corrió a casa de sus padres en busca del cuaderno. Ahora tenía dos cuadernos, uno con los poemas de su padre y otro con sus dibujos. Le bastó leer el primero para entender el mensaje de sus padres. Junto con prometerle a su tía que la cuidaría para siempre, le entregó ambos cuadernos, quien finalmente los prestó al director del periódico local a quien conocía. Unas semanas más tarde salía publicado un poema de su padre, ilustrado con uno de sus dibujos. La tía Antonia con los ojos llorosos le llevó el periódico, fue entonces cuando decidió volver a estudiar.


El día que Pancho volvió al colegio, desde lo alto dos águilas sondeaban los cielos. En tanto, en su mochila cargaba el cuaderno de poemas de su padre, junto a uno de croquis totalmente en blanco y que llevaba por título “sueños”.




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Foto del autor Esteban Valenzuela Harrington
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Descripción

Si tienes algn cuaderno de poemas escondido, o te sientes como atrapado como un aguilucho, es hora que....

Palabras Clave: aguilucho

Categoría: Cuentos & Historias

Subcategoría: Ficcin



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Raquel Esther Gmez Aguiar

Un cuento precioso Esteban, lo lei hace ya algo de tiempo y me encantó.
Felicitaciones
Un abrazo
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March 21, 2013
 

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busy